Aún no sé por qué Yurovski me dejó marchar. ¿Habrá sentido, un verdugo como él, pena de un muchacho de quince años? Nadie, ni tío Grisha ni persona alguna, había venido a buscarme desde Petrogrado. Podría decir que aquella mentira de nuestro carcelero jefe levantó mis sospechas y que por eso me empeñé en volver a la casa esa misma noche, pero no fue así. Jamás sospeché lo que estaba a punto de suceder. Como bien sabía Yurovski cuando contrató a letones y magiares como verdugos de la familia imperial, a pesar de tanta sangre como había corrido ya, acabar con el emperador, y más aún con sus cinco hijos, seguía siendo impensable para un ruso. Si decidí regresar fue simplemente porque necesitaba devolver lo que no era mío. No quería que Masha pensara que era un ladrón y se me ocurrió que, si lograba dejar el diario en su sitio antes de que pasaran muchas horas, ella no lo echaría en falta. Como todas las personas desordenadas, me decía yo, creería que lo había dejado por ahí.
Pero tenía, además, otra razón para volver. Necesitaba verla, hablar con ella. Una vez fuera de la casa me había costado muy poco abrir, sin forzarlo, el inocente cierre de plata que custodiaba las hojas del diario. Entonces comprobé que mi nombre aparecía no una, sino muchas veces. La mayoría eran menciones intrascendentes. «Hoy he jugado al ajedrez con Leo». «Leo me ayudó a amasar pan». «Ayer recogimos juntos la mesa». Pero la entrada correspondiente al 16 de julio, la que había quedado calcada en el papel secante con su «escribo tu nombre» y su «solo quería que tú me vieras, Leo», daba a entender algo más. Por desgracia, Masha había interrumpido la escritura justo en ese punto como si pensara retomarla más tarde.
Miré la hora. Las siete y media. Anochece muy tarde en Siberia durante el mes de julio. Estábamos aún cerca de las noches blancas, por lo que calculé que lo ideal era esperar hasta las doce o la una para intentar colarme en la casa. El problema era cómo. Dos milicianos armados vigilaban en el patio, atentos a cualquier movimiento del exterior. Bueno, pensé, no habrá más remedio que agudizar el ingenio, nadie dijo que fuera empresa fácil.
Con una muy bienvenida luna llena por cómplice me acerqué a la empalizada de la Casa de Propósito Especial. El edificio se encontraba en una hondonada, lo que permitía, si uno tenía buena vista, observar qué pasaba en el patio desde la parte más elevada de la calle. Yo sabía que a las doce había cambio de guardia y pretendía aprovechar el momento para saltar la valla. Una vez en el patio, no sería difícil acceder al interior del edificio y de ahí a la biblioteca, donde iba a dejar el diario. Incluso había elegido el lugar. No pensaba hacerlo sobre la chimenea donde lo había encontrado, sino como al descuido detrás de un sillón. Contaba con que alguna de sus hermanas lo encontrara a la mañana siguiente. Incluso me divirtió imaginar el comentario de Olga o, mejor aún, el de Tatiana al verlo: «Ay, Masha, qué cabeza a pájaros, todos tus secretos desparramados por ahí, tú siempre tan desastre…». A lo que Masha bien podría responder riendo algo así como que qué va, que la traba que los protegía seguía intacta y que por tanto sus «terribles deseos y pecados» continuaban a salvo.
A la luz de las farolas de la calle alcancé a ver a la pareja de soldados que acudía a relevar a sus compañeros. Uno de ellos era ese muchacho magiar que se daba un aire con Mitia Malama. ¿Le habría dado Tatiana un beso vicario como a mí? Pobre y triste princesa, persiguiendo un sueño.
Pasaba el tiempo y aún no se me ocurría cómo entrar en el patio cuando, hacia las doce y media, apareció Yurovski. Encendió un cigarrillo antes de acercarse a los guardias.
—Vengo a avisaros yo mismo para que no haya luego malentendidos. —Su voz subía nítida hasta donde yo estaba en el silencio de la noche y la brasa de su cigarro me permitía ver incluso el centellear de sus ojos oscuros—. Sobre la una esperamos la llegada de un camión. Su conductor dirá una palabra como contraseña: deshollinador. Vosotros abriréis la puerta de la empalizada para que entre y, esto es importante, a partir de ese momento debéis permanecer en vuestros puestos, pase lo que pase y oigáis lo que oigáis dentro de la casa. ¿Está claro?
Uno de los guardias hizo una pregunta que no alcancé a entender y a continuación resonó la voz nítida y a la vez fría de Yurovski.
—He dicho pase lo que pase. Aunque oigáis disparos, aunque los disparos vengan del edificio. Y tú, Gabor —añadió, dirigiéndose entonces al tipo aquel que se parecía a Mitia Malama—, sígueme, te necesito dentro. Enviaré un camarada a que te sustituya. Hay hombres que no saben cumplir con su deber revolucionario. Pero de ellos me ocuparé mañana.
Me esforcé por dar sentido a lo que estaba oyendo: un vehículo que debía entrar en el patio pasada la medianoche, una contraseña (deshollinador, nada menos), la orden a los vigilantes de no abandonar su puesto aunque oyeran disparos dentro de la casa… De pronto me pareció que todo estaba claro. Un plan de fuga, sí, eso era. ¿Qué otra cosa si no? Las piezas simulaban encajar a la perfección. Yurovski representaba el papel de carcelero implacable, pero era en realidad un gran actor, listo para dirigir la liberación de la familia imperial desde dentro. El camión que esperaban los llevaría a un lugar seguro mientras que la orden a los vigilantes de no actuar aunque oyeran disparos estaba pensada para evitar que los compañeros de fuera complicaran las cosas si, en medio de la operación rescate, hubiera que abatir a alguno de los vigilantes ajenos a la conspiración.
Todo parecía encajar tan bien, pero si hasta el nombre de la operación era un buen presagio. Deshollinador…
Entonces, lo único que necesitaba para entrar era aprovechar la llegada del camión. Como es lógico, debería detenerse hasta que los vigilantes abrieran el portón de entrada; no tendría más que subirme en su parte trasera y entrar con ellos. Una vez en el patio, ya vería qué hacer. Podía, por ejemplo, esperar dentro del camión a que se produjera el rescate y darle a María la sorpresa de pensar que estaba entre sus salvadores. O si no bajar y ver cómo se organizaba la liberación, e incluso participar en ella. El bueno de Yurovski —me dije—, qué gran hombre, cómo pude pensar mal de él.
La primera parte de los acontecimientos se desarrolló tal como imaginé. Hacia la una de la mañana un camión se detuvo ante la puerta, aproveché para subirme a él y entramos en el patio. El conductor y otro tipo que lo acompañaba eran tan extranjeros como nuestros guardias, no sé si letones o magiares, pero su forma de actuar me pareció muy rusa. En cuanto estacionaron el vehículo en medio del patio se pusieron a fumar y a charlar con los vigilantes, uno incluso sacó una botella de vodka que fue pasando de mano en mano.
Desde donde estaba, y levantando un poco la lona que cubría la parte trasera del camión, alcanzaba a ver las ventanas del piso superior. Hacia la una y media una luz brilló en mi antigua habitación, la que ahora compartirían Bodkin, Trupp y Kharitonov. A continuación otra en la habitación que ocupaban los zares y el zarévich, y por último una tercera en el reino de OTMA. Como las ventanas tenían rejas, por las noches, gentileza de Yurovski, estaba permitido abrirlas para combatir el calor, lo que me dejó oír algunos retazos de conversación.
—¿Pero se puede saber adónde nos llevan? —preguntó la voz de Trupp.
—Hay que vestirse a toda prisa —le respondió la de Bodkin—. Yurovski dice que el ejército blanco se acerca a Ekaterinburgo y van a trasladarnos a un lugar más seguro.
—¿Dónde se ha metido Joy? —Era la voz de Anastasia la que me llegaba ahora. ¿Y Jimmy? Estaban aquí ahora mismo. ¡Siempre se escapan en el peor momento!
Luego oí la voz de Tatiana. Hablaba en francés y decía:
—Vamos, que ninguna se olvide de ponerse corsé y por supuesto los abrigos. Sí, sí, el más grueso. ¿No te das cuenta? ¿Dónde está el tuyo, Masha?
Comprendí a qué se refería. Yo no había participado en lo que las hermanas llamaban operación aguja. O, lo que es lo mismo, el camuflaje de alhajas y piedras preciosas, pero sabía en qué consistía. Durante los días que se habían quedado solas en Tobolsk, y hasta que se reunieron con nosotros, Olga, Tatiana y Anastasia habían conseguido coser a sus prendas personales las joyas traídas del palacio de Aleksandr. Por un momento me pregunté si a Yurovski no iba a resultarle sospechoso que a las hermanas les diera por ponerse abrigo en pleno mes de julio. Pero tonto de mí, dije enseguida, Yurovski es de los nuestros, las dejará coger lo que quieran, sus objetos más queridos.
Solo entonces recordé el diario de Masha que llevaba encima y la razón por la que estaba allí esa noche. Calculé que si me daba prisa podía incluso llevar a cabo mi plan de dejarlo en la biblioteca. ¿Por qué no? Era fácil, todos estaban aún vistiéndose en el piso superior. Luego, al bajar seguramente recogerían el resto de sus pertenencias, incluidas las de la biblioteca.
Miré hacia arriba. Yurovski también estaba en el piso superior. Desde la ventana de la habitación de los zares oí como decía:
—Quince minutos, Nikolai Aleksandrovich, ni uno más. Le hago responsable de que no haya retrasos. Luego bajarán al sótano, que les tenemos que sacar unas fotos antes del viaje. El camión aún no ha llegado.
Debió haberme puesto sobre aviso lo que decía y también cómo lo decía. Si aquello era una operación rescate, no encajaba que Yurovski le hablase de aquel modo al zar, y menos aún que mintiera. Pero yo seguía en mi tonto limbo. Lo único que me preocupaba era cómo entrar en la casa sin ser visto. Mi idea era colarme por la cocina y, una vez dentro, ir a la biblioteca y dejar el diario de Masha a la vista, de modo que cualquiera de la familia lo viera al recoger sus pertenencias. Los vigilantes del patio ni se dieron cuenta de que bajaba del camión, continuaban con su charla y su vodka. Los dejé atrás y, siempre pegado a la pared, fui rodeando la casa. Una de las ventanas que daban al vestíbulo tenía las cortinas abiertas y aproveché para echar un vistazo y ver qué pasaba. Frente a mí tenía la escalera principal y por ella empezaron a bajar, antes de la hora prevista, los Romanov.
Lo recordaré siempre. El zar llevaba a Alexei en brazos; lo seguía Alejandra, apoyada en Tatiana; luego Olga, María y Anastasia, que llevaba de la correa a Jimmy y Joy. Detrás de ellos, Bodkin, Trupp y Kharitonov y, por fin, cerrando la comitiva, Demitova, haciendo equilibrios con una engorrosa carga, una bolsa de viaje de considerables proporciones y nada menos que dos grandes almohadas.
—Bien —dijo Yurovski, que los esperaba al pie de la escalera—, así me gusta. Bajemos al sótano para la foto.
… Dios, ¿dónde está el timbre? Qué dolor, me abraso por dentro. Tengo que llamar, que alguien me ayude, un médico… Pero es tan poco lo que me falta por contar y sería extraordinario morir con ellos. ¿Te das cuenta, María?, tú y yo con setenta y seis años de diferencia juntos ante la muerte, igual que aquella noche.
… Eran más o menos las dos y cuarto, ¿recuerdas?, cuando os ordenaron bajar al sótano. Tan acostumbrados estabais a obedecer que nadie objetó nada. Solo al ver que habían retirado los muebles de la habitación tu madre comentó: «Ni siquiera hay sillas aquí». El zar, siempre con Alexei en brazos, preguntó entonces: «¿Podrían traer dos, una para la zarina y otra para mi hijo, por favor?». Yurovski hizo una señal por encima de su hombro para que acercaran un par de la habitación contigua y se fue, encerrandoos con llave. No. Tampoco entonces me di cuenta de lo que iba a suceder, Masha. Tonto y ciego testigo invisible, acababa de abandonar la ventana del vestíbulo para asomarme a la del sótano, muy ufano de pensar que nadie me había visto. Ni los guardias del patio, que continuaban trasegando vodka, ni vosotros, que hacíais bromas esperando que bajaran los fotógrafos.
—Mira, Alexei, ¿qué te recuerda esa mancha de humedad en el techo? —preguntó Anastasia—. ¿No es igual a Madame Vyrubova y su sombrerito en forma de cacerola?
—¿Y aquella? —comentó Olga—. Parece abuela Minnie jugando al croquet…
Tatiana no decía nada, estaba tan guapa que no pude evitar fijarme en ella, pero enseguida me volví hacia ti, Masha.
—¿Crees que luego nos dejarán recoger nuestras cosas de la biblioteca? —preguntó Tania, y tú:
—Claro que sí, sobre todo si tú se lo pides a Yurovski. O al nuevo Mitia Malama —añadiste, y las dos reísteis.
Se oían ahora voces y órdenes en el piso de arriba. Levanté la cabeza para ver si lograba descifrar qué decían y, en ese momento, me descubriste.
Bueno, en realidad fue Joy el que ladró al verme al otro lado de la ventana, pero la única de la familia que volvió la cabeza fuiste tú. El resto estaba pendiente de la puerta por la que la figura de Yurovski acababa de reaparecer.
Me llevé un dedo a los labios para que no me delataras, Masha. Seguía convencido de que aquello era una operación rescate, pero mejor no complicar las cosas teniendo que explicar a Yurovski por qué había desobedecido sus órdenes. Vocalicé la palabra «luego» y tú asentiste con la cabeza. Yurovski dijo:
—Por favor, sitúense contra la pared.
Su tono era más amable que el que había utilizado hasta el momento.
—Ustedes dos pueden quedarse sentados si lo desean —dijo a tu madre y a Alexei—. Los demás vayan situándose contra la pared, avisaré al fotógrafo para que baje.
Obedecisteis, colocándoos en dos filas, ¿verdad, Masha?, tu padre entre Alexei y la zarina y el resto detrás. Recuerdo que Olga retiró de su cara un rizo que le estorbaba mientras que Tatiana, sacando del bolsillo un espejito, se pellizcó las mejillas para darles color. «¿Estoy bien?». «Ay, Tania, tú siempre estás bien —rió Anastasia—, déjamelo a mí un momento». Y tú, Masha, mientras tanto, mirándome dijiste: «Yo prefiero ponerme aquí, cerca de la ventana. Joy, tesoro, ven, y tú también, Jimmy. ¿Crees que dejarán que ellos salgan en la foto?». «Seguro que sí, alteza. Yo sujeto a Jimmy», se ofreció Bodkin, y Kharitonov se situó a su izquierda: «Salgo mejor de perfil, así se verá mi barbilla tártara», bromeó.
Refiriéndose a la bolsa y a las almohadas que llevaba Demitova, Trupp le dijo: «Déjalas en el suelo, no vas a salir con eso en la foto, ¿verdad?». Ignoro qué respondió Demitova porque mi atención, como la vuestra, se desplazó en ese momento hacia la puerta, que, abriéndose por tercera vez, dio paso a Yurovski. Lo acompañaban dos guardias, uno de ellos Gabor, el doble de Mitia Malama. Vi como Tatiana le dedicaba una sonrisa. Él esquivó su mirada.
… Dios mío, sangre, sangre por todos lados, corre por mis piernas y bajo las sábanas. ¿Y ahora qué hago? Por favor, ayúdame, Masha, voy a dejar el micrófono sobre la mesa. Pero, por favor, que no se apague el magnetofón, tengo que continuar grabando, solo un minuto más y llegaré a…
… —Nikolai Aleksandrovich —dice Yurovski—, el comité ejecutivo del soviet de trabajadores, campesinos y soldados de los Urales ha decidido fusilarle.
Pienso que he entendido mal y a tu padre le pasa otro tanto, porque pregunta:
—¿Cómo?
Yurovski repite sus palabras, y el zar da un paso al frente escudando con su cuerpo a Alexei:
—«Yo…».
No alcanza a decir más. Un primer disparo y cae como un muñeco vencido sobre las rodillas de Aliosha, los ojos abiertos como en una ya eterna interrogación.
A partir de ahí se desató el infierno. Otros guardias que estaban fuera comenzaron a disparar desde la puerta. Ahora todo es pólvora, alaridos, sangre. Las balas rebotan peligrosamente contra las paredes, hiriendo incluso a uno de los guardias que recula entre juramentos. Me mantengo ahí, al otro lado de la ventana, hipnotizado por el horror. «¡Alto el fuego!», grita Yurovski, pero no consigue hacerse oír por encima de las balas. Cuando por fin logra detener el tiroteo, resulta que muchos estáis aún con vida. «Puto viejo», le oigo jurar al darse cuenta de que el doctor Bodkin yace apoyado sobre un codo, casi como si estuviera en la playa. Un tiro en la boca acaba con él. Ahora Yurovski se ocupa de Trupp, de Kharitonov. ¡Mira, Masha! Tu hermano Alexei ha logrado sobrevivir a la lluvia de balas; petrificado de miedo, continúa sentado en su silla. Yurovski va hacia él, Dios, Dios, le ha descerrajado un tiro en la cara. Oh, Masha, ¿por qué no soy capaz de dejar de mirar? Veo como Yurovski se gira ahora hacia tus hermanas. Olga está moribunda con la frente destrozada, pero Tatiana y Anastasia se mantienen de pie abrazadas la una a la otra. Anastasia tiene el vestido ensangrentado y con trozos de sesos de Trupp; tres veces dispara un guardia al que no he visto antes y sin embargo no cae. «¡Mamá, mamá!», grita protegiéndose la cara con las manos.
Tatiana se encuentra frente a él, a Mitia Malama, me refiero. ¿Y qué crees que hace, Masha? Le sonríe, lo juro, eso hace, lo estoy viendo ahora mismo. Una mueca entre esperanzada y atrozmente bella, pero él cierra los ojos y aprieta el gatillo, dos, tres, cuatro veces…
Y tú, mientras tanto, Masha, vida mía, justo debajo de la ventana, te has salido de mi campo de visión. ¿Dónde estás? Sí, ahora te veo, aprovechando el humo y la confusión has conseguido ocultarte bajo el cadáver de Kharitonov. Tu madre en el suelo se arrastra hacia Aliosha. «¡La alemana está viva!», grita alguien. Y Yurovski: «Pero ¿por qué mierda no hay manera de matar a las mujeres? Dispara a la cabeza, vuélasela de una vez».
El caso más extraordinario es el de Demitova. Está allí, en la pared opuesta a mi ventana, bañada en sangre se escuda patéticamente tras las almohadas que lleva desde que bajasteis al sótano. «¡Remátala a la bayoneta!», grita Yurovski y Mitia Malama, que acaba de comprobar si Tatiana está muerta removiéndola con la culata de su arma, obedece.
«Cállate ya, estúpida gallina clueca», ordena, mientras clava en Demitova su bayoneta, y no calla, Dios mío, ¿cómo es posible? No hay forma, hasta que por fin un último alarido queda suspenso en el aire, ahogado en un vómito de sangre.
Dios mío, Masha, ahora solo faltas tú.
Por un divino momento pienso que todo es posible. Que te den por muerta, que entre el caos y el humo te saquen del sótano y te lleven a ese camión que entró en el patio bajo la contraseña «deshollinador». Que yo pueda subirme a él y, después de un viaje entre los cadáveres de tus padres y tus hermanos, revueltos en sangre y cubiertos de moscas, logre salvarte.
Pero no. Alguien tira de las piernas del cadáver de Kharitonov y te descubre debajo. Vas a morir y yo también con setenta y seis años de diferencia, juntos otra vez. Dame la mano, Masha. Déjame vivir mis últimos minutos de vida recordando cómo fueron los tuyos. Sí, no te preocupes, amor. Me queda aún fuerza para contar lo más hermoso, lo que tú hiciste por mí aquella noche. «Dejadme esta a mí —dice Yurovski a sus hombres—, es la última que queda viva». Amartilla el arma, te apunta a la cabeza y tú entonces vocalizas mi nombre. Las mismas letras que escribiste en tu diario las forman tus labios pero en silencio y, sobre todo, sin mirarme.
Sé por qué lo hiciste de este modo. Querías que yo supiera lo que sentías por mí y, al mismo tiempo, deseabas salvarme. Por eso mientras tus labios se movían miraste hacia el extremo opuesto de la habitación, para que nadie, siguiendo tu mirada, pudiera descubrir que había alguien más aquella noche. Solo cuando Yurovski disparó, dejaste que tus maravillosos ojos grises volvieran a buscarme, igual que hizo Iuri con Olga. Esas dos miradas me han acompañado siempre, los casi ochenta años de vida que me regalaste esa noche, Masha.