… ¿Cómo? No entiendo nada, espere, espere, voy a apagar este cachivache. Pause, stop. Así está mejor. Buenos días, Masha —María, quiero decir—, un placer verla, como siempre, pero… ¿Hoy mismo, dice? Pero si fue el propio doctor Sánchez el que decidió que no me operaban hasta el lunes, reajuste laboral, fin de semana caribeño, todo eso dijo… ¿Qué ha pasado para que cambien de opinión tan de repente? No me lo diga, «complicaciones», como si lo estuviese viendo, algo nuevo en los análisis que me hicieron ayer. Total, que me operan hoy mismo, ¿verdad? Ya veo, sí, y por eso la mandan de avanzadilla, para que me dé la noticia, porque es la única a la que no le protesta este viejo rezongón… Pero qué poco oportuno que se precipite todo justo cuando estoy a punto de llegar a Tobolsk, en el corazón de Siberia, donde Kerenski nos mandó para que los bolcheviques no tuvieran tentaciones de hacer steak tartare con todos nosotros… Dígame, querida, ¿a qué hora es la operación? No antes de esta tarde, supongo, porque acabo de desayunar y no lo pueden operar a uno con la panza llena, ¿verdad?… Ah, a las cuatro… Perfecto, eso me da, déjeme ver… lo menos seis o siete horas para avanzar en mi relato. Con un poco de suerte, a lo mejor llego incluso hasta Ekaterinburgo, nuestro destino final. Y luego, después de la operación, en cuanto pasen tres o cuatro diítas y me recupere un poco, aquí me tendrá, de nuevo frente al grabador, como si tal cosa. De esta no me muero, ya lo verá. Me importa un pito lo que diga Sánchez, que es un mufa y un gafe, aquí su amigo es duro de pelar. A la vieja Dama de Picas le he hecho ya tantas trampas que está acostumbrada… Pushkin, querida, lo de la Dama de Picas va por él. ¿Conoce su relato? Es muy famoso. Desde que lo leí, llamo a la muerte así en su honor. En el cuento, cada vez que sale esa carta, paf, alguien muere, una verdadera obra maestra. En fin, a lo que iba: el sábado o el domingo todo lo más, estaré grabando de nuevo como si nada. Me falta tan poco para llegar al final que no es cuestión de rendirse ahora. En cuanto a estas horitas que quedan hasta la operación, agradecería que hasta el último momento posible no me vengan sus colegas con lavativas, purgas y demás preparativos. Son las ocho y media. ¿Cuánto podré adelantar si grabo, pongamos, hasta las dos y media o las tres?
Probando, probando… Perfecto, parece que se mueve bien la aguja, vuelvo al párrafo que dejé a medias. Vamos a ver…
Querida María, cuando usted oiga por fin toda esta confesión, bastará con que borre estas palabras introductorias y luego empalme con el último párrafo, ese que dice: «Caía la tarde cuando comenzamos a ver en la línea del horizonte la fortaleza de Tobolsk, dos cúpulas en forma de cebolla y, por fin, la ciudad apareció ante»…
… ante nosotros.
Atracamos en el embarcadero de la Compañía de Vapores de Siberia occidental, una línea de comercio interior, y lo primero que hizo Kobylinsy una vez en tierra fue pedir que lo condujeran a la casa en la que estaba previsto instalar a los Romanov para inspeccionarla. Cómo la encontraría que, veinte minutos después, estaba de regreso en busca de diez o doce criados para que le ayudáramos a acondicionar —según sus propias palabras— «aquel grandísimo chiquero». Iuri y yo nos apuntamos y así pude ser testigo de una metamorfosis tan veloz como eficaz. En solo ocho días, nuestro grupo, capitaneado por Kobylinsy y con la ayuda de un ejército de operarios locales, consiguió los siguientes y nada sencillos logros: instalar tres cuartos de aseo, dos de ellos con bañera; reparar, lijar y barnizar el viejo pero noble parquet por el que, desde hacía años, solo transitaban las ratas; pintar la casa de arriba abajo; retirar viejos e inservibles muebles; retapizar sofás; rehacer entera la cocina, la sala de estar, el comedor; comprar sillas, mesas, veladores, camas, armarios, varias lámparas y hasta un bonito piano con incrustaciones de nácar.
Mientras nosotros trasegábamos sudando bajo el nada misericordioso sol del verano ártico, la familia permaneció a bordo. No se le permitió colaborar en las tareas. Y eso que repetidamente lo había solicitado el zar, para quien la inactividad física era un castigo mayor incluso que su situación de prisionero. También a las chicas les habría gustado participar en la confección de cortinas y colchas, pero Kobylinsy se mostró inflexible. «Ustedes, a pasear por el río», ordenó. Y así fue. Durante los ocho días que duró la reforma, la familia se dedicó a conocer, sin bajarse nunca del vapor, los alrededores de su nueva prisión y a familiarizarse con aquella ciudad fluvial que, antiguamente, y gracias a su proximidad con el Ártico, había sido un importante centro en el comercio de pieles. Luego, en cambio, el trazado del Transiberiano por otros parajes dejó a Tobolsk fuera de juego, y a la economía de sus veinte mil habitantes reducida a los beneficios que producía la corta temporada veraniega, cuando se podía utilizar el río como medio de transporte.
Tal vez por eso, porque estaban un poco a trasmano, la mayoría de los tobolskianos eran anticuados y conservadores comerciantes que se sintieron tan sorprendidos como honrados al descubrir que se convertirían en vecinos de la ex familia imperial. Cada vez que el Rus navegaba cerca de la orilla, y no digamos cuando fondeaba a la salida del puerto para pasar la noche, multitud de curiosos se agolpaban en el muelle para saludar e incluso (cuando creían que los guardias no alcanzaban a verlos) bendecir a sus zares. Ellos ni alentaban ni desalentaban estas muestras de afecto. Se limitaban a actuar con naturalidad y a sonreír.
Los preparativos de la casa siguieron adelante. Pasó una semana y, para entonces, Kobylinsy, que estaba sorprendido por la paciencia de sus prisioneros, accedió a que pudieran ir una mañana a pie a ver los progresos de su nueva vivienda. Y para hacerlo tuvieron que atravesar una de las calles principales de la ciudad bajo la fascinada mirada de sus habitantes.
«Míralos, son tan guapos», decían aquellas gentes mientras el zar y sus dos hijas mayores, protegiéndose con sus parasoles blancos, abrían una comitiva en la que participaron todos los miembros de la familia, excepto la zarina. El que más curiosidad despertaba era Alexei. Apoyado en Nagorni, el ex zarévich hacía esfuerzos para que no se le notara su cojera, aumentada por tantos días de inactividad en el Rus. Gilliard y el doctor Bodkin estaban presentes también, así como Iuri y yo mismo. Anastasia y María iban las últimas, y recuerdo que, pocos metros antes de nuestro destino, a Masha se le ocurrió detenerse a hablar con un niño de tres o cuatro años que acababa de entregarle un girasol casi tan grande como él.
—¡Vamos, vamos! —la apremió un soldado cogiéndola del brazo de malos modos—. No vamos a esperar toda la mañana por una mocosa como tú. —Escupió.
Erguí la cabeza, dispuesto a intervenir, pero Iuri me retuvo:
—No hagas tonterías —dijo, y me sorprendió que su tono, lejos de su ironía habitual, delataba algo muy parecido a la rabia contenida—. Mira —añadió señalando en dirección a la casa.
Un parapeto de madera de más de tres metros de alto, levantado con más prisa que pericia, rodeaba ahora el edificio que habíamos ayudado a acondicionar.
—Es obra del soviet de suboficiales —explicó Iuri—. Kobylinsy se opuso a que lo construyeran, dijo que con las rejas de las ventanas era más que suficiente, pero sus subordinados se reunieron en comité y he aquí el resultado. Ya ves quién manda de verdad en Rusia…
Masha, mientras tanto, había vuelto a la cola sin perder la calma y nosotros la imitamos. Caminamos un trecho más, los tres bajo la severa mirada de los soldados y la curiosidad respetuosa de los viandantes, hasta que traspasamos la puerta de la palizada, lo que le permitió a Masha observar la casa de cerca.
—Es bonita —comentó—. Recuerda un poco a la de abuela Minnie en Crimea.
Iuri y yo nos miramos. Ninguno de los dos conocíamos esa propiedad de la madre del zar, pero difícilmente se podía parecer al feo edificio que teníamos delante.
—Sí, de veras, las piedras de la fachada tienen el mismo color. ¿Y los balcones? También son de madera como estos. Ojalá me toque una habitación que dé al Este como la que tenía en Aleksandr, me encanta ver cómo nace el sol entre los árboles.
Me gustó su comentario. Sus hermanas podían llamarla bow-wow por lo patosa que era a veces, o reírse de sus ocurrencias. Pero Masha era de esas personas que saben ser felices con lo que la vida les da en cada momento.
—Quién sabe —continuó—. A lo mejor nos dejan pintar nuestra habitación del color que queramos. Hay tantas cosas que hacer aquí —añadió, volviéndose de pronto hacia donde yo estaba—, como limpiar las chimeneas aprovechando que es verano. ¿Qué te parece, Leonid? Podríamos hacerlo juntos. ¿Te acuerdas de aquel día, cuando tú eras aún water baby y Nastia y yo te sorprendimos en nuestra habitación? Estabas muy guapo cubierto de hollín y con mi diario en la mano… —Puta mierda. ¡Menos cháchara y más mirar por donde andas, chico!
Sorprendido al descubrir que Masha aquel día me había visto con su diario a pesar de mis tentativas de esconderlo, tuve la mala fortuna de tropezar con uno de los guardias que vigilaban la puerta. Un violento culatazo en las costillas fue su forma de demostrar quién mandaba. Me doblé de dolor, y habría rodado por el suelo si Iuri no llega a sostenerme.
—Dios mío, papá, ¡mira lo que hacen con Leonid! —exclamó María, buscando, en una reacción tan instintiva como inútil, la hasta hace poco inapelable autoridad del zar. Su padre estaba demasiado lejos como para poder oírla. Tal vez fuera mejor así.