EL HOMBRE DE LA PATA DE PALO

—Te lo explicaré una vez y no más, niño. No tengo por qué darle cuentas a nadie, y menos a un mocoso como tú. Aunque, bueno, tampoco quiero que tengas una idea equivocada. Para que lo sepas: no es el doctor Serejov quien va a venir dentro de un rato a casa. Se trata de una visita imprevista. Esta persona se encuentra en Petrogrado por asuntos de negocios, ¿comprendes? Le he contado lo de tu madre y quiere despedirse de ella. No creo que se quede más de media hora dadas las circunstancias, pero al saber que estabas aquí ha pedido conocerte. Por más que pienso, no se me ocurre por qué, pero C es así, completamente imprevisible, se le antoja cada cosa…

Eran las cinco de la tarde y me encontraba de vuelta en casa. Iba a ser nuestra última noche en Petrogrado antes de volver al hospital y Lara Aleksandrovna —que pensaba pasarla en casa de una hermana que vivía a un par de manzanas— había dicho que me recogería al día siguiente a las nueve en punto. Acababa de mostrarle a tía Nina el regalo de Rasputín y ella, al principio, escuchó con interés lo que le conté de nuestra visita. Pero debía de tener otras cosas en la cabeza porque enseguida me soltó la perorata que acabo de reproducir.

—Escúchame bien: llegado el momento, tú saludas a C como un muchacho bien educado, respondes a lo que te pregunte, que imagino que serán unas cuantas amabilidades formales, y luego te vas derechito al cuarto de tu madre para que podamos hablar a solas. ¿Me has comprendido, Lionechka?

No hacía falta que insistiera. Prefería mil veces dedicar mis últimas horas en casa a velar el sueño de mamá, a enjugar su frente, a hablarle aunque ella no pudiera escucharme. ¿Qué más me daba esa inesperada visita de mi tía? Si las circunstancias hubieran sido otras, tal vez me habría divertido estudiar al tal C —Mr. «Cee» como humorísticamente lo llamaba mi madre, pronunciando la inicial de su nombre con su sonido en inglés—, pero, siendo las que eran, todo me daba igual.

Sin embargo, mientras ayudaba a tía Nina a abullonar los escuálidos y deshilachados almohadones de nuestro viejo sofá (más gorditos, Leonid, así, así, el rojo también, con arte, muchacho), recuerdo que me vi cavilando sobre el hecho de que por fin parecían haber surtido efecto los conjuros y rogativas de tía Nina para que ese caballero fuese a visitarla. Me refiero a las velitas votivas y las puestas de frente o de espaldas del retrato del oficial de marina con monóculo y bastón que adornaba su mesita de noche. Por un momento, me entretuve en recordar las veces que había visto iluminarse los ojos de mi tía con la llegada de aquellos sobres con sellos del Reino Unido, escritos siempre con letra menuda y en tinta verde. Y su recuerdo, inevitablemente, hizo acudir a mi memoria la imagen de mamá, joven y guapa, tan llena de vida como era entonces, riéndose cariñosamente de tía Nina: «Así que hoy tenemos a Mr. C castigado de cara a la pared. Vaya, vaya, ¿qué habrá hecho esta vez?», decía. Y luego, arrepentida de su pequeña maldad, se acercaba a su hermana para abrazarla por la cintura: «No te preocupes, Nina, seguro que pronto llegan buenas noticias. ¿Quieres que le escriba unas líneas?».

No era difícil imaginar por tanto que el tal Mr. C debía de ser alguien que conocieron durante sus años al servicio de la familia imperial en alguno de los viajes que realizaron con la zarina a la corte de Londres. El capitán del barco que las llevó hasta allí o algo por el estilo.

—Muévete, muchacho —interrumpió tía Nina—, todavía hay que traer de la cocina los zakuski que he preparado, vamos a poner los aperitivos en distintos platitos aquí, en esta mesita delante del sofá. ¡Que no se diga que la hospitalidad rusa flaquea, ni en tiempos de guerra ni en tiempos de desgracia!

Se persignó y en sus ojos brillaron dos lágrimas grandes y redondas, pero fue solo un segundo. Al instante ya estaba yendo y viniendo de la cocina a la sala y de la sala al vestíbulo, muy atareada:

—Este cenicero no brilla lo suficiente. Venga, ¡duro con la bayeta!, ¿y aquella silla con una pata rota? Llévatela a la cocina, no pinta nada aquí. Vamos, criatura, y a tu regreso de la cocina te traes el pastel de manzana que he preparado, también la botella de vodka. Todo menos el samovar, que de eso me ocupo yo. ¡Dios mío, pero si son casi las cinco y cuarto!

Exactamente quince minutos más tarde el llamador de nuestra puerta (que por supuesto resplandecía como los chorros del oro) repiqueteó con una especie de contraseña: dos golpes fuertes y uno suave.

Entonces tía Nina entró en otro de sus estados de ebullición. Iba y venía por ahí como pollo sin cabeza. (¿Estoy bien? ¿Y el colorete? ¿Y estos pendientes? ¿Pero dónde he dejado mi pañuelo? ¡Casi se me olvida quitarme el delantal, san Simeón Verkoturye!). Todo esto, antes de revolotear por la sala en un último viaje de inspección, enfilar luego hacia el vestíbulo y (tras pellizcarse repetidamente las mejillas y atusarse el pelo) abrir con una desmayada sonrisa.

De nuestro visitante lo primero que vi fueron unos botines negros muy lustrados, luego unas perneras de pantalón impecables y algo más arriba (no mucho, el caballero parecía más bien bajito) un descomunal ramo de rosas púrpura. Más adelante, cuando lo depositó en brazos de tía Nina con un amable «My darling Nina, you look absolutely gorgeous!», pude comprobar que no vestía uniforme de marino como en su retrato, sino un abrigo azul oscuro con cuello de astracán y, debajo, un terno gris. El resto de su aspecto era idéntico al de la foto. Mandíbula cuadrada, pelo canoso y muy corto, monóculo en el ojo izquierdo y bastón de madera con empuñadura de plata en forma de cabeza de perro.

Tras abrazar a tía Nina, sus primeras palabras fueron para interesarse por mamá. Era un hombre afable, o así me lo pareció por el modo atento con que escuchaba las palabras de mi tía. Respetuoso también, porque en cuanto ella le explicó que el estado de la enferma no aconsejaba visitas a su dormitorio, dijo que por supuesto, que lo comprendía muy bien y que su único deseo era ponerse a la disposición de dearest Nina para todo lo que ella pudiera necesitar. A continuación, se volvió hacia donde yo estaba y su expresión cambió. No sé cómo explicarlo, su aspecto seguía siendo tan sonriente y agradable como cuando hablaba con tía Nina, pero su mirada pareció acerarse. Tal vez fuera solo el reflejo que el monóculo proyectaba en mi cara, pero me dio la impresión de tener ante mí un minúsculo pero potente reflector, algo así como esa luz intensa que los médicos usan con sus pacientes para examinar el fondo de ojo.

—Así que este es el joven Leonid. Tengo entendido que trabajas en el palacio de Aleksandr, ¿cierto?

Le contesté que no, que si bien había sido water baby durante unos cuantos años allí, ahora prestaba mis servicios en el hospital de la zarina.

Una vez que se deshizo de su elegante abrigo, pasamos al salón y allí, amable pero firmemente, insistió en sentarse en un sillón de orejas que había junto a la ventana y no en el sofá, lo que obligó a mi tía a reorganizar todo lo que habíamos preparado para agasajarle en otra mesa. Nunca la había visto tan solícita. A cualquier otra persona seguro que la habría obligado a cambiar de asiento, pero todo lo que hacía Mr. C parecía caerle en gracia. Iba y venía trayendo cosas de la cocina y luego, descartando mi ayuda, se empeñó en ser ella misma quien recolocara los platitos con pasteles y frutos secos cerca de su huésped, por lo que estuvo un buen rato disponiéndolo todo. Tiempo que Mr. C aprovechó para hacerme más preguntas. Que en qué consistía exactamente el trabajo de un water baby; que si los conductos de la calefacción tenían respiraderos y que cómo eran; que si veía a menudo a los zares, al zarévich y a las grandes duquesas; que qué opinaba yo de Monsieur Gilliard y de la señora Vyrubova y de Rasputín; qué se decía, por cierto, del starets en familia.

En cualquier otra persona tanta curiosidad me habría resultado excesiva, pero en él —salvo por el detalle del monóculo reflectante— parecían solo preguntas de cortesía, fruto de un genuino interés por mi persona. Todos sus comentarios a lo que yo le contaba eran amables o ingeniosos, o las dos cosas, y me trataba con una deferencia que rara vez despliegan los mayores con los jóvenes. Poco a poco, como tía Nina había desaparecido una vez más camino de la cocina en busca de una nueva remesa de pastelillos, me vi contándole anécdotas de mi vida, el día en que Iuri y yo nos colamos por primera vez en el reino de OTMA, por ejemplo, o cuando Rasputín me descubrió husmeando en el cuarto de María Antonieta, y otras travesuras por el estilo que parecieron divertirle mucho. Fue solo cuando tía Nina al fin tomó asiento después de recolocar el samovar cerca de donde él estaba y servirle una taza de té, que el monóculo reflectante viró de mi cara a la de ella.

—Y tú, mi querida Nina, ¿cómo estás? Déjame decirte que espléndida, lo que es algo muy fuera de lo común. Solo a las personas extraordinarias la desgracia las embellece.

Mientras decía estas amabilidades Mr. C se puso de pie y —después de todo el zafarrancho organizado para recolocar la merienda de modo que estuviera cerca de él— hablando y hablando, abandonó su sillón de orejas y fue a sentarse en el sofá en que se encontraba tía Nina.

Yes, my darling, estás más guapa que nunca —dijo antes de rubricar el comentario con un beso en su mano, tan tenue que apenas rozó las falanges de mi tía. Fue entonces, justamente al levantarse de su asiento, cuando reparé en que su pierna derecha estaba rígida como una pata de palo.

No se lo había notado al llegar, tampoco me había llamado la atención que, mientras hablaba conmigo sentado en su sillón de orejas, la mantuviera extendida delante de él, porque me pareció una postura entre elegante y relajada. Ahora, en cambio, tuvo que apoyarse pesadamente en su bastón con empuñadura de plata antes de ponerse de pie para cambiar de asiento. Tampoco le di mucha importancia al principio. Y es que, en ese momento, estaba de lo más entretenido observando la variada paleta de colores que se sucedían en la cara de mi tía a medida que él hablaba. El rojo encendido de cuando C besó su mano se convirtió en rosa bombón cuando la volvió a llamar darling Nina. A continuación, un tono más pálido cuando le aseguró que incluso antes de su salida de Londres ya tenía la corazonada de que algo muy grave preocupaba a su dearest friend, y que por eso lo primero que hizo al llegar a Petrogrado fue ponerse en contacto con ella. Y, por fin, este último arrebol se tornó escarlata cuando le aseguró que no debía preocuparse de nada que no fuera del bienestar de su hermana, que de todo lo material se ocuparía él.

«Como otras veces», precisó con una sonrisa tan encantadora que casi me cautiva también a mí. ¿Qué tenía aquel hombre? No es fácil explicarlo, pero la lengua inglesa tiene un adjetivo que le encajaba admirablemente. Mr. C era «suave» (pronúnciese suahv). A pesar de lo mucho que me enseñó Iuri y de mis inacabables horas de water baby fisgando la vida ajena, yo entonces no conocía dicha palabra, pero la he aprendido con el tiempo y creo que es perfecta para describir sus maneras. Supongo que el origen del término es español, pero su significado en la lengua de Shakespeare es diferente del que tiene en la nuestra. Suav no quiere decir «suave», sino que describe una sabia mezcla de sofisticación con untuosidad, melosidad con refinamiento, algo así como la sensación que produce ver una serpiente venenosa deslizarse despacio sobre una tela satinada.

Vuelvo a la salita de nuestra humilde casa en aquella lejana tarde de diciembre para explicar que Mr. C no paró de prodigarnos amabilidades mientras daba cuenta de todos los pastelillos que habíamos preparado, lo que por supuesto encantó a tía Nina. Parecía relajado cuando extrajo del bolsillo superior de su chaqueta una tabaquera metálica, y luego una cachimba que encendió tras un elaborado ritual para el que se valió de esa especie de cortaplumas que los fumadores usan para cebar sus pipas, y cuyo nombre desconozco. Me refiero a uno que es similar a una navaja suiza con diversas patas: la primera parece una cucharita, luego hay una en forma de émbolo y, por fin, una tercera larga, fina y punzante como un estilete.

—… Lo único que siento, darling, es que nuestro esperado reencuentro tenga lugar en circunstancias tan tristes.

Mientras hablaba, Mr. C jugueteaba distraídamente con aquel artefacto, lo abría, lo cerraba. A continuación eligió, entre todos los utensilios, el estilete, y se dedicó a picotear con su afilada punta la carcasa metálica de la tabaquera, que ahora descansaba sobre su muslo derecho. «En una de esas se pincha la pierna y ya verás qué salto pega», reí para mis adentros mientras me entretenía en observar el ir y venir de aquel peligroso punzón sobre su muslo.

—… Y no solo me refiero —continuó diciendo C— a la enfermedad de nuestra pobre Sonia, sino también al estado del país. Mi impresión al llegar aquí ha sido desoladora. ¿Tú qué opinas, dearest?, tu visión de las cosas me interesa más que nunca. ¿Qué está pasando en Rusia?

Acababa de tocar el tema favorito de tía Nina: lo mal que estaba todo, las penurias que vivíamos los rusos desde el comienzo de la guerra, el hambre, el hartazgo por la situación política, el odio a la zarina y a su starets, el continuo baile de ministros a cual más inútil…

Él la dejó explayarse. Aquel caballero tenía, además de las ya mencionadas virtudes, el don que más agradable hace a las personas, sabía escuchar. Y tan absortos parecían mi tía y él en su conversación (más bien habría que decir monólogo) que me di cuenta de que era el momento ideal para hacer mutis por el foro o, más concretamente, por la puerta del pasillo, que era la que tenía más cerca. Me puse en pie, y a punto estaba de desaparecer cuando:

—Pero vamos a ver, niño, ¿pensabas irte a la francesa? Que estés deseando volver junto a tu madre no es excusa para ser maleducado. ¿Dónde están tus modales, si puede saberse? Además, el samovar está humeando como una chimenea. Llévalo a la cocina y abre bien la ventana. Pero antes deberías ofrecer otra taza de té a mister Cummings. ¿Con leche, verdad, Mansfield?

Mansfield Cummings. He aquí la primera y única vez que tía Nina pronunció el nombre de su invitado. Y me sorprendió porque hasta el momento se diría que había evitado nombrarlo. Tampoco a mister Cummings pareció gustarle la mención porque redobló el picoteo sobre la tapa de la tabaquera con aquel estilete al tiempo que su monóculo lanzaba un destello en dirección a mi tía. Sin embargo, todas estas observaciones pasaron al olvido de inmediato gracias a una metedura de pata por mi parte (y en el más literal sentido de la palabra). Resulta que, al coger el samovar para llevarlo a la cocina, tropecé con el bastón de mister Cummings que se encontraba apoyado en el brazo del sofá y perdí pie, amenazando con aterrizar yo y, lo que era peor, el samovar encima de mi tía. Por fortuna, gracias a una contorsión que sin duda habría aplaudido el propio Nijinski, logré recuperar el equilibrio y el único percance fue que, de una patada, mandé el bastón de Mr. C danzando arabescos debajo del sillón de orejas.

The bloody boy —oí mascullar a Cummings a mi espalda y, como lo primero que uno aprende en una lengua extranjera son palabrotas, no me costó mucho entender la lindeza.

Por supuesto, en cuanto recuperé la vertical me volví hacia él para deshacerme en disculpas, pero, ante mi sorpresa (no habían transcurrido ni veinte segundos), en el rostro de Mr. C no había rastro de contrariedad. Sonreía como si nada.

—Bravo, muchacho, todo un ejercicio de contorsionismo —me felicitó—. Y no te preocupes. Vete tranquilo a ver a tu madre, yo recogeré el bastón.

—De ninguna manera, ahora mismo se lo alcanzo —dije.

—No, yo lo cogeré —le oí insistir mientras me zambullía bajo el sillón con ánimo de recuperarlo. Tarea nada fácil, por cierto, puesto que el mueble tenía patas tan cortas que mi brazo apenas cabía y no alcanzaba a cogerlo—. ¡Te he dicho que lo dejes! —repitió él y yo confundí tanta protesta con pura cortesía. Además, para entonces había rodeado el sofá con intención de recuperarlo por la parte de atrás. Idea acertada porque, en efecto, allí asomaba la cabeza de perro labrada en plata de su empuñadura.

Fue al tirar de ella cuando el pomo se separó del bastón dejando al descubierto una larga y afiladísima hoja de acero. Jamás había visto un artilugio parecido, y aproveché que me encontraba parapetado tras el sofá para observarlo mejor. Su lama era fina y oscura y llevaba tres letras grabadas en oro: SIS.

Por supuesto no se me ocurrió preguntar qué era aquello. Sin decir palabra introduje el estoque en su vaina de madera y, tras emerger de detrás del sofá, se lo devolví a su dueño con un inocente: «Aquí está, señor».

Él, en vez de agradecérmelo, hizo que su monóculo lanzase un centellante reflejo sobre mi cara y luego dijo con la más suav de sus sonrisas:

Curiosity killed the cat, my boy, «la curiosidad mató al gato».

No fue esa mi única experiencia con el señor Cummings y los objetos punzantes aquella velada. Un par de minutos más tarde, cuando los tres habíamos vuelto a nuestros asientos, retomó ese tic suyo de picotear con el limpiador de pipas la superficie de su tabaquera mientras hablaba amigablemente una vez más de esto y aquello, hasta que, de pronto, erró el tiro y la afilada punta de aquel artilugio de acero se le enterró lo menos un par de centímetros en la pierna, a la altura del muslo. Lo juro, así fue.

«¡Zambomba!», pensé, abriendo los ojos como platos y miré a mi tía para comprobar si había visto lo mismo que yo. Pero ella acababa de inclinarse para coger un pastelillo. Cuando volvió a arrellanarse en el sofá, el limpiapipas de Mr. C picoteaba una vez más la superficie de la tabaquera como si tal cosa.

En cuanto a nuestro huésped, nada alteró su suav sonrisa.