Montevideo, 27 de junio de 1994

Querida María:

Ahora que me dedico a dictar a un magnetófono me doy cuenta de lo mucho que adelanto; en un par de horas he narrado tres capítulos. De todos modos, hay cosas que se cuentan mejor negro sobre blanco y por eso le envío unas líneas. Por eso, y porque pasan cosas increíbles en estos tiempos. ¿Se acuerda lo que le comenté del doctor Sánchez, de su intención de operarme y de su «optimismo» sobre el resultado de la intervención? Bueno, resulta que hoy apareció por aquí un tipo bajito que dijo venir de su parte. «Apoyo psicofísico lo llamamos nosotros, señor Sednev, va a ver qué interesante». Empezó diciendo antes de explicar que él era un facilitador, una especie de confesor laico que el hospital pone al servicio de los que se someten a una operación de riesgo para que hablen de su vida, mire qué lindo. Venía con los deberes bien hechos y no se fue por las ramas. Ni se imagina la cantidad de cosas que sabía de mí. Que si nunca me casé… Que si hice una fortuna con el contrabando de tabaco en los cincuenta… Que luego mejoré mi reputación (y también mi cuenta bancaria) en los sesenta y setenta con el comercio exterior, para volver a redondearla después en los ochenta con la «exportación» de Sorollas, Renoirs y Gauguins del Río de la Plata a Europa… ¿Qué más? Ah, sí, que soy un tipo reservado y poco sociable.

¿Quién le contó esto?, pregunté divertido porque, salvo detalles, todo lo que dijo es cierto. Él contestó que no tenía mérito. Que en un país tan chico como este, los secretos acaban sabiéndose, y que las personas «calladas como usted», añadió con una sonrisa entre sedante y persuasiva, «piensan que como ellos no hablan, el resto de la gente es igual. Pero el deporte favorito del ser humano, el que más practica, con diferencia, es la contorsión de húmeda» (eso dijo en alusión a la lengua, supongo) y luego continuó: «Pero no se preocupe, señor Sednev, lo mío no es interés por la vida ajena sino celo profesional. Las personas introvertidas necesitan hablar con alguien, sobre todo si están en puertas de una operación delicada».

A punto estaba de tragarme esta imaginativa forma de acercamiento a mi persona, cuando apareció el doctor Sánchez y el tipo en cuestión se puso algo nervioso. En fin, para hacerle la historia corta, querida, resulta que de «apoyo psicofísico» nada de nada. Se trata de un periodista de ascendencia rusa que está escribiendo un libro sobre las historias ocultas de los últimos rusos sobrevivientes, de los que llegaron al Río de la Plata tras la revolución bolchevique. Según él, a pesar de los reveladores testimonios personales que se han hecho públicos, somos muchos los que hemos elegido no desvelar nuestras historias por diversas razones, casi siempre románticas. «Y dígame una cosa, Iuri —le pregunté porque se llama así, Iuri—, ¿qué le hace creer que me voy a confesar, y con usted, además? ¿Se cree que como tengo un pie en la tumba voy a contarle desordenadamente y de cualquier manera lo que he tardado años en decidirme a poner por escrito? Las cosas hay que hacerlas bien, sabe, yo elijo cuándo, dónde y sobre todo a quién se las confío».

Le explico todo esto, María, porque, a pesar de que esta mañana rechacé su ofrecimiento, ahora lo he pensado mejor. Se me ocurre que, si muero y mi historia queda a medias, le será útil ponerse en contacto con esta persona. Estoy empezando a pensar que puede venir muy bien. Habla ruso, y llegado el momento, seguramente le ayudará a entender otro documento importante con el que pienso acompañar esta confesión que comienza en 1912 y acabará en el 18. Después de esa fecha me pasaron algunas cosas interesantes pero nada comparable con aquellos seis años. Como dudo que me dé tiempo a contarle qué pasó de entonces en adelante y usted una vez se interesó por esa parte de mi historia, voy a hacerle un pequeño resumen para que vea al menos cómo uno de los deseos de aquella época, el de mi madre que me educó en previsión de que un día la rueda de la fortuna girara a mi favor, llegó a cumplirse. Aunque ahora me acabo de enterar de que no se debió exactamente a la diosa fortuna sino a otro agente —digamos— más terrenal.

A grandes rasgos le contaré que mi venida a Sudamérica tuvo mucho que ver con tío Grisha, tía Nina y también con Mr. Cummings, aquel caballero de la pata de palo.

¿Ha oído hablar del SIS, querida? Yo tampoco, hasta el otro día que vi un documental en la tele sobre él. Y sin embargo ahora parece que le debo media vida… Resulta que, después de la revolución y del asesinato de la familia imperial, regresé a Petrogrado en busca de mi tía para convencerla de que debíamos salir de país lo antes posible. En la ciudad, las cosas no habían hecho más que empeorar. Negras columnas de humo se elevaban a diario indicando dónde se estaba produciendo el incendio de un comercio, una galería, un palacio. Me contó tía Nina, por ejemplo, que un par de semanas antes, los bolcheviques habían entrado en casa de los Yusupov. La familia había huido pero los asaltantes sabían por uno de los criados que en el palacio había una habitación secreta llena de joyas y obras de arte cuyo mecanismo de entrada solo conocía mi tío Grisha.

«Primero intentaron que se pasara a sus filas —me contó tía Nina— al fin y al cabo, le dijeron, tú eres un proletario, un obrero como nosotros. Pero ya conocías a mi hermano, Leonid, se dejó torturar y matar antes que revelar secreto alguno de la que era su familia», concluyó mi tía con orgullo y tragándose las lágrimas.

Le insistí que debíamos irnos antes de que fuera tarde también para nosotros y se negó a escucharme. «Soy rusa y moriré rusa —dijo—, no pienso irme de aquí».

Ni se imagina, querida, lo mucho que rogué y supliqué, pero lo único que conseguí fueron su bendición y dos cartas. Una era para cierta amiga inglesa que, según me dijo, había conocido en Londres, y que en ese momento vivía en París. La otra, para una dama de la misma nacionalidad que regentaba un colegio de señoritas aquí, en Montevideo.

No ha sido hasta hace pocos días, María, que descubrí lo largas, anchas y sobre todo discretísimas que son las redes que tejieron Mr. Cummings y sus agentes. ¿Me creerá si le digo que hasta ver aquel reportaje en la televisión jamás sospeché que las dos viejas damas tan british que tanto me ayudaron, estaban relacionadas con Cummings y su famoso y secreto SIS? Sé lo que está pensando, querida. Qué falta de visión para alguien que pasó media vida espiando al prójimo. Tiene toda la razón, pero mire, tal como pensé yo de Rasputin cuando se metió él solito en aquel sótano del palacio Yusupov sin sospechar cómo acabaría la noche, la vida tiene esas increíbles contradicciones. Al final resulta que, el más clarividente, no ve lo que tiene delante.

Podría contarle mucho más. Cómo una de aquellas damas tan amables me ayudó en mis años en París a buscar trabajo en un hotel junto a otros émigreés más ilustres que yo, por ejemplo. O, cómo en Montevideo, la otra me dio empleo y luego incluso me apoyó económicamente cuando comenzaba a volar solo. Me pasaron algunas cosas bastante curiosas después de aquello, y ojalá me quedara vida para contarlas. Sospecho que no por eso, se lo pido por favor, María. Cuando yo muera, llame a ese tal Iuri cuya tarjeta le dejaré más adelante. Como además de hablar ruso es periodista, supongo sabrá qué hacer con este testimonio. También con el documento del que antes le hablaba. Más que documento es un diario, y perteneció a alguien a quien quise mucho.

Ahora debo volver a mi magnetófono y a la historia que me gustaría terminar antes de «partir», como dice el doctor Sánchez. A ver, voy a rebobinar un poco, ¿por dónde iba? Ah, sí, acababa de contar cómo, en nuestra dorada cárcel de Tsarskoie Selo, inmortalicé a los hijos del zar calvos como bolas de billar…

… Y mientras los Romanov y yo nos dedicábamos a la fotografía, allá afuera, en el mundo libre, la revolución continuaba su curso. El nuevo profesor de historia, antes conocido como el zar de todas la Rusias, que en esos momentos enseñaba a sus alumnos el comienzo de la Revolución francesa, sin duda se asombraría al comprobar cuánto le gustan al Destino las simetrías y los ritornelos, por no decir las ironías y los sarcasmos. Porque, igual que pasó poco después de la caída de Luis XVI, lo primero que hizo el gobierno provisional ruso fue abolir la pena de muerte. Como ministro de justicia, Kerenski logró que se aprobara una ley pensada no solo para hacer honor a su talante moderado, sino también para neutralizar las cada vez más apremiantes demandas de que el zar fuera ajusticiado. «No seré yo el Marat de nuestra Revolución», proclamó en un vibrante discurso ante la Duma. «Soy capaz de conducir personalmente al zar hasta Murmansk si es preciso. La Revolución rusa no busca la venganza».

Murmansk, ciudad cercana a la frontera con Finlandia y Noruega, era la puerta que conducía a Inglaterra, pero cuando la mencionó Kerenski en la Duma ya sabía que el rey de Inglaterra había decidido desentenderse de su querido cousin Niky. A lo largo del verano y de la primavera de 1917, mientras los moderados, con Kerenski (nombrado por esas fechas primer ministro) a la cabeza, intentaban poner en marcha reformas tendentes a instaurar un gobierno democrático, Lenin y los suyos acuñaron un eslogan, o mejor dicho un mantra, que contenía los mayores y más fervientes deseos del pueblo: «¡Paz, tierra, pan y todo el poder para los soviets!». Mientras tanto, Gran Bretaña y Francia se dedicaron a presionar a Kerenski para que mandara aún más tropas al frente sin saber que con ello favorecían la imparable ascensión de Lenin. Presionado por las potencias aliadas, y falsamente reconfortado por los préstamos y contribuciones que le concedían, Kerenski redobló sus esfuerzos bélicos. En un principio con resultados esperanzadores, como la primera victoria en el frente de Galitzia desde hacía meses. Nosotros, en nuestro cautiverio, festejamos la noticia con grandes muestras de alegría, y el zar pidió incluso que se le permitiera celebrar un tedeum. Poco iba a durar la euforia. En julio se produjo una gran derrota. A ello contribuyó el hecho de que los soldados tuvieran ahora nuevas reglas, porque, a partir del triunfo de la revolución, cualquier decisión, incluidas la estrategia militar y las órdenes de los oficiales, debía debatirse en comité y someterse a votación. De este modo, tras la victoria en el frente de Galitzia, se votó a favor de esperar un par de días a ver qué pasaba en vez de la otra opción, que era afianzar el terreno conquistado. Las consecuencias fueron catastróficas; los alemanes aprovecharon el impasse y se produjo una nueva debacle.

En Petrogrado las noticas del frente hicieron que medio millón de personas se lanzara a la calle para exigir la salida inmediata de la guerra y la dimisión del gobierno provisional. Estos acontecimientos y la cada vez mayor debilidad del gobierno acabaron por convencer a Kerenski de que debía retirar a la familia imperial de Tsarskoye Selo y enviarla a lugar más seguro dentro del territorio nacional, ya que nadie fuera de Rusia estaba dispuesto a acogerla.

«Los bolcheviques van por mí y luego irán por usted», le dijo Kerenski al zar antes de añadir que lo mejor era pensar en algún enclave remoto, alejado de las pasiones revolucionarias de la capital. El zar le pidió que les permitieran ir a su amado palacio de Livadia, pero Kerenski no aceptó, y sin más explicaciones dijo que empezaran a empacar en secreto, «sin levantar sospechas entre los guardias de palacio». Increíble reflexión que demuestra la desconfianza que se había instaurado en nuestras vidas: ni siquiera el jefe del gobierno podía estar seguro de la lealtad de sus oficiales y, menos aún, de sus soldados. «Mi penúltimo amigo —escribió el zar por esas fechas en su diario personal en referencia a Kerenski— me ha aconsejado que nos preparemos lo más discretamente posible para un próximo viaje del que no ha querido decirme el rumbo, pero sí que debíamos llevar ropa “muy abrigada”. En cuanto a la fecha de partida, dice que será cerca del aniversario de Alexei, más o menos».

El 12 de agosto de 1917 el zarévich cumplió trece años. Al día siguiente él y el resto de la familia imperial abandonaríamos para siempre Tsarskoye Selo.

Los planes de viaje se mantuvieron en secreto, incluso entre los miembros del gobierno provisional. Solo cuatro personas, incluido Kerenski, conocían cuál iba a ser nuestro destino: Tobolsk, una ciudad fluvial dedicada al comercio y situada en la zona Oeste de la estepa siberiana, no muy lejos, por cierto, de donde el zar había ordenado erigir un par de años atrás un temible centro penitenciario destinado a anarquistas y tercos revolucionarios.

La elección no tenía nada que ver con una vengativa justicia poética, sino que obedecía a razones prácticas. Según oí decir, se eligió Tobolsk porque es un lugar remoto, al que se llega solo después de atravesar un vasto territorio de bosque virgen, y porque había allí una escasa población proletaria y una burguesía próspera, por no decir anticuada. Además, como le escuché un día a Kerenski mientras recorría con el zar los ahora desiertos pasillos de palacio: «El clima es bueno y la ciudad puede presumir de una casa del gobernador más que aceptable. Seguro que su familia podrá vivir en ella con bastante comodidad. ¿Sabe ya qué criados llevará con usted?».

Posiblemente el zar lo supiera con más antelación, pero a nosotros no se nos comunicó hasta veinticuatro horas antes de la salida del tren, por lo que los preparativos fueron tan frenéticos como caóticos. Además, no todo el mundo estaba dispuesto a arrimar el hombro. Por ejemplo, a pesar de que el coronel Kobylinsy, que estaba al frente del destacamento militar, dio a sus soldados órdenes estrictas de que se comportaran «como caballeros», a pesar también de que Kerenski les había enviado una carta en la que enfatizaba que las disposiciones de Kobylinsy debían cumplirse como si fueran suyas, muchos se negaron a echarnos una mano. «Los camaradas Romanov son ciudadanos como nosotros y si quieren ayuda con sus trastos tendrán que pagarnos por las molestias», le dijeron a Gilliard cuando solicitó colaboración para mover unos baúles. «¡Holgazanes y vagos redomados!», comentó el indignado profesor. El zar lo detuvo poniéndole una mano en el hombro. «Tienen razón —dijo, mientras hacía una señal a su secretario para que les entregara un puñado de rublos—, por las molestias».

Ni siquiera así logró congraciarse con ellos. Al cabo de un rato pude ver como se acercaba a dos oficiales que estaban tomando el té para preguntarles si lo invitaban a una taza. Ellos se pusieron de pie declarando ruidosamente que no pensaban compartir mesa con un tirano. Más tarde, cuando los soldados no estaban mirando, le pidieron excusas diciendo que temían ser denunciados por sus subordinados como elementos contrarrevolucionarios.

Aunque el zar aceptó sus disculpas con humildad y una cansada sonrisa, lo cierto es que la amargura parecía haberse instalado en su rostro, y también en el de la mayoría de nosotros. Hacia las nueve de la noche del día previo a la partida, el gran vestíbulo semicircular, el mismo por el que unos meses antes Iuri y yo habíamos visto entrar a Nicolás II convertido en simple gospodin polkovnik, se encontraba lleno de baúles y maletas a medio empacar. Apenas unas horas antes, la zarina, ayudada por Tatiana y por mí, había quemado cartas y recuerdos personales. Fue la primera vez que la vi llorar. En cambio, no hubo manera de convencerla de que se deshiciera de la voluminosa correspondencia que había cruzado con su marido en los últimos diez o quince años.

—Vamos, Sunny, son solo cosas materiales, podemos pasar sin ellas, lo único que importa es que estamos juntos —insistió el zar, pero sus ruegos chocaron con la más absoluta negativa.

—Así podrán averiguar un día cómo eres tú de verdad, mi amor, y cómo soy yo —insistía ella y los dos se abrazaron. Por nuestra parte, Iuri y yo íbamos y veníamos trayendo trastos bajo la supervisión de Tatiana, que era la encargada de apuntar en un cuaderno el contenido de cada baúl.

—A ver: zapatos y botas de invierno en este, abrigos en aquel. Leonid, ¿dónde está la caja con los objetos de aseo? ¿Y los álbumes de fotos, Iuri? ¡Dios mío, qué desorden!

Olga y María mientras tanto vagaban de habitación en habitación despidiéndose de los sirvientes que aún se mantenían fieles, y ellos caían en sus brazos llorando. En cuanto a Anastasia, corría de aquí para allá intentando recuperar a Joy, el spaniel del zarévich, y a Jimmy, el perro de Ana Vyrubova.

—¿Te das cuenta, Leo? Menudo momento han elegido estos dos para saltar por la ventana, apuesto que han visto una ardilla.

Yo, por mi parte, decidí dedicar mis últimos momentos en Tsarskoye Selo a despedirme de mi vieja amiga, la bailarina de una sola pierna, la que vivía dentro del carillón de un reloj en el cuarto de María Antonieta y que tanto me recordaba a Tatiana Nikolayevna.

—¿Adónde vas? —preguntó Iuri, al ver que me alejaba pasillo abajo.

—Creo que he visto a Jimmy colarse en uno de los salones del fondo —mentí sin volverme.

Iuri estaba raro esos días. Desde el principio había declinado acompañar a la familia a su nuevo destino.

—Vete tú si quieres —me había dicho—. No se me ha perdido nada en Tobolsk.

—Se trata de ayudarlos ahora que más nos necesitan —dije, en un intento por convencerlo. Pero mi amigo se había revestido de esa máscara de indiferencia de la que estaba tan orgulloso.

—Qué tranquilas pueden estar las grandes duquesitas sabiendo que el tovarish Leonid estará ahí para defenderlas de cualquier peligro —ironizó.

—¿De veras no te importa lo que pueda llegar a pasarles? ¿Cómo eres tan desagradecido, Iuri?

—No tengo nada que agradecer a nadie y menos a las grandes duquesas —dijo—. Lo que te pasa a ti es que eres un ingenuo, Chiquitín. A ver si crees que porque ha triunfado la revolución esas niñas engreídas te van a mirar de otro modo.

Podría haberle dicho que esas niñas engreídas no solo eran sus parientes de sangre, sino que hacía días que nos trataban de igual a igual. Más aún, que incluso antes de la revolución tampoco habían hecho gala de superioridad. Pero ni me molesté. Preferí no volver a tocar el tema ni hacerle partícipe de la tristeza que me producía abandonar nuestra vida anterior. Para mí, la actitud de Iuri era incomprensible. Por eso tampoco le conté que pensaba despedirme de la bailarina. ¿Para qué? ¿Para que se riera una vez más?

Aquella parte del palacio alejada del vestíbulo estaba en silencio. Roto apenas por los ronquidos de un miliciano que echaba una cabezadita abrazado a una botella distraída de las bodegas reales. Tuve cuidado de no hacer nada que pudiera despertarlo y, dejando atrás una larga hilera de puertas, me dirigí a la sala de María Antonieta. Poco habían cambiado allí las cosas. A la derecha, el cuadro de los cosacos; a la izquierda, el de la reina de Francia jugando con sus hijos; en una esquina, el piano; en otra, la colección de relojes. A pesar de tantos objetos interesantes y fáciles de sustraer, la estancia se había mantenido ajena al fervor revolucionario, y me pregunté a qué podía deberse. «Tal vez sea gracias a vosotros», sonreí mirando a los cosacos del cuadro. «No hay en toda Rusia guardianes más respetados».

El orden reinaba también entre los relojes, solo que, como hacía días que nadie les daba cuerda, parecían fantasmas del tiempo detenidos cada uno en una hora. La seis y media en el del pavo real cuajado de zafiros, regalo de Catalina la Grande. Las once menos veinte en el de los monos saltimbanquis, que era el favorito del zarévich; algunos marcaban las cuatro; otros, las tres o las dos, hasta llegar al que escondía en su interior a mi bailarina de una sola pierna. Su maquinaria se había detenido siete minutos antes de las doce. Como esa era la hora en la que ella salía a interpretar su eterna pieza de baile, me alegró la coincidencia, e incluso me pareció un regalo de despedida. Me acerqué con cuidado. Visto por fuera, aquel reloj era uno de los menos interesantes, apenas un cajetín rectangular de bronce sin más adornos que una puerta y dos columnas de cristal de roca. Solo cuando ella emergía de su interior cobraba vida, convirtiéndose en un teatrillo lleno de sorpresas. Primero, una plataforma de malaquita salía del interior simulando una pista de baile; se desplegaban luego otras tres columnas adicionales que, con el par antes mencionado, formaban un hermoso proscenio. «Espera, Tania», dije en voz alta, usando el mismo diminutivo que la familia reservaba a Tatiana Nikolayevna, mientras buscaba en la parte exterior del reloj algo que se pareciera a una bocallave. «Ya sé que estás ahí dentro, ¿pero cómo te ayudo a salir y por dónde demonios se le dará cuerda?».

Sonreí al pensar en Iuri y en lo que diría si me viera ahí, hablando con los cuadros, con los relojes, rebuscando por todos lados cómo dar cuerda a aquel artefacto para que se pusiera en marcha y despedirme así de mi bailarina coja.

Desde luego no fue fácil la búsqueda, pues cada reloj tenía sus secretos, y parte de su encanto consistía en disimular las llaves. El pavo real la escondía bajo una pata, otro reloj con un gran elefante de lapislázuli la camuflaba en un colmillo… Esas dos las descubrí enseguida, pero ¿dónde estaría la de mi reloj? ¿Entre las dos columnas de su frontal? ¿En un lateral? Di por fin con la bocallave bajo la consueta del apuntador y al darle cuerda el mecanismo se puso en marcha con un alegre tictac. Ahora solo quedaba esperar a que transcurrieran los siete minutos que faltaban para que marcara las doce. En el mundo real debían ser cerca de las nueve y, a pesar de que la noche no había llegado, las sombras empezaban a invadirlo todo. Apenas se distinguían ya ni María Antonieta ni los cosacos, mientras que la colección de relojes era un bosque de siluetas que se recortaban contra la escasa luz de la ventana. Faltarían un par de minutos para que dieran falsamente las doce cuando, entre el perfil del pavo real y el del elefante de lapislázuli, vi dibujarse allá al fondo otro bello contorno que no parecía de metal ni piedras preciosas. Alguien había entrado por una de las puertas laterales de la estancia y se aproximaba. Mi primer instinto fue esconderme, evitar que me vieran para no tener que dar explicaciones, pero pronto me di cuenta de que no iba a ser necesario. Conocía bien aquella silueta. La habría distinguido entre miles, millones incluso, y aun con menos luz de la que entonces había. Otro tanto me ocurrió con la voz, que esperó a estar un poco más cerca para decir:

—Parece que tenemos amigos comunes. ¿También tú has venido a despedirte, Leo?

Tatiana Nikolayevna recorrió el trecho que nos separaba y se detuvo, como yo, ante la colección de relojes.

—¿Cuál te gusta más? ¿Este? ¿Aquel? Más de una vez he escapado de clase de Monsieur Gilliard para ver cómo daban las campanadas. ¿Qué te parece? Preguntó señalando al del elefante. ¿Y este? —apuntaba ahora hacia el de los monos acróbatas—. No está mal, ¿verdad? Claro que mi preferido no llama tanto la atención —dijo, sin señalar ninguno en concreto.

Me sorprendió que durante los años que había trabajado como water baby nunca hubiéramos coincidido en nuestras excursiones clandestinas a esta habitación, pero luego se me ocurrió que la suerte, siempre caprichosa, tal vez había decidido reservarse para este último encuentro. El carillón en el que se escondía mi bailarina comenzó a dar las campanadas previas. Esas que anuncian que las agujas se acercan a las doce. Los ojos de Tatiana se llenaron de lágrimas y ya no hizo falta preguntarle cuál era su favorito. Solo dijo:

—¿Sabes que le falta una pierna, verdad?

Y yo le respondí con otra pregunta y tuteándola por primera vez.

—¿Sabes que se parece mucho a ti, verdad?

Después nada dijimos. Nos dejamos llevar por la música del carillón mientras se desplegaban ante nosotros el escenario de malaquita, las columnas transparentes, el proscenio, la pista de baile. Con la primera campanada apareció ella. Daba vueltas mientras Tania y yo espiábamos sus evoluciones en el paréntesis que acabábamos de fabricar para los dos. Uno en el que todo volvía a ser como antes de que nos expulsaran del paraíso, salvo por un detalle: la cabeza semicalva de Tatiana Nikolayevna descansaba ahora en mi hombro para apreciar mejor la última pirueta de nuestra bailarina coja.