—Chico, cualquiera diría que has dormido con la ropa puesta. O que ni siquiera te has acostado. ¿Y esa cara? Mírate, Grisha, apuesto que no te han dejado pegar ojo. Apuesto que el joven Yusupov todavía no ha acabado la juerga, ¡menudo crápula!
Así recibió tía Nina a su hermano cuando por fin apareció por casa. A pesar de lo prometido la noche anterior, tío Grisha llegó justo cuando el pope Dimitri apuraba las últimas bendiciones antes de salir para el cementerio. Pero, más que la impuntualidad, lo que molestaba a tía Nina era el aspecto de su hermano.
—Eres demasiado bueno, por no decir tonto de remate, Grisha. ¿Se puede saber hasta qué hora estuvieron Félix y sus amigotes tocando la balalaica?
Tampoco tío Grisha parecía de muy buen humor.
—Mira, Nina, vamos a dejarlo. No pienso discutir contigo nada de lo que ocurre en nuestra casa y lo sabes de sobra. Además, no estoy aquí para oír más sermones que los del padre Dimitri.
Aquello zanjó los reproches, pero a tía Nina no le faltaba razón. Grisha no solo estaba sin afeitar, sino que llevaba la misma camisa de la noche anterior, algo poco usual en su aseada persona.
—Ahhhh, lo que yo daría por ver una de esas fiestas de ricos, aunque fuera por un agujerito…
Eso oí suspirar a mi izquierda a Gala Sheropieva. Gala era nuestra vecina de rellano. Una mujer de unos cuarenta años, viuda y de pelo violentamente rojo. Pero esa no era ni mucho menos su característica más notable. Había una particularidad de su carácter que la hacía famosa en el vecindario: «Yo duermo siempre con un ojo abierto y otro cerrado», le gustaba decir, y para mí que era cierto en el más literal sentido de la palabra. No solo porque sus globos oculares eran grandes, ovoides y coloreados como huevos de pascua, sino porque uno miraba a Minsk y el otro a Vladivostok.
—Cuando le cuente a mi sobrina que he conocido a un Yusupov, no se lo va ni a creer —añadió con otro suspiro.
Era costumbre entre los criados llamarnos por el apellido de nuestros señores, pero aun así, tío Grisha le dedicó una mirada glacial.
Ella ni se inmutó. Aprovechó que el padre Dimitri se había acercado a mi tío a explicarle ciertos pormenores de la ceremonia fúnebre, para continuar con su cháchara, dirigida ahora a mí.
—Sabe Dios que no me gusta hablar de estas cosas cuando hay alguien de cuerpo presente. —Aquí se santiguó con mucha devoción—. De hecho, ya has visto lo calladita que he estado toda la noche velando a tu pobre matiushka. Pero supongo que conoces el refrán, muchacho, la vida sigue y el muerto al…
Si iba a decir «hoyo», la dejé con la palabra en la boca. No era santo de mi devoción aquella mujer, tal vez porque a mi madre nunca le gustó. A tía Nina, en cambio, le caía en gracia. «Si quieres enterarte de lo que pasa aquí o en cualquier otra parte de Petrogrado —solía decir—, habla con Gala. Lo sabe todo, más que la Gazeta Vedomosti».
Mucho me temía yo que, muerta mamá, íbamos a tener a Gala Sheropieva con uno de sus ojos virojos en su casa y otro en la nuestra. Pero bueno, eso era algo de lo que ya tendría tiempo de preocuparme más adelante. Ahora lo más urgente era prepararse para dar el último adiós a mi madre y ayudar a tía Nina en lo que pudiera necesitar. Quiere la tradición rusa que quien va camino de su última morada lo haga en féretro abierto recorriendo calles y plazas a la vista de todos, y a hombros de sus allegados, siempre varones. Tía Nina, con la ayuda de otras mujeres, había instalado a mamá en una caja de pino que recubrieron de una bonita tela blanca. A continuación entre los dos nos encargamos de adornarla con algunas flores y yo aproveché para incluir el díptico que Rasputín me había entregado para ella. De poco le había servido en esta vida; tal vez la reconfortara en su tránsito a la otra. Una vez terminados los preparativos, la besamos por última vez y un par de vecinos nos ayudaron a tío Grisha y a mí en nuestra triste tarea de transportar el féretro.
Comenzó el cortejo. La mañana había amanecido fría y soleada como las anteriores y la gente al vernos se detenía para quitarse respetuosamente el sombrero o santiguarse. O al menos así ocurrió durante las primeras dos manzanas. Al llegar a la tercera, en cambio, comencé a notar una nueva actitud. Ya nadie parecía percatarse de nuestra presencia. De hecho, nos daban la espalda, arremolinándose en grupos y cambiando impresiones entre ellos, primero en voz baja, pero, a medida que avanzábamos, en tono más alto y alterado.
«Habrá llegado alguna nueva y aún más triste noticia del frente», pensé, y con esta idea continuamos hasta llegar al cementerio. Una vez terminado el entierro, con todas sus penosas e inacabables jaculatorias, salimos por fin de aquel lúgubre recinto. Entonces fue cuando oímos la noticia que corría por todo Petrogrado.
—¡Ha desaparecido Rasputín!
—¡Sin dejar rastro!
—Nadie tiene idea de qué ha sido de él…
—Calla y escucha —intervino un individuo a mi lado—, vivo a dos calles de su casa y lo sé todo. Su hija dice que anoche, sobre las once y media, un joven de la mejor sociedad de San Petersburgo pasó a recoger al starets en su automóvil y no se le ha vuelto a ver desde entonces.
Gala Sheropieva, que a pesar de formar parte de nuestro cortejo parecía haber aprovechado el recorrido de casa al cementerio para recolectar información, fue la primera en dar un nombre:
—Qué joven ni qué niño muerto. ¡Nada menos que Félix Yusupov en persona! Él —enfatizó Gala demorándose mucho en la ele, imitando la forma de hablar de la gente rica—, él fue quien lo recogió, y allá que se fueron riendo y cantando al palacio del Moika.
Como alguno de los presentes no sabía a qué se refería con ese último nombre, Gala Sheropieva procedió a ilustrarle.
—Sí, amigo mío, el palacio más caro y extravagante de Petrogrado. Lo levantó el viejo Yusupov, y ahora que el joven Félix se ha casado con la sobrina favorita del zar, y hasta que tengan su propia mansión, viven todos bajo el mismo techo. Solo que ayer papá y mamá no estaban, tampoco Irina ni el bebé, ¿comprendéis? ¿Qué se traerían entre manos ese niñato malcriado y el padre Grigori? Nada bueno, desde luego. ¿Y ahora, dónde demonios está el starets? —preguntó dirigiéndose a Grisha con un aire entre inquisitivo y triunfal.
Me volví para ver la reacción de mi tío. Seguro que él se encargaba de poner en su sitio a aquella cacatúa.
—No diga sandeces, señora. Las personas ignorantes quedan ridículas cuando hablan de lo que no saben.
Eso fue lo único que se dignó decirle y me sorprendió comprobar cómo al vocalizarlo, muy despacio, no había en su cara contrariedad ni fastidio. Bailaba en ella una aristocrática (aunque algo cansada) sonrisa.