LA HORA DE MASHA

Cerró tras ella y, durante unos segundos, su silueta se dibujó lejana e imprecisa tras los cristales rugosos de la puerta del baño. Yo no sé si, antes de nuestra llegada, la Casa de Propósito Especial tenía puertas tan indiscretas. Pienso que no. Imagino que fue orden del soviet de Ekaterinburgo cambiar una hoja de madera por otra de cuarterones de cristal grueso que permitiera entrever lo que pasaba dentro. Una medida de seguridad y a la vez una humillación. Por fortuna, la bañera y el retrete estaban lo suficientemente alejados para preservar cierta intimidad. Pero, si el usuario tenía la imprudencia de situarse cerca de la puerta, quien quiera que estuviese al otro lado tenía una visión, velada y fantasmagórica pero a la vez bastante precisa, de lo que pasaba dentro. Para evitarlo, los Romanov colgaban siempre alguna prenda, una bata, alguna toalla, y yo esperé que Masha hiciera otro tanto. No fue así, por lo que allá en el fondo, cerca de la bañera, se adivinaba ahora su silueta abriendo los grifos, preparando todo lo necesario. El silencio era total en aquella parte de la casa. Miré hacia mi derecha donde arrancaba la escalera, y luego hacia la izquierda. Tal como había dicho Masha, posiblemente aquel vigilante parecido a Mitia Malama estaba más pendiente de lo que ocurría en el patio donde paseaba Tatiana Nikolayevna, porque no se le veía por ninguna parte.

Mientras tanto, al otro lado de la puerta, el ruido del agua cesó indicando que el baño estaba preparado y yo, a falta de mejor cosa que hacer, me entretuve en observar lo que parecía un juego de sombras en el que era más lo que se sugería que lo que realmente alcanzaba a verse. Sin embargo, todo se volvió explícito cuando Masha, en vez de desvestirse junto a la bañera, comenzó a hacerlo cerca de la puerta. Entreví como desabrochaba uno a uno los botones del vestido de algodón que llevaba ese día y, a continuación, comenzó el lento ritual que una mujer de entonces debía realizar para desnudarse. Siempre me había fascinado aquel espectáculo. El arte de desvestir a una mujer lo aprendí con Daria en nuestros tiempos en el hospital de guerra. Ella, como otras sirvientas, tenía no pocas prendas heredadas de damas ricas y era un placer ir librándola de a poco de corsés de satén, corpiños de raso, camisas de batista y calzones de seda que lucía con orgullo bajo su basto uniforme de celadora. Una ceremonia similar comenzó a desarrollarse ahora ante mis ojos. Aquella calurosa tarde de julio María Nikolayevna, ex gran duquesa de Rusia y bellísima mujer de diecinueve años, me dio la espalda y comenzó a desnudarse. Estábamos tan cerca que, de no mediar entre nosotros el cristal, podría haber deslizado mis dedos por su nuca… Tenía que saber que yo estaba allí, pero nada parecía importarle, salvo oficiar tan privada ceremonia. Libre ya del vestido, se estiró como una gata antes de deshacerse de la combinación deslizándola por encima de su cabeza. «¿Qué haces, Masha?», le pregunté en silencio. «¿A qué juegas? ¿No te das cuenta de que ya no soy un water baby ni tú una gran duquesa? Naufragios como el nuestro nos igualan a todos».

Siempre de espaldas a mí, María Nikolayevna comenzaba ahora a aflojar las cintas de su corsé. Cayó por fin al suelo y le siguieron una camisa interior y luego las medias. Todo iba quedando ahí, abandonado a su izquierda. La camisa, el corpiño, hasta llegar a unos calzones con puntillas. Dudó unos segundos y entonces, como quien toma una decisión de la que teme arrepentirse, se deshizo bruscamente de ellos dejándolos resbalar por sus caderas, sus muslos. Solo entonces se volvió para mostrarse de frente. Magnífica, orgullosa, igual que una Eva desobediente a la que ya no le importa que la expulsen del paraíso. Y mientras tanto yo, tan cerca y a la vez tan lejos, no me atreví a dar un paso y accionar el picaporte de una puerta que sabíamos que no estaba cerrada con llave para abrazar aquel cuerpo que se me ofrecía sin más coartada que una lámina de cristal. Era tan fácil, estaba tan a mano… Y no lo hice. El fantasma de Miguel Strogoff me lo impidió.

«Perdóname, María Nikolayevna», me disculpé en silencio. «Hace poco me dieron un beso de amor que era para otro y no me gustó. No sé quién puede ser tu amor perdido, tu Mitia Malama. Ignoro con quién sueñas cada noche, y para quién serán las caricias que recibiría si llego a abrir esta puerta. La vida no ha sido generosa contigo, Masha, ni con ninguna de tus hermanas. La guerra primero y la revolución después os robaron la posibilidad de salir del fanal en el que, según vuestra abuela Minnie, vivís desde niñas. Ni un amor, ni una ilusión ni una caricia… Como dice Tania, las cuatro sois guapas, inteligentes, talentosas. ¿Y de qué os sirve? Solo para soñar despiertas, como hace Olga, o para intentar encontrar en otros el sabor del único hombre del que, una vez y hace mucho tiempo, recibisteis un beso de amor, como le sucede a Tatiana».

Me alejé de la puerta para no verla. De este modo se daría cuenta de que no había nadie tras ella. Me alejé incluso pasillo abajo para continuar mi guardia tal como le había prometido, y así estuve un buen rato hasta que decidió salir.

—Sin novedad. ¿Verdad, Leo?

Y yo:

—No ha venido nadie por aquí, alteza —dije, sin reparar en que me dirigía a ella con el viejo tratamiento que nos separaba antes del naufragio.

—Para ti siempre seré Masha. Espero demostrártelo algún día.