BANDERAS ROJAS

La situación es insostenible. Hay anarquía por todas partes, tiroteos en las calles y deserciones a millares. No hay comida ni combustible y, mientras tanto, vuestro gobierno parece paralizado de terror. Una persona que merezca la confianza de la gente debería ponerse al mando.

Carta de Mijail Rodzianko,

presidente de la Duma,

al zar Nicolás II, en marzo de 1916

Apenas tres meses después de que el cadáver de Grigori Rasputín apareciera flotando en las aguas del Neva, estalló la Revolución rusa. Días antes, Mijail Rodzianko, el entonces presidente de la Duma, envió a su majestad la siguiente carta:

Majestad:

El país se encuentra en un estado crítico. El espíritu de la población es tal que el más terrible de los levantamientos parece próximo. Rusia entera clama por un cambio en los asuntos de gobierno y vos no tenéis ni un solo hombre honrado en vuestro círculo más próximo, todos han sido eliminados o sustituidos. Es un secreto a voces que la emperatriz, primero junto a su starets y, tras su muerte, ella sola, da órdenes sin vuestro conocimiento aprovechando que estáis en el frente. El odio e indignación contra la zarina crecen cada día. La ven como la valedora de nuestros enemigos los alemanes, los mismos que masacran a nuestro ejército en todos los frentes.

La respuesta del zar no se hizo esperar: «Imposible modificar la autocracia o reorganizar el gobierno con los alemanes acechándonos. Stop. Tal vez lo haga una vez que ganemos la guerra. Stop».

Este intercambio de cablegramas tuvo lugar el 10 de marzo. Cinco días más tarde, el gobierno caía sin remedio y el poder pasó a manos de la Duma.

Yo también había quemado mis naves. Después de saltar del tren en marcha y volver junto al lecho de mi madre, no tenía manera de recuperar mi puesto de trabajo en el hospital, y menos aún en el palacio de Aleksandr. Incluso me habría resultado difícil recorrer los escasos veinte kilómetros que me separaban de ellos. El servicio de trenes sufría frecuentes cortes y las inclemencias del tiempo eran cada vez más crueles. A treinta y cinco grados bajo cero, Petrogrado moría de frío y sobre todo de hambre. Ya nadie tenía trabajo. Las fábricas cerraron por falta de carbón y la gente se arremolinaba a las puertas de las desprovistas panaderías con la esperanza de conseguir un mendrugo de un pan en el que el serrín y las inmundicias tenían más presencia que la harina. Como siempre, había muertos por las calles, pero ya nadie se tomaba la molestia de levantar sus despojos. Con una excepción: los ladrones de cadáveres que por las noches recogían los de los más jóvenes y tiernos que, más tarde, reaparecían en el mercado negro convertidos en tasajo o salchichas. Los militares se apiñaban en sus atufantes barracas llenas de humo, escuchando de la mañana a la noche exhortaciones y soflamas de los agitadores y revolucionarios que les recordaban que quince millones de campesinos habían sido obligados a dejar sus tierras para unirse al ejército, y que la gran mayoría de ellos eran ahora festín de gusanos. Sin nadie que produjera trigo ni otro bien esencial, el fin estaba próximo, aseguraban ellos, y los alemanes pronto llamarían a las puertas de la capital, a menos que Nicolás y sobre todo la puta Alejandra fueran depuestos y se instaurase un gobierno del pueblo.

Recuerdo que un día de marzo, creo que fue el 8, caminaba sin rumbo cerca de la avenida Nevsky. Lo hacía del mismo modo desesperanzado que tantos otros ciudadanos, provisto de una sumka o bolsa. Era imprescindible procurarse una, porque no sabíamos nunca qué diminuto manjar podíamos encontrar en el camino. A veces un escuálido gato, quién sabe si una rata, algún tubérculo o raíz tierna, mondas de patata, cualquier cosa que llevarse a la boca. Aquella mañana me llamó la atención un griterío proveniente de la ribera derecha del Neva y me acerqué para ver qué pasaba. Una larga procesión compuesta en su mayoría de mujeres reclamaba: «Dadnos pan, nuestros hijos se mueren de hambre, que alguien nos asista». De pronto, se corrió la voz de que, cerca de allí, en un depósito, acababa de recibirse una partida clandestina de trigo destinada a los ricos del barrio Sur y se organizó un tumulto. Me dejé arrastrar con la esperanza de llevar a casa al menos unas espigas, cuando aparecieron los primeros cosacos. Este cuerpo, tan amado hasta entonces por el pueblo, era el encargado de mantener el orden en las calles y sus oficiales tenían instrucciones del zar de hacerlo, bien por la fusta, bien por el sable. O incluso con el fuego de sus fusiles si era preciso, y yo mismo los había visto disparar contra mujeres o niños indefensos. En aquel momento los primeros menesterosos, entre los que me encontraba, logramos romper una de las ventanas laterales del depósito de víveres y así accedimos al recinto. Al fondo, blancos e incitantes, pude ver más de un centenar de sacos de trigo alineados con una perfección que contrastaba con el entorno, húmedo y lleno de goteras.

—¡Son nuestros! —gritó una mujer y nos precipitamos, niños, ancianos, mujeres, cada uno con su sumka, para recoger lo que pudiéramos del botín. Entre codazos y empujones conseguí abrirme paso hasta encaramarme junto a tres muchachas a lo alto de los fardos. Mi intención era favorecer en lo posible el acceso de los más débiles al trigo, pero enseguida me vi arrollado por la multitud que se me vino encima. Unos reían, otros lloraban, y en los ojos de todos, el afiebrado brillo del hambre. En ese momento aparecieron ellos. Eran lo menos veinte cosacos barbudos y desaliñados que, tras desenvainar sus sables, avanzaron sobre nosotros.

—¡Que no se mueva nadie! —ordenó uno que parecía el jefe, la hoja del sable brillando desnuda sobre su cabeza.

Había visto tantas veces la escena, el mismo choque entre fuerza y desesperación, que esperaba que, de un momento a otro, aquel tipo y sus soldados comenzaran a abrirse paso a sablazos entre la gente. No podía permitirlo; era el único hombre joven entre ancianos, mujeres y niños. Cogí una pala y amagué un golpe.

—¡Atrás, que nadie se mueva! —repitió aquel individuo—. ¡Nadie, he dicho!

Vi como comenzaba a trepar por los sacos, el sable desnudo, directo hacia mi garganta. Alzó el acero y ya decía mis últimas oraciones cuando su filo pasó silbando a centímetros de mi cuello para enterrarse en los sacos de trigo sobre los que me había encaramando. De un tajo destripó el primero, luego un segundo, el tercero… El grano comenzó a derramarse como miel sobre todos nosotros, mientras los soldados, valiéndose de manos y gorros, ayudaban a recoger el trigo que luego ofrecían a los hambrientos.

—Toma, matiushka —decían—. Y tú, muchacho, y tú y tú. Dios está con los pobres y los cosacos también.

Más tarde supimos que escenas similares se estaban produciendo en distintos puntos de la ciudad. Frente a la estación de San Nicolás, una compañía del regimiento Volinski se negó a disparar contra los manifestantes y vació los cargadores de sus fusiles al aire. Los guardias del regimiento Pavlovski, por su parte, al recibir orden de sus oficiales de disparar a los manifestantes se volvieron contra sus jefes y los masacraron. Aquí y allá los soldados se unían al pueblo rezando, riendo, abrazándose con la gente. Esa noche, el presidente de la Duma, que se había reunido durante toda la semana con los inoperantes miembros del gobierno nombrados por la zarina para intentar controlar el caos, mandó otro telegrama a Nicolás, que, como siempre, se hallaba en el frente, a miles de kilómetros de la capital, conminándole nuevamente a regresar porque la situación era insostenible.

El zar descartó aquel cablegrama con un: «Ese gordo de Rodzianko acaba de mandarme no sé qué mensaje histérico que no voy a contestar». Después se lo pensó mejor, pero, aún sin imaginar cuál era la verdadera dimensión de lo que estaba ocurriendo, envió un par de líneas ordenando que los disturbios en la capital, «completamente intolerables en tiempo de guerra», fueran sofocados de inmediato.

Pero el incendio era ya demasiado grande. Además, incapaz de comprender el alcance de lo que estaba ocurriendo, Nicolás II decidió echar más leña al fuego ordenando a uno de sus generales, un anciano que estaba apostado cerca de la capital, que marchara con cuatro regimientos sobre Petrogrado para poner orden. «Yo, por mi parte —le dijo en su telegrama—, iré por ahí en un par de días».

El 12 de marzo se produjo la caída del gobierno y el poder pasó a la Duma.

Curiosamente, en ese momento, y a pesar de todo lo dicho, los líderes de los partidos más de izquierdas no eran optimistas sobre las posibilidades de triunfo de la revolución. Uno de ellos, por ejemplo, le comentó a Kerenski que el malestar en los barracones militares parecía remitir y que no había que fantasear demasiado con que la revuelta prosperase.

Se equivocaba. El 12 de marzo, mi tía y yo fuimos testigos de la siguiente escena. A las ocho de la mañana, cuando nos disponíamos a salir a la calle con nuestras bolsas en busca de comida, oímos un prolongado y extraño murmullo que venía del puente Aleksandr. Nos detuvimos en un montículo a observar y vi que el puente, normalmente tan concurrido a esas horas, estaba desierto.

—¡Pero mira, Leonid! —exclamó mi tía.

Una marea desordenada de ciudadanos se acercaba por la orilla derecha del Neva. Agitaban banderas rojas y se disponían a cruzar el puente. En la ribera opuesta, marchando también hacia él, avanzaba un regimiento militar.

—Será un baño de sangre —se estremeció tía Nina, agarrándose a mi brazo. Pero, ante nuestro asombro, al encontrarse los dos grupos se fundieron en abrazos.

«El ejército confraternizando con la revolución», fue el comentario de un ciudadano que, como nosotros, se había detenido a ver el espectáculo.

«¡Muera el zar! ¡Que Dios salve a nuestro pueblo!».

Aquello era más que un símbolo. A partir de ese momento, nadie supo de dónde comenzaron a surgir tantas banderas rojas. Trapos encarnados ondeaban en las ventanas y coronaban las farolas, la gente se envolvía en ellos y los soldados los lucían sobre sus harapientos uniformes o atados a sus bayonetas. Por todos lados se oían cánticos e himnos. Tía Nina y yo también nos lanzamos a las calles. El espectáculo era fascinante y a la vez aterrador. ¿Dónde estaban los cadáveres y la miseria de antes? ¿Dónde las ratas y los perros famélicos? Parecían desterrados por la imparable marea de banderas rojas. En todas partes la gente cantaba y se abrazaba gritando vivas a la revolución.

—Al camarada Lenin le encantaría ver esto —comentó un estudiante de raída levita que caminaba a mi lado—. Él sí sabrá lo que hay que hacer de ahora en adelante.

Era la primera vez que oía ese nombre y le pregunté a quién se refería y dónde estaba ese camarada.

—¿En qué mundo vives? —preguntó asombrado antes de explicarme que Vladimir Ilich había tenido un hermano mayor ejecutado por atentar contra la vida de Alejandro III y al que juró vengar—. Ha sufrido como un perro a causa de este hijo de puta que tenemos en el trono. Lo mandaron a Siberia y ahora se encuentra exiliado en Suiza, pero seguro que cuando sepa lo que está pasando en Rusia vuelve de inmediato para ponerse al frente de nuestra marea roja.

Quise decirle que no me merecía confianza un líder que estaba lejos de su gente cuando más sufría, pero no me dio tiempo. La marea roja de la que él hablaba nos alejó en uno de sus reflujos y me vi envuelto en otras conversaciones, otros comentarios. Unos decían que Kerenski, el hombre fuerte de la Duma, era el único que podía restablecer el orden en medio de ese caos. Otros opinaban que lo más urgente era acabar con el zar y sobre todo con la maldita niemka. Sin embargo, para la mayoría, lo apremiante continuaba siendo encontrar algo que llevarse a la boca. Por eso fue tan bien recibida la noticia de que las tropas encargadas de los depósitos de abastecimiento cercanos a la estación de San Nicolás, los más grandes de la ciudad, acababan de amotinarse. Todos nos dirigimos hacia allí.

Me parece estar viendo la escena. Primero, el mar de hambrientos comenzó a rodear los depósitos. La gente abrazaba a los soldados con lágrimas en los ojos y ellos les correspondían disparando al aire sus fusiles en señal de júbilo. Había tantas risas como llanto; cuando alguien por fin abrió la puerta del hangar, todos reían y muchos se besaban, porque no hay fraternidad mayor que la que crece en la desesperación. Tía Nina, que durante todo el tiempo que había durado nuestro recorrido se había mantenido en un extraño silencio, de pronto tironeó de mi brazo.

—Ni se te ocurra moverte —dijo y luego añadió a mi oído—: ¡No mires, Leonid, por lo que más quieras no gires la cabeza!

Me volví sin comprender y ella señaló con la barbilla a uno de los oficiales del recién amotinado destacamento que se encontraba a escasos metros. La muchedumbre me impedía ver su rostro. Banderas rojas, guadañas, rastrillos que algunos parroquianos llevaban al hombro y todo un enjambre de gorros y shapkas se interponía entre él y nosotros. Por fin tuve la suerte de que un ciudadano con un gran gorro de foca se hiciera a un lado y de inmediato lo reconocí. Se trataba de un sargento sarmentoso y mal afeitado con una bandera roja enrollada al cuerpo. Había coincidido con él apenas un par de semanas en mi primer año en el palacio de Aleksandr, pero había algo que lo hacía inolvidable: una mancha de nacimiento que le surcaba la mitad izquierda de la cara hasta el cuello. Jamás llegué a cruzar palabra con él, pero todos en palacio conocían su catadura. Iuri me contó cómo se vanagloriaba de haber golpeado hasta la muerte a un soldado a su servicio que había tenido la mala fortuna de derramarle encima el té que estaba sirviéndole; y no era esa la única de sus andanzas. La mirada de tía Nina me dio a entender que también ella conocía al individuo de sus tiempos como doncella de la zarina. El tipo bromeaba con las personas que tenía a su alrededor. Llevaba en una mano un cuchillo y en la otra una botella de vodka que ofrecía a las mujeres, solo a las más jóvenes y bonitas.

—¿Quién quiere? —fanfarroneaba—. Mira que la que no bese a mi amiga la botella y maldiga a la alemana va a enterarse de lo que es la caricia de esta —añadió, mostrando la herrumbrada hoja de su arma.

El gentío refluía, acercándonos unas veces, alejándonos otras de él en aquella marea imparable. De pronto me di cuenta de que, con toda probabilidad, en el próximo vaivén acabaríamos justo donde se encontraba, en medio de gente tan borracha como él y clamando venganza. ¿Qué pasaría si llegaba a reconocerme como uno de los water babies imperiales? ¿Y tía Nina? ¿La reconocería también como una antigua doncella de la puta alemana? Se acercaba ya. Incluso alcancé a ver otros detalles de su persona, como una larga melena rubia que llevaba al cinto a modo de trofeo. Por suerte, en ese momento él solo tenía ojos para el escote de una exuberante ciudadana, lo roció con vodka y se hundió en él entre carcajadas y vivas a la revolución. De pronto, la riada humana pareció clarear dejándonos a tía Nina y a mí a la intemperie y en línea recta con aquel individuo que alzó la cabeza para mirar en dirección a donde estábamos. Tía Nina se volvió dándole la espalda al tiempo que gritaba con voz ronca: «¡Muera la niemka, muera la puta zarina de todas las Rusias!». No contenta con esto, y ante mi estupor, me tomó en sus brazos y unió nuestros labios en un largo y salaz beso en la boca que ocultaba mi cara con la suya.

—¡Bravo, muchachos! —exclamó aquel tipo, regalándonos una aprobatoria palmada en la espalda—. ¡Más amor y más revolución, así me gusta!

—Mueran los malditos Romanov —gritaban unos y otros. Y el ex guardia imperial, después de dar otro largo tiento a su botella, gritó:

—¡Atención, camaradas! ¡Escuchadme todos! Llega el momento de actuar. ¡Al Palacio de Invierno! No, mucho mejor, al Aleksandr. Ahí es donde están ellos. Yo os puedo llevar. ¡Conozco bien ese dorado nido de ratas en el que vive la zorra con sus cinco crías!