Montevideo, 15 de mayo de 1994

Ah… señorita, pase, pase, por favor. No, ni se preocupe, de veras que no me importa nada la interrupción si viene de usted. Después sigo con esto.

… Sí, es verdad, qué día tan gris, se ve que se acerca el invierno. No es que me moleste el frío, claro, imagínese lo que es para un ruso un poco de aire pampero, un chiste comparado con el frío siberiano. Pero, si quiere que le diga la verdad, hay algo a lo que nunca pude acostumbrarme del todo, y es a este trastoque de las estaciones que tienen ustedes. Mayo es primavera, casi verano para los nacidos en el hemisferio Norte. De niño, cuando miraba un mapamundi, pensaba que ustedes los del Sur debían de vivir cabeza abajo, qué bobada, ¿no?… ¿Que si me gustaría volver allá? No, querida, ni siquiera cuando se desintegró la Unión Soviética se me ocurrió pensar semejante cosa. En Rusia decimos que no se debe volver a donde uno ha sido feliz y que en este mundo solo existe un tipo de paraíso posible, el paraíso perdido… Dígame, ¿qué más le gustaría saber? No, no se azore, querida. Es lógico que cuando ingresa un nuevo paciente ustedes en el cuarto de enfermeras se pregunten quién es y a qué se dedica. ¿Qué otra cosa le interesa? ¿Cómo y cuándo llegué a esta parte del mundo, por ejemplo? «Curiosidad, divino tesoro», ese ha sido mi lema. Es más, estoy convencido de que, a medida que uno se va haciendo viejo, esta virtud —porque es una virtud, no lo dude— se convierte en un seguro de vida. Está uno acabado cuando ya no se hace preguntas. Mire, para que no se quede con la intriga, le diré que llegué al Río de la Plata hace más de medio siglo, una eternidad. Fue en 1934, sabe, después de dar vueltas por la vieja Europa y temiendo lo que se nos venía encima. No es que fuese clarividente ni nada por el estilo, lo que pasa es que sin haber cumplido los veinte había vivido ya una revolución y una guerra mundial, qué le parece. Y lo que vino después fue una segunda guerra, la peor de todas. Pero seguro que no es de eso de lo que quiere que hablemos. Se ha dicho y escrito tanto sobre aquella contienda, fueron tantas las personas que vinieron a Sudamérica huyendo de sus fantasmas… Cada uno escapaba de los suyos. Los míos, los que me trajeron hasta aquí poco antes de esa segunda guerra, eran ya viejos, convivían conmigo desde 1918. ¿Ve estos papeles? Estoy intentado ordenar mis ideas. A veces tiene que pasar cerca de un siglo para que uno se atreva a escarbar en algunos episodios de su vida, en este caso, en mis primeros quince años. Si quiere que le diga la verdad, solo ahora me atrevo a recordar ciertas cosas. Y prefiero hacerlo por escrito, no de palabra. Las palabras son livianas, cuando no traicioneras… ¿no cree? Por eso, si no le importa, aquellos primeros años vamos a dejarlos fuera, al menos de momento. Pregúnteme lo que quiera de 1919 en adelante, y le contestaré con mucho gusto. A ver, ¿qué cuentan por ahí?… ¿Ah, sí, de veras? Qué gracioso, ¿eso dicen de mí en el cuarto de enfermeras? No, querida, le han informado mal, le aseguro que no soy un gran señor. Pero le voy a decir una cosa: cuando tocó representar el papel, me salió perfecto. De hecho, empecé a ensayarlo, precisamente, en el barco que me trajo hasta este lado del mundo. Lorraine, así se llamaba, y estaba lleno de émigrés, que es como nos conocían entonces en Europa a los escapados de la revolución bolchevique. En los años treinta, cuando, como le digo, decidí tomar el vapor —así se decía entonces— y venirme al Río de la Plata, habría diseminados por Francia, Alemania, Polonia, Inglaterra, Suiza y España más de un millón de rusos blancos. La mitad de ellos en Francia y desempeñaban trabajos de lo más curiosos. Había príncipes que se ocupaban de los retretes públicos, por ejemplo, y cosacos que descargaban equipajes en la Gare de l’Est luciendo sus condecoraciones imperiales. También había condesas en las varietés y condes trabajando de lanzacuchillos en los circos o conduciendo taxis. Incluso un famoso hotel de París tenía como portero a un gran duque uniformado de librea. Por supuesto, había también igual número de impostores y caraduras que fingían ser aristócratas. Sí, querida, entre falsos y verdaderos, en aquellos tiempos no había en Europa ni un ruso que no fuera príncipe, duque o al menos conde. Y en algunos casos resultaba difícil distinguir a los auténticos de los impostores. En el mío, por ejemplo, habría sido imposible desenmascararme, se lo aseguro, aun en el supuesto de que me hubieran sometido a la famosa prueba del guisante… En efecto, ¿cómo lo adivinó? Lo del guisante viene por ese cuento de Andersen que habla de cómo se puede descubrir a una princesa con solo tumbarla sobre siete colchones bajo los que se oculta uno de esos diminutos vegetales. Por supuesto, a nosotros nadie nos obligaba a tumbarnos en un colchón con un guisante debajo, pero, entre los aristócratas franceses e ingleses de entonces, se popularizó esta expresión para denominar, no a una, sino a dos o tres pruebas infalibles para detectar impostores. La primera, muy sencilla, era comprobar la calidad del acento que el supuesto conde o duque tenía al hablar la lengua de Molière, que debía ser idéntico al de un francés nativo. Otras pruebas eran más caprichosas, como observar el modo en que el posible farsante pelaba una naranja o degustaba una mousse de chocolate (lo chic es hacerlo con tenedor). Pero falta aún la auténtica prueba del guisante, querida, que consistía en servirle al susodicho, como acompañamiento de alguna vianda, esas deliciosas bolitas verdes que los franceses llaman petit pois y observar cómo se las arreglaba con ellas. Y es que, verá usted, según reza The Debrett’s Book of Good Manners, que es algo así como la biblia de los buenos modales, cuando acompañan un roast beef, los guisantes han de montarse en el tenedor con la ayuda del cuchillo, pero siempre por el lado de las púas, nunca embarcándolos por el costado. También está permitido aplastarlos con el cuchillo contra el lomo del tenedor con las púas hacia abajo, algo que solo logran los virtuosos, naturalmente, porque va en contra de la ley de la gravedad. Pero bueno, parezco mi vieja tía Nina, que siempre se iba por las ramas cuando empezaba a contar una historia. En realidad, todo lo que acabo de decirle nunca sirvió para desenmascarar a un falso aristócrata. Y no porque hubiera pocos impostores, los había a montones. El problema era que daba exactamente igual cómo hablaran francés o comieran guisantes, porque en la Europa de entreguerras, querida, a todo el mundo le fascinaba pensar que tenía como amigo o protégé a un gran aristócrata ruso. Aunque el sujeto fuera más falso que un franco de hojalata. De hecho, ha habido fraudes increíbles. Como el que hizo famosa a Anna Anderson, por ejemplo. Incluso usted que es tan joven seguramente habrá oído hablar de ella. Sí, me refiero a esa señorita que apareció un día, allá por los años veinte, medio ahogada y amnésica en un canal berlinés al que se había tirado con ánimo de suicidarse. La llevaron a un manicomio, donde otro interno le dijo que se parecía un poco a la gran duquesa Anastasia de Rusia, y ella se lo creyó. Pero lo más asombroso del caso es que logró que lo creyera también el mundo entero. Y mire que la cosa era difícil de tragar, porque hablaba ruso con un terrible acento polaco y desconocía el inglés y el francés, idiomas en los que la verdadera Anastasia se desenvolvía con soltura. Pero qué más daban esos fallos tontos. Cualquier trastorno de su personalidad se atribuía al trauma de haber sobrevivido a tan horrible matanza. Una mujer muy inteligente, la tal Anna; engañó al mundo entero durante cerca de sesenta años. Me habría encantado conocerla. Sobre todo para averiguar cómo demonios sabía tantos detalles íntimos de la familia imperial. Porque esa mujer sabía muchísimo. Conocía el nombre de los dos perritos de las grandes duquesas, por ejemplo, o qué canciones eran las que solía tararear la doncella de la zarina, Demitova, muerta como ellos en Ekaterinburgo. Durante mucho tiempo pensé que impostora tan consumada tenía que ser del gremio de los sirvientes, alguien del batallón de criados que trabajara en los palacios imperiales. Pero no. Las pruebas de ADN que se le practicaron una vez muerta acabaron demostrando que se trataba de una campesina polaca llamada Franziska Schanzkowska, nacida en Borowy, que nunca en su vida había visto a la familia Romanov más que en pintura o en foto. La impostora más grande de todos los tiempos, así está considerada ahora que la ciencia ha logrado al fin desmontar su historia. «Game over!», dijo, por lo visto, el marido de la reina Isabel de Inglaterra cuando supo el resultado final de las pruebas biológicas. Qué tiene que ver él, pensará usted. Bueno, es que Felipe de Edimburgo es pariente por vía materna de la zarina Alejandra y aceptó prestarse a los exámenes genéticos para certificar que los restos encontrados en 1979 en una mina cerca de Ekaterinburgo e inhumados en 1991 pertenecían, en efecto, a la familia imperial. Más tarde, cuando, a petición de unos amigos y protectores de Anna, se cotejó el ADN de esta con el del duque de Edimburgo, dio negativo, y en cambio, cotejado con el de la familia de Franziska, la mujer que ella siempre negó ser, dio positivo en un 98,5 por ciento: game over… Sin embargo, aun así, la pregunta sigue en pie: ¿cómo conocía la impostora tantas intimidades de la familia? No, no me mire así, querida, la respuesta es más sencilla de lo que parece, Franziska tenía a su favor algo fundamental: el deseo del ser humano de que se hagan realidad los cuentos de hadas. Resulta que una de las mayores protectoras de la falsa Anastasia fue la hija del doctor Bodkin, el médico de la familia imperial, que murió asesinado con todos ellos. Sin duda la propia Tatiana Bodkin —inocentemente o no— desveló a Anna multitud de los pequeños detalles domésticos con los que ella fue tejiendo poco a poco su gran impostura. Hubo también otras dos o tres personas cercanas a la familia imperial que creyeron que Franziska era la gran duquesa Anastasia; y así entre unos y otros le fueron proporcionando valiosa información que aquella mujer asimilaba y convertía en «recuerdos». Pero eso no es todo. A la suerte, al destino o lo que sea que esté allá arriba al mando de todo, le encantan las ironías, las farsas incluso, y no pocas veces contribuye a fomentarlas. Resulta que, cuando se descubrieron los restos mortales de la familia en la vieja mina Ganina Yama cerca de Ekaterinburgo, se comprobó que faltaban dos cadáveres. ¿Sabe cuáles? Precisamente los de los dos miembros de la familia que a más impostores han inspirado: Anastasia y el zarévich Alexei. Figúrese que entre una y otro cuentan nada menos que con doce farsantes diferentes. Durante buena parte del siglo XX se sucedieron las noticias sobre las distintas apariciones de un nuevo Alexei o de una nueva Anastasia. Increíble, ¿verdad? Sin embargo, ahora, con las pruebas de ADN, no hay impostor que valga. ¿Que cómo sé todo esto? No tiene nada de particular, querida, lo que le he contado es de dominio público, está en los libros. Pero bueno, ahora que me doy cuenta, estoy hablando mucho más de lo que debería. Además, esta conversación comenzó con una pregunta suya de lo más natural: cómo y cuándo llegué a Montevideo, y yo, como un viejo tonto, me he ido por las ramas. Volvamos entonces a mi llegada, en 1934… ¿O prefiere que le cuente algo de mi vida como émigré ruso en la Europa de entreguerras, rodeado de condes y príncipes, algunos verdaderos, otros falsos de remate, pero todos arruinados? Si le interesa más esa época, yo encantado. Como ya le he dicho, desde 1919, fecha en que salí de mi país, en adelante, estoy dispuesto a satisfacer cualquier curiosidad que tenga. Pero… un momento. Por favor, por favor, no se mueva. Quédese donde está, se lo ruego. Y es que así, de perfil, con la luz de la ventana a su espalda, me recuerda tanto a alguien… La primera vez que vino a visitarme le pregunté su nombre y luego, sin esperar respuesta, dije que prefería que no me lo dijera, ¿se acuerda? Ahora en cambio… ¿Cómo se llama usted? Dios mío, no sé por qué, pero lo sabía. Tenía que tener un nombre ruso, son los más lindos: Xenia, Olga, Irina, Tatiana, Marina, Anastasia, Gala, Nadia, Lara… Claro que el suyo, María, es igual en todos los idiomas, el nombre de mujer más frecuente que hay. Y a mí me trae tantos recuerdos… Pero bueno, prefiero no hacer conjeturas. Será mejor que vuelva a lo que estaba escribiendo. No ando sobrado de tiempo, ¿sabe? Usted me perdona, ¿verdad, Masha?