—Vamos a ver, ¿quién te has creído que eres? Esto es la revolución y todos somos iguales. Para que te enteres, camarada: no eres más ni mejor que mi amigo Misha aquí presente. ¡Ni lo sueñes!
Viajábamos hacinados en el tren de las once treinta cuya primera parada era Tsarskoye Selo. Salimos de la estación central en un convoy inflamado de banderas rojas y con tanta gente a bordo que temí que algún codazo brusco me hiciera dar con mis huesos en la vía. Había conseguido abordar el vagón en el último segundo, y apenas pude hacerme un hueco en una de las plataformas exteriores donde compartía espacio con cuatro mujeres y otros tantos hombres, y un cerdo que nos amenizaba con sus ronquidos.
—Le he puesto el nombre de nuestro nuevo zar, ¿qué te parece, muchacho? Aquí lo tienes: Misha el Breve, ¿a que te gustan sus hechuras? Aún está por ver —rió aquel tipo, que como todos los demás lucía una escarapela roja y un brazalete del mismo color— quién durará más tiempo en el mundo de los vivos, si mi amigo o su majestad.
—Pues vas a tener que buscarle otro nombre al cochino, porque ya no hay zar. Misha el Breve abdicó esta misma mañana —comentó un ex oficial que hacía equilibrios agarrado a la barandilla—. Cobarde de mierda, por lo visto preguntó qué seguridad por su vida podía darle la Duma y cuando el camarada Kerenski contestó que ninguna, porque ni siquiera la tenía para sí, se cagó por los pantalones abajo. Así que ¡viva la revolución!
—¡Viva! —repetimos obedientemente todos, porque era lo que más se hacía entonces. Corear cualquier consigna, cualquier expresión de júbilo por nuestra recién conquistada libertad.
—Sí, que viva muchos años —se persignó un anciano seco como un pergamino y sin un solo diente en su revolucionaria sonrisa—. Y ojalá al frente de nuestra nueva república ponga a un zar bueno y generoso.
—¿Estás tonto o qué, camarada? En las repúblicas no hay zares, ¡muerte a todos los tiranos!
—Pobrecito nuestro batiushka tsar —se atrevió a intervenir una de las mujeres, la más vieja de todas—, ¿por qué lo mataron? Él no sabía lo que hacía…
—Calla tu jodida boca, abuela. —Esta vez era el tipo del cerdo quien hablaba—. Nadie lo ha matado, estará en su palacio muerto de miedo. Yo mismo voy camino de Tsarskoye Selo con todos estos —dijo señalando a los soldados— para ver cómo vive el hijo de perra y llevarnos lo que es nuestro.
Explicó entonces que su hermano trabajaba en las caballerizas del palacio de Aleksandr y que, como todos los ex criados de los Romanov, estaba, según él, haciendo su agosto.
—Pero no van a tener más remedio que repartir con nosotros —dijo señalando no solo a sus compañeros, sino también a Misha el Breve—. En eso consiste la revolución, todo de todos y para todos.
—Hay que darse prisa —intervino uno de los soldados de pelo tan encendido como la bandera que llevaba a modo de capa—. Todavía puede cambiar la suerte de esos hijos de puta. Me han dicho que, mientras la niemka no hace más que llorar y llevar flores a la momia de Rasputín, el cornudo de su marido ha vuelto al frente. Apuesto que pretende formar un ejército y marchar sobre Petrogrado.
—O peor aún —contribuyó el dueño del cerdo—, facilitar la entrada de los alemanes por la frontera Oeste y matarnos a todos.
—¿Quieres decir que todavía puede volver nuestro batiushka tsar? —preguntó una de las mujeres.
—Cuidado con lo que hablas, vieja, eso se llama contrarrevolución y a lo mejor no llegas viva a la próxima parada. No, para que te enteres, el zar nunca volverá, no tiene a nadie, hasta sus generales lo han abandonado.
—Aun así debemos obligarlo a regresar a Tsarskoye Selo y encerrarlo ahí —opinó el tipo del cerdo—. Pero antes, este y yo —dijo, acariciando la cabeza de Misha el Breve— nos daremos un buen garbeo por sus salones recamados de oro y dormiremos en sus sábanas blancas, ¿verdad, Misha? Estoy deseando ver tu culo rosa entre sedas y algodones. —Rió, retorciendo de tal modo el rabo del animal que el pobre Misha chilló de dolor—. ¿Y tú qué, muchacho, te ha comido la lengua el gato? No te oigo dar vivas a la revolución —dijo dirigiéndose a mí.
Por fortuna, el tren enfilaba el último tramo antes de entrar en la estación de Tsarskoye Selo y me bastó con dar dos retóricos hurras a la bandera y un bastante convincente «mueran los Romanov» para que me dejara en paz. De hecho, aproveché que estábamos llegando a destino para apartarme de mis compañeros de viaje y asomarme como pude a la barandilla para ver nuestra entrada. La estación apenas se parecía a la que había dejado un par de semanas antes. Grandes trapos rojos cubrían los escudos de la familia Romanov y los guardias, antes tan bien uniformados, habían sido reemplazados por muchachos de mi edad con casacas demasiado grandes para su tamaño de las que todas las insignias imperiales habían sido arrancadas y sustituidas por distintivos revolucionarios. No quedaba intacto ni uno solo de los globos de cristal esmerilado de las farolas de hierro, y el retrato de los zares que presidía la cúpula principal presentaba inscripciones obscenas, cuchilladas, excrementos y a saber qué otras expresiones de fervor revolucionario. Solo el límpido cielo de Tsarskoye Selo y la primavera que despuntaba en los árboles me recordaron lo que había sido nuestra casa apenas un mes atrás. Cogí el hatillo en el que había metido dos camisas y un par de mudas y, tras despedirme de mis compañeros con un «hasta siempre, camaradas», me bajé del convoy antes de que detuviera su marcha, dispuesto a recorrer a pie la media versta que me separaba de nuestro paraíso perdido.
Tal como había vaticinado el dueño de Misha el Breve, no tuve dificultad para entrar en el antes inexpugnable palacio de Aleksandr. Al menos al principio. Ni en el portón de la reja que rodeaba el parque imperial ni tampoco en el arranque del sendero flanqueado de abedules me crucé con centinela alguno. Este primer tramo del camino lo hice acompañado de decenas de curiosos que, tras un momento de timidez, se pusieron a deambular por los jardines, corretear tras las palomas o atormentar a los pavos reales. Tampoco me costó trabajo encontrar la tumba de Rasputín. Sabía, porque los chismes corrían como la pólvora en esos días, que la zarina, una vez practicada la autopsia, había hecho enterrar el cuerpo de su amigo en una esquina especialmente soleada del parque. Y allí estaba, en una sencilla tumba cubierta de flores en torno a la que se agolpaban ahora no sé cuántas personas, la mayoría mujeres, algunas de las cuales disimuladamente se persignaban como ante el sepulcro de un santo.
Cruzar la segunda reja, la que daba acceso al jardín delantero del palacio, resultó más difícil. La custodiaba un retén de milicianos dispuesto a impedir el paso a curiosos. Para mi suerte, dio la casualidad de que uno de ellos era el mismo soldado con el que compartí ventana y observatorio el día en que Rasputín «resucitó» a Ana Vyrubova.
—Salud, camarada, amanece un nuevo sol —le dije, recurriendo a una estrofa de las muchas canciones patrióticas que estaban entonces en boca de todos.
—El sol rojo de la libertad —respondió, lo que me permitió, después de un intercambio de abrazos fraternales, preguntarle por Iuri.
—¿Lo conoces? Seguro que lo has visto por ahí. Me refiero al más «grande» de los revolucionarios —expliqué elevando mi mano a la altura del cinturón para simbolizar su estatura—. Somos hermanos de padre —mentí a continuación para atajar posibles suspicacias. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
—¡Anda!, el rey de los water babies —rió—. Desde luego no os parecéis en nada. Ni idea, supongo que seguirá donde siempre. Aún hay unos cuantos criados que no han abandonado sus puestos, mayormente porque han nacido aquí y no tienen adónde ir. Pregunta en la antigua sala de criados, algunos se juntan ahí para jugar a las cartas. Si no está allí, algún conocido encontrarás a quien preguntarle.
Hizo una pausa y luego añadió la palabra camarada como si aún no se hubiera acostumbrado a usarla con alguien que conocía de un tiempo distinto al actual.
—Estaba seguro de que volverías, Chiquitín.
Fue lo primero que me dijo Iuri cuando por fin lo encontré. Tenía en la mano un grasiento codo de cañería y ni siquiera despegó la vista de lo que estaba haciendo. Continuó restregando aquello con un trapo no muy limpio. Nuestro viejo cuartel general no había cambiado en absoluto. Tampoco Iuri. A diferencia de todos los demás antiguos compañeros con los que me crucé por los pasillos, ni brazalete rojo ni pañuelo revolucionario al cuello; mi amigo no lucía nada de la nueva parafernalia. Quizá porque si alguien no necesitaba demostrar que pertenecía al proletariado era él, sus ropas y su cara negra de hollín eran su mejor bandera.
—No me lo digas. Ya sé por qué has vuelto —añadió al cabo de unos segundos y sin dejar de frotar—. Para ver cómo se las arregla tu viejo amigo en medio de la marea roja y por si tienes que rescatarlo del naufragio —concluyó irónico antes de pasar a informarme de lo que, obviamente, había adivinado era mi verdadera preocupación—. De momento no hay nada que puedas hacer por ella, Chiquitín, tampoco por sus hermanas. No sabemos qué pasará dentro de unos días, ni siquiera dentro de unas horas, todo depende del gobierno provisional. En cuanto a nosotros, nadie sabe qué actitud tomar ni de qué lado ponerse —añadió señalando por encima de su hombro en dirección a la sala de criados—. Somos sirvientes y por tanto obreros, pero no dejamos de ser parte de los Romanov, de modo que vagamos por los pasillos como el fantasma de babushka Katia.
No era del espectro de Catalina la Grande de quien quería hablar, sino de sus descendientes, y así se lo dije a Iuri. Él se encogió de hombros.
—He oído decir que quieren llevarse a toda la familia de aquí cuanto antes. Unos, como Kerenski, para protegerla de los soviets; otros, porque dicen que ya no son nadie y que qué pintan viviendo en un palacio. De cualquier forma, de momento estamos en una tregua obligada: tu querida Tatiana y sus hermanas están en cama con cuarenta y dos de fiebre. También el zarévich y hasta Ana Vyrubova.
Iuri explicó que una semana antes de que estallara la revolución, uno de los cadetes que de vez en cuando venía a jugar con el zarévich se presentó en palacio con la cara roja y mucha tos. Poco más tarde, coincidiendo con los primeros estallidos revolucionarios en la capital, uno por uno los hijos del zar fueron cayendo con sarampión.
—A partir de ese momento —añadió mi amigo—, Alejandra se puso su uniforme de enfermera de la Merced y ya no se lo ha quitado. El otro día, siguiendo tu antiguo método de espionaje desde los respiraderos de las estufas, y mientras la revolución triunfaba en Petrogrado, escuché cómo dictaba el texto de un telegrama para enviárselo al zar. «14 de marzo —recitó Iuri, imitando bastante bien el inglés de nuestra zarina—. Situación alarmante… Olga y Tatiana rozan los treinta y nueve y mi pobre Baby está con cuarenta. Masha, que resistía, acaba de caer también…».
—Tengo que verla —le dije a Iuri, y no hacía falta que especificara a quién me refería—. Necesito saber cómo está, ver qué piensa de todo lo que está pasando. ¿Crees que aún cabré por alguno de los conductos de las estufas?
Iuri ladeó la cabeza como si estuviera midiéndome a ojo.
—No me parece a mí que te hayas achicado ni una pulgada desde la última vez que nos vimos —bromeó—. Además —y su tono ya era otro—, este palacio no es lo que era, no te puedes fiar de nadie. Son los mismos perros, pero con diferentes y no muy bonitos collares.
—¿Qué quieres decir, Iuri?
—Ya te lo he dicho. Los que trabajamos aquí nos hemos convertido en fantasmas, solo que no sabemos a quién vender nuestras almas. Muchos se han pasado al bando de la revolución y deben demostrar su fervor a toda costa. Por un lado están los criados que se han hecho rojos y van por ahí dando órdenes; también los guardias imperiales, ahora convertidos en milicianos. Se supone que ellos vigilan a los criados para que no vayan por los salones robando cosas. Y por encima de unos y otros están los oficiales. Estos son nuevos, recién llegados de Petrogrado, por su aspecto parecen cualquier cosa menos lo que son. ¿Los has visto por ahí fumando y bebiendo el coñac favorito del zar mientras vigilan? Ayer había uno que, para estar más cómodo, decidió cumplir con sus obligaciones patrióticas de vigilancia fusil en mano pero repantingado en un sillón Luis XVI. Y para estar aún más «en casa» lo decoró con un mantel de Chantilly y un par de almohadones persas. Pero eso no es lo peor, luego están los cortes…
—¿A qué te refieres?
—Nos cortan la luz de siete de la tarde a diez de la mañana y la familia tiene prohibido salir a los pasillos a ninguna hora sin permiso del señor coronel. La zarina y sus damas ya no se atreven a salir de sus habitaciones o del reino de OTMA, donde están sus hijos con sarampión. A lo sumo, Alejandra se aventura a ir al gabinete malva con la esperanza de que suene el teléfono y sea el zar. Difícilmente sucederá; hoy han cortado todos los cables. Luego están lo que ellos llaman inspecciones rutinarias. Cualquier paquete que llega a palacio es examinado meticulosamente. Destripan los tubos de pasta de dientes, los frascos de betún, y los potes de yogur son hurgados con el mismo dedo mugriento que minutos antes ha servido para limpiar el arma reglamentaria o rascarse la entrepierna.
Ahora que, excepto la zarina, están todos con sarampión, el doctor incluso ha tenido dificultades para conseguir auscultar a las grandes duquesas sin la presencia de dos o tres hijos de la revolución. Pero lo peor es la actitud de algunos que nunca habrías pensado que pudieran comportarse así. ¿Te acuerdas de Derevenko, uno de los dos marineros asignados por el zar para cuidar de Alexei?
Naturalmente que lo recordaba. Siempre me había parecido cómica la estampa de aquel hombretón con bigotes en forma de manubrio corriendo detrás de Alexei como una ama seca.
—Ha sido casi el primero en abandonarlos. Y hay que ver cómo lo hizo.
—¿Espiabas por las rejillas cuando pasó?
—No, pero escuché una conversación entre Ana Vyrubova y la zarina en la que hablaban de cómo fue. Por lo visto, antes de comunicarle a Alejandra que se iba «porque no aguantaba trabajar para espías extranjeras como ella», se había dedicado a humillar al muchacho, imagínate, al mismo niño enfermo al que había cuidado desde que era un bebé. La Vyrubova, ya la conoces, es como nosotros: una experta en mirar por el ojo de la cerradura, merecería ser miembro honoraria de los water babies… Bien, pues un día oí cómo le contaba entre lágrimas a la zarina que al pasar frente a la puerta abierta del cuarto del zarévich había visto a Derevenko tumbado sobre la cama del niño, con sus botazas puestas y gritándole órdenes humillantes. «Tráeme esto», «dame lo otro», «límpiame las botas». Alexei obedecía sin saber qué le había pasado al que consideraba casi un padre. Por suerte, Nagorni, su otro marinero-niñera, ha dicho que no va a abandonarlo por nada del mundo, que morirá con él si hace falta, al menos eso fue lo que la Vyrubova contó a la zarina.
Me miró en silencio unos segundos y luego concluyó:
—… Sí, las cosas han cambiado mucho desde que te fuiste. No sé cuántos somos los que permanecemos fieles entre todo el inmenso ejército de criados. Sospecho que pocos más de una docena.
—¿Y la guardia abisinia? —pregunté recordando a mi amigo Jim y al resto de sus compañeros, que hacían de estatua viviente ante las habitaciones de los zares—. Han jurado dar la vida por ellos, si es preciso.
Iuri bajó significativamente la vista…
—¿Pero bueno, se puede saber qué hora es? —preguntó cambiando de tema o como si hubiera recordado algo más importante que nuestra conversación. Incluso me tomó del codo, tal como solía hacer en tiempos cuando deseaba enseñarme alguna cosa nueva. Solo que esta vez noté que sus dedos se hundían en mi carne con una presión deliberada, una especie de morse que no supe descifrar. Siempre sujetándome por el brazo, me condujo fuera del cuarto de herramientas hacia el pasillo. Su tono entonces se volvió revolucionario.
—Ven, tovarish —dijo—. Hay algo que todos aquí llevamos horas esperando y que tú vas a tener la suerte de ver en primera fila. Sígueme, no te vas a arrepentir.
Comprendí que era mejor no hacer preguntas y pronto nos unimos a un grupo de seis o siete criados con brazaletes rojos que parecían dirigirse al gran ventanal semicircular con balconada que había sobre la escalera principal del palacio. Muchas veces, en nuestros buenos tiempos, nos habíamos asomado allí Iuri y yo porque era un observatorio perfecto. Se trataba de una meseta desde donde se dominaba tanto el interior como el exterior del palacio. Si uno miraba a través de los cristales, podía observar la llegada de vehículos por la avenida central flanqueada de abedules. Pero si le daba la espalda a la ventana y se apostaba ante la barandilla de la escalinata de mármol blanco y negro, veía también, como si estuviera en un palco del teatro, cómo accedía al vestíbulo cualquier recién llegado y lo que pasaba una vez dentro. Si en ese momento no sabía a quién esperaba tanta gente, no tardé en averiguarlo. Un par de segundos más tarde, el crepitar de la grava del camino anunció la llegada de un único y solitario vehículo.
—Toma posiciones, Chiquitín, pronto no va a caber aquí ni una aguja.
—¿Pero me quieres decir de qué va esto?
—Tú mira y no pierdas detalle, será algo que querrás contar un día a tus nietos.
—¡Ya viene, ya llega el gospodin polkovnik! —anunció alguien apostado, junto a otro medio centenar de personas, cerca de las puertas-ventanas de la planta inferior. Miré hacia abajo y me sorprendió descubrir que se trataba del individuo del cerdo con el que había coincidido en el tren. Solo que ahora había cambiado a Misha el Breve por un saco de dimensiones tan grandes que distrajo mi atención e hizo que me preguntara qué demonios se disponía a hacer con él. Fueron solo unos segundos, porque de inmediato Iuri me dio un codazo para que me uniera al grupo de personas que, asomadas a las ventanas, en las escalinatas interiores y exteriores y hasta subidas a los árboles, se preparaban para presenciar el retorno del gospodin polkovnik, el «señor coronel». O, lo que es lo mismo, del ex zar de todas las Rusias Nicolás II de regreso a casa tras despedirse de sus tropas en el frente. Personas salidas yo no sé de dónde comenzaron a oscurecer de pronto las cunetas del camino, el jardín central, también el interior del edificio y el vestíbulo sobre el que nos habíamos situado Iuri y yo y por el que necesariamente debía entrar el gospodin polkovnik.
Me asomé a la barandilla y miré hacia abajo. Ahora me daba cuenta de que, además de extraños y curiosos como el fulano del cerdo, muchas de las caras me resultaban conocidas. Jardineros, pinches, cabos, poceros, limpiacristales, palafreneros, fumistas, planchadoras, sargentos, modistas, cocineros, camareras, fregonas, carpinteros y water babies… Todo el ejército de sirvientes que apenas unos días antes convivía en el palacio de Aleksandr de modo tan invisible como eficaz había emergido a la superficie para mezclarse con el pueblo y adoptar también los símbolos de la revolución. Por eso, donde antes había mandiles, uniformes, cofias o entorchados ahora reinaban insignias, escarapelas y bandanas.