Montevideo, 20 de junio de 1994

—Está bien, está bien, usted gana, María. No me diga más, tiene toda la razón. Mea culpa, acto de contrición y propósito de enmienda. ¿No dicen así ustedes los católicos? Estoy completamente de acuerdo. No se puede ir por ahí pidiendo favores sin dar nada a cambio. Acepto el trato: en caso de que muera antes de acabar esta larga confesión que estoy redactando, usted se hará cargo de ella siguiendo unas instrucciones que le dejaré anotadas. Y yo, a cambio de ese gran favor, me comprometo a adelantarle algo de lo que contiene. ¡Hecho! ¿Qué capítulo de aquellos años le interesa? No, no me diga nada, ya me lo imagino: la muerte de Nicolás Aleksandrovich con toda su familia en Ekaterinburgo es lo que más impresiona y a la vez fascina a todo el mundo. Está bien, la complaceré, y pronto, además. Pero antes, resulta que hay otra muerte que fue preludio de la de todos ellos y de la que es muy importante hablar. ¿Se ha fijado alguna vez en las ondas que produce una piedra, incluso una muy pequeña, al caer en un estanque? Existen acontecimientos así en la Historia, ondas en principio tenues que se van replicando cada vez más anchas y concéntricas hasta el infinito. Eso me lo enseñó hace muchos años un personaje singular. Si le digo el nombre de Rasputín, ¿qué es lo primero que se le ocurre? ¡Y por favor no me diga —como me ha pasado más de una vez— que una canción pop muy famosa en los años setenta! Ra, ra, Rasputin, lover of the Russian Queen… Señor, señor, sic transit gloria mundi, qué falta de información, aunque supongo que es inevitable, usted es tan joven. Pero bueno, tome asiento, se lo ruego, esta no es una historia larga, pero merece ser contada con detalle, tiene de todo: lujo, locura, lujuria y sobre todo lógica, tiene mucha lógica, ya verá. He aquí la historia de la muerte de Grigori Efimovich Rasputín. Aunque antes permítame que le presente a sus actores principales o, como dicen en el teatro, a sus dramatis personae.

El primero de todos es el hombre más odiado de Rusia en aquel momento, el zar en la sombra. Alguien que, a pesar de lo que decían todos los pasquines de la época, de los que se hace eco esa tonta canción de Boney M., nunca fue lover of the Russian Queen, «amante de la reina rusa». No señor, primero porque no se trataba de ese tipo de relación y segundo porque nosotros no teníamos reina, sino zarina. Lo que sí teníamos era un país al borde del colapso con el zar a miles de kilómetros de Petrogrado y al frente de un ejército en desbandada. Teníamos también una población harta de tanta lucha estéril y amenazada por el hambre y la ruina, y por una situación política altamente inflamable, con la Duma dividida en muchas y contradictorias facciones. Así las cosas, en Rusia solo había un deseo común a todos: acabar con Grigori Efimovich Rasputín, la cabeza visible de tanto desastre. Para lograrlo, se pusieron en marcha más de media docena de conspiraciones, de las que solo iba a prosperar la encabezada por el joven príncipe Félix Yusupov. Y bien, querida, aquí tiene usted al segundo actor principal de nuestra tragicomedia. Un joven de veintinueve años que detestaba tanto las armas que en su vida había manejado ni un tirachinas. Es cierto que por aquellas fechas vestía un bizarro y bien cortado uniforme militar porque era patriótico hacerlo. Pero sus botas made in Great Britain jamás pisaron una trinchera. En realidad, para que se haga una idea del tipo de persona de la que hablamos, a Félix Yusupov lo que más le gustaba era ser admirado, envidiado, idolatrado y, si todo esto no era posible —o tal vez precisamente para conseguirlo—, le fascinaba ser eso que llaman piedra de escándalo. Era devoto del opio, de los disfraces provocativos, de las fiestas locas… pero también, y en la misma medida, lo era de las tradiciones, de los iconos sagrados y de las viejas leyendas. En realidad este joven era una muy rusa mezcla de indolente provocador con fervoroso partidario de preservar las antiguas esencias de la religión y, por supuesto, las de la milenaria aristocracia rusa a la que se sentía orgulloso de pertenecer, menospreciando a todos los que no teníamos tal privilegio. ¡Vaya conspirador!, dirá usted, querida, un asesino diletante, un criminal con gustos très osés, pero espere, espere, porque sus cómplices en la conjura tampoco desmerecen. Vladimir Purishkevich rondaba los cincuenta años, era miembro de la Duma y pertenecía al ala más a la derecha de esta. Se decía zarista convencido y defensor tanto de la autarquía como de la más severa ortodoxia religiosa. El 2 de diciembre de 1916 Purishkevich pronunció un vibrante discurso en la cámara para denunciar que la «fuerza oscura» (así llamaban a Rasputín sus enemigos) estaba destruyendo tanto a la institución zarista como al país, y debía ser eliminada. Un día más tarde, recibió la vista de Yusupov. Le dijo que estaba dispuesto a matar al starets, pero que precisaba de su ayuda. Purishkevich se la brindó con entusiasmo y tres conspiradores más se unieron al complot: un oscuro y desconocido oficial de nombre Sukhotin; un médico militar llamado Lazovert, y, por último, el más asiduo compañero de farras de Félix Yusupov, el gran duque Dimitri Pavlovich. Dimitri era primo hermano de Nicolás II, pero como había una gran diferencia de edad entre ellos lo llamaba tío Niky. Tan estrecha era su relación con él y con la zarina que incluso se habló en una época de su posible matrimonio con Olga, la hija mayor de los zares. Fue precisamente la excesiva —algunos incluso adornan esta palabra con unas comillas: «excesiva»— amistad del joven Dimitri con Yusupov, la que evitó que prosperaran los planes de boda. ¿Me sigue usted hasta ahora, María? Perfecto. Ya que tenemos a todos los personajes de nuestra historia, toca describir el escenario del crimen.

Tras varias reuniones llenas de fervor patriótico, los conjurados decidieron que el lugar ideal para llevar a cabo su propósito era el sótano del palacio del Moika, propiedad de los padres de Yusupov. El palacio acababa de ser remodelado después de la boda de Félix con Irina, sobrina del zar.

Según la nueva remodelación del edificio, los padres de Félix se reservaron las plantas superiores, mientras que en la inferior (tan grande que incluía una sala de teatro y hasta un baño turco) acababan de instalarse los recién casados con su hijita de un año. Había, además, en el palacio del Moika, un bajo o sótano reservado a bodega y depósito de muebles viejos. El plan de los conspiradores era atraer al starets precisamente hasta aquel lugar en el que nadie vería ni oiría nada, ni siquiera los criados, cuyas habitaciones se encontraban en la buhardilla. Yusupov eligió cuidadosamente el día: el 29 de diciembre. La fecha estaba determinada por las apretadas agendas sociales tanto de Félix como de Dimitri. Y es que mientras los pobres pasábamos infinitas penurias, los ricos continuaban con sus bailes y fiestas. Siempre ha habido dos mundos, comprende usted, dos modos muy distintos de vivir una tragedia. Así, la vida social de Petrogrado en plena guerra era más alegre que nunca y para Félix y Dimitri, piezas cotizadas de ella, cancelar alguno de los muchos compromisos mundanos sin una buena razón habría resultado sospechoso. Pero es que, además, se daba la feliz circunstancia de que, por esas fechas, estaba proyectado un viaje a Crimea tanto de los padres de Félix como de Irina y el bebé. Campo libre, pues, para la conjura, solo con los sirvientes del palacio como posibles testigos incómodos. Pero también este obstáculo lo salvó el joven Félix. Le pidió a su fiel e incondicional Grisha, un criado nacido en casa de los Yusupov y que era como un padre para él, que se encargara de preparar «una pequeña cena simpática en el sótano». Grisha, que estaba acostumbrado a este tipo de encuentros íntimos de su joven amo, se puso en marcha inmediatamente para organizar el soupé. Entre las poco frecuentadas habitaciones del sótano, eligió una bastante inhóspita, de techo bajo, paredes de piedra gris y suelo de granito. Sin embargo, en cuanto la dotó de cuatro o cinco muebles —un par de sillas y otras tantas mesitas cubiertas de tapetes bordados, así como un bargueño con incrustaciones de ébano—, tan frío marco cambió de aspecto. Como guinda, Grisha decidió colocar sobre el bargueño una bella cruz de cristal de roca y luego añadió al conjunto una alfombra persa y una magnífica piel de oso blanco. El plan de Félix era invitar a Rasputín a tomar un té tardío. Uno que él y sus amigos conspiradores pensaban acompañar de pastelillos rellenos de suficiente cianuro potásico como para matar a un caballo. Yusupov ordenó a Grisha (que no sabía nada de las intenciones criminales de su jefe, al menos en ese momento) que pusiera sobre la piel de oso una mesa circular ante la que estaba previsto que Rasputín bebiera la última taza de té de su vida. Té que, por las dudas, también estaría espolvoreado de cianuro, lo mismo que un par de botellas de vino de Crimea que Félix seleccionó de la contigua bodega. El cebo que usaron para atraer al siempre desconfiado zar en la sombra hasta aquel moridero estaba pensado especialmente para él.

Yusupov sabía que Rasputín adoraba a las mujeres guapas y le propuso un encuentro con la más bella de todas: Irina, su mujer, que, mintió él, estaba deseando conocerlo. El starets, vanidoso, se sintió encantado de despertar tal interés. Quedaron de acuerdo y Yusupov le dijo que iría a buscarlo a su casa hacia las once de la noche. Rasputín no sospechó nada.

Ya ve, querida, cómo son las cosas en la vida y qué extraño es el ser humano. Un hombre como Rasputín, que durante toda su vida se dedicó a profetizar y a adivinar el futuro, llegado el momento no vio nada extraño en que lo invitaran a tomar el té a las once y media de la noche en un sótano. Y eso que durante todo aquel mes de diciembre, mientras la nieve se arremolinaba sucia y helada por las calles de Petrogrado, Rasputín tenía muchas razones para sentir que su vida estaba en peligro. De hecho, Purishkevich, que no era el colmo de la discreción precisamente, una vez puesta en marcha la conjura, se había dedicado a dejar caer indirectas entre sus colegas miembros de la Duma, diciendo que estuvieran atentos porque pronto a Rasputín iba a ocurrirle «algo». El starets, preocupado siempre por lo que se decía de él en círculos políticos, al llegarle esta onda se volvió receloso y más taciturno. Evitaba la compañía de extraños y cuentan que una vez, después de un paseo solitario por la ribera del Neva, volvió a su casa aterrado porque había visto el río «rojo de sangre». Dicen también que fue por entonces cuando escribió su famosa carta al zar. En ella le anunciaba que él, Rasputín, moriría antes del 1 de enero. También que, añadió, si caía a manos del pueblo ruso, no había nada que temer, pero si los causantes de su muerte eran miembros de la familia imperial, ni el zar ni su mujer ni tampoco sus hijos sobrevivirían más de dos años, y que su muerte —la del starets— se replicaría en la de los Romanov como ondas en un estanque. Según esa carta, por tanto, Rasputín sabía lo que le iba a ocurrir. Pero, ya ve, a pesar de tanta clarividencia y don profético, él mismo se metió en la boca del lobo… Ah, casi se me olvida: incluso contó con una advertencia más. La misma tarde de los hechos, Ana Vyrubova lo llamó por teléfono como hacía tantas veces y el starets le comentó orgulloso que Yusupov lo había invitado esa noche a su casa para conocer a Irina. Ana mostró su extrañeza, porque la zarina le había contado que Irina estaba en Crimea con sus suegros. Pero así son las cosas del destino, querida. Cuando le llega a uno la hora, no hay clarividencia que valga, y esa noche, con todos los presagios bien, pero que bien a la vista, Grigori Efimovich le pidió a su hija, que se llamaba María como usted, que le planchara su mejor blusa de seda bordada y cepillara sus pantalones de terciopelo negro. También que le lustrara sus botas altas, las que usaba para las grandes ocasiones.

Cuando Yusupov llegó a casa del starets a recogerlo a la hora convenida con el doctor Lazovet disfrazado de chófer, se encontró con Rasputín oliendo a jabón barato y con la barba y el pelo más repeinados que nunca. Se metieron en el coche, pero no sin que antes Rasputín lanzara un alegre «no me esperes levantada, Masha», dedicado a su hija, que lo miraba preocupada desde la ventana, y allá que se fueron él y sus verdugos rumbo al palacio del Moika. Una vez allí, Félix lo condujo hasta la habitación del sótano que su fiel Grisha había preparado con esmero, explicándole que Irina se encontraba en el piso superior con un grupo de amigos, pero que, en cuanto estos se marcharan, bajaría a saludarlo.

Los que realmente estaban en el piso superior eran los otros conspiradores, quienes, para dar verosimilitud a la «fiesta» de Irina, se dedicaron a tocar repetidamente en el gramófono Berliner de Félix una canción entonces de moda: The Yankee Doodle went to Town. Y a sus compases, fumando y bebiendo, esperaron a que Yusupov les avisara de que el veneno había hecho su efecto y podían bajar al sótano para ayudar a deshacerse del cadáver. Poco podían imaginar que para que llegase ese momento faltaban aún muchos compases de Yankee doodle

Durante meses, Yusupov se había dedicado a cultivar la amistad del starets para ganar su confianza. Y para lograrlo se había valido de uno de sus muchos y encantadores dones naturales, el talento musical. Poseía una hermosa voz de contratenor con la que le gustaba interpretar canciones rusas y aires gitanos. Por eso, aquella noche, lo primero que Rasputín hizo al llegar al sótano fue pedirle a su anfitrión que sacara la guitarra y que, tal como había hecho en otras ocasiones, amenizara la velada. Yusupov obedeció esperando que, después de un par de Kalinka y de Ochi chiorni, comenzara el cianuro a hacer efecto en su víctima. Este asunto del veneno había empezado con mal pie. Por la tarde, el doctor Lazovert, que era un conspirador muy nervioso, para machacar en un mortero los cristales de cianuro potásico necesarios, se había puesto unos aparatosos guantes de goma que, una vez terminada la operación, intentó eliminar arrojando a la chimenea. Esto causó una humareda tal que, horas más tarde, al entrar Rasputín en la estancia, flotaba aún en el ambiente un olor sospechoso. Pero bueno, lo cierto es que tampoco este detalle llamó la atención del visionario starets, acostumbrado a tufos bastante peores. Y así comenzó la velada. Después de unos primeros rasgueos de guitarra, Félix intentó tentar a su huésped con los pastelillos festoneados de cianuro: «No, gracias, no tomo dulces», se excusó el starets para consternación del príncipe. Le ofreció entonces una taza de té y tampoco quiso. Para entonces, el príncipe había comenzado a sudar frío. Pero no había más remedio que seguir adelante con el plan mortífero, por lo que optó por desgranar otra bella canción, un aire gitano. Mientras la entonaba, vio de pronto cómo Rasputín estiraba distraídamente la mano para coger un pastel y a continuación otro. Pasaba el tiempo y, para su horror, Félix comprobó que, a pesar de que, según Lazovert, el veneno era de efecto fulminante, aquel individuo continuaba comiendo y charlando como si tal cosa. Rasputín pidió vino y él le ofreció uno que hacía su familia en Crimea, también envenenado, por supuesto. Se tomó dos vasos. Opinó que estaba riquísimo y preguntó cuántas botellas producían al año. Del efecto del cianuro, ni noticias. Lo único que comentó fue que el vino se le había subido un poquito a la cabeza y que por favor cantara otra canción para él.

Mientras tanto, en el piso superior, los restantes conjurados se asomaban de vez en cuando a la escalera preguntándose qué demonios pasaba abajo y por qué Yusupov no paraba de cantar. Aquello duró dos larguísimas horas y media y, durante todo ese tiempo, una canción tras otra, el aterrado asesino amenizó a su alegre «cadáver», que cada vez estaba más animado. Para entonces Yusupov temía que, en cualquier momento, sus amigos, preocupados por la falta de noticias, irrumpieran en el sótano arruinando el complot, y decidió subir a contarles cuál era el panorama. Le dijo a Rasputín que iba a comprobar si los invitados de Irina se habían marchado y voló escaleras arriba. Al llegar allí y explicar lo que pasaba, el doctor Lazovert se desmayó y tuvieron que abanicarle. Por fin decidieron bajar y estrangular a Rasputín. Sin embargo, Yusupov los detuvo ofreciéndose para pegarle un tiro y acabar él solo y de una vez por todas con esa pesadilla. Como no tenía revólver (nunca le habían gustado las armas), le pidió al gran duque Dimitri su Browning y, con ella al cinto, regresó al sótano. Encontró a Rasputín sentado en el mismo lugar en que lo había dejado: ante la mesa adornada con un mantelito bordado ¡y con la botella de vino medio vacía! En cuanto vio a su anfitrión, reclamó ruidosamente una nueva botella. Más aún: sugirió que fueran juntos a una taberna de gitanos que había no lejos de allí para acabar la farra. Cada vez más asombrado, Yusupov se volvió entonces hacia el starets que, en ese momento, estaba examinando con aire de connaisseur la bonita cruz de cristal de roca que había sobre el bargueño y le dijo: «Grigori Efimovich, será mejor que mires ese crucifijo y digas una oración».

Rasputín observó primero al príncipe y luego se volvió hacia la cruz. Yusupov disparó alcanzándole cerca de los riñones y el starets cayó de espaldas sobre la piel de oso. Al oír el disparo, de inmediato acudió el resto de los conjurados, pero estaban tan nerviosos que uno de ellos accionó sin querer el interruptor de la luz dejándolos a oscuras, lo que produjo aún más confusión. Cuando por fin lograron encenderla, vieron cómo Rasputín, después de terribles estertores, expiraba.

Una vez que Lazovert confirmó que estaba muerto, cerraron la habitación con llave para continuar con su plan, que consistía en que Sukhotin debía disfrazarse de Rasputín para fingir que lo devolvían a su casa en el coche de Dimitri, con Lazovert vestido de chófer. Hecho esto, ellos tres debían regresar al palacio para ayudar a deshacerse del cadáver. ¿Qué cree usted que pasó después, María? Que una vez que se hubieron marchado, Yusupov, que se encontraba con Purishkevich en el piso superior del palacio, decidió volver al sótano para echar un vistazo al muerto y ver si todo estaba en orden. Abrió la puerta. Reinaba un gran silencio. Al acercarse al cadáver, este se levantó de un salto y, echando espumarajos por la boca, intentó acogotarle hasta que a duras penas logró huir mientras Rasputín lo perseguía a cuatro patas por el pasillo. «¡Está vivo, está vivo!», gritaba Félix, y Purishkevich, que se disponía a correr en su auxilio, chocó con el medio turulato príncipe que subía la escalera.

Cuando lograron recuperarse del susto, regresaron al sótano, donde un reguero de sangre indicaba que el starets había logrado recorrer todo el pasillo inferior y, seguramente, pretendía escapar del palacio. Se precipitaron hacia el patio, y lo que vieron podría haber sido una pesadilla si no fuera la más terrible realidad. Rasputín, que media hora antes estaba muerto en el sótano, corría ahora por la nieve en dirección a la reja. No podían creer lo que estaban viendo, pero una voz dura y quebrada acabó de convencerlos: «¡Félix, Félix!», gritaba el «cadáver». «¡Se lo voy a contar todo a la zarina!». Al oír esto, Purishkevich disparó dos veces y falló. Un tercer disparo alcanzó a aquel tipo en el hombro. Se detuvo. Purishkevich disparó por cuarta vez y lo alcanzó en la nuca, entonces cayó, pero una vez más intentó levantarse.

A continuación, Yusupov procedió a propinarle una serie de golpes con una cachiporra, histéricamente. Una vez que yacía inerte sobre la nieve teñida de sangre, él y su amigo lo envolvieron en una cortina vieja y lo dejaron ahí, en medio del patio del palacio, disimulando el bulto bajo un montón de nieve, a la espera de que llegaran los otros tres conspiradores. No bien acabaron la maniobra cuando Grisha, uno de los criados de la familia, avisó a Yusupov de que dos policías lo solicitaban en la puerta principal del palacio. Deseaban verlo porque habían oído disparos en el jardín.

«No es nada», los tranquilizó Yusupov con un aire de lo más distendido y mundano. «Se trata solo de un juego. Estamos celebrando una pequeña fiesta aquí en casa y uno de mis invitados, que ha bebido algo más de la cuenta, decidió divertirse disparando al aire su revólver». La policía se dispuso a marcharse y él los acompañó hasta la reja del jardín. Pasaron justo delante del montón de nieve bajo el que el príncipe, con la ayuda de Grisha y Purishkevich, había escondido el cadáver.

Pero no se crea que acaban aquí las aventuras de esa noche, querida. Al cabo de un rato volvieron los dos agentes diciendo que los disparos se habían oído también en la estación de policía, lo que les obligaba a hacer una inspección más detallada del palacio y elaborar un informe. Entonces a Purishkevich, que desde luego como conjurado no tenía precio, se le ocurrió dirigirse a los policías con voz autoritaria y decir eso de: «Ustedes no saben con quién están hablando». Y a continuación añadió:

—Soy miembro de la Duma y supongo que habrán oído hablar de Rasputín, el hombre que está hundiendo este país, ¿verdad?

Los agentes dijeron que sí claro, y él:

—Pues los disparos que han oído son los que han acabado con su vida. Si ustedes aman a su país y a su zar, se cuidarán muy mucho de mantener la boca cerrada.

Como se puede usted imaginar, Yusupov se quedó horrorizado con esta confesión de culpabilidad por parte de Purishkevich, pero, al menos al principio, la reacción de los agentes fue positiva. Dijeron a Purishkevich que no se preocupara, que, a menos que los pusieran bajo juramento, ellos no pensaban contar nada.

Una vez que se marcharon, Grisha arrastró el cuerpo de Rasputín hasta el interior del palacio, donde debían esperar la llegada del gran duque Dimitri y de Sukhotin y Lazovert para deshacerse del cadáver. Apenas una hora más tarde, envuelto en una vieja cortina y atado con cuerdas, el cuerpo del starets caía de uno de los puentes que cruzan el Neva a sus heladas aguas. ¿Y sabe una cosa, querida? Tres días más tarde, cuando lo encontraron por fin río abajo después de mucho buscar, se comprobó que había logrado liberarse de sus ataduras. No solo eso: su mano derecha estaba alzada de modo que parecía bendecir a las masas. Además, había agua en sus pulmones, lo que indica que Grigori Efimovich Rasputín, atiborrado de cianuro, con al menos tres balas en el cuerpo y golpeado una y otra vez con una cachiporra, no murió de ninguna de estas mortales agresiones, sino que se ahogó en las aguas del Neva.

¿No le parece una historia increíble, María?