AMORES DE GUERRA

Las palabras de Iuri iban a resultar tan proféticas casi como las de Rasputín. Unas más que otras, todo sea dicho. Las primeras, las que tenían que ver con que me destinaran al hospital situado en el palacio de Ekaterina, se cumplieron de inmediato. Bastó con que tía Lara hablase con la señora Vyrubova. En cuanto a las segundas, las concernientes a los amours de guerre, como él los llamaba, también habrían de cumplirse. Lamentablemente no conmigo como estrella protagonista.

Sucedió que el dios Cupido del que hablaba Iuri revoloteaba ya por todo el hospital. Para ser exactos, volaba raso entre las filas de camas en las que convalecían los soldados, y luego iba y se colaba sin permiso en el cuarto de enfermeras. Sin embargo, antes de hablar de la que quizá sea la única cara amable de una guerra, tendré que hacerlo de su lado más trágico. Dar cuenta, por ejemplo, de lo que veíamos en el palacio de Ekaterina todos los días. Porque trabajar en sanatorio tan privilegiado no nos evitaba escenas dantescas. Muchachos con la cara desfigurada por la metralla, jóvenes cuerpos en carne viva abrasados hasta los huesos, campesinos mutilados que llegaban cada mañana unos sobre otros, apilados en camiones como un cargamento de horror y muerte. Fue por aquel entonces cuando descubrí que el sufrimiento tiene su particular sonido y también su olor. El sonido era el zumbido de las moscas, acompasado por los aullidos de hombres, a veces apenas niños, a los que se les debía amputar a toda prisa una pierna o un brazo con un par de tragos de vodka por toda anestesia. En cuanto al olor, nunca he logrado que me abandone del todo. Casi un siglo más tarde, si cierro los ojos, percibo ese mortal entrevero a desinfectante con sangre y carne pútrida. Y allí, entre esa marea de dolor y muerte, se desenvolvía nuestra zarina junto a sus dos hijas mayores con diligencia. Juntas sujetaban conos de éter, asistían a las intervenciones más difíciles o retiraban de la mesa de operaciones piernas o manos recién amputadas. A la zarina se la veía eficaz, entregada, feliz incluso de poder estar junto a esos desventurados, aunque solo fuera para llorar con ellos mientras les cercenaban un pie o les vaciaban un ojo. Y rezar. Rezar sin tregua con el fervor que crece con la agonía. Su diario y las cartas que enviaba hasta dos veces por día al zar están llenos de historias trágicas que ella relata con el nombre y patronímico del herido.

Iván Sergueyevich, apenas diecinueve años. Es la primera gran amputación que hacemos con Tatiana de ayudante: el brazo izquierdo entero, casi desde el hombro, dos dedos de la otra mano y la pierna derecha. Olga se ocupa de enhebrar las agujas, hay sangre por todas partes. Que Dios lo bendiga y le dé fuerza.

Con la guerra, Tatiana, cuya vida sobreprotegida y aislada le había evitado conocer el lado amargo de la realidad, se descubrió como una consumada enfermera. No puedo imaginar lo que sería para una muchacha que jamás había visto un milímetro de piel más de lo que permite la victoriana y aburrida decencia encontrarse de pronto rodeada de hombres tan sufrientes como desnudos. Sin embargo, desde el primer día demostró que nada la hacía vacilar, ni siquiera cuando, durante alguna de aquellas operaciones apresuradas (en las que por todo desinfectante el cirujano se limitaba a pasar su escalpelo por la llama de una vela) un chorro de sangre caliente saltaba de una arteria cercenada y le bañaba el rostro. No había para ella horas ni días. Estaba siempre ahí, animosa, sonriente. Olga, en cambio, no podía con tanto sufrimiento. Sus manos temblaban y, por muchos esfuerzos que hiciera, acababa resultando más un estorbo que una ayuda. Su madre decidió relegarla a pequeñas tareas, como afeitar heridos, limpiar el material quirúrgico o enhebrar agujas durante las operaciones. Pero pronto suplicó que le encomendaran otro tipo de trabajo, no importaba cuál, pero lejos de los quirófanos. Sucedió también que, una vez fuera del palacio de Aleksandr en el que había transcurrido su existencia, aquel fanal en el que según abuela Minnie vivían ella y sus hermanas estalló para Olga en mil pedazos. Por los periódicos que podía leer en el cuarto de enfermeras y los comentarios que oía aquí y allá, se enteró, para su estupor, de todo lo que se decía de su padre, y sobre todo de su madre. La llamaban niemka, es decir «alemana», recordando que había nacido en el país con el que ahora estábamos en guerra, igual que, en otros tiempos turbulentos, a María Antonieta la llamaban la autrichìenne. Junto con Rasputín, a la niemka la tachaban de espía, de puta, y la acusaban de traidora, de desear la victoria de Alemania por encima de la de nuestro país. Un infundio disfrazado de chiste que circulaba esos días, y que llegó a oídos de Olga, daba cuenta de cuál era el sentir general. «¿Sabes una cosa?», le decía, supuestamente, el zarévich a su hermana Anastasia, «estoy hecho un lío. No sé de qué lado estar en esta tonta guerra. Cuando los rusos pierden, papi parece melancólico, pero cuando pierden los alemanes, mami llora».

Incluso dentro del hospital se palpaba el odio. Más de una vez Olga tuvo que presenciar cómo un soldado no solo se negaba a ser atendido por la zarina, sino que, al alejarse ella, escupía al suelo repitiendo aquella odiosa palabra: niemka. Siempre maldita niemka.

El carácter de Olga sufrió un cambio. Estaba pálida, apenas dormía. La zarina, a la que por supuesto su hija jamás contó lo que sabía, lo achacaba a la falta de vocación como enfermera. «Hay quien sirve para una cosa y hay quien sirve para otra», decía. «Es mejor, Olienka, que te ocupes, por ejemplo, de llevar las cuentas del dispensario. Esa es una forma de ayudar tan honorable como cualquier otra».

A partir de ese momento, las visitas de Olga Nikolayevna al dormitorio de los heridos se hicieron primero escasas y poco después cesaron por completo. No se la veía recorrer con Tatiana las hileras de camas, ni detenerse junto a este o aquel soldado para charlar un rato. Tampoco se sentaba como antes en el lecho de alguno de aquellos desventurados muchachos para leerles cartas de su familia o entretener su agonía contándoles leyendas rusas. Las grandes duquesas tenían hasta entonces por costumbre quedarse casi hasta la hora de cenar compitiendo por ver cuál lograba arrancar más sonrisas a los heridos. Sin embargo, desde que Olga fue relegada a trabajos de oficina, también Tatiana acortó su jornada laboral y regresaban a palacio con su madre y Ana Vyrubova no más tarde de las cinco.

Por eso me sorprendió tanto una noche, cuando las luces se habían apagado ya, entrever, en el pasillo que conducía al dormitorio de los heridos, una silueta que me pareció familiar. Se movía como una sombra, mirando de vez en cuando alrededor para comprobar que nadie la seguía. Era alta, ágil, y un largo velo de la Merced flotaba a su espalda. Yo, que me dirigía también allí con agua para los enfermos, decidí moverme con igual prudencia que ella. ¿Quién podía ser? Los turnos de noche los cubrían enfermeras de la Cruz Roja, que llevaban otro uniforme. El de la Merced lo vestían solo las llamadas enfermeras de la zarina, es decir Alejandra, sus dos hijas, Ana Vyrubova y apenas media docena de damas, ninguna de las cuales encajaba con aquella silueta menuda. «Es ella», pensé, y mi corazón comenzó a acelerarse. Durante las semanas que llevaba trabajando en el hospital había coincidido con Tatiana Nikolayevna en un par de ocasiones. También habíamos intercambiado algunas palabras, unos cuantos buenos días, cuatro o cinco gracias y algún hasta luego. Poca cosa, lo sé, pero los amores platónicos son así, se alimentan de migajas. Más aún, estoy por decir que las prefieren a otros manjares, quien los vivió lo sabe.

La callada figura acababa de entrar en el gran dormitorio de los heridos y avanzaba entre las camas sin detenerse. Solo lo hizo muchos metros más adelante, al topar con la cortina que separaba la zona de convalecientes y la de graves. Me dispuse a seguirla. Apenas un par de lámparas mortecinas iluminaban la estancia para facilitar las labores de las enfermeras en caso de urgencia y yo caminaba pegado a las ventanas para evitar ser visto. Una vez que llegó al otro extremo de la sala, la visitante separó los dos paños de tela blanca para desaparecer tras ellos. Un segundo antes de hacerlo se volvió. Fue apenas un mínimo giro de cuello, demasiado fugaz como para que pudiera ver su cara. Me lo impedía, además, su toca blanca, almidonada y rígida como la de una monja. Mala suerte, pensé, ahora no tendré más remedio que seguirla a la sala de graves. Decidí aguardar unos minutos. Necesitaba que, quien quiera que fuese, se confiara, segura de que nadie la había visto. Llegué hasta la cortina, me detuve sin apartarla y esperé. Nada parecía perturbar los sonidos propios de un hospital durante la noche. A mi izquierda, un hombre gemía en sueños mientras otro, en su agonía, llamaba a su madre. Algunos estaban despiertos y al verme me hacían señas. «Agua, agua, por piedad». Yo sabía que no podía complacerlos, sobre todo a los recién operados, a los que solo me estaba permitido mojar los labios con una gasa húmeda. Entonces me dije que la mejor manera de disimular mis intenciones de descubrir la identidad de la furtiva era continuar con la labor que me había sido encomendada, y durante un rato me volqué en mi trabajo, hasta que volvió a reinar el silencio. Uno, dos, tres pasos nuevamente en dirección a la cortina y por fin me atreví a separar los paños para mirar al otro lado. Entonces la vi. Estaba de espaldas, sentada en la cama de uno de los tres hombres que allí había. El herido parecía dormir, pero su respiración era trabajosa, poco acompasada, como la de un animal enfermo. Un par de semanas en un hospital no dan para que uno adquiera conocimientos médicos, pero aquel ronroneo no parecía normal. En la sala de graves, la luz era tan escasa como en la de convalecientes, pero, como la cama del herido al que ella observaba con tanto interés estaba situada ante la ventana, tuve la suerte de que la luna llena bañase su cuerpo. Y qué cuerpo tan perfecto era. Cualquiera se maravillaría ante él. Un vendaje ocultaba la parte baja de su vientre, pero el resto del tronco parecía esculpido en alabastro, aunque con una blancura mórbida, como la que confieren el sufrimiento o la fiebre. La luna recreaba también cada uno de sus rasgos, los que un chico de mi edad sueña con tener algún día. Mandíbula cuadrada, pómulos altos y un bigote tan fino que parecía dibujar en sus labios una perpetua sonrisa. «Mitia», pronunció entonces la desconocida y repitió las dos sílabas de aquel nombre demorándose en cada una, como si le costara desprenderse de ellas. «¡Claro! —me dije—, tenía que ser él, es Dimitri Malama». La llegada de este herido había sido una de las más comentadas no solo en el hospital, sino en la sala de los criados, en la que diariamente nos contábamos las novedades e intercambiábamos chismes. El teniente Dimitri, Mitia, Malama, era uno de los hombres más conocidos de Petrogrado. «¡Ah, deberías haberlo visto antes de que lo hirieran!», recordé haber oído comentar a dos muchachas ayudantes de enfermería. Acababan de regresar de la sala de heridos graves y llevaban consigo esponjas y trapos con los que, imaginaba yo, habían aseado al enfermo. Y una de ellas, la de más edad, de nombre Daria, estrujaba entre sus manos uno de aquellos trapos enrojecidos como quien se abraza a una reliquia:

—¡En mi vida he visto un hombre así! Pero ¿te has fijado, Nelly, en su cara, sus hombros, sus piernas? ¿Y qué me dices de su estatura? Debe de ser incluso más alto que nuestro comandante en jefe Nikolai Nikolayevich. ¿Y esos ojos verdes que cuando sonríen parecen hacerlo solo para ti? Que san Isaac y la Virgen de Kazán permitan que vuelva a abrirlos pronto…

—¿Qué tiene exactamente? —pregunté yo metiendo baza, y Daria puso cara de circunstancias.

—Tiene una herida muy fea en la pierna y otra en el estómago que parece profunda.

—¿Y por eso está inconsciente? ¿No se habrá dado, además, un golpe en la cabeza? —preguntó Nelly.

Pero Daria, que no parecía tan interesada en medicina patológica como en la muy noble asignatura de anatomía, continuó a lo suyo:

—¡Y ese pecho! Pero ¿has visto cómo se estremecía cuando le pasé la esponja con agua calentita? ¡Ay, san Simeón el Estilita, pero si hasta esa vaca gorda de la Vyrubova busca cualquier excusa para venir por aquí, arreglarle las sábanas, ponerle una cataplasma en la frente, tomarle la temperatura y suspirar!

—Qué me vas a contar —colaboró Nelly con una sonrisita maliciosa—. No hay ni una de esas señoritingas a las que la zarina ha convertido en enfermeras y que tanto nos incordian, porque no sirven para nada, que no maten por que él despierte y las mire con sus ojos verdes…

Desde luego la silueta que se encontraba ahora junto a Mitia Malama no era la gorda amiga de la zarina, y ojalá —me vi deseando— hubiera sido una de sus enfermeras, una de esas a las que Daria llamaba señoritingas. «Cualquiera menos ella», añadí para mis adentros, y no me resultó difícil convencerme de que era imposible que se tratase de Tatiana Nikolayevna. Al fin y al cabo era inimaginable que una hija del zar escapase por las noches del palacio de Aleksandr, que estaba a media versta, solo para admirar a un oficial en coma.

Una nube se interpuso entre la luna y nosotros, haciendo que el enfermo y su visitante desaparecieran envueltos en sombras. No me quedaba otra que amusgar la oreja tratando de adivinar la escena.

—¡Mitia! —repitió ella, pero su voz era apenas un susurro que no permitía averiguar a quién pertenecía. Así estuvimos un rato hasta que la luna tuvo la gentileza de asomar de nuevo. No es que brillara como antes, pero al menos me dejó ver que la figura, siempre de espaldas a mí, deslizaba ahora sus manos sobre el cuerpo del herido, deteniéndose aquí y allá. Sentí un perfume. Un olor a almizcle me hizo pensar que el paseo de la visitante tenía por finalidad —o mejor por coartada— embadurnar con un unto medicinal el cuerpo del dormido. Al principio la masajista se mostró pudorosa. Comenzó su recorrido, lenta y un poco dubitativa, cuello abajo. Se detuvo un rato paseando por el tórax, pero luego, cuando parecía dispuesta a bajar al vientre, no se atrevió y su mano subió de nuevo hacia las costillas. Paseó candorosa por allí —me atrevo, no me atrevo— hasta que cobró confianza y se animó a meterse en el hueco de las axilas, enredándose allí. Lenta, muy lenta, cada vez más confiada, una de sus manos comenzó un camino descendente. La vi acariciar el plexo solar, revoloteó cada vez más segura alrededor del ombligo y más abajo aún, untuosa y demorada siempre hacia abajo, la vi adentrarse hasta topar de pronto con dos fronteras. La que marcaba el vendaje del bajo vientre y, un poco más allá, las sábanas, que cubrían el resto de aquel cuerpo desnudo. El primer obstáculo del vendaje lo saltó aquella solitaria mano perfumada de almizcle y luego, tras una breve hesitación, se sumergió por fin dentro de las mantas hasta desaparecer. Ignoro cuánto pudo durar aquel masaje furtivo. Solo sé que, al cabo de un rato, la cabeza de la visitante se irguió como la de un animal asustado. Ahora, toda ella temblaba, se estremecía como una paloma asustada, y aquella mano suya revoloteó hasta salir a la superficie. Trémula y blanca se detuvo unos segundos hasta posarse al fin, castamente, sobre la diestra del herido.

Entonces, como una penitente que implora perdón por quién sabe qué pecado, la visitante se inclinó a besar los dedos yertos de Mitia Malama. Su cuerpo temblaba, quizá con un ruego, tal vez con una plegaria. Fue lo último que vi. La luna eligió el momento para ocultarse tras un nubarrón más negro que el anterior.

Solo quedaba esperar a que terminara la secreta visita, y ojalá no se demorase. Si no, quien estuviera de guardia en el cuarto de sirvientes iba a extrañarse de mi ausencia y entonces, seguro, no me saldría gratis la escapada. Pasaron unos minutos que me parecieron eternos, pero por fin la desconocida se decidió a atravesar la cortina que nos separaba. «Vamos, ven, acércate», deseé con todas mis fuerzas y luego, como si hablase con ella, añadí mentalmente: «Y ahora, cuando estés a punto de salir, por favor vuelve la cabeza a la derecha. Un segundo, te lo ruego, hacia mí y hacia la lámpara del pasillo».

La figura avanzó unos metros. Ni la toca de monja ni el poco favorecedor hábito de hermana de la Merced lograban desdibujar la silueta de un cuerpo que se movía como un gato en la noche. Esa forma de erguir la cabeza, aquellos pasos breves y a la vez decididos… Sí, tenía que ser ella. En silencio dije su nombre: «Tatiana Nikolayevna». Por supuesto, no pensaba pronunciarlo en voz alta. Su visita a un hombre que no podía verla ni oírla tenía que ser nuestro secreto. A falta de algo mejor, era hermoso saber que compartíamos un desvarío. Lo único que pedía a cambio era poder ver su cara. Creer, aunque fuese por un segundo, que la expresión que imaginaba dibujada en ella estaba dedicada a mí, no al bello Malama. «Ahora, sí, Tatiana Nikolayevna, mira a tu derecha, te lo pido por favor». Y la luna tuvo entonces una inesperada amabilidad conmigo, porque volvió a brillar unos segundos. Tiempo suficiente para que la misma luz que antes bañara el cuerpo inconsciente de Mitia Malama se posara en el rostro de ella. Y, en efecto, tal como yo había imaginado, había en él amor, turbación, locura. Solo que aquella cara hermosamente perturbada no era la de Tatiana Nikolayevna, sino la de su hermana Olga.

Tan ensimismada iba que pasó sin verme. Creo que podríamos haber chocado incluso sin que se diera cuenta. Yo, tan feliz estaba al descubrir que era ella y no mi Tatiana, que no alcancé a ver por dónde salía al exterior para perderse en las sombras.