Cuando desperté, la oscuridad era total. La farola de la calle no alumbraba ya, lo que indicaba que era, al menos, la una de la madrugada. Por unos instantes pensé que todo lo relativo al trineo y sus pasajeros de grandes abrigos y la shapka roja era producto de la fiebre. Y sin duda habría optado por arrebujarme entre las mantas buscando el sueño si no me hubiese sorprendido oír, al otro lado de la puerta, un mal disimulado murmullo de voces. Me detuve a escuchar, tratando de averiguar a quiénes podían pertenecer. No eran desconocidas para mí. De hecho, una de ellas era tan familiar como que pertenecía a tía Nina. Las otras tardé algo más en identificarlas, pero tampoco resultó difícil. Correspondían a dos viejos y yo diría casi los únicos amigos de nuestra casa. La primera era de tío Grisha; la segunda, de una persona de la que aún no he hablado, pero a la que esta historia debe mucho. Su nombre era Lara Aleksandrovna y yo la llamaba, más por cariño que por parentesco, tía Lara. Gracias a ella y a su amistad, había conseguido mi empleo como deshollinador. Podría pensarse que después de tantos años en palacio, mamá y tía Nina tenían contactos suficientes para colocar a su hijo y sobrino. Por desgracia, la memoria de los responsables de la contratación de criados de palacio no era lo que se dice buena ni mucho menos generosa, de modo que, cuando se hizo necesario buscar una recomendación, mamá tuvo que recurrir a lo que ella y tía Nina llamaban «los criados S».
Este concepto es algo complejo y no lo podía comprender un muchacho de mi edad entonces, pero juega un papel tan importante en esta historia que lo explicaré tal como llegué a entenderlo poco tiempo más tarde gracias a mi amigo Iuri. Los sirvientes de las grandes familias rusas (supongo que los de otros países también) se dividían desde hacía siglos en dos categorías: los criados y los sirvientes. Estos últimos eran los nuevos en el oficio, los que no habían tenido contacto con la clase social a la que entraban a servir. Se trataba por lo general de muchachas y muchachos campesinos, sin formación, a los que se destinaba a las tareas más duras y que, con el tiempo y mucha suerte, lograban escalar uno o dos puestos en la rígida escala social de la servidumbre. Hasta que se retiraban o morían de viejos, llegaban, todo lo más, a ser palafreneros o fregonas, mozos de cuadra o lavanderas. Antes de explicar en qué consistía el segundo grupo, el de los criados, es importante señalar que dicha palabra, como otras, ha sufrido una degradación con el paso del tiempo. En la actualidad no tiene connotaciones amables precisamente, pero en origen se utilizaba para designar a los sirvientes que nacían y se criaban en casa de sus amos, por lo que, en la infancia, llegaban a entretejer con la familia, y sobre todo con los hijos de su misma edad, una relación especial. Y es que, hasta que el mundo y sus vanidades les distribuían sus inamovibles roles, unos y otros compartían paraíso. O al menos limbo: el idílico y siempre igualitario territorio de la infancia. Sin embargo, no acaban aquí los matices, porque entre los criados existían además otras dos categorías. Los sin sangre y los con sangre. Los primeros eran criados cuyos padres, tíos y primos trabajaban para la misma familia desde hacía años. Eran como una dinastía dentro de la casa en la que servían y, con frecuencia, llevaban generaciones conviviendo con sus amos, de los que conocían tantas intimidades y secretos que los llegaban a considerar como propios. Además, ya fuera por el roce, el ambiente o por simple ósmosis con la familia, los criados jóvenes acababan adquiriendo unos conocimientos y una cultura nada desdeñables. Así, en un país como Rusia, en el que casi la mayoría de las personas eran analfabetas o semianalfabetas, los criados no solo leían, escribían y dominaban las cuatro reglas, sino, como le ocurría a Iuri, por ejemplo, hablaban francés, tenían conocimientos de inglés y unos modales que les habrían permitido pasar sin problemas —como de hecho sucedió tras la revolución bolchevique— por el perfecto aristócrata o la más sofisticada dama. Gozaban además de gran prestigio entre las clases altas, y muchas veces incluso se producían robos, es decir que un conde o un duque hacía secretas y sustanciosas ofertas laborales al criado de un amigo suyo, quien acababa descubriendo que su buen Iván, Anatol o Piotr, que se había despedido semanas antes, lucía ahora calzón corto en los salones de su íntimo (y muy traicionero) amigo o amiga.
Todo este entramado de castas era el que hervía entre fogones o, como entonces se decía, escaleras abajo en las grandes casas rusas. Sin embargo, aún me falta reseñar la casta de sirvientes más interesante de todas, la de los criados con sangre o criados S. ¿Cuántos hijos naturales de algún príncipe Orlov, me pregunto, cuántos de un Goalitzyin o de un Yusupov, cuántos retoños de grandes duques o incluso de este o aquel zar habría entonces en los palacios de San Petersburgo lavando platos, haciendo camas o vaciando orinales? Es una estadística que jamás llegará a libro alguno. Cómo podrían hacerlo si reinaba sobre ella esa ley de silencio, esa tan conveniente omertá social que hace que ciertas cosas jamás se pongan en palabras. De este modo, de escaleras arriba nadie sabía, y desde luego se habrían quedado helados al descubrirlo, que existía tan íntimo parentesco con los de escaleras abajo. Aunque quien vaciase la escupidera de un príncipe o de una gran duquesa fuera, en muchos casos, su hermano o a veces incluso su padre o madre, nadie decía nada. Secreto, silencio, tabú: lo que no se menciona no existe.
Y eso que el criado estaba al tanto de todos los secretos de su amo, incluso del más grande, aquel que habría cambiado su vida o, al menos, la habría estremecido considerablemente. Sordos, mudos y ciegos, así se dice siempre que hemos de ser los sirvientes. A esta lista habría que añadir también desmemoriados o, más aún, tontos de remate. Pero no. Quien desconoce cómo es la vida de escaleras abajo difícilmente puede comprender el extraño mal que aquejaba entonces a los criados de sangre. Una afección que nada tiene que ver con la sordera ni la con mudez, tampoco con la ceguera y menos aún con la amnesia o la estulticia, sino con otro curioso síndrome que yo, que soy criado pero sin sangre, tampoco llego a comprender. Lo único que sé, porque lo he visto en multitud de casos, es que los criados S se sienten diferentes y a la vez superiores a todos. A nosotros, los criados sin sangre, por supuesto, pero también, y quizá más aún, a ellos, a sus hermanos, hijos, padres o madres de escaleras arriba a los que tratan con una mezcla de amor y condescendencia. Sí, creo que esa es la mejor manera de describirlo. Amor porque son de su sangre y condescendencia porque se saben superiores por la fuerza que da ser dueño del mayor secreto que una persona pueda conocer de otra.
Por eso no es de extrañar que, cuando mamá y tía Nina se vieron necesitadas de redondear el presupuesto familiar con los escasos rublos que un deshollinador podía traer a casa, pensaran dos cosas. La primera, que, para ayudar a que la rueda de la fortuna (esa en la que tanto confiaba mamá) girase un día a mi favor, lo ideal era que un Sednev volviese a servir en palacio. La segunda, que para lograrlo habían de recurrir a un —o mejor a una— criada de aquella casta. Y esa mujer era Lara Aleksandrovna, la dama cuya voz acababa yo de reconocer a través de la puerta cerrada de mi habitación. Que ella pertenecía a la aristocracia de los criados porque su madre tuvo la mala suerte de cruzarse un día en el camino del más joven de los hermanos del zar Alejandro III no podía saberlo un muchacho de mis años. Lo que sí sabía, puesto que la había visto muchas veces a través de los respiraderos de las estufas que me tocaba vaciar, era que tía Lara era la criada de confianza de Ana Vyrubova.
Ya he contado lo que pensé el día que conocí a esta dama junto a Rasputín en uno de los salones de palacio. Pero, como ella es otra de esas ondas en un estanque que contribuirían a formar la tormenta que se avecinaba, me parece necesario añadir algunas líneas que expliquen, sobre todo, su gran amistad con nuestra zarina.
Ana era más joven que Alejandra, y la forma en que se hicieron amigas dice mucho del carácter de nuestra soberana. Ana Vyrubova era la hija menor, y también la menos agraciada, de una familia cercana al círculo de los Romanov. Alix y ella se conocieron cuando la entonces jovencísima Ana acababa de pasar el tifus y llevaba peluca porque se le había caído casi todo el pelo. La forma de ser de nuestra zarina hacía que se interesara por los enfermos, los débiles, los menos brillantes y favorecidos, de modo que no es extraño que se preocupara por la salud de esta muchacha feúcha que, a partir de ese día, comenzó a profesarle una lealtad y devoción sin límites. Aun así Ana fue la primera sorprendida cuando, un par de meses más tarde, recibió la escarapela de diamantes que la convertiría, primero, en dama de honor y, un poco más tarde, en su más cercana amiga y confidente. Ahora bien, para ostentar el cargo de dama de la zarina era conveniente que la muchacha en cuestión estuviera casada y, por ese motivo, Alejandra animó a Ana a contraer matrimonio, e incluso le buscó marido, un oficial de nombre Vyrubov, que resultó ser un borracho y un maltratador. Como interesa conocer las dos versiones de una historia, voy a añadir aquí que Vyrubov, por su parte, argumentaba que a él lo habían obligado a casarse con una persona que no le atraía en absoluto y que, si en efecto había golpeado alguna vez a Ana (una práctica no muy inusual en aquellos tiempos, todo sea dicho), no era porque bebiese (otra práctica más que habitual), sino porque estaba harto de ver a todas horas a su mujer sentada o de rodillas ante Rasputín.
Sea como fuere, aquel matrimonio naufragó de inmediato y la zarina se sintió culpable y en deuda con su joven acompañante, a la que había puesto en situación tan difícil. Además, Ana, a raíz de su corto y desdichado matrimonio, desarrolló tal aversión a los hombres que nunca más quiso acercarse a uno. Para ser francos, Vyrubov tampoco se le había arrimado demasiado. Ya fuera por las borracheras, por Rasputín o simplemente porque su mujer era rematadamente fea, el matrimonio no llegó a consumarse. Cabe señalar que esta condición de virgen intacta iba a salvarle la vida años más tarde. Y es que, tras la revolución, fue juzgada por su papel en lo que los soviets llamaban «el contubernio sexual entre la zarina, Rasputín y ella», que, según todos, había hundido a Rusia. Ana pudo demostrar entonces con un simple examen médico que su relación con el starets había sido solo la de una discípula con su maestro y por tanto meramente espiritual. Con casi cuarenta años, Ana era tan doncella como cuando llegó al mundo.
Otra de las acusaciones de las que tuvo que defenderse tras la revolución fue la de haber sido la persona que introdujo a Rasputín en la vida de la zarina. Es verdad que Ana se hizo devota del starets en cuanto lo conoció, como también que una de sus actividades habituales era la de hacer de correveidile entre Rasputín y Alejandra. Pero el dudoso honor de presentar al starets a Alix correspondió, como ya he dicho, a la princesa Militza, aquel Peligro Negro que se creía invisible por pasear junto al doctor Philippe y su sombrero mágico.
Sombreros mágicos, profecías, conjuros… Todo esto era nuevo para un muchacho como yo. Al menos hasta el día en que, enfermo de escarlatina, me despertó el murmullo de las voces de tía Nina y sus dos amigos a altas horas de la madrugada. ¿Y qué decían? ¿De qué hablaban que parecían tan alterados?
Pegué la oreja a la puerta tratando de averiguarlo.