CONOCIENDO A TÍA NINA

Water babies? Pero ¿qué rayos quiere decir water babies, si puede saberse, y desde cuándo la corte rusa habla inglés? ¡Increíble! —se indignó mi tía Nina Petrovna, cuando, semanas más tarde, en una visita a mi antigua casa, les conté a ella y a mi madre lo sucedido en mi primer día como deshollinador imperial. Por supuesto, me reservé la impresión que me habían causado las hijas de los zares. A los muchachos de mi edad y de mi entorno no les interesaban las niñas, por muy grandes duquesas que fueran. Preferían correr tras una pelota hecha de trapos o cazar pajarillos cuando las temperaturas rusas lo permitían. En cambio, lo que sí les comenté fue que, en palacio, nos llamaban con aquella expresión inglesa.

—Y son unas cuantas las palabras en ese idioma que he aprendido. Mira, voy a decirte dos que me gustan mucho.

Mi tía plantó cuatro irritados dedos sobre mis labios como quien ahoga una blasfemia.

—¡Ni una palabra más! Dile a este niño que se calle, Sonia —añadió, mirando a mi madre, que la observaba intentando reprimir (sin mucho éxito) una carcajada.

—Vamos, Nina, ¿cuántos años estuviste de doncella en la antecámara de la zarina? ¿Cuatro? ¿Cinco? Tú más que nadie sabes lo que pasa allí.

Mamá y tía Nina pertenecían como yo al gremio de los criados imperiales y habían trabajado en palacio hasta hacía un par de años. Ahora, en cambio, dedicadas a la costura, compartían modestas habitaciones en la parte sur de la ciudad. Para su desgracia, habían equivocado el momento de cambiar de oficio. La mala situación económica reinante en todo el país las afectó de inmediato y ahora sobrevivían haciendo arreglos y remiendos para damas de mediana fortuna, mientras nuestra casa se convertía en un santuario de daguerrotipos, retratos y toda clase de recuerdos de los grandes personajes a los que ambas habían servido. Entre esas reliquias crecí yo, aprendiendo desde el principio las maneras del gran mundo: la forma correcta de dirigirse a una dama, a un caballero o a un pope, por ejemplo; con qué cubierto se comen los blinis o la mousse de chocolate, e incluso a desenvolverme con soltura en francés. «Y es que nunca sabe uno cuándo puede girar la fortuna, que es de lo más caprichosa», eso le gustaba decir a mi madre. «No sería la primera vez que un criado se convierte en amo. He conocido a unos cuantos».

Con el tiempo, el augurio se cumplió, pero por aquel entonces haber empezado a trabajar a los nueve años para llevar unos kopeks a casa no parecía vaticinar tal golpe de fortuna. Aun así, para mamá y tía Nina que un Sednev —apellido del que estaban orgullosas— regresara a palacio, aunque fuera con oficio tan humilde, ya les parecía un comienzo prometedor.

—No sé por qué te sorprende lo que cuenta el niño —continuó mi madre—. ¿Qué es lo que te irrita de lo que ha dicho? Los tiempos cambian, Nina.

—Desde luego, pero no para bien. ¡Inglés en la corte rusa! ¿Pero dónde se ha visto semejante cosa? Esto, como todo lo que pasa en este país, es culpa de ella.

—¿De quién, tía Nina?

—De quién va a ser, de la zarina. Pero, claro, ¿qué se puede esperar de una princesa alemana de segunda fila que se ha pasado toda la vida no en su país como debe ser, sino en la corte británica agarrada a las enaguas de grandma reina Victoria? Nada bueno, desde luego.

—Vamos, estás siendo muy injusta y lo sabes —intercedió mi madre.

—Lo único que sé —continuó mi tía— es que esto viene de muy atrás, de cuando ella llegó a Rusia. ¡Pero si todo el mundo estaba en contra de esa boda! Todos, empezando por los padres de Nicolás. Yo, que tuve la suerte, o la mala suerte según se mire, de entrar a trabajar en palacio la misma semana en que llegó a San Petersburgo como prometida imperial, enseguida me di cuenta. ¡Menuda mosquita muerta! Tan tímida era que no articulaba palabra en alemán, en inglés ni en idioma alguno. ¡Ni mu decía! Pero era de suponer que, con el paso del tiempo, tendría al menos la gentileza de aprender ruso para agradar a su pueblo y también a la corte, ¡digo yo!

—Eso es más injusto aún, Nina. Sabes mejor que nadie que en la corte se habla de todo menos ruso. La gente de la calle se quedaría estupefacta si supiera que los Yusupov, Orlov, Korsakov y la mayoría de los nobles y ricos de San Petersburgo tienen como gracia hablar ruso con un terrible acento francés. Y los diplomáticos, ni te cuento. Nuestro embajador en Francia, por ejemplo, no sabe ni decir pojaluysta[1]. ¿Cómo le vas a reprochar a la zarina que tampoco lo haga?

Quise intervenir para decir que las dos estaban equivocadas. Que, por lo que me había dado tiempo a observar en mis primeras semanas de trabajo como habitante de las estufas imperiales, las grandes duquesitas hablaban ruso con su padre y también entre ellas, la zarina se expresaba con bastante corrección en ese mismo idioma con sus damas de compañía, y que el inglés solo lo utilizaba el matrimonio imperial entre ellos.

Pero lamentablemente no pude pasar de las dos primeras palabras. Tía Nina había tomado carrerilla para contar cómo eran las cosas dieciocho años atrás, cuando tanto la zarina como ella llegaron a la corte de San Petersburgo, y no había quien la parara.

Sunny, y en algunas ocasiones Sunbeam. Esas eran las únicas palabras inglesas que oíamos entonces, ¿te acuerdas, Sonia? Así llamaba Nicolás a su prometida, pero qué quieres que te diga, en mi vida he visto un mote tan mal elegido. Tal vez al principio podía tener algún sentido llamar «rayo de sol» a una muchacha como ella. Al fin y al cabo, era rubia y —no puedo negarlo— también muy guapa. Pero incluso entonces parecía un chiste, y no de los buenos precisamente. Un rayo de sol es alegre, cálido, chispeante, todo lo contrario que ella. Alix, que, por si no lo sabes, niño —añadió mi tía mirándome con aire pedagógico—, es el nombre por el que todos, menos el emperador, la llaman en familia, tiene varios de los atributos que una reina o emperatriz ha de tener para ser adorada por su pueblo, pero desde luego no le sirven de nada. A ver cómo te lo explico —añadió al ver mi cara de perplejidad—, es como si al nacer Alix, ante su cuna se hubieran plantado un hada buena y otra mala, cada una con su varita mágica. La buena le dio belleza, bondad y grandes dosis de compasión. La mala hizo que todos estos dones fueran inútiles.

—¿Cómo, tía Nina? ¿Tiene o no tiene todas esas cosas buenas que acabas de decir?

—Sí —suspiró mi tía con impaciencia—. Pero, en este mundo, niño, y te lo digo para que te vayas enterando de cómo son las cosas, lo importante no es ser, sino parecer. Y su hada mala ha querido que Alix sea de una timidez ridícula, ¿comprendes ahora?

—No —respondí, porque, según le había oído muchas veces a mamá, e incluso a ella, la modestia y la timidez eran unas virtudes estupendas. Así se lo recordé y mamá asintió complacida, pero desde luego mi tía no estaba dispuesta a que la contrariasen.

—No tenéis idea de lo que de verdad importa. La timidez y la modestia puede que sean encantadoras en un niño como tú o en sirvientas como nosotras. ¡Pero en una emperatriz es un desastre! Imagínate: en una corte llena de pompa y ceremonia como la nuestra va y resulta que a la buena de Sunny no le gustan las fiestas, detesta los banquetes, las damas de la corte le dan pavor y huye de ellas como de la peste. Pero ¿dónde se ha visto semejante cosa? Por supuesto, y como es lógico, nadie cree que se comporte así porque es tímida. Piensan que es orgullosa, antipática y una tonta de remate a la que nada interesa. Y en los casi veinte años que lleva en este país la cosa no ha hecho más que empeorar. Para que te hagas una idea, solo tiene una amiga con la que se siente cómoda; y desde luego esa «amistad» —pronunció tía Nina con retintín— dice mucho de cómo es ella. ¿Conoces a Ana Vyrubova, niño?

Iba a contestar que una vez había visto de lejos a esa dama. Pero tía Nina ni siquiera me dejó comenzar la frase.

—Para tener una amiga como esa, mejor no tener ninguna. Pero ¿tú has visto cómo es? Mira, no quiero meterme con su aspecto, que luego tu madre anda con la cantinela de que no se debe juzgar a la gente por su apariencia. ¡Pero en este caso es imposible! Ana Vyrubova es lo más parecido a un oso hormiguero que he visto en toda mi vida. —Yo, que no tenía idea de cómo podía ser un oso de esas características, abrí mucho los ojos mirando a mi madre y luego a tía Nina, a ver si alguna me iluminaba, pero no—. Y lo peor es que tiene su misma inteligencia —continuó mi tía—. Y claro, cuando alguien como la zarina se hace íntima de una persona así, las envidias arrecian que da gusto. ¿Porque cómo demonios va a entender nadie que se muestre esquiva con todo el mundo menos con esa tonta de remate? Claro que, si con eso solo disgustase a la gente de la corte, no tendría demasiada importancia. Pero lo malo es que Alix tampoco se esfuerza por caer bien a su pueblo.

—¿Y qué se hace para caer bien al pueblo, tía?

—Exactamente lo contrario, niño. ¿Pero tú has visto cómo saluda, por ejemplo, en las pocas ocasiones en las que se digna aparecer en público? Todo el mundo lo comenta. La cabeza arriba y abajo, arriba y abajo, como una muñeca con el cuello roto. ¿Y qué me dices de esa manía de estar siempre cansada e incluso hacerse llevar de un lado a otro en silla de ruedas como si fuera inválida? Malade imaginaire! Enferma imaginaria, eso es lo que es, todo el día desparramada en un sofá o en una chaise longue. Eso por no mencionar, claro, la mirada de tristeza, por no decir amargura, que tiene siempre. A ninguna soberana por guapa que sea se le perdona que se comporte así, sobre todo cuando lo es del país más grande y poderoso del mundo. ¡Alejandra reina sobre casi ciento cincuenta millones de almas, pero parece un alma en pena! A ver ¿cómo se explica eso? Cae mal a sus súbditos y peor a los nobles, con lo peligrosísimo que es eso. Claro que yo todo lo veía venir desde el principio…

Pensé que a continuación tía Nina se embarcaría en una de sus letanías favoritas, que consistía en comparar los tiempos de Alejandro III, un zar tan masculino, según ella, tan lleno de recta autoridad y de buen tino, con el reinado de su hijo Nicolás II, un hombre con buenas intenciones, sin duda, pero que tal vez, al haber subido al trono muy joven tras la prematura muerte de su padre, había cometido ya demasiados errores. La larga lista de agravios la conocía hasta un muchacho como yo, de tanto que se repetía por aquel entonces. Se le reprochaba, por ejemplo, haberse embarcado hacía unos años en una innecesaria guerra contra Japón que acabó en humillante derrota (y en manos de una potencia de tercera categoría, para más escarnio). Se le reprochaba también que, más o menos por esas mismas fechas y en medio del gran malestar causado por la derrota y por los crecientes problemas económicos y sociales del país, hubiese abierto fuego sobre un grupo de manifestantes. Un centenar de obreros y de gente humilde que, con un pope a la cabeza y portando un icono santo, intentaba acercarse al Palacio de Invierno para solicitar un aumento en el salario mínimo de un rublo al día. La manifestación acabó en un baño de sangre de tan grandes proporciones que ese día se conoce como el Domingo Sangriento. Y de nada servía que las personas bienintencionadas argumentaran que Nicolás II ni siquiera estaba en San Petersburgo aquella mañana, por lo que la orden no había podido darla él. Para la gente, el Domingo Sangriento marcaba el fin de la relación idílica que el pueblo ruso había mantenido desde tiempos remotos con su batiushka tsar, su padrecito zar. Y por fin estaba el error más incomprensible de todos: en ese ambiente revolucionario producto de la guerra y del descontento, en el que todos los días había una barricada, una sublevación, un atentado terrorista, eran muchas las voces que pedían que el zar cediese parte de su poder autocrático a favor de la Duma o asamblea representativa. Contaban por ahí que incluso su tío, el gran duque Nicolás Nikolayevich, un hombre de enorme prestigio en todo el país, había amenazado con descerrajarse un tiro en presencia de su sobrino si no accedía a hacerlo. A regañadientes, el zar convocó a la Duma, pero fue un ensayo demasiado tímido con marchas atrás y arrepentimiento. Y es que, según Nicolás, la autocracia era la única forma de gobierno posible para un pueblo primitivo como el nuestro y para un país con un retraso de cincuenta años respecto de Francia o Inglaterra. Un enorme territorio en el que el noventa y cinco por ciento de la tierra estaba en manos de un privilegiado cinco por ciento de la población. Alejandra, por su parte, estaba completamente de acuerdo con su marido y lo alentaba a retirar incluso las pequeñas concesiones que ya había hecho. «Debemos preservar la autoridad divina que nos ha sido conferida para traspasársela íntegra a nuestro adorado hijo», era su conocida postura sobre el asunto. «Es nuestra obligación y también nuestro santo mandato».

Sí, todo esto tan repetido por aquel entonces podría haberme soltado tía Nina aquella mañana. Pero, por fortuna, tenía el día esotérico y no político, de ahí que fueran otros sus reproches.

—Ya lo decíamos nosotras, sus doncellas y ayudas de cámara desde que llegó a la corte. Ella —dijo sin dignarse pronunciar el nombre de nuestra zarina— trajo consigo la desgracia. ¿Recuerdas, Sonia, cómo y sobre todo cuándo llegó a Rusia? —añadió dirigiéndose ahora solo a mi madre—. Siendo como fue, era imposible que no atrajera la mala suerte. Neschastie! —exclamó entonces tía Nina escupiendo tres veces por encima de su hombro.

Yo, que había sido educado con tanto esmero por mi madre y por mi tía, aprendiendo francés y el modo elegante de saludar a un pope por si a la rueda de la fortuna le diera un día por girar a mi favor, era la primera vez que la veía hacer tal cosa. Sin embargo, conocía la costumbre. Una muy rusa que sirve para conjurar el mal fario.

Ignorando la mirada reprobatoria de mi madre, tía Nina se limpió los labios con el revés de la mano y se persignó dos veces antes de continuar.

—¿Cómo no iba a traerla si llegó a este país justo cuando agonizaba el viejo zar? Y todo el mundo conoce ese proverbio que dice que la novia que llega detrás de un féretro solo puede acarrear desgracia. Además, yo estaba ahí cuando se produjo la primera señal, la primera mancha escarlata.

—¿Qué mancha fue esa, tía? —dije intentando meter baza, porque, si las historias políticas me aburrían, con las de intriga me pasaba todo lo contrario.

Sangre —enfatizó ella recreándose en la a al tiempo que abría mucho los ojos como hacen los adultos cuando se disponen a contar a un muchacho algo no muy apto para sus oídos.

—Ya vale, Nina, no sigas por ahí —trató de atajar mamá, pero mi tía estaba embarcada en su relato y nada podía detenerla.

—Sangre, Leonid, a esa mujer la persigue la sangre. Como la que cayó sobre su manto de armiño el día de la coronación de ambos en el Kremlin. Yo estaba allí cuando ocurrió.

—Bobadas —intervino mi madre una vez más—. Precisamente porque estabas allí sabes muy bien que fueron apenas dos gotas derramadas por una doncella torpe que se pichó con el pasador de uno de los broches de diamantes.

—¿Ah, sí? Solo dos gotas, ¿eh? ¿Y qué me dices del resto de la sangre de ese día? ¿También te parece una bobada? Mira, Leonid, yo te voy a explicar cómo fue aquello —continuó, dirigiéndose a partir de ese momento solo a mí—. Imagínate la escena: Moscú entera volcada en calles y plazas para aclamar a sus jóvenes soberanos el día de la coronación en la fortaleza del Kremlin, como marca la tradición de la dinastía Romanov. Él, regio en su traje de ceremonia; ella, guapísima, a su lado. Diez kilos de perlas diminutas llevaba bordadas en su vestido, y nada menos que otros trece kilos en piedras preciosas. Ya ves —sonrió tía Nina con un aire triste que lo mismo podía ser compasivo que irónico—, ser emperatriz supuso para Alejandra Fiodorovna una pesada carga desde el comienzo de su reinado. Pero bueno, no es de trajes de ceremonia ni de coronaciones de lo que quiero hablarte, niño, sino de lo que ocurrió poco después. Resulta que los zares volvieron a sus aposentos a cambiarse de ropa y, mientras tanto, el pueblo se daba cita en una gran plaza para celebrar día tan señalado. Khodynka, he aquí el nombre del lugar de la tragedia. Más de diez mil personas se reunieron allí. Se trata de un campo militar, y por tanto de un terreno lleno de baches y desniveles. Pero nada de eso pareció deslucir la celebración, al menos al principio. Había música, baile y, lo más importante, habían anunciado comida y bebida gratis para todos. El problema vino luego, cuando se extendió el rumor de que no habría cerveza ni manjares para tanta gente. Comenzaron las carreras, los empujones, cundió el pánico y unos arrollaron a otros. ¿Sabes cuántas personas son mil trescientas, niño? —Yo asentí con la cabeza—. ¿Y mil quinientas? —añadió—. El primero es el número de heridos; el segundo, el de los muertos de ese día. Pero aún no te he contado lo peor. Para que nada desluciera la fiesta, alguien ordenó limpiar Khodynka a toda prisa y echar tierra encima de los cuerpos. Lo hicieron de este modo porque aquella noche había un baile de gala ofrecido por el embajador de Francia y la comitiva imperial tenía que pasar cerca. El zar, al conocer la tragedia, quiso cancelar la recepción, pero sus consejeros y familiares lo convencieron de que no, de que era preferible comportarse «con toda normalidad, como si no pasara nada» y, sobre todo, «que era mejor no hacerle un desaire a una potencia amiga». Mal consejo. Mientras los recién coronados zares abrían el baile en los salones de la embajada al son de una quadrille, en Khodynka los moribundos cubiertos de tierra intentaban asomar sus cabezas por encima de los cadáveres. Tal vez el recuerdo de aquel día teñido de rojo se habría desvanecido poco a poco si la palabra sangre unida al nombre de Nicolás y al de Alejandra no hubiese vuelto a cobrar trágico significado en los años siguientes. Como con la sangre de los muertos de la tan inútil guerra ruso-japonesa de la que ya te he hablado, o la de los caídos el Domingo Rojo frente al Palacio de Invierno. Ese día fatal se acuñó un nombre para el joven monarca que no ha dejado de perseguirlo desde entonces: Okrovavleni Nikolai, Nicolás el Sangriento, así lo llaman todos. Y por fin está la última de las manchas escarlatas que ha ido extendiéndose sobre su reinado y también sobre sus vidas. Para ellos, la más terrible. Claro que a esta última sangre de la que voy a hablarte, niño, se la conoce por otro nombre, uno que se pronuncia siempre en voz baja: hemofilia.

—¿Hemo qué? —interrumpí, temiendo que tía Nina, como es habitual entre los adultos, continuara su relato sin explicar el significado de esa palabra. Infundado temor, porque mi tía tenía, en efecto, el día pedagógico.

—He-mo-fi-lia, niño, y no te preocupes, hasta hace poco nadie en Rusia había oído jamás esta palabra. Aunque ella sí. Ella desde luego la conocía de sobra: tiene nada menos que un hermano, varios tíos y dos sobrinos con ese mal.

—No estoy de acuerdo en absoluto. Es una enfermedad desconocida —terció mi madre, y yo, una vez más, temí que la conversación se llenara de sobrentendidos y palabras difíciles. Por suerte mi tía estaba decidida a iluminarme en todos los aspectos. Tal vez porque veía en mí un sucesor, una nueva fuente de información directa sobre la familia imperial y sus intimidades.

—El mal del que hablamos, Lionechka, es una enfermedad que hace que la persona hemofílica que sufre una pequeña herida, un corte por ejemplo, no deje de sangrar. Y si la hemorragia es grande, es posible que muera sin que nadie pueda impedirlo. Un padecimiento cruel y terrible, ¿comprendes? Una maldición que se transmite de padres a hijos o, mejor dicho, de madres a hijos.

Al decir esto tía Nina, inmediatamente pensé en Tatiana Nikolayevna. Y la vi tal como la había espiado aquel primer día en su clase de francés; guapísima, solo que ahora, en mi imaginación, su vestido y su rostro aparecían bañados en sangre. Seguro que a mi tía no se le escapó mi aterrada expresión, porque, como suelen hacer los mercachifles de desgracias ajenas, aprovechó para abundar en detalles escabrosos, solo que, en este caso, la explicación posterior en vez de asustarme hizo que exhalara un suave (y mal disimulado) suspiro de alivio:

—Aún no te he contado lo peor —comenzó diciendo—. Para que te hagas una idea de lo monstruosa que es la hemofilia, te diré que ni siquiera es necesario que el niño —y digo niño porque esta enfermedad afecta solo a los varones, nunca a las chicas (y aquí vino mi respiro)— sufra un corte; basta con que se dé un golpe, a veces en apariencia insignificante, para que se produzca un gran derrame interno. Al cabo de unas horas, cuando menos se lo espera uno, el paciente empieza a sentir un intenso dolor acompañado de temperaturas altísimas, mientras que la sangre se va acumulando, sobre todo en las articulaciones. Y se embolsa ahí durante días, semanas, hasta corroer sin remedio la carne, los músculos e incluso los huesos. Ese es el verdadero peligro de los hemofílicos, el que los puede llevar a la muerte entre alaridos de dolor. ¿Comprendes ahora, Lionechka? Supongo —continuó mi tía—, que en tus correrías por los interiores de los conductos y tuberías habrás visto ya al joven zarévich Alexei, ¿no es así? Las malas lenguas dicen que está en cama estos días por una heridita de nada. ¡Pobre criatura!

Me hubiera gustado responder afirmativamente, porque hay que ver lo contagioso que puede ser el interés por la vida ajena. Sobre todo cuando tiene uno delante a una cotilla profesional como tía Nina. Lamentablemente para ella y sus ansias de noticias frescas, mis correrías por el interior de las estufas tenían algunos puntos ciegos. Y es que las rejillas que los water babies usábamos como respiradero (y también como lugar de espionaje) brillaban por su ausencia en los dormitorios y en los cuartos de aseo. ¿Una medida pudorosa para evitar indiscreciones como las nuestras? Tal vez. A pesar de lo insignificantes que debíamos ser los muchachos que nos dedicábamos a limpiar sus estufas, supongo que los arquitectos e ingenieros de aquel gran palacio decidieron evitar que metiéramos nuestras negras naricillas en reductos tan privados.

—No, no he visto aún al zarévich —tuve que confesar a tía Nina, pero, como no parecía conformarse con respuesta tan poco interesante, añadí—: lo que sí puedo decirte es que tanto sus hermanas como los zares, a los que sí he visto un par de veces, hablan de Baby, así es como lo llaman ellos, con toda normalidad. Por eso no creo que esté enfermo. Y desde luego nunca hasta ahora había oído la palabra hemo… hemoligia?

Hemofilia, niño. Y no, claro que no la has oído, ni la oirás. Me apuesto el bigote a que no se menciona, ni siquiera en familia. Es una palabra prohibida, ¿comprendes? Proscrita, como quien piensa, tontamente, que lo que no se menciona deja de existir. Y mira por dónde, he aquí otro de los grandes errores de nuestros zares. Durante años han ocultado la enfermedad de Alexei al mundo entero dando lugar a todo tipo de rumores y disparates sobre cuál es el mal que lo aqueja. Por eso algunos dicen que es subnormal; otros, que está endemoniado; incluso hay quien sostiene que ni siquiera es un niño, sino otra niña a la que se intenta pasar por chico, porque, después de cuatro hembras, ¡cuatro nada menos!, no se atrevían a decir que, de heredero varón, nada de nada. Así que ya ves —suspiró ruidosamente mi tía— cómo están las cosas en nuestra pobre madre Rusia: hay secretos, rumores y mentiras por un lado, y revoluciones, muertes y desprestigio por otro. Pero la culpable de todo es ella, Alejandra Fiodorovna, te lo digo yo. ¡Su sangre está maldita, como lo está la de todos los descendientes de esa gorda y fea abuela suya, la reina Victoria de Inglaterra, a quien Dios tenga en el infierno!

Mi tía se quedó en silencio unos segundos, aunque enseguida volvió a la carga.

Water babies —exclamó, volviendo a esa, para ella, tan denostada expresión que había sido la causante de toda su perorata—. ¡Pero dónde se ha visto que en la corte rusa hasta los deshollinadores tengan que hablar inglés!

—No lo entiendo —la interrumpí yo—. Tú has dicho que la zarina es alemana. ¿Por qué habla inglés entonces?

—Te lo he explicado antes, niño. Porque se crió en Inglaterra con su abuelísima. Pero hay algo más: da la casualidad de que toda Europa es medio inglesa gracias a ella.

—¿A Alejandra Fiodorovna? —pregunté cada vez más confuso, porque el pronombre ella en boca de mi tía se refería siempre a una persona, nuestra zarina.

—No, tonto de remate, a la reina Victoria, que consiguió casar tan bien a sus hijos y nietos que ahora está emparentada con casi todas las casas reales europeas. Una invasión británica en toda regla, niño. Ten mucho cuidado con los ingleses, te lo advierto desde ahora, siempre traen problemas.

Tía Nina continuó largo rato desparramando improperios sobre los hijos de la Gran Bretaña, sus costumbres, su aspecto físico, su five o’clock tea y su Christmas pudding. Pero, curiosamente, lo hizo trufando su discurso con multitud de palabras y frases en ese idioma. Tantas que me pregunté si su ojeriza a los británicos no tendría que ver con cierta fotografía que amarilleaba junto a su mesilla de noche. Una en la que podía verse a un hombre canoso y marcial vestido de marino y al que mi madre llamaba Mr. C. Yo había visto que su retrato enmarcado en plata gozaba de una suerte irregular. Tan pronto estaba vuelto hacia la pared como un niño malo, como resplandecía con el marco recién lustrado y una velita blanca encendida a su derecha. Esto último solía coincidir con la llegada (cada vez más menguante y espaciada, dicho sea de paso) de unos sobres de correos escritos en tinta verde y lacrados con un sello rojo en el que podía verse una elegante inicial.

Que Mr. C era un hombre inglés no tardé demasiado en descubrirlo gracias a retazos de conversaciones entre mamá y mi tía. Que se trataba de un gran caballero que tía Nina había conocido cuando trabajaba en palacio tampoco fue difícil de averiguar, sobre todo desde que mi quehacer como water baby me había agudizado el interés por la vida ajena. En cambio, el verdadero nombre de aquel caballero y el papel que iba a jugar en la historia de Rusia fue algo que aún tardaría años en descubrir. De momento baste decir que C estaba destinado a convertirse en otra de esas ondas en un estanque de las que hablaba Rasputín en su póstuma carta al zar.