—Dios mío, Lionechka, pero ¿qué has hecho?, ¡y además en este momento! ¡Cómo has podido, si sabes lo mucho que necesitamos ese sueldo, ese dinero! A duras penas alcanzo a pagar al médico, ¿cómo crees que voy a poder enterrar a mi pobre Sonia cuando llegue el momento? ¿Qué será de nosotros ahora?
Esto me reprochó tía Nina al verme de nuevo en casa, el pantalón desgarrado, la cara llena de magulladuras.
—Mírate, podías haberte matado, san Isaac y san Simeón Verkoturye, estamos más desamparados que nunca…
Por un momento pensé en recordarle todo lo que el señor Cummings le había ofrecido no hacía ni veinticuatro horas: que podía contar con él, que ella era su darling Nina, que no tenía que preocuparse de nada. Pero un vistazo de reojo al marco con la fotografía de Mr. C me descubrió que estaba de nuevo de cara a la pared, castigado por quién sabe qué nuevo pecado. Nos encontrábamos tal como acababa de decir tía Nina, sin más esperanza que desear que la muerte llegara de la manera más dulce posible y se llevara a mamá ahorrándole más dolor, sin despertarla de su agitado sueño.
Al menos este triste deseo se cumplió. Un par de horas más tarde expiraba, y mi tía y yo nos abrazamos olvidando todo lo demás.
Tocaba ahora ocuparse de lo inmediato. Vestir a mamá con su mejor traje de terciopelo, rodearla de flores, avisar a las pocas personas que la habían conocido y amado en esta vida, poner en marcha el complejo repertorio de ritos que nuestra religión prevé para el último adiós, algo del todo desconocido para mí hasta el momento. Mi familia era tan corta y yo tan joven, que no había tenido que pasar por duelo alguno, de modo que viví, con una mezcla de congoja y asombro, las costumbres que la tradición rusa ha ido tejiendo alrededor de la muerte.
«Una pequeña fiesta, Leonid, eso es lo que nos toca organizar ahora a ti y a mí, de modo que ve arremangándote».
—¿Una fiesta, tía Nina? Lo que menos me apetece es ver a nadie ahora —protesté.
—Panikhida, se llama panikhida, y no quiero oír ni una palabra más —añadió y, a juzgar por la expresión de su cara, a punto estaba de entrar en uno de sus famosos estados de ebullición. Por eso, después de meterse en la cocina y comprobar qué cosas de la merienda preparada para el señor C el día anterior eran aprovechables, comenzó a elaborar una larga lista de cosas, según ella, absolutamente imprescindibles.
—… una docena de huevos para los bizcochos y al menos dos de arenques ahumados, carne para unos piroshki, algo de pollo y unos cuantos huesos para un buen caldo, pan, nueces, frutas escarchadas, té, café, vodka, lo menos tres botellas, y flores, todas las que podamos comprar. ¿Estás apuntando, criatura?
Por supuesto que sí, qué remedio, pero lo que no sabía era dónde íbamos a comprar aquello, con qué dinero ni el porqué del festejo.
—Por qué, por qué —imitó mi tía contrariada—. Pues porque sí, niño. Las tradiciones consisten precisamente en eso, en hacer sin rechistar lo que uno no entiende. Aunque, si te empeñas, te diré que la cosa tiene que ver con el frío, también con la distancia. Un entierro convoca a personas llegadas de lejos, y en este país hace un frío de todos los demonios, de modo que es una elemental cortesía ser hospitalarios con la gente. Y ahora se acabó la cháchara, todavía tengo que arreglar a tu madre y ponerla guapa. Y lo estará, muchacho, eso te lo juro… La muerte tiene esa última caridad, se encarga de borrar los signos de sufrimiento de la cara de los que se van para que, por un rato, vuelvan a ser como en sus mejores tiempos.
Penoso es tener que ponerse a preparar piroshki de carne, frutas escarchadas y pastelillos de crema mientras se desangra uno por dentro. Más aún cuando la ciudad está en guerra y encontrar comida es casi imposible. Pero ese día aprendí, aparte de panikhida, otra expresión también nueva y muy útil: chiorni rinok, que es como se conocía entonces el tan misterioso como bien surtido mercado negro. Uno en el que, pronto iba yo a descubrir, se compraba y vendía de todo.
—No hay que reparar en gastos, ella se lo merece —dijo tía Nina mientras desprendía de su blusa un camafeo que usaba siempre—. Ya verás como con esto —añadió sopesando la joya entre sus dedos— y alguna cosilla más que se me acaba de ocurrir nos las arreglaremos a las mil maravillas. Dame esa lista y no salgas de casa, volveré lo antes que pueda.
Jamás supe adónde había ido. Lo único que puedo decir es que regresó al cabo de un par de horas aterida de frío pero con prácticamente todo lo que habíamos anotado en la lista. Hasta que se despojó del abrigo y de su viejo gorro de piel no me di cuenta de que, aparte del camafeo, faltaba algo más.
—¡Tu pelo! Tía Nina, ¿qué has hecho?
Sus largas trenzas del color del ámbar, iguales a las de mamá, ya no estaban. Trasquilada sin miramientos parecía ahora un elfo de grandes ojos espantados. Su voz, en cambio, era la de siempre.
—¿Se puede saber qué miras, muchacho? Te lo he dicho antes: ella se lo merece todo.
Cuatro o cinco horas más tarde comenzaron a desfilar por casa las personas que deseaban dar a mi madre su último adiós. En mi vida había visto nuestra sala tan llena de gente. Vecinos que venían a presentar sus respetos, clientas de mamá y tía Nina, amigos de ambas que no había visto nunca… Y, entre toda esa cincuentena de personas, solo una cara conocida: la de tío Grisha, que me saludó con un abrazo seguido de los tres besos de rigor.
—Ánimo, Liev. —Él era la única persona que me llamaba así—. Supongo que tu trabajo en el hospital ya te habrá permitido descubrir lo fina que es la línea que separa este mundo del otro.
Eso dijo. Y luego me tomó del brazo para alejarme de la media docena de personas que había por allí murmurando oraciones.
—Vamos, muchacho —añadió mientras se acercaba a la mesa que tía Nina y yo habíamos preparado—, tómate un vodka con tu viejo tío Grisha. La noche es fría y te quedan muchas horas en vela hasta que esto acabe. De un golpe y sin pensarlo, chico, ¡sí, señor, así me gusta!
No sé cuántos vasos trasegamos, no solo tío Grisha y yo, sino todos los presentes, el vodka corría parejo con las oraciones y parecía hacerlas más fervorosas, hasta que, hacia las diez de la noche, mientras el resto de los convidados seguía allí sin la menor intención de retirarse, él anunció que no tenía más remedio que marchar.
—El príncipe tiene invitados esta noche —le explicó a tía Nina—, pero volveré mañana muy temprano para ayudaros en todo antes del entierro.
—Pensé que el viejo Yusupov estaba en Crimea —dijo ella, recuperando momentáneamente, no sé si por el vodka, su curiosidad mundana. Tía Nina siempre se había sentido orgullosa de que su hermano trabajara para la familia más acaudalada del país. Una que, ya fuera por su dinero o por sus escándalos, estaba en boca de todos.
—Sí, está en Crimea —respondió Grisha—. Él y la princesa Zinaida viajaron hasta allí la semana pasada. Es el joven Félix quien tiene invitados. Su padre me ha pedido que lo vigile de cerca, que me convierta en su sombra, así me lo ha dicho —añadió mi tío con una sonrisa comprensiva.
—Buena falta le hace. Ya sabes lo que dicen por ahí las almas poco caritativas. Que es una pena que la muerte eligiera tan mal a cuál de los Yusupov llevarse. Pobre Nikolai Felipovich, qué joven era y qué mala suerte tuvo.
Recordé entonces una vieja historia de esas que Iuri solía contarme para entretener las horas que pasábamos como water babies en las estufas imperiales. Una antigua maldición relacionada con la familia para la que trabajaba mi tío. Por lo visto, los Yusupov, que son de origen tártaro, profesaban, en un principio, la religión musulmana. Sin embargo, a mediados del siglo XVII uno de ellos, Dimitri creo que se llamaba, abjuró de su fe para abrazar la nuestra. Según él mismo contó a sus amigos, el profeta Mahoma se le apareció la noche siguiente en sueños y maldijo su linaje, asegurando que en cada generación habría un único heredero y que el resto de los varones moriría antes de los veintiséis años. Inexorablemente así se había cumplido durante cinco generaciones. Sin embargo, los príncipes actuales, que habían visto morir a dos de sus cuatro hijos a muy corta edad, pensaron que habían conjurado tan cruel destino. Además, el mayor de los sobrevivientes, Nikolai, era un muchacho serio y reflexivo que llevaba una vida ordenada, todo lo contrario de su hermano Félix, que desde pequeño apuntaba modales. Por eso nadie imaginó que el heredero fuera a verse envuelto de pronto en un turbio asunto de faldas. Y menos aún que, un par de días antes de cumplir los fatídicos veintiséis, perdiera la vida en un duelo contra el agraviado marido de su amante. Desde entonces nada fue igual en la familia. Los padres tardaron años en superar su tristeza, mientras que Félix, ahora hijo único, se dedicó a cultivar sus pasiones, que eran muchas, en un largo e insaciable carpe diem. Por eso bebía y fumaba opio junto con otros jóvenes «salvajes» de tan distinguidas familias como él. Por eso dilapidaba el dinero en caprichos absurdos y gustaba disfrazarse de mujer para seducir a jóvenes marinos u organizaba veladas con gitanillos que aún no habían cumplido los quince años. Y en este tipo de compañías había continuado hasta conocer a quien él llamaba «un ser especial», que le había hecho olvidar, al menos eso parecía, sus inclinaciones.
El ser especial resultó ser hija de Olga Aleksandrovna, hermana del zar, y una de las mujeres más bellas de toda Europa. Fue una gran sorpresa que el joven Yusupov, tan poco entusiasta del sexo femenino, se declarara enamorado de Irina. Tanto el zar como la zarina se mostraron desde el principio contrarios a esta unión (algo que desde luego el joven Félix no lograba olvidar, según me dijo Iuri), pero tal vez porque Irina tenía una fuerte personalidad y convenció a su tío y padrino el zar, o quizá porque poderoso caballero es don dinero y Félix lo tenía a espuertas, la pareja acabó casándose y tuvieron una hija a la que también llamaron Irina.
—… Sí, querida —continuó diciendo tío Grisha como si no hubiera oído el último y poco caritativo comentario de su hermana sobre los Yusupov—. Los padres de Félix se han ido unos días a Crimea y con ellos las dos Irinas, madre e hija. En cuanto a la fiesta del joven Félix, no creo que sea gran cosa, una reunión de media docena de amigos, calculo yo. Me ha pedido que me ocupe de que se acondicione una pequeña habitación que hay en el sótano. Un sofá, un par de sillones, una vieja piel de oso como alfombra… No creo que la reunión acabe tarde, así que estaré de vuelta antes de las siete para ayudarte, Nina. Aunque con el joven Félix nunca se sabe, es tan imprevisible…
Miré a mi tío y me agradó ver que había otra comprensiva sonrisa en sus labios. Se notaba que le tenía cariño a aquel tarambana al que seguro había sentado en sus rodillas cuando era niño, pues mi tío Grisha llevaba en la casa de los Yusupov toda su vida. ¿Llevaría también su sangre? Para entonces, Iuri me había ilustrado ya con todo tipo de interesantes detalles sobre aquellas dos estirpes existentes en nuestro gremio de los sirvientes, los criados con sangre y los sin sangre. De ahí que ese día me diera por observar en mi tío las partes del cuerpo que, según Iuri, eran delatoras a la hora de descubrir a qué familia pertenece uno: los ojos y las manos. En cuanto a los primeros, no había mucho que decir. Eran idénticos a los de mamá y tía Nina. Sus manos, en cambio, no se parecían a las de sus hermanas. No solo porque eran largas y huesudas, sino, sobre todo, por el modo en que las movía. ¿Cómo describirlas? Daba la impresión de que esas manos no habían hecho otra cosa más que manejar un florete o un abanico durante siglos.
—Pero bueno, Leonid. —Aquí estaba tía Nina interrumpiendo mis cavilaciones—. ¿Se puede saber qué haces ahí mirándonos con cara de lelo? ¿No has oído que tu tío tiene prisa? ¡Su abrigo y su shapka, pronto!
Nuestro pequeño vestidor estaba hasta arriba de prendas de abrigo, con diversos gorros y sombreros diseminados por ahí, pero me fue muy sencillo seleccionar una gruesa pelliza y una shapka de zorro rojo. En realidad, hubiera reconocido entre miles las prendas de mi tío. No solo por lo llamativas y caras que eran, sino por ser las mismas que llevaba aquella noche de escarlatina y fiebre en que él, tía Nina y Lara Aleksandrovna se dedicaron a invocar espíritus.
—Gracias, muchacho, nos vemos mañana a las siete —me dijo al despedirse, lo que inevitablemente me obligó a mirar el reloj de la sala y calcular las muchas horas que aún me quedaban por delante. Una larga y triste noche en vela junto a personas que, salvo un par de vecinos, apenas conocía.
Volví a la sala. En ese momento dos mujeres se disponían a entrar en la habitación de mamá para elevar una plegaria y decidí unirme a ellas. Entonces pude comprobar cuánta razón tenía tía Nina. Y es que, desde la última vez que la había visto, en el cuerpo de mi madre se había obrado un pequeño milagro. La muerte había distendido los rasgos hasta devolverles parte de su belleza. Ahora parecía dormir acunada por el leve bisbiseo de las oraciones y el tictac del reloj que marcaba las diez y cuarto.
Me esperaba una larga noche.