—¿Está bien, señor Sednev? Me alegro de verlo tan atareado. ¿Escribe usted algo? ¿Precisa otra lámpara, quizá, un poco más de papel? Cualquier cosita que necesite, ya sabe: para eso estoy. Es mi trabajo, también es mi pasión.
Me encanta cuando alguien habla así de su oficio. Y sobre todo me encanta cuando no intentan meter la nariz en mis asuntos y se limitan a ser amables y serviciales. Tiene mérito, especialmente cuando se trata de atender a alguien tan cascarrabias como yo. Alguien a quien no le gusta que lo interroguen. Aunque esta chica lo hace de modo tan encantador que casi no me doy cuenta. Además tiene los ojos grises y el pelo rubio rojizo recogido con una cinta azul atada en la nuca. Qué curioso, espero que esto no signifique nada de lo que me estoy imaginando. Dicen que, cuando el fin se acerca, vuelve uno atrás y las personas que ha conocido desfilan ante sus ojos como en una despedida.
Hace tres días que estoy en esta clínica. Desde entonces he visto pasar por aquí a muchas personas, pero no parecen sombras del pasado, sino otras tampoco muy tranquilizadoras que digamos. Médicos, practicantes, enfermeras, celadores… Demasiada gente para un solitario como yo, aunque la chica de los ojos grises parece distinta. Ignoro cuál es su cometido. No creo que sea médica, demasiado joven. Tampoco enfermera, puesto que no se ocupa de ninguna de las rutinas propias de ese oficio. Nada de termómetros a las seis de la mañana, por ejemplo, pinchazos intempestivos, nada de goteros o cuñas. Tal vez sea una estudiante de medicina o solo una auxiliar de clínica, quién sabe. ¿Una voluntaria quizá? Posiblemente. Tengo entendido que cada vez es más común entre los jóvenes ofrecerse a visitar enfermos, sobre todo a los que nadie visita… Gracias, querida, qué amable, la verdad es que solo necesito una cosa: tiempo. ¿Me lo puede dar? No, ya sé, era una broma. Pero lo que sí puede proporcionarme, y se lo agradezco, es un poco de tranquilidad. En una clínica cara como esta no parece demasiado pedir, creo yo. A ver si consigue que se espacie un poco el desfile de batas verdes, por ejemplo. Eso y una lámpara más potente. Me temo que esta penumbra sofisticada y sedante empieza a hacer que vea sombras e imagine cosas. ¿No se llamará Tatiana por casualidad? Tampoco Olga, ni mucho menos Anastasia, supongo. No, claro que no, qué disparates digo, querida. No me haga caso, tonterías de viejo. ¿Y María…? ¿No se llamará María? Es un nombre muy común y a la vez único para mí. No. No responda. Prefiero quedarme con la duda. Ya ve, otra chochera mía. Y ahora hágame un último favor, ¿quiere? Déjeme solo. Me gustaría seguir escribiendo. Al menos hasta que llegue esa pesadísima enfermera de pelo frito con su pastillita para dormir y su forma de hablarme, como si en vez de viejo fuera idiota. No, tampoco es que espere más visitas, ni hoy ni ningún otro día. Sí, ya sé, no hace falta que diga nada: imagino lo que pensarán de mí allá, en el cuarto de enfermeras. Un tipo raro, maniático, un viejo tan solitario como lleno de dinero, eso dicen más o menos. ¿Me equivoco? ¡Por favor, ni se preocupe! Al que fue cocinero antes que fraile no hace falta explicarle nada. También a mí me ha interesado mucho la vida del prójimo, ni se imagina cuánto. Y no solo por curiosidad sana —o malsana—, sino porque no hay en el mundo nada tan apasionante como estudiar a las personas, sobre todo cuando creen que nadie las está observando, y ser algo así como un testigo invisible. Ay, la naturaleza humana, las cosas que le podría contar. Aunque de momento prefiero seguir con la escritura, ¿le parece?, así que, si me disculpa… ¿Vendrá algún otro día por aquí? Su trabajo y su pasión… qué bien suena eso. Y ahora sí, querida, tengo que volver a lo mío. Veamos, ¿por dónde iba? Ah, sí, 1912, el año en que todo empezó a torcerse.