EL PRINCIPIO DEL FIN

El continente entero creía ir por el camino recto hacia el mejor de los mundos, mirando con desprecio las épocas anteriores con sus hambrunas y sus guerras. Ahora, en cambio, superar definitivamente los últimos restos de maldad y violencia solo nos parecía cuestión de unas décadas de fe y progreso.

STEFAN ZWEIG,

El mundo de ayer. Memorias de un europeo

Los años que van desde 1912 hasta 1914 fueron de los más felices de mi vida y aprendí mucho. Si no fuera porque no creo en los espíritus, diría ahora que aquel catorce color sangre del que habló la ouija se refería a la primera guerra mundial. Pero dudo que ningún juego, ningún burlón espíritu de los muchos que se invocaban entonces en los salones de San Petersburgo, fuese capaz de vislumbrar siquiera la magnitud del desastre que se nos venía encima. El mariscal alemán Hindenburg, que fue enemigo nuestro en la contienda, llegó a decir años más tarde, recordando las batallas que nos enfrentaron, que sus soldados se veían obligados con frecuencia a remover verdaderas montañas de cadáveres rusos de delante de sus trincheras para poder seguir disparando contra las nuevas oleadas de hombres, y sobre todo de muchachos, que se arrojaban contra ellos. En ocasiones las cifras son más elocuentes que las palabras. Para describir el horror del Catorce Rojo que se avecinaba, baste decir que, de los quince millones y medio de hombres que movilizaría nuestro zar a lo largo de la contienda, casi ocho resultaron muertos, heridos o prisioneros.

Sin embargo, nada en aquellos dos años anteriores a la Gran Guerra hacía presagiar en Europa desastre alguno. Al contrario, el Viejo Continente vivía tiempos pacíficos y los soberanos de casi todos sus países eran hermanos (o primos hermanos, para ser más exactos). Incluso se parecían tanto físicamente que, en el banquete posterior a la boda de Jorge V de Inglaterra, por ejemplo, fueron muchos los que se acercaron a dar la enhorabuena a nuestro zar confundiéndolo con el novio. Nicolás y Alejandra, cada uno por su lado, eran primos además del káiser Guillermo, y aunque Willy (que así lo llamaban en familia) se parecía bastante a nuestro Niky, dudo que nadie pudiera confundirlos. El káiser tenía un brazo tullido que disimulaba llevando la mano en el bolsillo de su cada día más regio y magnífico uniforme militar. Pero había muchos otros primos hermanos sentados en tronos europeos. Los reyes de Dinamarca, por ejemplo, y los de Grecia, Noruega o España, así como, por supuesto, innumerables príncipes o duques de Hesse, Sajonia, Schleswig Holstein o Battenberg. Dicho de otro modo, los soberanos del Viejo Continente formaban una gran familia feliz que se reunía con frecuencia con ocasión de bodas, bautizos o, simplemente, para jugar al tenis o pasear en yate.

Sí, en toda Europa reinaba una santa fraternidad en vísperas de la Gran Guerra. Hace unos años leí las memorias del escritor Stefan Zweig, en las que se describe a la perfección el espíritu de aquel tiempo con las dos palabras que más se repetían por entonces: «Fe y progreso». Fe en el ser humano y en ese nuevo siglo de oro de la cultura que entonces se vivía, con pintores como Klimt o Schiele, músicos como Mahler o Strauss, filósofos como Nietzsche o Wittgenstein o escritores como Tolstói o Pirandello.

Y fe también en el progreso, como el que nos deslumbraba cada día con nuevos y maravillosos inventos: la luz eléctrica, el automóvil, el teléfono, la fotografía…

En Rusia, a pesar de los conflictos sociales y de las penurias económicas, también se vivían tiempos dorados. Al menos en lo que respecta a los habitantes de la dorada burbuja en la que flotaban los ricos y afortunados, que solo se veía estremecida de vez en cuando por algún atentado sangriento o por la noticia de la consolidación de partidos políticos de tinte socialista. Como el que encabezaba un individuo de nombre Vladimir Ilich Ulianov, al que sus correligionarios llamaban Lenin, por ejemplo. Pero tan latoso individuo llevaba años fuera de Rusia después de pasar por prisión en Siberia y tenía poco peso en un país que, a pesar de las reticencias del zar, contaba con una Duma con cada vez más arraigo en la sociedad.

Esta Duma que tan a regañadientes había consentido Nicolás estaba formada por algunos aristócratas de corte progresista, pero sobre todo la integraba la llamada inteligentzia, es decir la élite intelectual, médicos, abogados y periodistas. Una nueva y pujante clase burguesa que había adquirido gran influencia en la sociedad rusa, aunque, según los moradores de la antes mencionada dorada burbuja, estos individuos «solo servían para dividir y fomentar la discordia entre el pueblo y la aristocracia».

Aun así, los felices mortales que formaban la clase alta, después de haberse quejado de esto y de aquello, continuaban con el tren de vida al que creían tener derecho por nacimiento. Y lo hacían, por ejemplo, viajando a sus grandes latifundios en sus propios vagones ferroviarios fabricados en Londres, provistos de todas las comodidades y adelantos. Porque lo elegante era no parar: había que estar en San Petersburgo o Moscú en invierno, en Crimea en verano, en la Costa Azul en otoño, visitar Londres y París en primavera y, de vez en cuando, embarcarse en un vapor para dar la vuelta al mundo y vivir todas las estaciones en sentido opuesto. En otras palabras, entre la clase alta rusa la fiesta no acababa nunca y las nuevas generaciones debían prepararse para una vida agitada y cosmopolita. Por eso era costumbre mandar a los jóvenes a estudiar fuera, casi siempre a Inglaterra (el francés ya lo hablaban a diario en casa). Además, para que tan afortunados muchachos no se sintieran dépaysés y nostálgicos, sus padres, y sobre todo sus madres, tenían por costumbre obsequiarlos con un criado particular, un mayordomo, también un cocinero que preparara un buen boeuf strogonoff, piroshkis o blinis con caviar y crema agria, «porque la cocina inglesa es un horror», solían argumentar aquellas nobles damas. Y mientras los chicos pulían su acento en Oxford y asombraban a la sociedad londinense en fiestas amenizadas con balalaicas, bailarinas desnudas y osos amaestrados, papá y mamá continuaban en sus palacios de San Petersburgo organizando las suyas, tras las que, a veces, tiraban todo el servicio de vajilla al Neva para demostrar lo ricos que eran. También tenían por costumbre enviar la ropa sucia a Londres o a París. Porque «no hay nada en el mundo como una buena laundry inglesa o una blanchisserie parisina». Eso decían.

La inteligentzia, por su parte, miraba a estos individuos con tanta impaciencia como desdén. Los consideraban unos bárbaros recamados en oro y solo compartían con ellos dos inquietudes. La pasión por el teatro, la música y el ballet, por un lado, y un creciente odio a Rasputín, que a su vez generaba un resentimiento considerable hacia la zarina, por otro.

Todos sabían que, tal como me había contado tía Nina, habían sido ellos, me refiero a la buena sociedad petersburguesa, los primeros en abrir sus salones al starets. Pero una cosa era exhibirlo como una extravagancia en fiestas o incluso —como tenían por costumbre no pocas damas— revolcarse con él en una chaise longue de vez en cuando, y otra muy distinta convertirlo en centro de sus vidas, como estaba haciendo Alejandra. Hasta tal punto era así que desde hacía algún tiempo ella no permitía que el zar tomara decisión política alguna sin consultar primero a su starets para saber si la medida estaba o no en consonancia «con la voluntad de Dios». Y cuanto más la criticaban los nobles y los miembros de la inteligentzia, cuantos más pasquines obscenos había en las calles mofándose de ella, más se refugiaba Alejandra en su consejero y confidente. Porque en él «he encontrado mi roca, mi fortaleza», solía decir citando las Sagradas Escrituras.

A su roca y su fortaleza, ella lo llamaba our friend, «nuestro amigo». Y our friend, dicho así, en inglés, que era el idioma en el que se comunicaban los zares, se convirtió en una muletilla constante en la correspondencia privada de ambos a partir de 1912, y con más frecuencia aún de 1914 en adelante. Hay que señalar que en aquel entonces existía la costumbre de cartearse a diario, incluso entre personas que se veían a todas horas. La correspondencia Niky-Alix es muy voluminosa, y gran parte de ella sobrevivió a la revolución. Solo en una maleta que los acompañó hasta la que iba a ser su última morada se encontraron seiscientas treinta de las cartas que Alejandra escribió a Nicolás. Gracias a ellas el mundo ha podido conocer detalles íntimos y de su vida cotidiana. Como el gran amor que se profesaban, por ejemplo, o la forma sumisa y a la vez terca y persuasiva con la que Alejandra se dirigía a su marido para lograr que él hiciera esto o aquello.

«Querida alma de mi alma, pequeño mío, mi dulce ángel», así encabezaba sus misivas la zarina, y luego entraba en materia: «Nuestro amigo dice que no te fíes de tal o cual ministro…», o por el contrario: «Nuestro amigo dice que Fulano de Tal es “favorable a Dios” y debería ser nombrado asesor tuyo inmediatamente». «Nuestro amigo opina», «nuestro amigo dice…».

Mientras tanto, su amigo se había instalado en un agradable pisito de la calle Gorojovaya en San Petersburgo y en él recibía a diario multitud de peticiones de personas diversas, así como cantidades de dinero a cambio de futuros favores. Dinero que, todo sea dicho, salía con la misma facilidad con la que entraba en su bolsillo, porque Rasputín jamás tuvo apego a los bienes materiales. Y es que, salvo lo que gastaba en alcohol, en opio o en mujeres (que no era mucho, puesto que todos estaban dispuestos a invitarlo a sus «pequeños» vicios y las mujeres lo adoraban), el resto solía acabar en manos del primer infeliz que lo solicitaba. «Así lo quiere Dios», decía el starets mientras depositaba en la mano de un asombrado mendigo o de una agradecida viuda el anillo de rubíes o el fajo de billetes que acababa de entregarle minutos antes algún interesado pedigüeño.

En efecto, Rasputín era capaz de lo mejor y de lo peor, por eso resulta difícil comprender al personaje en toda su dimensión. De hecho, se puede hacer su defensa diciendo que nunca fue ambicioso ni codicioso, que no lo movió más interés que lo que él consideraba justo y que solía coincidir con el bienestar de las clases humildes. Que pensó siempre en los pobres, por los que abogó intentando que batiushka tsar o el «padrecito zar», como él lo llamaba tuteándolo, bajara de su alta torre de marfil, comprendiera el sentir del pueblo y conociera sus carencias. Pero —y aquí viene el problema— Rasputín estaba convencido de que para ayudar mejor al pueblo era imprescindible que Nicolás conservara su poder autárquico sin cederlo a los políticos, ni tampoco a la Duma, a los que consideraba unos vociferantes entrometidos.

Como es lógico, nada de esto gustaba ni a la inteligentzia, que cada vez se escoraba más del lado de los socialistas, ni tampoco a los ministros más progresistas del zar, quienes, para evitar que se reprodujeran los movimientos revolucionarios de 1905, abogaban por que Nicolás se convirtiera cuanto antes en un monarca moderno y constitucional.

Por su parte, el emperador, que siempre se caracterizó por mudar de opinión según a quién escuchara —a su mujer y a Rasputín, por un lado, o a sus ministros y consejeros, por otro—, emprendió una política errática, convocando a la Duma y luego revocando sus decisiones para frustración tanto de progresistas como de inmovilistas.

Y así llegamos a 1913, el año anterior a la Gran Guerra. Si a la inteligentzia le preocupaba cada vez más que los nombramientos políticos estuvieran en manos de la zarina y de su friend, a la aristocracia le preocupaban otros rasgos del carácter de su soberana. Como esa incomprensible timidez que la hacía encerrarse en compañía de su marido, sus hijos y de lo que algunos llamaban el dúo siniestro, Rasputín y su gorda amiga la Vyrubova.

Por eso, y porque a Alix no le gustaban las fiestas ni los banquetes, a los que ya rara vez asistía, alegando problemas de salud, se había formado en San Petersburgo una corte paralela en la que reinaban dos mujeres: María Fiodorovna, la madre del zar, una mujer inteligente y moderna que casi parecía más joven que su nuera y que no hacía nada por disimular la poca simpatía que esta le inspiraba, y María Pavlovna, la estrella rutilante del momento. Alemana como Alix y viuda del hijo menor del zar Alejandro III, esta espectacular dama estaba encantada de convertirse en el centro de aquella corte alternativa. Ella era todo lo contrario de Alejandra: inteligente, llena de energía, muy cultivada y a la vez devota de cotilleos, dimes y diretes. Por esas fechas, María Pavlovna logró convertir su palacio a orillas del Neva en el centro de las reuniones. Era consciente, además, de que, después del enfermizo zarévich y del hermano menor de Nicolás, casado morganáticamente, sus hijos eran los siguientes en la línea sucesoria. No es de extrañar, por tanto, que sus elegantes soirées, amenizadas por los más famosos artistas del ballet de Moscú y en las que corría el champán hasta el amanecer, se convirtieran en nido de intrigas en las que se conspiraba para recluir a Alix en un convento, que era donde, según la tradición rusa, acababan las zarinas metomentodo. Y más aún después de saberse —o al menos este era el rumor— que la influencia de Alix sobre su marido tenía que ver con unas hierbas siberianas recomendadas por Rasputín y administradas secretamente por ella, que, según todos, eran las causantes de la falta de carácter del zar. Para colmo, por aquel entonces Alejandra incurrió en la peor gaffe que alguien puede cometer a ojos de tan consumada anfitriona como la Pavlovna: negarle el pan y la sal. O lo que es lo mismo, rechazar la oferta de matrimonio que ella hizo en nombre de su hijo Boris, solicitando la mano de la mayor de las grandes duquesitas. Después de romper en mil pedazos la carta de María Pavlovna, Alix le escribió a su marido lo siguiente: «Imagina qué esposa tan desgraciada hubiese sido nuestra niña. Nuestra pobre Olga en medio de intrigas sin fin, entre esa gente de modales y conversaciones procaces». Y continuaba: «¡Un hombre de treinta y ocho con una niña veinte años menor, condenada a vivir en una casa que él ya ha compartido con varias de sus amantes!».

En efecto, Olga Nikolayevna cumpliría en 1913 dieciocho espléndidos años. Comenzaba la edad de salir, de presumir, de enamorarse. También sus hermanas crecían en edad y sobre todo en belleza, convirtiéndose en las princesas más hermosas de Europa. Y lo cierto es que continúan siéndolo incluso ahora, casi un siglo más tarde. Nadie podrá jamás arrebatarles ese título. La muerte tiene al menos esa prerrogativa: sus elegidos son jóvenes y bellos por toda la eternidad.

Es necesario decir, además, que, entre las afi…