—Pase, pase por favor, Monsieur Gilliard. Sí, le pedí a Tatiana que le avisara, necesito hablar con usted. ¿Qué vamos a hacer, Monsieur, qué nueva calamidad puede ocurrirnos? No, no es de nuestro pobre Iuri de lo que quiero hablarle, y eso que las niñas no paran de llorar ni yo tampoco, pero… Cierre la puerta. Tatiana regresará en un momento y hay un par de cosas que necesito comentar con usted a solas.
A solas exactamente no estaban, yo andaba por ahí recogiendo la cena. Pero si la revolución había cambiado muchas cosas respecto de la relación entre amos y criados, no nos había desposeído de nuestra ancestral condición de invisibles. La zarina ni reparó en que estaba delante.
—Pretenden llevárselo, Monsieur Gilliard, me lo ha dicho Yakolev, el nuevo comisario que ha venido de Petrogrado. Al menos parece una persona respetuosa, no como ese oficial, ese comisario político que lo acompaña. Me preguntó por la salud del zarévich y parecía realmente preocupado por que no le faltara nada. Aunque yo, qué quiere que le diga, ya no me fío de nadie; mañana Yakolev recibirá una llamada de algún soviet, o sus soldados se reunirán en comité y decidirán desautorizarlo y una vez más estaremos desamparados.
—¿Decís que quieren llevarse de aquí al zar? ¿Adónde, majestad?
Los dedos de la zarina se deslizaron por su cuello. De un tiempo a esta parte había desarrollado un tic. Acostumbrada a usar siempre largos collares con los que jugueteaba torneándolos entre los dedos, ahora que vestía de modo simple, sin joya alguna, se llevaba cada tanto la mano a la garganta buscando sus perlas. Era un gesto tan frecuente como desvalido, una metáfora de lo que fue y no era.
—Según Yakolev, ni él mismo lo sabe. Posiblemente a Moscú. También dice que nadie le hará daño al zar y que, si yo quiero acompañarlo, no habrá objeción por su parte. ¡Tengo que ir con él! No puedo dejarlo solo, quieren separarlo de su familia, forzar su mano, utilizarlo una vez más.
—¿A quién se refiere, majestad?
—A Lenin, a Trotski. Ellos saben lo que el zar representa todavía. Y luego está el káiser. Willy se siente avergonzado de su pacto con esos individuos y ahora pretende justificarse ante el mundo pidiendo clemencia para nosotros. ¿Sabe lo que ha dicho el zar al enterarse? «Es una maniobra para desacreditarme o un nuevo insulto de mi querido primo». Lo llevarán a Moscú, Monsieur, no puedo permitirlo…
En ese momento entró Tatiana Nikolayevna a tiempo para escuchar la última reflexión de su madre.
—Pero si ellos lo han decidido —comentó simplemente—, no hay nada que nosotros podamos hacer, mamá.
El cautiverio le había hecho perder peso, pero en sus ojos centelleaba aquel brillo que la hacía la más lejana y a la vez la más imperial de las grandes duquesas. Hasta los soldados más insolentes bajaban el diapasón de sus burlas cuando Tatiana estaba cerca.
—Tengo que ir con él —le explicó también a ella la zarina—. Papá dice que quieren que refrende el Tratado de Brest-Litovsk. Al fin y al cabo su firma le vendría tan bien a Willy como a los que mandan ahora en nuestra pobre Rusia. Debo estar a su lado, Monsieur —dijo, dirigiéndose una vez más a Gilliard—. Si no, seguro que lo obligarán a hacer algo que no desea, igual que pasó cuando la…
No necesitó pronunciar la palabra abdicación. Entre aquellas cuatro paredes que ahora nos acogían no se mencionaba nunca. Era una de esas palabras proscritas de las que en su día me habló tía Nina. Como hemofilia, como todos los vocablos incómodos, feos o poco decentes que la buena educación erradica con la esperanza de que lo que no se menciona deje de existir.
—Después de lo que nos han hecho los alemanes —continuó con un suspiro—, prefiero morir en Rusia a que nos salve primo Willy. Además, juntos el zar y yo podremos resistir mejor lo que venga. Mi deber es estar a su lado, pero el niño está tan enfermo… Imagínese que surge una complicación, no me perdonaría sí… ¡Qué terrible tortura! Por primera vez en mi vida no sé qué hacer, Monsieur. Siempre me he sentido inspirada cuando he tenido que tomar una decisión, en cambio ahora…
Gilliard bajó la mirada sin hacer comentario alguno. Tal vez estuviera pensando lo mismo que yo en ese momento. Que eran muchas las «inspiraciones» de la zarina las que nos habían llevado a la situación en la que ahora nos encontrábamos.
La que habló, en cambio, fue Tatiana.
—Ve con él, mamá. Nosotros nos ocuparemos de Aliosha, ¿verdad, Monsieur Gilliard? Además, ya está mejor, hoy ni siquiera tiene fiebre. Mira —añadió dando a su voz un tono que yo conocía bien porque se lo había oído utilizar con frecuencia en nuestro hospital de guerra: resolutivo, práctico, el tono de alguien con más edad y experiencia que sus veintiún años—, es muy fácil realmente. Olga y yo nos quedamos con Monsieur Gilliard cuidando a Baby, tú te vas con papá sin preocuparte de nada, y para que no te sientas tan sola te llevas a María o Nastia para que te hagan compañía, ¿qué te parece?
La zarina dudaba, pero Tatiana ya había decidido por ella.
—Nastia es demasiado pequeña, mejor que vaya Masha. Hablaré con ella para que prepare sus cosas. Oye, Leo —dijo volviéndose hacia donde yo estaba y dedicándome una de esas sonrisas por las que yo habría vendido mi alma al diablo—. ¿Cuento contigo, verdad? Dile a Masha que venga. Todavía hay un par de cosas que tenemos que discutir entre nosotros. Ah, y Leo, por favor, recuérdame luego que tengo algo importante que decirte.
Asentí, preguntándome qué sería lo que Tatiana Nikolayevna quería de mí cuando
… Cómo, ¿tan pronto? ¡Pero si dijeron que me operaban a las cuatro y no son más que las dos y media! ¿Prepararme? Uf, supongo que se refiere a lavativas, rasurados y demás deleites preoperatorios. ¿O habla de otro tipo de preparativos, como encomendar mi alma, etcétera? Si es por eso, ni se moleste, querida, le agradezco la visita, siempre es un placer verla, pero no hace falta que me encomiende a nadie. Pienso salir de esta, téngalo por seguro. No, no me mire así, María. ¿Qué se apuesta? La Dama de Picas y yo somos viejos amigos y ella sabe que una vez más le ganaré la mano. En cuanto a lavativas y todo eso, le propongo un trato. Usted consigue que esa autoritaria enfermera del pelo frito me conceda treinta minutos para continuar con mi grabación y después tendrán ustedes el más dócil de los pacientes, media horita no más, es todo lo que necesito para llegar a Ekaterinburgo…