La zarina sonreía e incluso reía, aunque, en unmomento dado, su mirada se cruzó con la delzar y pude ver entonces el gesto de desesperaciónque intercambiaron. Fue solo un instante, pero me sirvió para descubrir toda la tragediade su doble vida.
PIERRE GILLIARD, Trece años en la corte rusa
Pocos días después de que empezara a trabajar en el palacio de Aleksandr ocurrió un pequeño accidente que iba a marcar un antes y un después en la vida de la familia imperial. No puedo decir que fuera testigo directo, porque se produjo lejos de San Petersburgo, pero es tan importante en esta historia y está tan documentado por testimonios de primera mano que me es fácil reconstruir la situación.
Por aquellas fechas, la familia al completo se encontraba pasando unos días en Spala, un antiguo coto de caza en lo que ahora es Polonia. Según recoge el diario privado que el zar escribió sin interrupción desde su adolescencia hasta dos días antes de su muerte, él dedicaba las mañanas a una de sus actividades favoritas, la caza, y lo hacía muy temprano en compañía de unos cuantos nobles polacos llegados especialmente de Varsovia para rendirle honores. Más tarde, cerca de las once, daba un paseo a caballo hasta la hora de comer, acompañado de sus hijas. ¿Y el zarévich Alexei, mientras tanto? Bueno, gracias también al diario del zar, se sabe que el niño, que tenía prohibido montar debido a su enfermedad, debía conformarse con remar un rato junto a Derevenko en un lago que había por allí cerca.
Derevenko era uno de los dos marineros-niñera contratados por la zarina para que no se despegaran de su hijo ni un minuto. Me parece estar viéndolo ahora. Muy serio, con su uniforme a rayas blancas y azules y una gorra en la que se podía leer el nombre del yate real Standart, Derevenko no tenía tiempo ni de atusarse los bigotes, que eran rectos y horizontales como manubrios, porque siempre estaba corriendo detrás de Alexei. Y cuando no, tampoco tenía un segundo de respiro, porque eso significaba que el zarévich estaba indispuesto y debía llevarlo en brazos de aquí para allá, tarea que Derevenko acometía con un aire entre marcial y de gallina clueca que resultaba de lo más cómico. Su papel fundamental era evitar que el niño, que por entonces tenía ocho años, cayera o se diese un golpe, tarea nada fácil. Por lo visto, es muy común entre niños aquejados de hemofilia exponerse a todo tipo de situaciones peligrosas como desafío. De ahí que Alexei a cada rato escapara de su marinero-niñera, cantando siempre una cancioncilla inventada por él, que tenía buen oído musical. Una que todos en palacio aprendimos de tanto oírsela: «Alexei no puede correr, no puede saltar, no puede jugar, no puede vivir, no puede, no puede…», y, mientras, zigzagueaba por ahí, blandiendo un hierro herrumbrado a modo de espada, o trepaba a un alto pretil para horror de Derevenko.
Con su marinero-niñera estaba cuando, al saltar a tierra tras un paseo en barca, dio un traspié y cayó sobre el soporte de uno de los remos dándose un golpe en la ingle. Al principio no sintió más que una leve molestia, pero el doctor Bodkin, por prudencia, aconsejó que guardara cama. A pesar de que eran días de vacaciones, la zarina, a la que no le gustaba ver a sus hijos ociosos, decidió aprovechar la inmovilidad de Baby para que perfeccionara su francés con Monsieur Gilliard, profesor de sus hermanas. Este caballero suizo, al que conocí ya sabemos cómo y por quién con el tiempo llegué a sentir gran afecto, se mantuvo fiel a la familia imperial casi hasta el final de sus días, cuando las autoridades soviéticas le obligaron a marcharse. Él fue, por cierto, uno de los muchos que escribió unas memorias sobre lo vivido aquellos años, y son tan fidedignas que ahora me servirán para reconstruir el famoso accidente del zarévich.
Por aquellas fechas, Gilliard llevaba trabajando para la familia imperial unos siete años y sin embargo desconocía la enfermedad de Alexei. Algo casi inverosímil, si tenemos en cuenta que nuestro palacio de Aleksandr, residencia favorita de los zares a la que Gilliard acudía cinco días por semana a dar sus clases de francés, no es un enorme e inabarcable castillo. De ningún modo podía compararse con el Hermitage, el favorito de Catalina la Grande. «Demasiados oropeles, columnas de malaquita y salones ámbar, demasiadas corrientes de aire, también», así lo describía la zarina. El palacio de Aleksandr, en cambio, era más pequeño y acogedor, ideal para unos padres y unos niños que adoraban la vida familiar, tomar té juntos todos los días, pegar fotos en álbumes o jugar a las cartas. Dicho esto, puede parecer inverosímil que Monsieur Gilliard desconociera un secreto tan difícil de guardar como la enfermedad del heredero al trono. Tal vez el relato que él mismo hizo de lo sucedido tras la caída de Alexei en aquel bote de remos ayude a explicar tanta ignorancia.
A pesar de que el zarévich estaba pálido y algo desmejorado, la vida de la familia imperial de vacaciones en Spala continuaba con una fiesta y una cacería detrás de otra. Dos o tres días después de que el niño sufriera la caída, a Gilliard se le informó de que su alumno se encontraba indispuesto, pero no le dio importancia hasta que empezó a correrse la voz, sobre todo entre los criados que atendían las habitaciones, de que en realidad estaba muy grave. Dos médicos y tres grandes especialistas llegaron al día siguiente de San Petersburgo, pero aun así nadie sabía qué estaba pasando. Las actividades del resto de la familia se desarrollaban con normalidad. Incluso María y Anastasia, a las que les encantaba el teatro (en especial a Anastasia, que siempre dijo que su ilusión era convertirse en actriz profesional), representaron, para los invitados de sus padres, El burgués gentilhombre, de Molière, con Gilliard como director.
Apostado detrás del escenario, el profesor de francés hacía también las veces de apuntador, lo que le permitía observar las reacciones del público. Pero Gilliard estaba preocupado por Alexei y, acabada la representación, decidió acercarse a las habitaciones del zarévich, de donde procedía un lejano e intermitente lamento.
En ese momento vio avanzar a toda prisa a la zarina y se pegó discretamente a la pared; ella pasó sin verlo. Observó que tenía la mirada entre extraviada y llena de terror. Volvió sobre sus pasos para regresar al salón en el que se encontraban los invitados. María y Anastasia recibían de sus hermanas mayores y de su padre, así como de los demás invitados, entusiastas felicitaciones por una actuación tan divertida. Había gran animación; todos reían. A los pocos minutos regresó ella. Había recuperado la máscara de normalidad. La zarina sonreía e incluso reía, aunque, en un momento dado, su mirada se cruzó con la del zar y Gilliard pudo ver el gesto de desesperación que intercambiaron. Entonces descubrió toda la tragedia de su doble vida.
En la penumbra de su habitación, Alexei acababa de sufrir una hemorragia interna causada por aquel, en principio, insignificante golpe. La sangre fluía profusamente hinchándole la ingle y el bajo vientre, y su muslo izquierdo se contrajo hasta quedarle pegado al pecho. No podían administrársele ya más calmantes y los espasmos se sucedían. La altísima fiebre lo hacía delirar. Solo repetía: «Mamá, mamá, ¿por qué no me ayudas?». Y a veces: «Dios mío, ten piedad de mí». Ahora sí, todos los moradores del pabellón imperial supieron que algo terrible estaba ocurriendo. El edificio que los albergaba no era demasiado grande y los gritos del niño traspasaban las puertas y las paredes que sus padres habían querido interponer siempre entre el mundo y su desgracia. Me contó luego una de las sirvientas encargadas de limpiar las habitaciones de la criatura que los lamentos eran tan desgarradores que había tenido que ponerse algodones en los oídos para continuar con su trabajo. La agonía duraba ya once días, y durante todo ese tiempo la zarina apenas se había separado de su hijo. Mientras el niño, la cara exangüe, los ojos hundidos y la mirada perdida, se retorcía de dolor, ella permaneció ahí. Solo se separaba de su cabecera el tiempo justo para cambiarse de ropa, sin descansar nunca, dormitando apenas durante los escasos minutos en que él, por efecto del agotamiento y de la fiebre, se sumía en un sueño convulso. «Cuando esté muerto dejará de dolerme, ¿verdad?», le decía al despertar con los ojos inyectados en sangre. «¿Me lo prometes, mamá? Júramelo». Y durante toda esta ordalía, por increíble que parezca, los zares continuaron con su doble vida de soberanos sonrientes y hospitalarios, por un lado, y de padres destrozados junto a la cabecera de un hijo cada vez más grave, por otro. La farsa duró hasta que uno de los grandes especialistas venidos de San Petersburgo, el profesor Fiodrof, advirtió a Nicolás de que, a menos que cesara la hemorragia, el fin se produciría en cualquier momento. Fiodrof convenció también al zar para que se hicieran públicos los partes médicos, porque los rumores que corrían dentro y fuera del país eran tan disparatados que el Daily Mail de Londres, por ejemplo, llegó a publicar un largo y sensacionalista artículo diciendo que Alexei había muerto a manos de un anarquista y que estaban intentando silenciarlo. Por fin, el zar cedió, pero solo a condición de que no se hiciera público el tipo de enfermedad que padecía.
Pasaron dos o tres días. Para entonces, la rubia cabellera de la zarina había comenzado a encanecer a ojos vista. Y como la situación era desesperada, se optó por administrar al niño la extremaunción.
Esa noche, cuando todo estaba irremediablemente perdido, Alejandra Fiodorovna decidió enviar un telegrama a Rasputín.
Él se encontraba en su pueblo natal de Siberia cuando recibió el mensaje de Alejandra. Había sido enviado allí por orden del zar un par de semanas antes tras el ruego del primer ministro Kokovtsov, que temía la influencia que aquel individuo pudiera llegar a tener sobre lo que llamaba el «impresionable» carácter de Alejandra. Hasta ese momento, los caminos de la zarina de todas las Rusias y los de este curioso personaje se habían cruzado solo un par de veces, y él apenas comenzaba a ser la última extravagancia de los salones elegantes de San Petersburgo, ansiosos siempre por descubrir un nuevo charlatán, un nuevo obrador de milagros o curas prodigiosas. En alguna otra ocasión cuando el zarévich había sufrido una leve hemorragia, Alejandra recurrió a Rasputín y él había logrado aplacar la sangría con solo posar sobre el pequeño sus manos y, sobre todo, sus inquietantes ojos grises. Los médicos decían que aquello eran paparruchas o que, a lo sumo, pura casualidad. Pero Alix, que se consideraba la culpable del mal de su hijo, estaba dispuesta a dar un voto de confianza a cualquiera capaz de aliviar su sufrimiento, de la forma que fuera. Al zar, en cambio, le disgustaba la fama de mujeriego y de bebedor de aquel individuo, y meses atrás había decidido tomar un par de medidas. Una fue hacerlo vigilar por la Ojrana, la policía secreta, para estar al tanto de sus andanzas. La otra fue intentar convencer a Alix de que se fiara más de los médicos y menos de un curandero de moda. Hasta entonces había prevalecido la opinión de Nicolás. Sin embargo ahora, con el niño a las puertas de la muerte, ya nada importaba, y así se lo dijo Alix a su marido. Además, lo que ella pedía a Rasputín en el telegrama que le envió a Siberia era solo que orase por su hijo.
Grigori Efimovich respondió desde su obligado exilio con otro cablegrama que decía: «Dios ha visto tus lágrimas y escuchado tu llanto. No sufras. El pequeño no morirá. Ordena a los médicos que lo dejen tranquilo».
Lo sucedido tras la recepción de este texto es uno de los episodios más misteriosos de los que tienen a Rasputín como protagonista. Veinticuatro horas más tarde, la hemorragia cesó al tiempo que el zarévich caía en un sueño, preludio de una lenta pero constante mejoría. Algunos dicen que la clave para tan espectacular cambio está en la frase de Rasputín «ordena que lo dejen tranquilo», porque la relajación hace que la sangre fluya más lenta, y por tanto que disminuya una hemorragia. Otros opinan que la paz y la esperanza que aquel hombre transmitió a la zarina jugaron un papel decisivo, porque la angustia de una madre junto a un hijo tan grave puede crear en este un estado de ansiedad aún mayor. Finalmente hay quien cree que los médicos, para paliar los dolores del paciente, estaban administrándole ácido acetilsalicílico que favorece las hemorragias, y que la orden de dejar al niño «tranquilo» se tradujo en una interrupción de dicho tratamiento. Cabe, además, la posibilidad de que la mejoría se estuviera produciendo ya de modo natural y todo fuera pura coincidencia. Sea cual sea la razón, lo que se sabe con seguridad es que Rasputín regresó pocos días más tarde a San Petersburgo. Desde entonces su sombra ya nunca se alejaría de los zares, en especial de Alix.