LA REVOLUCIÓN NO NECESITA ENANOS

Los días fueron pasando y no hubo operación fuga. Mientras tanto, en Petrogrado, y según pudimos deducir Iuri y yo leyendo entre líneas los periódicos que nos llegaban, Lenin comprendió que necesitaba dar un golpe de efecto. Uno que consolidase de una vez y para siempre su posición como líder de los bolcheviques. Y ¿qué mejor golpe que dar al pueblo lo que tanto ansiaba? Paz, paz a toda costa, eso era lo que pedían los millones de hambrientos, de heridos, de muertos…

Así, en marzo de 1918 (una vez más los idus de marzo, comentaría el zar al conocer la noticia), los bolcheviques firmaron con Alemania el Tratado de Brest-Litovsk por el que se ponía fin a cuatro años de guerra. ¿Qué importaba que la paz fuera a costa de volver a las fronteras anteriores a los tiempos de Pedro el Grande, con la pérdida de Finlandia, los Estados Bálticos, Ucrania, Crimea y parte de Polonia? ¿Qué más daba que significara la merma de sesenta millones de súbditos, más de un tercio de la población total del imperio? Para Lenin, Brest-Litovsk no era una humillación, sino un paréntesis. Estaba convencido de que, más temprano que tarde, tal como había profetizado el gran Karl Marx, la revolución se extendería por Europa, y Alemania sería el primer país en abrazarla. Importaba poco por tanto agachar temporalmente la cabeza ante los alemanes, puesto que pronto serían ellos los que doblarían la rodilla ante la imparable marea roja.

Al recibir la noticia de la rendición, el zar lloró de impotencia. A grandes zancadas por el vestíbulo de la casa y con la cara desencajada, repetía:

—No debí hacerlo, nunca debí permitir que me obligaran a abdicar, he traicionado a mi padre, al padre de mi padre. Rusia ha sido humillada, no habrá perdón para mí, no hay perdón…

Los acontecimientos se sucedían. Apenas un par de días más tarde nos llegó el rumor de que los alemanes, a través de su embajador, estaban intrigando para conseguir que los bolcheviques trasladaran al ex zar a Moscú.

—Conozco a mi primo Willy —comentó él amargamente a la hora del almuerzo—. Para tranquilizar su conciencia, suponiendo que la tenga, quiere que yo refrende ese humillante papel que ha firmado con los bolcheviques. A cambio, intentará conseguir que los rojos me permitan exiliarme en Alemania. ¿Y todo para qué? ¿Por razones «humanitarias»? ¡Koniechno niet, claro que no! Para utilizarme luego como peón en quién sabe qué nueva partida de ajedrez entre unos y otros. Pero prefiero cortarme la mano antes de poner mi firma en esa infamia, bien lo sabe Dios.

No andaba descaminado en su análisis. La rueda de la fortuna, siempre adversa a Nikolai Aleksandrovich, acababa de ponerse en marcha y pronto veríamos en qué dirección. Sin embargo, antes de que esto sucediera, un enemigo más viejo y doloroso reapareció en escena. Todo comenzó cuando el regimiento encargado de nuestra vigilancia fue sustituido por otro de «mayor fervor revolucionario». Una de las primeras disposiciones que tomaron aquellos soldados (en democrática votación, como siempre) fue cambiar las rutinas de ocio de la familia. «Ni columpios ni montañas de hielo», decretaron. «Queda prohibido que los ciudadanos Romanov para su esparcimiento tengan privilegios que compliquen nuestra labor de vigilancia».

Se referían al montículo de nieve que entre todos habíamos levantado en el patio para deslizarnos por él y al que no sé si optimista o pomposamente llamábamos nuestra montaña de hielo. Apenas medía un par de metros de altura, pero los soldados decían que permitía ver a los prisioneros por encima de la empalizada, lo que atraía a demasiados curiosos. El que más sintió la pérdida de nuestra mágica montaña fue el zarévich. Como todos los niños que sufren de hemofilia, Alexei no se resignaba a ser un inválido. Peor aún, buscaba el peligro para demostrar que no lo era. De ahí que muy pronto ideara otro tobogán. Cuando descubrimos su nueva pista de deslizamiento, ya era tarde. Una mañana, Iuri se lo encontró semiinconsciente al pie de la escalera de servicio de la vivienda. Se había tirado con su trineo desde el primer piso. Lo que vino a continuación fue una crisis hemofílica tan grave como la de Spala seis años atrás. El vientre se le hinchó hasta proporciones grotescas a causa del derrame interno, y una de las piernas se le contrajo hasta quedarle pegada al tronco, día y noche deliraba de dolor y fiebre: «Mamá —decía apretando los dientes e intentando tragarse las lágrimas—, ¿por qué no me muero de una vez? No me da miedo la muerte y sí lo que esta gente pueda hacer contigo».

Otras veces su sufrimiento se convertía en rencor hacia el zar: «¿Por qué lo hiciste? No tenías derecho a abdicar por mí. Yo tenía una vida, pero nadie me ha dejado vivirla…».

Años más tarde, cuando tuve acceso a muchas de las cartas que la familia escribió durante su cautiverio, encontré esta de la zarina a Ana Vyrubova que resume bien lo que vivimos esos días:

… Baby está terriblemente delgado, con los ojos enormes y despavoridos, igual que en Spala. Un gran número de soldados nuevos ha llegado hoy. Se rumorea que nos quieren llevar de aquí a otra parte. Diez criados han tenido que marcharse; no hay comida para todos. El ambiente está electrizado. Sentimos que una gran tormenta se avecina, pero sabemos que Dios es misericordioso, lo que pase será Su voluntad.

Los nuevos soldados de los que hablaba la zarina en su carta eran parte de un destacamento recién llegado de Moscú. A medida que el espíritu bolchevique arraigaba en todo el territorio, los militares que enviaban a vigilar nuestro cautiverio se fueron convirtiendo de hostiles en crueles. Después de desbaratar la montaña de hielo, su próximo objetivo fue acabar con los columpios que había en el patio. Pero prohibirlos no debió parecerles castigo suficiente, era más divertido utilizarlos como objeto de escarnio. Por eso, una mañana, más o menos dos días después del accidente del zarévich, el asiento de uno de ellos apareció «decorado» con un dibujo tan talentoso como obsceno dedicado a las grandes duquesas. Olga, la más independiente y solitaria de las cuatro hermanas, tenía costumbre de tomar el aire lejos del resto de la familia, pasear un rato por el patio, columpiarse allí con un libro. O, por qué no, observar de paso a sus nuevos vigilantes. Chicos en muchos casos bien parecidos que, al menos hasta la llegada de este nuevo retén, se mostraban, si no amables, al menos respetuosos. Por eso, al salir esa mañana a disfrutar de uno de los primeros días de sol de la primavera, lo primero que hizo Olga fue saludar al par de nuevos soldados que hacían guardia junto a la puerta. «Bonita mañana», dijo, pero ellos no respondieron, se limitaron a expeler significativamente el humo de sus cigarros en dirección a la prisionera. Olga estaba acostumbrada a estas pequeñas provocaciones. Se dirigió al columpio, y acababa de abrir el libro que llevaba cuando uno de los guardias se acercó fusil en mano.

—No has visto que no puedes —dijo.

—¿Que no puedo qué? —contestó ella sin perder la sonrisa. Era lo que su padre le había dicho que debía hacer, sonreír siempre. «Para que nos conozcan, Olga, al principio resultan un poco hoscos, pero son muchachos rusos, tienen gran corazón».

—Que no puedes sentarte en el columpio —continuó aquel individuo.

Era alto, de pómulos anchos, con unos ojos grises que brillaban bajo cejas muy negras.

Olga estaba decidida a conseguir que aquellos ojos le sonrieran.

—¿Por qué no? Me gustaría que me dieras una razón. ¿Es porque temes que, si me columpio muy alto, me vean al otro lado de la palizada y eso entorpezca vuestra labor de vigilancia? Prometo no hacerlo.

—No es por eso.

El segundo guardia también parecía divertido con la escena:

—Venga, Vasili, dile de una vez por qué no puede, díselo.

—Sí, Vasili —sonrió Olga, dispuesta a ganarse su confianza—. Dímelo.

—¿De veras quieres saberlo?

—Claro.

—Dame la mano.

La gran duquesa dudó. No estaba acostumbrada a que un extraño la tocara, pero aquellos ojos eran tan grises… Además, ya lo decía papá, solo eran buenos soldados rusos. Poniéndose a su lado alargó la diestra para que Vasili la cogiera.

—Mira, esto te va a gustar —dijo Vasili y, agarrándola, la obligó a mirar el dibujo que habían grabado sobre el asiento del columpio. Cuando Olga intentó zafarse, aquel tipo, entre risas, no solo retuvo su mano aún con más fuerza, sino que la obligó a introducirla entre los botones abiertos de su bragueta.

—¿Ves? Lo que hay dibujado en el columpio es la copia y este, el original. ¿Cuál te gusta más?

—¡Y compárala con esta! —Reía ahora su compañero sumándose al juego—. ¿Qué te parece? Toca, toca, para que luego puedas contárselo a tus hermanas. ¡Que vengan también, hay para todas!

Tan paralizada de terror estaba Olga que ni siquiera se dio cuenta de dónde vino el golpe que obligó a Vasili a doblarse de dolor antes de rodar por tierra.

—¡Enano hijo de perra! —dijo el vigilante al darse cuenta de quién le agredía—. Esto te va a salir caro, te lo juro.

Ni una palabra salió de labios de Iuri. Se limitó a alzar nuevamente el arma con la que acababa de golpear a aquel tipo y descargarla otra vez sobre sus costillas. Era uno de los troncos cortados por los prisioneros, y en especial el zar, durante el invierno y que, perfectamente alineados, daban testimonio de la única actividad física permitida en su cautiverio.

El segundo golpe hizo crujir el espinazo del tal Vasili como leña seca. Hubo un segundo de desconcierto, pero de inmediato el otro vigilante se lanzó sobre Iuri intentando inmovilizarlo. No sirvió de nada. Se le escabulló entre las piernas, rápido como una lagartija.

—¡A ver si te crees que soy tan fácil de atrapar, tovarish! Venga, cógeme. Más te vale hacerlo o tus camaradas dirán que un enano te dejó con cara de idiota.

—¡A tu espalda, Iuri! —gritó Olga al ver como Vasili, que acababa de levantarse del suelo, le apuntaba a la cabeza con su arma.

Un balazo y un nuevo juramento.

Olga, abalanzándose a la desesperada sobre el brazo agresor, había logrado desviar el tiro en el último segundo.

A partir de entonces, todo lo que sucedió fue tan confuso como veloz. Primero, una carcajada de Iuri.

—Fallas más que una escopeta de feria, camarada.

Luego el grito de Olga:

—Vete, Iuri, por lo que más quieras, ponte a salvo. ¡Dios mío, por favor, que alguien nos ayude!

Se oían voces al otro lado de la empalizada. Los soldados que vigilaban en el exterior corrieron hacia el patio alertados por el disparo. También Tatiana se asomó a una de las ventanas del piso superior.

—¡Olga, Iuri!, ¿qué pasa ahí abajo?

Fue entonces cuando se decidió su suerte. Iuri miró hacia arriba para decir:

—Nada, que nadie se asuste, estamos bien. Ven, Olga, dame la mano.

No alcanzó a decir nada más. El compañero de Vasili —más tarde sabríamos que se llamaba Sviatoslav[3], la vida tiene a veces esos sarcasmos— disparó dos veces. El primer tiro le entró por un ojo, el segundo le destrozó la boca, y cayó rodando hasta quedar a los pies de Olga. Pequeño, desmadejado, como un perrillo, su ahora único ojo vuelto hacia ella, mirándola.

Cuando el doctor Bodkin y yo llegamos, aún se movía. Abrió los brazos en cruz y después el izquierdo se crispó señalando su pecho.

—¡Vive! —grité mirando con desesperación a Bodkin, que, como yo, se había arrodillado junto a él—. Mire, doctor, se mueve, ¿ve? Tiene que salvarlo, usted puede, verdad que sí…

Bodkin me rodeó con su brazo.

—Son movimientos convulsos —dijo, pero yo estaba seguro de que Iuri intentaba indicarme algo. Me lo decía su mano izquierda, también ese ojo que, a diferencia del resto de su cara bañada en sangre, mantenía una extraña calma. Y me miraba.

Olga, a mi lado, se abrazó llorando a aquel cuerpo tan pequeño que se estremeció por última vez al sentir el suyo.

—¡Arriba! ¡Arriba he dicho!

Un soldado la cogió por el brazo, otro me levantó en vilo. También al doctor Bodkin le obligaron a ponerse en pie. Lo que más recuerdo de ese momento son las manchas de sangre en cada uno de nosotros. Bodkin en las manos, yo en la cara, Olga en su vestido. Remendado aquí y allá, aquel que un día fue el traje de una niña rica parecía ahora un sudario. Se produjo entonces un momento de confusión, unos guardias llamaban a otros, todos gritaban y yo aproveché para zafarme y volver junto a Iuri. Solo entones descubrí entre su ropa aquella faltriquera de cuero que guardaba siempre en un bolsillo interior de su camisa. Pude hacerme con ella antes de que Sviatoslav me apartara de una patada.

—Y tú —gritó el nuevo oficial al mando de todos ellos, un tipo alto y de modales untuosos, muy distinto al resto—. Vuelve ahora mismo a tu trabajo. Cada cual a lo suyo. Aquí no ha pasado nada, ¿está claro?

Luego, removiendo con su bota el cuerpo de Iuri para ver si se movía, escupió:

—Bah, qué importa, la revolución no necesita enanos.