CAMBIO DE RUMBO

El viaje se desarrolló tal como había previsto Tatiana. Media hora después de aquel beso que tenía un destinatario que no era yo, las dos tartanas en las que viajaba la comitiva del ex zar de Rusia abandonaron Tobolsk. En la primera de las carretas viajábamos Alejandra con Demitova, María Nikolayevna y yo. En la segunda se acomodaron Trupp y varios soldados. Nicolás hizo ademán de subir a la carreta de su mujer, e incluso me pidió una brazada de paja para tumbarse junto a nosotros. Pero Yakolev tuvo la amabilidad de invitarlo a ir con él a caballo escoltando la comitiva. Nos costó vadear el Tura. Las tartanas parecían a punto de sumergirse a cada rodada en el barro y el agua helada. Por fin, bien entrada la mañana alcanzamos el pueblo de Rasputín. Una vez realizado el cambio de posta, los zares pasaron con su carro semidesvencijado bajo la ventana de la casa del hombre que tanto había colaborado a torcer su destino. Sin darse cuenta del sarcasmo, Alejandra miraba la casa del starets y a continuación sonreía a los milicianos que se cruzaban en nuestro camino, esperando que fueran unos de esos buenos soldados rusos que su fe en el brujo de Siberia le había hecho creer que vendrían a salvarnos. Ignorantes del papel que se les atribuía en aquella tragedia, ellos le devolvían una sonrisa entre sorprendida y condescendiente mientras continuaban con su tarea de escoltarnos hasta Tyumen, donde debíamos tomar el tren. Una vez en la estación, logré escabullirme para cumplir mi promesa a Tatiana de echar su carta al correo, y eso me permitió observar un cambio en los planes. Fui testigo, por ejemplo, de cómo Yakolev, que había recibido orden de llevarnos a Moscú lo antes posible, indicó al maquinista una ruta más larga para evitar pasar por la conflictiva ciudad de Ekaterinburgo. Sin embargo, en cuanto el tren abandonó la estación en dirección Norte en vez de Sur, alguien debió alertar al soviet local, porque ordenaron detener el convoy. Nosotros pensamos que, dada la anarquía reinante en Rusia, se trataba de una lucha de poder entre Moscú y Ekaterinburgo. Ahora se sabe que era algo más complejo. Una parte de las autoridades moscovitas quería al zar en la capital para satisfacer la petición de los alemanes. Pero otros preferían mantenerlo lejos, temiendo el uso que el káiser pudiera hacer de peón tan valioso. Los alemanes no ignoraban que la revolución bolchevique era solo el primer paso para extender la lucha obrera a todo el continente, tal como Lenin se había encargado de propalar en sus arengas. Por eso algunos bolcheviques temían que el káiser, usando sus privilegios de vencedor, pretendiera ayudar a la restauración de la monarquía y evitar así incómodos contagios revolucionarios en su propio país. De hecho, los servicios secretos soviéticos tenían ya noticias de que el primo Willy había intentado convencer a varios miembros de la familia Romanov de que suscribieran el Tratado de Brest-Litovsk ofreciéndoles a cambio la corona rusa. Ninguno quiso prestarse al juego, pero ¿y si convencían al propio ex zar para que lo hiciera? ¿No sería una jugada perfecta? Nicolás salvaba su cabeza y Willy no solo conjuraba el peligro de que la epidemia comunista se extendiera por el continente, sino que además rescataba a su desdichado primo Niky. En la compleja partida de ajedrez que jugaban con los alemanes, los bolcheviques no podían echarse atrás en su ofrecimiento de llevar al zar a Moscú. Pero sí podían, en cambio, engañarlos. Contándoles, por ejemplo, que «absolutamente en contra de su voluntad» los patriotas de Ekaterinburgo habían reclamado al zar por estar en su jurisdicción y pretendían juzgarlo allí. Fue así como las ruedas del tren y las de la fortuna de los Romanov comenzaron a girar veloces hacia su último y mortal destino.

—¿Dónde crees que nos llevan? —me preguntó María al ver que una nueva locomotora era enganchada a la cola de nuestro convoy, que pronto comenzó a correr en dirección contraria a la que llevábamos minutos antes—. ¿Volveremos a ver a los demás, a Olga, a Tania, a Nastia? ¿Y a Alexei? ¿Tú crees que sí?

—Estoy seguro. —Sonreí mientras veía como la estepa siberiana se extendía ante nosotros.

—Prométeme que tú no me dejarás.

—¿Yo…? Claro que no —respondí sorprendido.

—He perdido ya a tanta gente querida, pienso que no podría resistirlo.

—Labio superior firme, ¿recuerdas? Tú misma me diste la receta. No hay mejor forma de afrontar lo que venga.

—Sí, hay una mejor.

—¿Cuál, Masha?

Ella miró a su alrededor. El zar parecía enfrascado en la lectura de un libro, Demitova remendaba una prenda y un poco más allá la zarina parecía perdida en sus pensamientos o en sus plegarias.

—Dame la mano, Leo.

Se la di y se la llevó al pecho.

—Esta es la mejor manera de hacerlo —dijo, mientras me permitía sentir, a través de la tela de su blusa, el latido apresurado de

… Masha querida, no me diga que ya es la hora. ¿De veras han pasado treinta minutos? ¿Me deja seguir grabando aunque sea un instante? ¿Sabe una cosa? Al verla ahí hace unos segundos recortada en el quicio de la puerta, fue como volver atrás en el tiempo… Está bien, está bien, no se preocupe, ya apago el cachivache, que no digan sus colegas que siempre le toca lidiar con este viejo difícil y medio chocho. ¿Ve? Ya lo desconecté y voy a guardarlo. ¿Cuánto tiempo puede durar? No, no me refiero a la operación, sino al postoperatorio. ¿De veras?, así que nadie le hace esa pregunta. Claro, imagino que, cuando se trata de carcamales como yo, lo que les preocupa es si van a salir de esta o si están a un paso de tocar la lira con los angelitos, tra-la-lá. Como ya le dije, mi caso es diferente. La muerte y yo somos viejos amigos y sé que no me va a traicionar. Total, tampoco le pido tanto, apenas el tiempo suficiente para terminar mi confesión. Ella tiene espíritu deportivo, ¿sabe?, seguro que me lo concede. Aunque a veces… también puede llegar a ser muy tramposa. Igual que su sosias, la Pikovaya Dama, la Dama de Picas del cuento de Pushkin del que le hablé el otro día. Recuérdeme que se lo cuente después de la operación, es muy interesante. No me diga, ¿así que ya estamos en la cuenta atrás? ¿Esa jeringa que tiene ahí es lo que ustedes llaman un sedante? Bueno, querida, estoy en sus manos, completamente en sus manos…