¡HACE TANTO CALOR!

El 4 de julio, doce días antes de la matanza, llegaron nuestros nuevos carceleros. El comisario al mando se llamaba Yakob Yurovski, era alto, con un gran bigote que le ocultaba el labio superior. La mejor manera de describirlo es decir que era la antítesis de su predecesor. Si Avadeyev era colérico, este era imperturbable; si a Avadeyev le gustaba humillar a sus prisioneros y alardear de ello, Yurovski los trataba con educación exquisita y exigía a sus hombres que actuaran de la misma manera. Aun así, algo debió leer el zar en aquellos inexpresivos ojos, porque escribió en su diario: «Este individuo es el que menos me gusta de todos, no sé en manos de quién estamos esta vez». Tal como había predicho Kharitonov, Yurovski trajo consigo a diez «letones», que es como los rusos llamábamos entonces a cualquiera que hablara un idioma que no fuera el nuestro. En realidad eran casi todos campesinos magiares, que apenas chapurreaban el ruso. Aun así, las grandes duquesas, fieles a ese indesmayable espíritu amistoso suyo, los saludaban cada mañana con amplias sonrisas e intentaban hacerse entender por señas. El tiempo era cálido, estábamos cerca de las noches blancas, y el instinto de unas y otros no parecía del todo insensible a ciertos sueños de una noche de verano.

—¡Buenos días!

Iba camino del comedor a poner la mesa una mañana cuando me pareció que Tatiana Nikolayevna me dedicaba una de esas sonrisas capaces de fundir témpanos de hielo. Desde nuestro episodio Miguel Strogoff mi amor por ella era poco más que una dulce herida, pero, aun así, el corazón se me aceleró al ver como me miraba. Estaba radiante con un vestido claro, apenas la cruel caricatura de los que luciera en otros tiempos.

—Buenos días —correspondí, y me disponía a añadir algo cuando noté que su sonrisa tenía también, o tal vez debería decir sobre todo, otro destinatario. Detrás de mí estaba uno de nuestros nuevos carceleros, un muchacho de mandíbula cuadrada y fino bigote claro tan parecido a Mitia Malama que, por un momento, creí estar viendo un fantasma.

—Una mañana espectacular, ¿verdad, Leo? —dijo ella, dirigiéndose nuevamente a mí—. Hace tanto calor que… ¿sabes lo que hemos pensado Masha y yo? Vamos a pedirle permiso al señor Yurovski para que nos deje darnos un baño extra.

—Un baño —repetí estúpidamente—. ¿Dónde?

—Dónde va a ser, tonto, en la bañera. —Tatiana hablaba conmigo pero sonreía solo para aquella copia campesina de Mitia Malama—. En este hotel grand luxe en el que estamos —continuó— no hay muchas opciones. O la bañera o el pilón del patio con todos los guardias alrededor y, de momento, no me ha dado por el naturismo. Ahora solo nos permiten un baño muy cortito cada dos días, Yurovski nos los ha racionado porque gastábamos mucha agua. ¿Tú crees que, si se lo pido como un favor especial, hoy que hace tanto calor, nos dejará?

Estaba por decirle que hasta un tipo glacial como Yurovski se derretiría por una sonrisa suya, pero echando una ojeada a mi rival, preferí no hacerlo. Debía entender ruso mejor de lo que yo creía porque, si su actitud al principio era distante, por no decir hostil, la conversación y la presencia de Tatiana parecían haberle caldeado también a él.

—Total, tampoco es tanto pedir y un día es un día. Papá dice siempre que todo depende de cómo se soliciten las cosas y que hasta las personas más duras tienen su corazoncito. Masha podría tomar el suyo por la tarde y yo mañana por la mañana. Voy a hablar con él.

Debió de tener éxito Tatiana con su petición porque, poco después de las cuatro de ese mismo día, vi como María Nikolayevna salía de su habitación con una toalla en la mano. Era la hora del paseo y el zar y el resto de las hermanas hacía ya un rato que recorrían el patio vigilados por sus nuevos guardias. La puerta de la habitación de los zares estaba cerrada, pero se oían voces. Posiblemente, pensé, Alexei y su madre mataban el tiempo jugando a las cartas o charlando. Hacía días que el zarévich estaba peor. No había tenido ninguna hemorragia, pero rara vez se levantaba ya de la cama. Parecía como si aquella canción inventada que, tiempo atrás, le gustaba canturrear mientras daba esquinazo a sus marineros-niñeras se hubiera hecho realidad:

Alexei no puede correr,

no puede jugar,

no puede vivir,

no puede, no puede…

Sonreí tristemente pensando en lo que se había convertido su familia. Mi familia, puesto que ahora era la única que tenía. Desde nuestra llegada a Ekaterinburgo no había vuelto a recibir carta de nadie, ni siquiera de tía Nina, que hasta entonces se las había arreglado para hacerme llegar sus noticias. ¿Qué habría sido de ella? ¿Y de tía Lara y tío Grisha? Se contaba que en Petrogrado reinaba la anarquía, y los saqueos y «paseos» eran constantes. La vida valía muy poco, decían, y menos aún la de los sirvientes de los ricos o aristócratas. Traidores a su clase, así los consideraban, el peor crimen en nuestra gloriosa revolución.

—Hola, Leo —saludó Masha—. ¿No es fantástico? Tatiana ha convencido a Yurovski para que nos diera permiso. ¡Un baño con el calor que hace! Una verdadera gloria. No sé por qué ni a Olga ni a Anastasia les divierte el plan, y Tania prefiere reservar el suyo para mañana que es sábado. A mí me ha dicho que lo puedo tomar ahora mismo si renuncio a la hora del paseo. Claro que renuncio, encantada, además. Deberías haber visto a Tania hablando con Yurovski, estuvo soberbia. Para que no volviera a decirnos que estamos malgastando agua, le aseguró que sería solo por esta vez y él dijo: «Por supuesto, señorita —continuó Masha, impostando el profundo y a la vez frío tono de voz de Yurovski—. De eso puede estar segura, será el último baño». Qué tipo tan curioso este Yurovski. Olga dice que se le encoge el corazón cada vez que oye esa voz suya tan pausada. Pero a mí me parece muy amable por su parte permitirnos este capricho, ¿a que sí?

No tuve entonces intuición ni premonición alguna. Imposible saber también que apenas dos horas antes de hablar con Tatiana, Yurovski había inspeccionado la mina abandonada a la que el soviet de Ekaterinburgo tenía pensado llevar los cadáveres tras la matanza. Ni que, tras la inspección, mandó comprar ciento cincuenta galones de gasolina y cuatrocientas libras de ácido sulfúrico para hacer desaparecer los cuerpos después de desnudarlos y trocearlos. Un tipo minucioso Yurovski, quería hacer un buen trabajo.

Ahora en cambio pienso que, tal vez, un profesional tan frío como él se sintiera magnánimo concediendo a una de sus víctimas un último e inocente deseo.

—¿Te puedo pedir un favor, Leo?

—Lo que tú quieras, Masha.

Cada vez admiraba más en ella esa capacidad de disfrutar de pequeñas cosas y así sentirse feliz.

—Haré todo lo que me pidas —le dije.

—Mira, es muy fácil. El resto de los guardias está en el patio con papá y mis hermanas. En la casa queda solo ese chico que se parece a Mitia Malama. ¿Sabes a quién me refiero?

Asentí con la cabeza y ella continuó.

—No creo que intente nada, primero porque solo tiene ojos para Tatiana y después porque Yurovski les ha prohibido acercase a nosotras. Igual piensa que con un aleteo de nuestras lindas pestañas vamos a conseguir que tiren los fusiles y nos ayuden a escapar. —Rió amargamente Masha—. Solo mamá sigue rezando para que Rasputín mande unos «buenos muchachos rusos» a salvarnos. Yo ya no creo en nada, Leo, tomo solo lo que me da cada nuevo día.

—Dime qué quieres que haga —dije con un nudo en la garganta.

—Solo que te quedes aquí, en el pasillo, cerca de la puerta del baño. No nos dejan cerrarnos con llave y todos los cerrojos están por fuera. Si el guardia ese se acerca por aquí, distráelo. Me gustaría disfrutar de este pequeño regalo de Yurovski sin estar pendiente de la puerta o temiendo que en cualquier momento se le ocurra entrar.

Sin esperar mi respuesta, añadió:

—Es maravilloso saber que siempre estás ahí, Leo. Prométeme que no nos dejarás nunca.

—Nunca —dije.

Y precisamente por eso estoy aquí, tantos años más tarde, grabando esta confesión sin importarme el dolor, tampoco el helado y pegajoso sudor que me recorre la nuca. ¿De veras vas a ser tan traidora, Pikovaya Dama, de no dejarme terminar mi relato? Vamos, sé generosa con quien ya está acabado. ¿Has visto qué día es hoy? Sí, querida, seguro que te has dado cuenta, con lo que te gustan a ti las coincidencias y las simetrías. Es 17 de julio, ya sabes lo que eso significa. Y solo te pido un par de horas, no necesito más.