CIUDADANO ROMANOV

Regresó en su Rolls Royce favorito. No el que usaba para visitas oficiales, sino otro de color púrpura, el que conducía personalmente cuando iba a la iglesia con su familia. Solo que ahora tanto la carrocería como las banderas rojas que ondeaban a los flancos estaban sucias de fango y nieve. Alguien había intentado borrar también el escudo imperial de sus portezuelas con un objeto punzante, pero lo más que consiguió fue dejar una triste cicatriz, como en carne viva. Tras apearse del vehículo, el ciudadano Romanov saludó a la muchedumbre congregada allí, igual que siempre lo había hecho. Primero un vaivén de la diestra extendida en el aire y luego un elegante giro de muñeca. Sin embargo, de inmediato se dio cuenta de la inoportunidad del gesto y reconvirtió el saludo en una venia militar marcial y algo titubeante, igual que un cadete.

Cuánto había cambiado. Vestía un capote de campaña desabotonado bajo el que se entreveía una túnica caqui, pantalones de montar y botas de campo. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos. Parecían haber naufragado en sus cuencas mientras la piel reseca de alrededor se apretaba contra los pómulos, como las ancas de un caballo enfermo. Por segunda vez alzó la mano, pero en esta ocasión no para ensayar ningún saludo, sino para atusarse la barba. Más que un gesto, era un tic. Yo se lo había observado en muchas ocasiones, solo que ahora lo repetía de forma compulsiva, mientras salvaba de dos en dos los peldaños que lo separaban de la entrada del palacio. Una vez arriba, los milicianos que custodiaban la puerta apoyados indolentemente en su marco cruzaron sus fusiles cerrándole el paso. Uno, sin molestarse en retirar la colilla que colgaba de sus labios, preguntó:

—¿Quién va?

—Nikolai Romanov —contestó él y aquel tipo se demoró en dar una última calada a su cigarrillo. Luego, echándole el humo a la cara, se hizo a un lado dejándole entrar. Iuri y yo corrimos hacia la barandilla para ver qué pasaba una vez que accediera al interior.

Si el jardín estaba lleno de curiosos, en el vestíbulo no cabía un alma. Vimos a nuestro ex zar detenerse, sorprendido al ver su casa llena de extraños, y luego, fijando la mirada en un punto indefinido, ni tan elevado que pareciera altanero ni tan bajo que pudiera confundirse con humillación, se dispuso a avanzar. A pesar de que desde niño se había visto rodeado de multitudes, jamás había tenido que abrirse camino entre ellas e ignoraba cómo hacerlo. Pero no le quedaba más remedio que sumergirse en aquella pleamar de cuerpos, de caras, de ojos que lo observaban si deseaba llegar al ascensor, esa salvadora cabina, reliquia de la que había sido, hasta hacía unos días, su fastuosa vida y que lo conduciría al piso superior, donde lo esperaba Alix. Vi como tomaba aire intentando tranquilizarse y luego, muy lentamente, se iba hundiendo en aquella marea hostil. Nunca fue muy elevada su estatura, pero ese día me pareció más pequeño. Avanzaba con dificultad, hasta que se le ocurrió llevarse la diestra a la sien y ensayar el mismo saludo militar de antes. Ignoro si fue aquel gesto o, simplemente, un atávico y muy difícil de erradicar respeto hacia su persona lo que obró el milagro, pero de pronto, el mar rojo de banderas e insignias que lo engullía comenzó a abrirle paso. Desde donde estábamos, la escena era de las que no se olvidan. Un hombre menudo que avanza a golpe de venias entre una muchedumbre que recula a su paso. Ni una voz, ni una risa ni un grito. Nada perturbó el silencio que parecía haber caído sobre la turba hasta que Nicolás alcanzó las puertas del ascensor. Allí hubo unos segundos de desconcierto hasta que alguien le indicó que no había electricidad en el palacio. Ni siquiera entonces volvió el griterío. Tampoco cuando se dirigió a la escalera del fondo, que por fortuna estaba a escasos metros, y comenzó a ascender por ella.

Entonces sí. No habían desaparecido aún las botas de campo del gospodin polkovnik escaleras arriba, cuando volvieron las voces, los vivas a la república y los insultos a la niemka traidora y a Nikolai el Sanguinario. Incluso un hombre, cogiendo una estatuilla de basalto de una mesa, la estrelló contra el hueco de la escalera.

—¡Muera el cabrón que no sabe ni controlar a su propia puta! —dijo.

—¡Sí, mirad cómo viven ellos rodeados de oro mientras nosotros nos morimos de hambre! —replicó otro.

Y un tercero que, como mi compañero de viaje, el dueño de Misha el Breve, llevaba un saco al hombro gritó:

—Vamos, camaradas, tomad lo que es vuestro. ¡Aquí hay para todos!

Las aguas del Mar Rojo se habían vuelto a juntar y ahora amenazaban con inundarlo todo.

—Vamos, no hay tiempo que perder, sígueme.

—Pero ¿se puede saber adónde vas ahora, Iuri? ¿No ves lo que está pasando? Lo arrasarán todo.

—No llegará la sangre al río. No esta vez, al menos. Los oficiales tienen orden de evitar los robos y el gobierno provisional se juega mucho en esto. Además tú y yo tenemos cosas más importantes que hacer, Chiquitín.

—¿Como qué, si puede saberse?

—Siempre haces demasiadas preguntas, sígueme y verás.

Separándose de la barandilla a la que habíamos estado asomados hasta entonces, Iuri señalaba la zona del palacio a nuestra espalda. Y, más concretamente, al largo y desierto pasillo que conducía al extremo opuesto del edificio, allí por donde ascendía la escalera interior por la que acababa de desaparecer el zar. Echó a andar a buen paso, casi a correr en esa dirección. Sin embargo, no llegó al fondo del corredor, se detuvo a mitad de camino, ante una puerta disimulada en la pared. Una que, bien lo sabía yo, conducía a las fascinantes entrañas de nuestro palacio y, en concreto, a cierto cuarto de escobas por el que era fácil colarse en los conductos de la calefacción, esos por los que nos movíamos los water babies.

—Te recuerdo —le dije a Iuri— que ya no quepo por esos pasadizos ni con calzador. Así que, si lo que te propones ahora es espiar el reencuentro de Nicolás con Alejandra, me temo que tendrás que verlo tú solo y contármelo luego.

Iuri no estaba para chácharas, ni siquiera me contestó. Una vez allí, dejamos atrás el cuarto de escobas y continuamos hasta llegar a otra habitación en la que yo no había estado nunca. Debía de tratarse de una especie de trastero porque había raquetas de tenis, viejos palos de lacrosse y de hockey y hasta un pequeño trineo que Iuri tuvo que apartar para abrir una de las dos puertas-ventanas y salir a un balcón.

—Espero que, a pesar de haber crecido más de la cuenta, no hayas perdido tu lindo pie, Chiquitín.

Le hice un gesto, mitad de interrogación, mitad de impaciencia, y el rió enseñando sus dientes de duende.

—¿Recuerdas la pequeña chimenea metálica que hay justo encima del gabinete malva? ¿La que nos tocó reparar después de la última gran nevada? Para llegar hasta allí tuvimos que recorrer varios metros de fachada por una cornisa. Se te daba muy bien caminar por los pretiles, un verdadero equilibrista, Chiquitín, recuerdo que hasta Antón Petrovich te puso de ejemplo para los otros water babies.

—Sí, claro, y a punto estuve de romperme la crisma para ganar tan alta distinción; y eso que entonces calzaba dos números menos.

—Descuida, lo que vamos a hacer esta vez es mucho más fácil. Mira allí, ¿te das cuenta? Desde donde nos encontramos ahora hasta el balcón de la antesala del dormitorio no hay más que una docena de metros.

—¿Qué te hace pensar que el reencuentro de los zares tendrá lugar allí?

—¿Dónde si no?

—En el gabinete malva, por ejemplo. Es su habitación favorita, también puede que elijan hablar arriba, en el reino de OTMA, supongo que él estará deseando abrazar a sus hijos.

—Como fisgón de la vida ajena eres una calamidad, Chiquitín. Piensa un poco. La situación es tal que antes de visitar a sus hijos necesitarán hablar a solas, ¿no te parece? Es la primera vez que se ven después de la abdicación. En cuanto al gabinete malva, está en la planta baja, a dos pasos de donde esos energúmenos chillan niemka y puta traidora. No, no les queda más refugio que sus habitaciones privadas. Y entre ellas, si hay que hacer una apuesta, me quedo con su dormitorio o la salita contigua, lejos de las miradas de los pocos ayudantes y secretarios que aún les son fieles.

—¿Y si no es así?

—Si no es así pierdo la apuesta y habremos caminado por un peligroso pretil en vano.

—Mira, déjalo —concluí—, no entra en mis planes partirme la cabeza. Esta vez tendrás que ir tú solo si tanta curiosidad tienes.

Me disponía a deshacer el camino cuando Iuri sonrió de nuevo.

—Te recuerdo, Chiquitín, que además de pasar por delante del dormitorio imperial, ese alero por el que te propongo hacer equilibrios llega también hasta la enfermería. Y allí está tu gran duquesa favorita recuperándose del sarampión. No sé por qué pienso que esa excursión no te parece ya tan disparatada…

Gracias a la insistencia de Iuri y a su pequeño cebo romántico pude ser testigo de una escena de las que no se olvidan. Tal como había dicho mi amigo, aquella estrecha cornisa llevaba hasta el balcón de la sala contigua a las habitaciones imperiales. Llegar hasta allí puso a prueba todas mis viejas dotes de funambulista, pero luego fue sencillo colarse en el edificio. Ni siquiera en tiempos de revolución renunciaba la zarina a su higiénica costumbre de airear las habitaciones, de modo que no tuvimos que forzar la puerta-ventana para entrar y, una vez traspasado el dintel y protegidos tras unas cortinas de chinz azul, nos dispusimos a esperar.

Lo primero que noté fue que flotaba en el ambiente el perfume de nuestra soberana. Ella y sus hijas tenían una fragancia a la que eran siempre fieles, o, mejor dicho, en su caso eran dos. Una más compleja y rotunda para la noche y esta que ahora me hizo regresar con nostalgia a tiempos más felices, el aroma de lavanda mezclado con canela que presagiaba que la ex zarina no estaba lejos. En efecto, en cuanto apartamos discretamente la cortina, la vimos. Estaba allí, en el extremo opuesto de aquella salita adyacente al dormitorio imperial, sentada en su sillón inglés a juego con las cortinas, la vista fija en la labor de aguja que tenía entre las manos, como si con aquella demostración de doméstica normalidad quisiera borrar todo lo que estaba ocurriendo. Ahora solo nos quedaba esperar que llegara el zar.

—¿No te habrás equivocado, Iuri? —le pregunté—. A lo mejor ni siquiera hay escena de reencuentro. Él ya debería estar aquí, iba muy por delante de nosotros y no ha tenido que hacer equilibrios en las cornisas. ¿Cómo puede tardar tanto en hacer un recorrido tan corto?

La respuesta a esta pregunta nos la dio el propio ex emperador, o mejor dicho su aspecto, que había mejorado considerablemente. Llevaba ahora otra camisa más clara y el pelo húmedo bien peinado, como un niño bueno. Calculé que habría pasado por su famoso cuarto de baño de mármol negro para asearse, como hacía siempre después de un viaje. El zar era así, un hombre de costumbres, y ni siquiera una revolución podía hacer que las alterara.

Entró sin hacer ruido y ella al verlo no se movió de donde estaba. Incluso dio dos puntadas más a su labor, como si se esforzase en mantener esa ficción de normalidad que es el mejor refugio de las personas bien educadas. Apenas un mínimo, casi imperceptible temblor de la mano que sostenía la aguja conseguía delatarla. Otra puntada más a su labor, y luego un casi jovial hello my darling, fue su recibimiento. Él dio dos pasos hacia ella, la cabeza erguida, la barbilla en alto, igual que un recluta en posición de revista. Sin embargo, ese gesto contrastaba penosamente con el peso inmenso que parecían soportar sus hombros y la forma en que los brazos le colgaban muertos a lo largo del cuerpo.

Please don’t… —balbució entrecortadamente y en inglés—. Por favor, no, yo… yo no quería. —Las palabras brotaban con tanta dificultad de su boca que era doloroso verlo—. Estoy… tan… avergonzado. No era mi intención, por favor… Solo entonces se puso ella en pie; bastidor y aguja cayeron al suelo. Vestía su hábito de enfermera de la Merced y lo que hizo a continuación fue, como en cámara lenta, llevarse las manos a la cabeza y taparse los oídos. Lo miraba, solo lo miraba.

—Por favor, yo… Yo no quería, te juro que… —articuló él mientras que, como un gran árbol abatido por un hacha, fue cayendo hasta quedar de rodillas, las manos extendidas hacia su esposa, la mirada perdida.

Iuri y yo nos mirábamos aterrados, abochornados de presenciar escena tan íntima.

—Te lo suplico, te lo suplico. —Lloraba. Y yo sentí el impulso de descorrer la cortina y de gritar que por Dios se callara, de implorarle que no lo hiciera, que no se humillara más, de brindarle mi mano para que, por favor, por caridad, su majestad imperial se pusiera de pie.

No lo hice. Continué donde estaba, clavado al suelo, los ojos llenos de espanto, el corazón golpeando loco contra mis costillas.

Él arrodillado, entre sollozos, se fue venciendo hacia delante hasta tocar con su frente las maderas del suelo. Y siempre las mismas palabras. «Yo no quería», «yo no sabía…», «perdóname…», mientras sus manos, blancas como la cera, se crispaban arañando el parquet. Alzó por un momento la cara y vi entonces cómo un interminable hilillo de baba caía de sus labios y se entretejía con sus lágrimas hasta formar en su barba una brillante telaraña viscosa.

Mientras tanto, ella siempre en la misma posición, como una estatua de sal, alta, erguida, inmóvil, lo