Mientras el otoño siberiano avanzaba hacia el invierno haciendo los días cada vez más cortos y fríos, acontecimientos aún más heladores se desarrollaban lejos de nosotros, en Petrogrado. Con la llegada de octubre, hasta los más optimistas se daban cuenta de que la situación política era insostenible. El general Kornilov, comandante en jefe del ejército, decidió entonces que el gobierno provisional no estaba en condiciones de resistir los cada vez más frecuentes embates de los bolcheviques y se propuso dar un golpe de Estado con él como cabeza visible, pero manteniendo una cierta ficción de normalidad. Consistiría en permitir que Kerenski formase parte del futuro gabinete. Así se lo hizo saber y Kerenski cometió una equivocación de la que se arrepentiría toda su vida. Creyendo optar por el mal menor y preservar la revolución, pidió ayuda a los bolcheviques para detener a Kornilov. Por supuesto, ellos estuvieron encantados de colaborar y organizaron batallones de obreros a los que entregaron armas y municiones. A cambio, los bolcheviques exigieron a Kerenski que pusiera en libertad a Trotski y a otros líderes encarcelados por diversos motivos. Se conjuró así el peligro de golpe de Estado. Pero, cuando Kerenski quiso que los bolcheviques depusieran las armas, estos se negaron. Había comenzado la cuenta atrás para lo que se conoce como la Revolución de octubre.
Pocos días antes, los bolcheviques habían ganado la mayoría en el soviet de Petrogrado, y Lenin, que, al igual que sucedió en la revolución de marzo, no se encontraba en Rusia en ese momento, sino en Finlandia, regresó a la ciudad para ponerse al frente de sus hombres. Reunió al Comité Central Bolchevique y, como en aquella época todo se sometía a votación, preguntó a sus miembros si consideraban que el tiempo era propicio para una «inminente e inevitable insurrección». Más del ochenta por ciento votó a favor. Solo faltaba ahora prepararlo todo para el golpe de gracia. Una mañana, el crucero Aurora, enarbolando bandera roja, navegó por el Neva hasta situarse ante el Palacio de Invierno. Una vez allí, dirigió sus cañones hacia el edificio, apuntando en concreto a una habitación de la segunda planta en la que estaba reunido el gobierno provisional. Al mismo tiempo, por toda la ciudad, grupos de hombres armados ocuparon puntos estratégicos, como estaciones de tren, centrales eléctricas y telefónicas, correos, bancos, puentes… El asedio duró apenas veinticuatro horas y no se derramó una gota de sangre. A la mañana siguiente, Kerenski abandonó el Palacio de Invierno pensando que podría reagrupar los batallones del ejército que aún no se habían pasado al enemigo. El resto de los miembros del gobierno permaneció en los salones decorados de lapislázuli y malaquita, protegido por el único batallón que aún le era fiel, formado exclusivamente por mujeres. Transcurrieron varias horas, hasta que, a las nueve, el Aurora lanzó los únicos disparos que saldrían de sus cañones: un par de salvas que bastaron para que el gobierno y el batallón que lo protegía se rindiesen.
¿Cómo vivió la gente de Petrogrado esta incruenta revolución que sirvió para acabar con los moderados y entronizar a los bolcheviques? ¿Qué ocurrió después y cómo cambió su vida con la llegada del nuevo régimen? La Historia habla siempre de los grandes hechos y olvida las pequeñas anécdotas, que son muchas veces las que mejor retratan una situación. He aquí, por ejemplo, la carta que recibí, con varios meses de retraso, de mi tía Nina.
Querido Lionechka:
A través de tía Lara he sabido que, si enviaba esta carta a «Casa del gobernador en Tobolsk, a la atención del camarada Leonid Sednev», había alguna posibilidad de que te llegara. Tengo la sensación de estar mandando un mensaje en una botella, sin saber si alcanzará o no al náufrago adecuado. Pero voy a arriesgarme, porque muero de ganas de saber de ti y sobre todo de que me cuentes cómo es tu vida cerca de los Romanov. Esperando que pronto me mandes algunas líneas a tal efecto, paso a contarte cómo son las cosas aquí en Petrogrado tras el triunfo de nuestros hermanos bolcheviques. ¡Qué gran gesta la suya! Imagínate, una revolución sin una gota de sangre, un ejemplo para el mundo…
Llegado este punto, y conociendo a tía Nina y su no precisamente fervoroso entusiasmo por los hermanos bolcheviques, me di cuenta de que iba a tener que leer mucho entre líneas si deseaba saber qué estaba pasando realmente en la capital. Así me lo confirmaba, además, la forma burda en que alguien había repegado el sobre después, supongo, de la correspondiente y revolucionaria inspección del correo ajeno.
… Como sabrás, el cobarde Kerenski huyó con el rabo entre las piernas y no paró de correr hasta dar con sus huesos en Moscú, donde sus secuaces le facilitaron un salvoconducto falso a nombre de un soldado siberiano. Tres días más tarde consiguió llegar a Finlandia, donde, espero, pase los próximos cincuenta años penando por sus errores. Nuestra vida desde la gloriosa Revolución de octubre ha cambiado drásticamente, y por supuesto para bien. Nada más producirse el triunfo, la población se organizó de modo admirable. Inmediatamente nos reunimos en distintos comités. En casa, por ejemplo, los inquilinos formamos el nuestro y, siguiendo las directrices de los camaradas dirigentes del barrio, procedimos a elegir por votación a un comisario de vivienda. ¡Fuera propietarios, fuera caseros! Ahora cada uno es dueño de su casa, y no veas lo orgullosos que estamos, aunque yo, como el comité estimó que mi casa es demasiado grande para una sola persona, la comparto ahora con otras seis camaradas mujeres, así como varios niños huérfanos de la revolución que han tomado posesión de los dos dormitorios, el vestíbulo y por supuesto la sala de estar. A mí me ha tocado dormir en la cocina, cuyo uso comparto, naturalmente, con todos ellos. Otro tanto ocurre con los armarios y por supuesto con el aseo que está en el descansillo, todo es de todos. Tiempos nuevos requieren nuevos esfuerzos y también nuevas medidas. Los camaradas dirigentes nos han explicado, por ejemplo, cuáles son nuestras obligaciones como vecinos del inmueble. La primera y principal es montar guardia contra los ladrones. La revolución ha dejado en libertad a todos los presidiarios y hay algún que otro desagradecido que, en vez de defender nuestra gloriosa revolución, anda por ahí matando y robando a sus anchas. Esa es la razón por la que los vecinos, y en especial los hombres, deben ocuparse de la vigilancia y defensa de los inmuebles. Las guardias las hacemos relevándonos cada dos horas. Por las noches acampamos en el portal con un petate o camastro y el objetivo es repeler, por las buenas o por las malas, a todo grupo armado, «no importa que vayan de paisano o con uniforme militar». Eso nos han dicho. Y, para ayudar en la tarea, nos han dotado, además, de armas y de un silbato con el que alertar al resto de los vecinos por si tienen que correr en nuestra ayuda. Como en nuestra casa no hay hombres y mis nuevas camaradas son muy jóvenes o con niños a su cargo, me ha tocado ocuparme de la defensa. Tal como era mi deber, ayer mismo hice guardia de una a tres de la madrugada, tumbada en un colchón con una barra de hierro como arma defensiva y tiritando de frío. Cada vez que se oían en la calle pasos y risotadas de alguna patrulla, yo me aferraba a mi barra imaginando cómo iba a protegerme de seis o siete marineros borrachos o de un ex prisionero con instinto asesino… Me entrenaba blandiendo la barra y saltando como un mono desde la barandilla de la escalera mientras calculaba cómo y dónde iba a sorprender a mis asaltantes en caso de que decidieran bendecir esta casa con su presencia. Otro de mis cometidos (como el de todos los habitantes de la ciudad, por otra parte) es canjear los cupones de comida que nos asigna puntualmente todos los lunes el soviet de los inquilinos. Todo está muy bien organizado en nuestra nueva Rusia y a los que más detestamos es a los despilfarradores. «Hay que comer para vivir y no vivir para comer» es la nueva consigna, y se cumple a rajatabla. A cada persona se le asignan cinco panecillos semanales, que, con un poco de té calentito, es alimento más que suficiente para cualquier adulto. Lástima que para conseguir los panes haya que estar seis, siete y hasta ocho horas en una cola, y a veces cuando llega el turno ya no queda nada. Nos han dicho que pronto nuestros amados dirigentes organizarán cooperativas de comestibles en las que obtener productos como azúcar, harina o sal. Pero de momento las autoridades están muy ocupadas haciendo informes, requisas e inventarios, etiquetados, selecciones, empaquetados… Como es lógico, todo eso lleva su tiempo, de modo que muchos mueren de hambre con los bonos de racionamiento en la mano. Claro que quien así se comporta es muy poco revolucionario y merece su suerte. El nuevo mundo que estamos construyendo no es para débiles. Menos aún para aprovechados y sinvergüenzas. Ahora te voy a contar lo que más furia causa entre nosotros los ciudadanos. Como la alternativa es morir de hambre hasta que nuestros líderes organicen las tan ansiadas cooperativas o entregarse al comercio clandestino, algunos desaprensivos han optado por lo segundo. Escucha lo que me dijo nuestra vecina Gala el otro día. «Desengáñate, Nina, en Petrogrado hay de todo, teniendo dinero se puede comer tan bien como en París». Me pareció que la pobre deliraba de hambre, pero cuando, al día siguiente, al revolver en la basura de la comunidad por ver si encontraba alguna monda de patata que llevarme a la boca, di con seis o siete huesecillos de pollo, decidí hablar con ella. Según me contó con gran secreto, la palabra mágica es esta: especulación. Por lo visto, una amiga suya la puso en contacto con un judío que se dedica al comercio clandestino. Cuando Gala se presentó diciendo que deseaba comprarle algo de comer, él se mostró extrañadísimo. «¡Cómo, si yo mismo no tengo nada que comer ni que dar a mis pobres hijitos!». Así estuvo quejándose un buen rato sin que Gala se diera por vencida. Por fin, el individuo dijo que bueno, que le daba mucha pena su situación, que volviera a la mañana siguiente con algo valioso, un collar, unos pendientes, cualquier cosita que tuviera por ahí y que mereciera la pena, que él «vería qué podía hacer». Al día siguiente, Gala se presentó con una botonadura de oro que había tenido la fortuna de obtener del cuerpo de un hijo de puta burgués que cayó tiroteado cerca de donde ella hacía la cola del pan. El especulador examinó la joya a ojo de buen cubero y luego, cogiéndola del brazo, dieron vueltas y revueltas por unas callejuelas oscuras hasta llegar a un sótano en el que se encontraron con otro especulador con el que aquel individuo estuvo discutiendo y regateando mucho rato. Por fin, me contó Gala que, después de entregarle la botonadura, un camafeo de su madre, un brazalete de plata y unos cuantos rublos, consiguió arrancarle el pollo como si le hubiera arrebatado a un hijo. «¡Llévatelo!», gritaba aquel individuo quejumbroso. «¡Era para mi madre enferma, pero este buen corazón mío será un día mi ruina!». Para despedirse, aquel individuo le dijo a mi vecina que era una mujer de gran corazón y que por eso la ayudaba. Luego añadió que si conocía a otras personas tan necesitadas como ella, que se las mandase, que él estaba dispuesto a sacrificarse también por otros…
En fin, Leonid, te cuento todo esto porque nuestras autoridades están vigilantes y, por suerte, este tipo de individuos están ahora criando malvas. Incluida Gala, que, al día siguiente de contarme esto tuvo la mala suerte de que la denunciara otro vecino del rellano. Había encontrado también restos del famoso pollo en la basura y, a diferencia de mí, que me falta aún mucho que aprender en cuanto a fervor patrio, cumplió con su revolucionario deber de denunciar a una hija de perra que se trata con especuladores.
Ya ves, así entre todos estamos colaborando a crear un mundo más justo, más solidario y por supuesto más libre. ¡VIVA LA REVOLUCIÓN!
Con este grito acababa la carta de tía Nina, que, sin duda, me habría causado aún más estupor si para entonces la escasez de comida no hubiera comenzado a afectarnos también a nosotros en Tobolsk. Tras la caída del gobierno provisional y la llegada de los bolcheviques, el dinero destinado a la familia real se recortó drásticamente. Los prisioneros vivíamos ahora de pequeñas donaciones locales y nuestras deudas aumentaban de forma exponencial. Por fin se le hizo saber al cocinero de la familia que se había acabado el crédito, que no se le podía fiar más. Un rico comerciante se ofreció a adelantar veinte mil rublos, pero ese mismo día llegó una orden de Petrogrado diciendo que Romanov y su familia debían arreglárselas con la ración de un soldado, y que cada miembro recibiría la cantidad de seiscientos rublos al mes sacados de los réditos de su fortuna personal ahora incautada. Al saberlo, el zar, con envidiable humor, comentó que, ahora que todo el mundo se reunía en comité, él también pensaba formar uno consigo mismo para estudiar la nueva situación y ver dónde podía recortar gastos. Pero no había nada de humorístico en lo que estábamos viviendo. De un día para otro el café y la mantequilla desaparecieron de nuestra dieta. Después lo hicieron el azúcar, el arroz y hasta la harina. Al saberlo, los vecinos se ofrecieron a enviarnos huevos, frutas escarchadas y otras delicias, a las que la zarina llamó regalos del cielo. No era solo la comida la que escaseaba al comienzo de aquel año 1918. Una carta a medio escribir de la zarina a la Vyrubova que tuve ocasión de hojear en su buró explicaba bien la situación:
… Sí, mi Ana querida, una a una, todas las cosas terrenales van desapareciendo de nuestras vidas, primero las casas, las posesiones, luego los amigos. El sol brilla, la nieve y la escarcha han embellecido mucho el paisaje, pero a mis pobres desventurados solo se les permite pasear a ratos por un patio estrecho y maloliente. En este momento estoy tejiendo unas medias para Baby. Me ha pedido un par puesto que las viejas están llenas de agujeros. Todo lo confecciono yo ahora. Los pantalones de papá [el zar] están rotos y las enaguas de las niñas se han convertido en harapos. Anastasia, a pesar de nuestra dieta actual y para su desesperación, tiene unas libras de más, exactamente igual que le pasó a María cuando estábamos en nuestro amado Tsarskoye Selo. Tatiana y Olga, en cambio, están muy delgadas. Demasiado, me temo.