ESCARLATINA

—Pero vamos a ver, criatura, ¿qué-me-estás-contando? ¿Que la institutriz de las grandes duquesitas acaba de despedirse de su puesto escandalizada porque Rasputín entra como Piotr por su casa sin ningún miramiento en las habitaciones privadas de las hijas del zar cuando están en camisón? ¿Que todos en palacio se sorprenden de que ese mujik iluminado pasee, día sí y día también, sus botazas embarradas por las alfombras imperiales? ¿Que le habla a la zarina de tú y que ella se pone de rodillas implorando su bendición? Realmente no sé de qué se sorprenden. ¡Todo eso ya lo sabía yo!

Empezaba a estar un poco cansado de tía Nina y de sus «ya lo sabía yo». Y, sin embargo, era tan agradable estar de nuevo en casa… Y eso, a pesar de que la razón de mi visita no puede decirse que fuera exactamente positiva. Había una epidemia de escarlatina y había tenido la mala suerte de contraerla. Ardía de fiebre, mis días, y en especial mis noches, estaban llenos de delirios y pesadillas y, para colmo, la piel me quemaba como si me hubiera revolcado en un prado de ortigas.

Por eso era estupendo dejarse mimar de nuevo por mamá y tía Nina, en especial a la hora del mediodía en que nos encontrábamos, cuando la fiebre daba una tregua. Además, hacia las doce más o menos una de las dos se sentaba junto a mi cama, instalada provisionalmente en el salón para que no me sintiese aislado, y me traía un delicioso plato de bulions vermisheliu muy caliente. Esa mañana mamá había bajado a comprar no sé qué y le tocaba a la tía ocuparse de mí. Bueno, pensé, las cosas podrían ser peores de lo que eran, y un buen bulions de carne de carnero bien merecía como penitencia una dosis de tía Nina en estado puro. Además, sus historias de otros tiempos tal vez me resultaran útiles para entender mejor lo que había visto, y sobre todo oído, desde mi tiznado laberinto de pasadizos y tuberías.

—¿Que en palacio se quejan de tener a Rasputín hasta en la sopa? —continuó mi tía, revolviendo concienzudamente mi bulions como si entre los fideos de aquel delicioso caldo pudieran estar escondidas las barbas del enigmático consejero de los zares—. No me extraña lo que me estás contando, niño, es lo que tiene ser un converso, o una conversa, en este caso.

Como ni en masculino ni en femenino sabía qué quería decir aquello, tía Nina, encantada de que mi madre no estuviera allí para rebatir sus argumentos, se dedicó a ilustrarme.

—El alma rusa, niño, es tan distinta a todo lo que un extranjero pueda siquiera imaginar que, cuando uno de ellos llega a este país, primero se sorprende, luego se escandaliza ¡o aterra! y, por fin, se fascina. Quien no tenga esto en cuenta, desde luego no comprenderá nada de lo que sucede aquí.

—Pero qué tiene que ver eso —atajé, tratando de evitar que tía Nina se me fuera por la tangente como era su costumbre— con Rasputín y con los… ¿conversos, has dicho?

—Hablo de la zarina, naturalmente, y de cuáles son las razones que explican, y muy bien, su fascinación por ese mujik semianalfabeto. ¿Has visto los pasquines obscenos que corren por todo San Petersburgo y en los que aparece Rasputín junto a la zarina en distintas y nada distinguidas posturas? Ni falta que te hace verlos porque eres muy joven y además te lo prohíbo —añadió tía Nina, santiguándose beatamente, lo que casi hizo zozobrar la cuchara dentro de mi tazón de bulions—. Dicen que son amantes, y yo digo: ¡paparruchas! Para entender lo que le pasa a Alix con ese mujik basta comprender la angustia de una madre con un hijo enfermo. Pero también habría que retroceder un poco en el tiempo. ¿Sabes una cosa, Lionechka? Cuando el presente parece incomprensible, o incluso grotesco, no hay más que mirar al pasado para que deje de serlo. Esta es una obviedad, pero casi nadie lo hace, y así les va. Nina Petrovna, en cambio, siempre está mirando al pasado —sentenció mi tía al tiempo que apuntaba vagamente con la cuchara hacia cierta carta abierta que había sobre una mesa cercana. Se trataba de uno de esos misteriosos sobres escritos con tinta verde que, de vez en cuando, venían a alegrar su existencia—. Sí, todo se entiende a la perfección cuando mira uno atrás —repitió—. Y en el caso de la zarina y su starets es necesario remontarse, una vez más, a cuando ella llegó a nuestro país, mucho antes de que se conocieran siquiera. Explicar, por ejemplo, que en aquel entonces Alix era una jovencísima y fervorosa luterana que, a pesar de estar muy enamorada de Nicolás, dudó si aceptar su propuesta de matrimonio. Le preocupaba tener que renunciar a su fe y abrazar la nuestra. Sin embargo, cuando por fin lo hizo, se entregó a ella con la vehemencia de los conversos, es decir, se hizo más ortodoxa que nadie. ¿Has visto sus habitaciones privadas? ¿Has intentado alguna vez contar el número de iconos que recubren las paredes del dormitorio imperial?

Yo iba a intervenir para recordarle a tía Nina que mi trabajo como water baby tenía puntos ciegos y que uno de ellos eran los dormitorios, pero me di cuenta de que su pregunta era retórica. De hecho, ni se le ocurrió esperar mi respuesta.

—Doscientos sesenta y ocho iconos, sesenta y nueve si contamos el pequeño que lleva siempre prendido a su ropa interior. Un día me tomé la molestia de contarlos. Hay vírgenes y santos, cristos y tantas, tantas astillas de la Vera Cruz que, si las juntáramos, se podría formar un bosque. Ahora, unamos ese nuevo fervor suyo con la primera de sus desgracias: tener cuatro niñas seguidas a un ritmo de una cada veinte meses, más o menos. Sí, Leonid, así empezó todo y no me extraña que…

En este punto, sí que la interrumpí. No estaba dispuesto a que dijera nada desagradable sobre las hijas del zar, en especial sobre mi Tatiana.

—¿Qué tienen de malo esas damas? —dije sin pensar en lo ridículo que debía sonar un comentario así en boca de un muchacho como yo. Por desgracia (o quién sabe si por suerte) tía Nina tampoco esta vez me escuchaba.

—¡Una niña y otra y otra más! ¿Te das cuenta qué mala pata? Qué desastre… tanto que, cuando nació la tercera, María Nikolayevna, Alejandra ya empezó a buscar ayuda divina. O más bien terrenal —corrigió mi tía—, porque si vosotros en palacio os escandalizáis con Rasputín… ¡Deberíais haber visto a su antecesor!

—¿Otro mujik con restos de comida enredados en la barba? —pregunté divertido.

—En absoluto. Nada de barbas mugrientas, nada de pelo aceitoso ni de olor a chiquero. Monsieur Philippe de Lyon, Francia, era très chic. Incluso fue perfumista en tiempos, por lo que olía siempre a violetas. La similitud viene por otro lado, por la fácil presa que nuestra zarina era (y desde luego aún es) de charlatanes y visionarios. Resulta que, después del nacimiento de María, Alix estaba especialmente triste. Y eso que tanto ella como el zar adoraban a sus tres niñitas, porque, nadie puede negarlo, siempre han sido unos padres ejemplares. Pero el país necesitaba un heredero, y con urgencia, ¿comprendes? Uno que hiciera olvidar tanto malestar social, tantos atentados terroristas, como, por ejemplo, el que por aquellos días acabó con la vida de uno de los tíos, y a la vez cuñado, del zar. El gran duque Sergio, casado con Isabel, la hermana de Alejandra. Bonita bomba fue esa, sí señor, menuda explosión. Semanas más tarde seguían encontrando dedos ensortijados y falanges del gran duque por los tejados de su palacio. Claro que en Rusia los atentados son casi tan frecuentes como las nevadas. ¿Sabes cómo murió el abuelo de Nicolás, por ejemplo? Alejandro II, el más reformista de los zares, el que dio la libertad a los siervos, sobrevivió a más de cinco atentados, incluyendo el que se produjo minutos antes del que finalmente le haría saltar en mil pedazos.

—¿Dos atentados en un mismo día?

—Con una diferencia de diez o quince minutos. Tiraron primero una bomba camuflada en una botella de champán de la que resultó ileso. Pero luego, al salir del carruaje para interesarse por los heridos, otro terrorista lanzó un segundo artefacto que le arrancó las piernas de cuajo y murió desangrado camino de palacio. Nicolás era entonces un adolescente, y ese día aprendió dos cosas. La primera, que ser un zar reformista es muy arriesgado; la segunda, que el peligro puede estar en todas partes, incluso dentro de una deliciosa botella de champán. Por cierto, ahora que hablo de eso, he aquí también una anécdota curiosa. ¿Conoces la historia de Alejandro II y el champán? Por lo visto, su abuelo había logrado que su marca favorita creara una botella especial para él. Una que, para evitar envenenamientos, algo muy frecuente en la corte rusa, fuera de cristal claro en lugar de verde. También debía tener, a diferencia de las botellas normales, el fondo plano, de modo que no pudiera esconder nada en su interior. Se creó así Roederer Cristal, uno de los champanes más caros y exclusivos del mundo. Ningún zar se libra de la sombra de los atentados, de modo que, cuando le llegó el turno de reinar, Nicolás II decidió añadir otra precaución más. A él le encanta el vino tinto, que por supuesto se embotella del modo habitual, en cristal verde y con el consabido hueco en su base. Bien, pues para evitar sustos pidió a sus sumilleres que buscaran buenos caldos provenientes de países no europeos «y tan lejanos que el zar de Rusia sea una figura remota y oscura como Gengis Khan», explicitó. Fue así como entraron en la vida de nuestro actual soberano los deliciosos vinos chilenos, que desde entonces son sus favoritos. Oye, pero ¿por dónde iba, muchacho? Creo que me he ido un poco por las ramas.

¿Un poco?, pensé, aunque me pareció más prudente indicarle que antes de la anécdota del champán y el vino íbamos por la necesidad que había en todo el país de que Nicolás y Alejandra dieran a Rusia un heredero varón después del nacimiento de tres niñas. Tía Nina continuó desde ahí.

—… Pues sí, como te iba diciendo, un zarévich habría traído algo de alegría y esperanza a un pueblo que, al menos entonces, aún adoraba a su batiushka tsar. La pequeña María Nikolayevna no había empezado a dar sus primeros pasos cuando Alejandra anunció que de nuevo estaba embarazada. Todos encantados en palacio, como te podrás imaginar, pero pronto se descubrió que su estado solo era producto de sus deseos. Un «embarazo fantasma», eso es lo que fue, y no voy a explicarte en qué consiste porque no es de tu incumbencia, muchacho, lo que pasa a veces en el cuerpo de las mujeres. Lo único que diré es que, de bebé, nada de nada, gran fiasco. Fue entonces cuando Monsieur Philippe entró en escena con sus suaves modales y su perfume de violetas. Para que te hagas una idea del calibre del cantamañanas del que estamos hablando, te contaré cómo lo conoció tu tío Grisha. Mi hermano, ya sabes, trabaja para el joven príncipe Yusupov, el hombre más bello de toda Rusia. Tan guapo es —dijo tía Nina poniendo ojos en blanco— que cuando se viste de mujer (y le encanta hacerlo) le salen admiradores a montones. Imagínate que el año pasado en París el rey Eduardo de Inglaterra estuvo tirándole los tejos pensando que era una señorita. Claro que no me extraña que al joven Félix le dé por las enaguas, los escotes y las perlas de siete vueltas. Resulta que cuando él nació su madre ya había tenido tres varones, dos de ellos muertos en la infancia. Y tan grande fue su desilusión por tener ¡otro niño! que vistió al pobre Félix de niña hasta los seis años. Ni te imaginas lo monísimo que estaba con sus tirabuzones y sus collarcitos de coral. ¿Y sus pendientes? Ideales también. Y mira tú qué práctico, así ya tiene los lóbulos de las orejas perforados para sus actuales farras… Pero bueno, yo no debería contarte estas cosas, que luego Grisha se enoja conmigo. A lo que íbamos: mi hermano se encontraba en Crimea con su joven amo, que tiene la costumbre de pasear por la playa todas las mañanas. Pues bien, en uno de esos paseos se cruzaron con la princesa Militza, una de las dos hijas del rey de Montenegro. Resulta que a ella y a su hermana Anastasia les fascinan el ocultismo y la magia hasta tal punto que en todo San Petersburgo las llaman Chiorni Opaznost, «Peligro Negro». Bueno, pues verás: resulta que ese día, Yusupov, al ver acercarse a la señorita Peligro Negro del brazo de un caballero, se quitó galantemente el sombrero a modo de saludo, pero ella pasó a su lado sin dirigirle ni una mirada, igual que si no lo hubiese visto. Pocos días más tarde volvieron a encontrarse y Yusupov le preguntó por qué lo había ignorado de aquella manera. «¡Es imposible que me vieras!», exclamó ella asombrada. «Esa mañana paseaba yo del brazo de mi buen amigo el doctor Philippe, y cuando lleva puesto su sombrero mágico tanto él como sus acompañantes se vuelven invisibles».

Mi tía se calló por unos segundos mientras dibujaba arabescos en el aire con la cuchara llena de bulions vermisheliu, amenazando gravemente mis sábanas blancas.

—Este —continuó relatando— es el fulano al que, por recomendación de la princesa Militza, consultó la zarina para que le hiciera tener un hijo varón. Te diré también que Militza y la otra mitad del Peligro Negro, es decir su hermana Anastasia, fueron las primeras en invitar a Rasputín a sus fiestas cuando llegó a San Petersburgo de la mano del archimandrita Teófanes. Y ellas fueron, también, las que se lo presentaron a la zarina, con las consecuencias que todos sabemos. Pero eso sucedería unos cuantos años más tarde. De momento estamos en la «era» Philippe, y hay que decir que este individuo le aseguró a la emperatriz que tendría un varón, siempre y cuando se encomendara a la protección de san Serafín. El problema es que no existía ningún santo de ese nombre en nuestra religión, de modo que ¿a quién debía dirigir la zarina sus oraciones? Por suerte, alguien recordó, mira tú qué casualidad, que había habido hacía mil y pico años un monje en Sarov de ese nombre. El emperador ordenó que lo hicieran santo inmediatamente. El procurador del Sínodo, con todo respeto, intentó explicar a su majestad que no se podían proclamar santos por orden imperial, pero dio exactamente lo mismo. Recuerdo que una de las ayudas de cámara, una compañera mía que estaba por ahí cambiando el agua de los floreros ese día, me contó la respuesta de la zarina ante tal contratiempo: «¡El emperador todo lo puede!», dijo, y así Serafín llegó a los altares por la vía rápida. La familia imperial emprendió a continuación fervoroso peregrinaje a Sarov y al cabo de un tiempo, ¡oh milagro!, la zarina estaba de nuevo encinta. Pasaron los meses, llegó el momento del parto y todos esperábamos el feliz alumbramiento coreando las salvas de los cañones que anunciarían la llegada de un varón: ciento cincuenta habían de ser. Lástima que la cuenta se detuviera cincuenta cañonazos antes. Era otra niña. ¡La cuarta!

Mi tía hizo una pausa para respirar. Pero duró poco, pues estaba cada vez más metida en su relato y enseguida volvió a la carga.

—Así fue, Leonid —continuó—, cómo llegó al mundo Anastasia, a la que todos consideran la más bromista de los cinco hijos del zar. Y ya ves, bien que lo demostró desde el primer día. Pero no te creas que después del fiasco nuestra zarina se dio por vencida, de ninguna manera. Siguió consultando a toda una cohorte de videntes y profetas. Como a un lisiado con muñones en lugar de brazos que era epiléptico y cuando tenía un ataque profetizaba cosas. También a una muchacha enferma mental que decía tener visiones; y a un veterinario mongol que hablaba chino; y a un místico de nombre Papus que parlamentaba con los extraterrestres… Todos aseguraron que daría a luz en breve a un robusto varón. ¿Y qué pasó después? Que en efecto nació un niño bello como un sol, pero con esa terrible enfermedad heredada de su madre, de la que ella se siente culpable. Tanto que en más de una ocasión le he oído decir que cada vez que su hijo sangra piensa que es ella misma quien clava un cuchillo en su tierno cuerpecito. La culpa es terrible, niño, la culpa nos lleva a hacer cosas estúpidas. Y siempre hay un farsante cerca para aprovecharse. Por eso, ya ves —concluyó mi tía mientras depositaba el ahora completamente frío cuenco de bulions en la mesita cercana, dejándome bastante hambriento, dicho sea de paso—. No hay que fiarse de charlatanes e iluminados, ya sean mujeres trastornadas, perfumistas franceses, monjes chinos o sucios mujiks. Recuerda siempre esta enseñanza, niño.