NIEMKA!

Al principio de la guerra había razones políticas que impidieron que siguiera mi natural inclinación a ponerme al frente del ejército. […] Ahora mi deber y mi deseo me refuerzan en la creencia de que es necesario que lo haga.

Carta del zar a Nicolás Nikolayevich, 1915

Pasaron varios meses y la primavera de 1915 trajo cada vez peores noticias del frente. Antes de que se cumpliera medio año de guerra habían muerto ya un millón cuatrocientos mil hombres y los heridos sumaban cerca de otro millón. Como las derrotas eran cada vez más frecuentes y terribles, el odio a los alemanes creció hasta proporciones grotescas. Se prohibió, por ejemplo, interpretar a Beethoven o a Brahms en todo el territorio nacional, y cocinar tarta de manzana o cualquier plato de origen germano estaba considerado traición. Tal estado de cosas favorecía que arreciara el odio a nuestra zarina. Ya no se contentaban con gritarle despectivamente niemka y ridiculizarla en pasquines obscenos. A mediados de abril, una multitud se congregó en la Plaza Roja de Moscú exigiendo que «la alemana» fuera encerrada de una vez por todas en un convento, que colgaran a Rasputín de una farola y que al zar le obligaran a abdicar. La única noticia positiva de aquellos días fue que el zarévich continuaba viviendo un largo período sin crisis hemofílicas. Era tal su mejoría (la zarina, por supuesto, la atribuía a la continua presencia del starets en palacio) que Nicolás decidió llevarlo con él al frente. «Para que se vaya familiarizando con la vida militar, Sunny», insistió, logrando imponer su voluntad sobre la de su esposa, algo cada vez más infrecuente, dicho sea de paso. «Es fundamental que empiece a conocer de cerca a los que un día serán sus generales».

Generales, he aquí la palabra que preocupaba a Alejandra en ese momento. Como siempre, el afán de Alix era contribuir al bien de los miembros de su familia y, según ella, quien más necesitaba en ese momento de sus desvelos era el propio zar. Por otro lado, Ana Vyrubova, que estaba ya muy restablecida del accidente, retomó con el brío y la lealtad indesmayable que le eran propias una de sus actividades más características. Una que, junto a la de ser correveidile entre Rasputín y la zarina, consideraba su sagrado deber: actuar como trompeta del Apocalipsis o, lo que es lo mismo, ser mercachifle de rumores y de todo lo que se decía en los mentideros, cuanto más negativo, mejor. Por esta vía llegaron a Alix inquietantes rumores sobre la lealtad al zar de un destacado oficial. Nada menos que del gran duque Nicolás Nikolayevich, comandante en jefe de todos los ejércitos. En realidad, a Alix nunca le había gustado el tío Nikolasha. De hecho, no podía perdonarle su teatral ultimátum de 1905, cuando amenazó con descerrajarse un tiro delante del zar si no accedía a firmar el manifiesto por el que se constituía la Duma. Además, Alix estaba segura de que la instigadora de la mayoría de las insidias, que se traducían en multitudinarias manifestaciones en las calles en su contra, era la mujer del gran duque, la princesa Anastasia. Sí, sin duda, la gran sacerdotisa de aquel creciente aquelarre (Alix dixit) no era otra que Anastasia de Montenegro —que, ironías de la vida, había sido, junto a su hermana Militza (las famosas Peligro Negro), la responsable de la introducción de Rasputín en la corte.

Se daba —siempre según la zarina— la casualidad, además, de que, con la noticia de cada nueva derrota en el frente y la llegada de más heridos y cadáveres a Petrogrado, el respeto que el pueblo sentía por su zar menguaba al tiempo que crecía el que sentía por el gran duque. Para colmo, los pasquines se volvieron especialmente crueles por esas fechas. Se hizo muy popular uno que, aprovechando el hecho de que Nicolás Nikolayevich era unos quince centímetros más alto que el zar, mostraba a un enorme y marcial gran duque intentando él solo detener al ejército alemán, mientras que, en una esquina, un diminuto zar temblaba de miedo oculto tras las barbas de Rasputín.

La zarina, preocupada por su marido, que se encontraba visitando las tropas en el frente, le escribió: «No me gusta tu tío Nikolasha. No escuches sus consejos. No son buenos y nunca lo serán. Todo el mundo se escandaliza de que tus ministros se dirijan a él como si fuera el zar. Oh, Niky mío, las cosas no son como deberían ser, y nuestro amigo piensa lo mismo que yo».

A «nuestro amigo» tampoco le gustaba Nicolás Nikolayevich. Tiempo atrás había intentado congraciarse con él ofreciéndose a viajar al frente para bendecir las tropas. «Sí, venga y le colgaré por los pies», le contestó el gran duque a vuelta de correo. Aun así, Rasputín —al que se le pueden reprochar muchas cosas, pero no falta de sagacidad— pensaba que el gran duque era un buen comandante en jefe. Desde luego, mejor que el zar. Naturalmente esto no se lo podía decir a la zarina, pero en varias ocasiones intentó atemperar su animadversión hacia el tío Nikolasha. En este caso no tuvo éxito. Además, un nuevo revés bélico produjo entonces otra onda concéntrica en el estanque de nuestras vidas. El 5 de agosto los alemanes conquistaron Varsovia. Según cuenta Ana Vyrubova en sus memorias, el emperador les llevó en persona la noticia a la zarina y a ella, que se encontraban tomando el té. Estaba demacrado y tembloroso: «Esto no puede continuar así», fueron sus palabras, llenas de dolor y humillación. «Es tan deprimente para mí estar lejos de mis soldados. Siento como que todo aquí en Tsarskoye Selo me drena la energía al tiempo que limita mi voluntad».

De la larga cadena de errores que acabaría por hundir a Nicolás II, he aquí un nuevo y pesado eslabón: desoyendo los consejos de todos, de sus ministros, de Rasputín e incluso de Alix, el zar decidió, a partir de ese momento, asumir la dirección de sus tropas e instalar su cuartel general lo más cerca posible del frente.

Le advirtieron que era un disparate. El país se convertiría en un caos con el cabeza de Estado a cinco mil kilómetros de la capital.

—Es un suicidio, señor —argumentó el primer ministro Goremykin, que era un obtuso caballero puesto allí por Rasputín y cuyo mayor mérito consistía en no hablar nunca mal del starets.

Pero hasta él se daba cuenta del monumental error que el zar estaba a punto de cometer.

—Imaginad —le dijo— el peligro que supone una decisión así. Con nuestros ejércitos en retirada, no podríais haber elegido peor momento para poneros al frente de las tropas. Si la guerra sigue su actual curso y vamos de derrota en derrota, no habrá general ni comandante en jefe a quien culpar, solo a vos. La responsabilidad de todos los fallos militares, de todos los problemas políticos, de todos los fracasos, se atribuirá a su majestad imperial. Siempre hay que tener un parapeto, señor, una mínima barrera en previsión de lo que pueda pasar.

Nicolás descartó el consejo con un impaciente vaivén de la mano antes de encender el enésimo cigarrillo del día. Por supuesto que la guerra se iba a ganar, de eso no había duda; y quien pensara de otro modo no era más que un traidor.

Una vez tomada su decisión, el zar envió una carta a Nicolás Nikolayevich agradeciéndole los servicios prestados y relevándole de su cargo como comandante en jefe de los Ejércitos. Un par de días más tarde, partía para el frente, feliz como un cadete.

Desde luego los que más aplaudieron su decisión de relevar del cargo a Nicolás Nikolayevich fueron los alemanes, que veían como un gran militar quedaba apeado de su puesto. Pero había también alegría, y mucha, en el palacio de Aleksandr, más concretamente, en el mauve boudouir, esa habitación en la que Alix pasaba sus horas bordando y velando por la familia. ¡Por fin, pensaba ella, se había librado Niky de la incómoda sombra de tío Nicolasha!

En el otoño de 1915 Alejandra Fiodorovna cumplió veintiún años como emperatriz de todas las Rusias. Hasta entonces había mostrado poco interés por los asuntos de Estado. De hecho, si alguna vez envió a Rasputín a entrevistarse con este o aquel ministro era solo para que evaluara si eran o no «hombres aprobados por Dios» y por tanto fieles a su marido. Sin embargo, su actitud respecto del ejercicio del poder cambió por completo en cuanto Nicolás se puso al frente del ejército. Una vieja tradición rusa dice que «cuando el zar está ausente, su esposa debe gobernar por él». Por tanto, que Alix comenzase a hacerlo en ausencia de su marido en principio no tenía por qué extrañar a nadie. La medida estaba en la esencia misma de la autarquía, y otras muchas zarinas lo habían hecho antes que ella. Alix era una mujer de una timidez extrema, que la distanciaba y hacía desconfiar de todos. Pero para ella había algo aún más fuerte que este incómodo rasgo de su carácter: el amor por su marido y su familia. Por eso, cuando las circunstancias la pusieron al mando del imperio, Alix descubrió que no solo podía, sino que incluso le gustaba mandar. Nicolás, por su parte, confiaba tanto en su mujer que, una vez dejados los asuntos internos en sus manos, le pareció natural plegarse a sus sugerencias. Como la de poner o quitar a tal o cual ministro, por ejemplo, o la de prescindir de tal consejero o tal ayudante… Así fue como comenzó lo que todos en Rusia (y también en el extranjero) vieron como un verdadero baile o desfile de políticos, a cual más inepto.

En septiembre de 1916 un feliz Nicolás le escribe a su esposa: «Qué pena, mi amor, que no hayas estado ocupándote de esta tarea desde hace tiempo. Haces un gran servicio a la patria y a mí».

Y en ese servicio de nombrar o cesar ministros y consejeros, Alix contaba con ayuda divina directa, porque, si Dios estaba en Rasputín y Rasputín en Dios, ¿quién podía equivocarse?

«Nuestro amigo dice que la gracia de Dios se halla en Hvostov y que será un excelente ministro», le escribió al zar, y acto seguido no solo Hvostov fue nombrado ministro, sino que, siguiendo el consejo de este nuevo y clarividente caballero, se declararon cerradas las sesiones de la Duma, lo que llevó a una nueva y virulenta oleada de protestas en todo el país. En cuanto al primer ministro, el hecho de que Goremykin, protegido de Rasputín, hubiera tenido un minuto de lucidez al aconsejar al zar que no tomase el mando de las tropas, no lo convertía en una persona competente. Al contrario, sus decisiones eran cada vez más absurdas y equivocadas. El starets, que se daba cuenta de su nulidad manifiesta, aconsejó a Alix que lo sustituyera por Stümer. Nuevo error. Stümer tenía apellido alemán y la gente lo interpretó como una imposición de la niemka instigada por su starets, al que todos tenían por el peor de los espías. Alix y Rasputín decidieron entonces deponer al recién nombrado ministro de Interior y, buscando por ahí a otro «hombre aprobado por Dios», eligieron a Alejandro Protopopov, tan inútil como los anteriores.

Así en dieciséis meses el país tuvo cuatro primeros ministros, cinco ministros de Interior, cuatro de Agricultura y tres de la Guerra.

De este modo, mientras los muertos en el frente se contaban por millones y el zar era visto como el responsable máximo de la carnicería, la zarina y su «amigo» terminaron de fraguar un nuevo y muy pesado eslabón en la cadena de errores de la familia Romanov, una onda más en el estanque de su desgracia, la penúltima.

De pronto, en medio del malestar general y del baile de políticos, en medio de las cada vez más reiteradas voces que clamaban porque alguien le metiera una bala entre las cejas al starets y cerrara para siempre esos ojos tan enigmáticos como dañinos, y con el zar a miles de kilómetros de Petrogrado, el zarévich Alexei, que no había sufrido ningún episodio de su enfermedad en muchos meses, comenzó a sangrar…