—Gracias, señorita, qué amable haber venido tan rápido. Ya estoy bien, sí, sí, solo fue un susto. Además, enseguida dos enfermeros muy eficaces se hicieron cargo de todo. Vinieron, cambiaron las sábanas, las mantas y luego trapearon bien por todas partes. ¿Ve? No queda ni gota de sangre. Fue de repente. Me desperté, ni siquiera sé qué hora sería, apenas empezaba a clarear. Noté algo húmedo entre las piernas y prendí la luz. Había sangre por todas partes, ni se imagina lo que era aquello. No es que yo ignore lo que tengo, lo sé de sobra, pero, qué quiere que le diga, no me lo esperaba. Cuando uno es viejo piensa que se irá apagando poquito a poco como una vela y no con tanto escándalo. Claro que el doctor insiste en que está todo controlado y que no tiene por qué repetirse. «Hemorragia gástrica», eso dijo. Pero bueno, ya pasó y por eso pedí que la llamaran; necesitaba verla. A estas edades uno nunca sabe. Qué amable venir tan rápido. ¿Tiene un momentito? Mire, se lo voy a decir sin preámbulo, necesito que me haga un favor. Ya sé que apenas nos conocemos y… no, no se alarme, imagino que ustedes en los hospitales tendrán peticiones estrafalarias a cada rato, ¿no es cierto? Ya va a ver que lo que quiero no es complicado.
Se trata de lo siguiente, mire. Me gustaría que, si me pasara algo… (¡cómo adoro ese eufemismo!, es tan misericordioso). Que si me pasara algo antes de que termine lo que estoy escribiendo, usted se haga cargo. Hablo de las cuartillas que hay aquí en esta carpeta vieja, ¿ve? Además quiero que las lea. No, mi querida, ahora no, solo si me muero. ¿Que qué tiene que hacer con ellas? No se preocupe, enseguida se va a dar cuenta. Pero mire, ya que está aquí y que yo me siento mucho mejor, ¿qué le parece si seguimos con nuestra conversación del otro día? Sabe, tengo la sensación de que no fui muy gentil la última vez que hablamos. Usted se interesó por cómo había llegado hasta esta parte del mundo y yo le conté alguna que otra cosa, pero diciendo que no podía hablarle de nada anterior a 1918. ¿Sabe qué fecha es esa? No, claro, cómo va a saberlo, usted es tan joven. Y, sin embargo, hay un antes y un después en la historia reciente del mundo y tiene que ver precisamente con esos cuatro dígitos. Habrá oído hablar de la Revolución rusa, supongo. Cómo y por qué se produjo ya lo va a descubrir cuando lea mi relato, pero a veces es interesante saber en qué desembocó todo aquello. Es la gran ventaja que tiene hacerse viejo, ¿sabe? Uno consigue ver el desenlace de lo que vivió. Sí, esa es la mejor manera de juzgar las cosas, tener un poquito de perspectiva; y eso solo lo da el tiempo. ¿Qué le parece si le cuento lo ocurrido en mi país cuando por fin lograron derrocar al autócrata Nicolás II y triunfó la revolución? ¿Ha oído alguna vez esta frase?: «El sueño de la razón produce monstruos». Es muy vieja. Ya la anotó Goya en sus «Caprichos», imagínese. Dicen algunos que él, que era afrancesado, la escribió al comprobar cómo el esperanzador estallido de libertad, igualdad y fraternidad que había producido la Revolución francesa acabó dos o tres años después en el Gran Terror de Robespierre y la sangre de los guillotinados atascando los desagües de las calles de París. Que qué tiene que ver eso tan remoto conmigo, preguntará usted. Bueno, mi querida, la Revolución francesa y la rusa son asombrosamente simétricas, de modo que también en nuestro caso los sueños de la razón acabaron creando monstruos. Figúrese que, después de los quince millones de muertos de la guerra del catorce, llegaron los millones de muertos de la guerra civil que estalló tras la caída del zar y, más adelante, los ocho millones que produjeron la purgas políticas solo en los primeros años tras el triunfo de la revolución…
¿Y sabe cómo empezó todo? Pues como ocurre siempre, querida, con la mejor de las intenciones, la de librar al país de un zar inepto y combatir viejas y terribles desigualdades para conseguir establecer un Estado moderno. Si quiere le cuento cómo arrancó aquello, porque dice mucho de la naturaleza humana: Kerenski y Lenin, acuérdese de estos dos nombres. Y fíjese qué curioso, resulta que, como a la Historia le gustan las coincidencias y las simetrías, en un país inmenso como Rusia los dos hombres fundamentales en la caída de Nicolás II nacieron a un escaso centenar de metros el uno del otro. Eran naturales de la localidad de Simbirsk, e incluso el padre de uno fue profesor del otro. En 1916, cuando Nicolás II marchó al frente y la zarina y Rasputín gobernaban en su ausencia, Kerenski representaba en la Duma al Trudoviki, un partido de los trabajadores de talante moderado, mientras que Lenin… bueno, Lenin ni siquiera estaba en Rusia en ese momento. Claro que a usted el nombre que le suena es este último y no el de Kerenski, ¿verdad? Y eso que al principio el importante era Kerenski, pero luego uno ha hecho correr ríos de tinta mientras que al otro la Historia solo le dedica unas cuantas líneas. ¿Quiere que le cuente qué pasó una vez que cayó el zar y cómo los sueños de la razón acabaron creando monstruos? ¿No? ¡Cómo que no quiere!, pero si es uno de los episodios más interesantes del siglo XX… Ya, ya entiendo. Me ha pasado tantas veces… En cuanto hablo de la Revolución rusa, lo único que la gente quiere es saber cómo era la vida y sobre todo cómo fue la muerte del zar y su familia. Sin embargo, yo pienso que tanto o más importarte es conocer qué tipo de sociedad deseaban instaurar los que propiciaron su caída. Para entender bien un hecho hay que conocer los dos lados de la trama, ¿no cree? La versión de los que se van, y también la de los que llegan. Mire, el proyecto que ellos tenían es sencillo de explicar. Kerenski deseaba instaurar un gobierno democrático en el que la Duma fuera elegida por el pueblo como en cualquier Estado moderno. Su objetivo era llevar a cabo reformas liberales, libertad de prensa, abolir el cuerpo de policía, que era un nido de corruptos, y sustituirlo por una milicia popular, cosas así. También creía en los soviets, es decir, en asambleas de obreros, soldados o campesinos que se reunirían en comités para tomar decisiones. Y, por fin, Kerenski creía que era fundamental hacer un gran esfuerzo y ganarles la guerra a los alemanes, de modo que, en cuanto se hizo con el poder tras la abdicación de Nicolás II en marzo de 1917, ordenó enviar aún más tropas al frente.
Lenin era un ferviente marxista. Creía que el zarismo era una estructura podrida que había que extirpar de cuajo para establecer un gobierno del pueblo y para el pueblo. Pero, sobre todo, su gran baza, la que lo llevó finalmente a ganarle la partida a Kerenski y a convertirse en el mayor símbolo de la revolución, fue su apuesta por salirse cuanto antes de la primera guerra mundial. En otras palabras, su idea era pactar con los alemanes y llevar la paz a un pueblo harto de tanta carnicería. Como digo, Lenin estaba en el exilio cuando cayó el zar, pero regresó de inmediato a Petrogrado. ¿Y sabe cómo lo hizo, querida? Pues he aquí otro de esos curiosos sarcasmos que tanto le gustan a la Historia. Fueron los propios alemanes los que pusieron a su disposición un tren blindado para que regresara rápidamente a Rusia con la promesa de que firmaría la paz con ellos, como en efecto hizo. Imagínese, en los años previos a la revolución todo el mundo pensaba que la zarina y Rasputín eran agentes alemanes y el que resultó el mejor cómplice de ellos fue el padre del comunismo soviético. ¿No le encantan estas ironías que tiene la vida? Pero bueno, perdóneme, usted debe pensar que soy un viejo gagá que cuenta historias deshilvanadas y habla de lo que pasó después de la revolución sin comentar antes cómo y cuándo se produjo la caída del zar. De hecho, lo que estaba escribiendo cuando tuve este pequeño accidente gástrico es lo sucedido en los meses anteriores a la abdicación: el principio del fin, digamos. Es una parte muy interesante de la Historia y, como siempre, dice mucho de la naturaleza humana. Ya lo comprobará cuando lo lea, que probablemente será dentro de poco.
Por favor, querida, prométame que cuando muera se hará cargo de esta confesión. ¿Cuento con usted, entonces? ¿Lo hará usted por mí? Dígame que sí, por favor, María…