AMOR ENTRE VENDAS Y ALGODONES

Los primeros meses de la contienda nos llenaron a todos de entusiasmo. No sé si fue Napoleón quien dijo que no hay nada como una guerra para hacer que los corazones latan al unísono. Así sucedió entonces. De un día para otro se enterraron cuitas, se olvidaron agravios. No había huelgas ni barricadas en las calles de San Petersburgo o de Moscú, y hasta los políticos y agitadores se sumaron a la euforia general: la patria estaba en peligro, eso era lo único que contaba. En medio del fervor popular, Nicolás II tomó dos medidas, una sabia, otra no tanto. La primera fue cambiar el nombre de la capital del tan germánico San Petersburgo al más ruso Petrogrado. La segunda fue prohibir el vodka en todo el territorio nacional mientras duraran las hostilidades. Nuestro padrecito zar, queriéndonos proteger de los excesos del alcohol en tiempos difíciles, solo consiguió dos efectos nada felices. Uno, dejar al Estado sin una considerable fuente de ingresos, puesto que suyo era el monopolio del alcohol, y el otro, propiciar la fabricación de vodka casero de ínfima calidad, que, aparte de causar no pocas muertes por intoxicación, auspició el nacimiento de un siniestro mercado clandestino, manejado por funcionarios corruptos, que pronto se unió a otras muchas corruptelas ya existentes. Una vez más, y como en tantas otras actuaciones de nuestro emperador, se cumplía en él ese proverbio que dice que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.

Llegado este punto, creo que debo detener por unos instantes mi historia y dedicar unas líneas a la personalidad del hombre que regía nuestros destinos. Me doy cuenta ahora de que, así como he intentado describir el carácter de la zarina y también el de sus hijos, el de Nicolás II —nada menos que la pieza principal de esta partida de ajedrez que pronto acabaría en jaque mate— continúa sin definir. No es mi intención emular al doctor Freud, tan en boga entonces, pero creo necesario señalar que, desde el día de su nacimiento y hasta su abdicación y muerte, nuestro zar vivió siempre bajo la sombra de su padre, Alejandro III. Incluso literalmente, puesto que un enorme retrato de él, muerto prematura y fulminantemente a los cuarenta y nueve años, oscurecía la pared central de su despacho privado. Así, ante la mirada de un progenitor, que nunca tuvo una alta opinión de su primogénito y que prefería a cualquiera de sus hijos antes que a él, se afanaba Nicolás Aleksandrovich en hacer las cosas lo mejor que sabía, preguntándose siempre: «¿Y qué haría ahora papá?».

No podía haber dos personas más diferentes. Alejandro era un hombretón de cerca de dos metros; su hijo apenas sobrepasaba el metro setenta. Alejandro tenía el aspecto y las formas de un rudo campesino ruso y se vanagloriaba de ello, mientras que Nicolás, casi hasta el día de su muerte y a pesar de su bella barba, conservó el aire de un cadete, un ser delicado que buscaba complacer. En cuanto al carácter, Alejandro III era inteligente, seguro de sí mismo, mujeriego. Nicolás, en cambio, era reservado, dubitativo pero a la vez empecinado y, en lo que se refiere a lo sentimental, salvo algún escarceo juvenil, solo tuvo ojos para su mujer, a la que adoraba y a la que no quería —o no sabía— imponerse. Me viene ahora a la memoria el relato que una vez escuché a un viejo cortesano testigo involuntario de cierta conversación entre ambos. Por lo visto, después de que la zarina impusiera su voluntad sobre la de su marido con su táctica habitual de ruegos y lágrimas, por un lado, e invocaciones a Dios y a Rasputín con su infalible clarividencia, por otro, ella le preguntó entre triste y divertida: «¿Cómo puedes vivir conmigo?», a lo que el zar, besándole las manos con devoción, respondió: «También yo me lo pregunto, Sunny, pero solo sé que no podría vivir sin ti».

Como ya he dicho, la madre de Nicolás no tenía demasiado aprecio a su nuera, a la que compadecía por la enfermedad del zarévich, pero de la que desaprobaba todo lo demás. Cuentan que un día se presentó ante su hijo con uno de esos pasquines insidiosos en que podía verse la caricatura de Alejandra y Ana Vyrubova en la cama con Rasputín, mientras que Nicolás, diminuto y en un rincón, los observaba sin atreverse a intervenir. «¿No te das cuenta de que un día este individuo acabará con ella y de paso también con todos nosotros? ¿Qué tiene que pasar para que te enfrentes a tu mujer y demuestres quién manda en este país?», le preguntó. Y él, recolocándose el bigote con el dorso de la mano, una costumbre que se convertía en tic cuando algo lo alteraba, se tomó su tiempo antes de responder: «Alix y yo pensamos que todo profeta fue denostado en su tiempo», y luego añadió, casi para sí: «Nadie sabe con lo que yo tengo que convivir en esta materia».

Otro rasgo característico de su personalidad era un cierto y muy ruso sentido fatalista de la vida. Del mismo modo que creyó siempre que su deber era no ceder en su postura autárquica y entregar a su hijo el mismo poder absoluto que había recibido de su admirado padre, también pensaba que no tenía más remedio que aceptar todas las pruebas que Dios le enviara. Como la enfermedad de su hijo, como la cada vez más insostenible situación política del país. O como esa guerra en la que acababa de embarcarse por un exagerado sentido de la lealtad para con los serbios y también para con sus aliados tradicionales, Francia e Inglaterra.

A aquellos de ustedes que gusten de los sarcasmos del destino les interesará saber que Nicolás nació un 6 de mayo, festividad del santo Job, ese trágico personaje de la Biblia que es objeto de una apuesta entre Dios y el Diablo por la que ambos pactan someterlo a indecibles penurias para comprobar cuánto aguanta sin renegar de Él. Hasta el último de sus días el zar emuló a su santo patrón: «Dios me lo dio, Dios me lo quitó, alabado sea el Señor». Tal era el lema de Job, y bien podría haber sido el de Nicolás II. El admirable estoicismo del que hizo gala tras su abdicación y hasta la misma hora de su muerte lo demuestra con creces.

Sin embargo, todas estas amenazadoras ondas en un estanque, todos estos nubarrones destinados a convertirse en colosal tormenta, apenas eran cirros o, todo lo más, nimbos en aquel verano de 1914. El país hervía de ardor guerrero y el zar aprovechó para convertirse en el autócrata que siempre había creído que debía ser. Por eso prohibió a la Duma reunirse mientras el país estuviera en guerra y ordenó arrestar a los únicos seis diputados bolcheviques que entonces había en ella. Después, con todo en su opinión atado y bien atado, Nicolás II hizo cubrir con un gran mapa de Europa la mesa de billar que había en su despacho y se dedicó a seguir las evoluciones de su ejército minuto a minuto. Evoluciones que fueron favorables a Rusia en los primeros meses, lo que hizo acallar, al menos durante un tiempo, las voces contrarias a la guerra que había en su entorno más próximo. Todas, salvo una: la de Grigori Efimovich Rasputín.

El starets, con esa curiosa inteligencia suya hecha a partes iguales de clarividencia e intuición campesina, de inmediato se dio cuenta del gran precio en sangre que la contienda iba a cobrarse. En julio de 1914 Rasputín se encontraba en Siberia, malherido tras un atentado que casi le cuesta la vida. Sin embargo, a pesar de su precaria condición, se las arregló para hacer llegar a la zarina sin pérdida de tiempo el siguiente cablegrama: «Dile a Batiushka que detenga inmediatamente la guerra. Stop. Con ella llegará el fin de Rusia y el vuestro. Stop. Perderéis hasta el último hombre».

Alejandra enseñó el mensaje al zar, pero por una vez (y, desde luego, sin que sirviera de precedente) Nicolás no estaba dispuesto a escucharle y rompió el telegrama en mil pedazos. Tampoco Alejandra en esta ocasión hizo honor a su amigo. De hecho, durante los meses iniciales de la guerra la influencia del visionario de Siberia languideció por primera vez desde la curación «milagrosa» del zarévich dos años atrás en Spala. Dicen que Rasputín, a raíz de esta momentánea pérdida de influencia, comenzó a beber aún más de lo habitual. En su pueblo, donde estuvo varias semanas hasta reponerse de heridas que le producían terribles dolores, el vodka era, según él, lo único que lo ayudaba a soportarlos. Y luego, una vez restablecido, también en San Petersburgo continuó bebiendo botella tras botella, tal vez porque el moderno teléfono que la zarina había hecho instalar en su casa para comunicarse con él ya no sonaba.

Alejandra estaba inmersa en esos momentos en otros asuntos, en otros fervores. Y es que, tal como había demostrado en anteriores situaciones complicadas, como en las crisis más agudas de la enfermedad del zarévich, nuestra zarina sacó lo mejor de sí para entregarse al servicio de los que sufrían. Era algo que le gustaba especialmente, porque, por un lado, la hacía olvidar su timidez y, por otro, la hacía sentirse útil. Por eso, si normalmente se levantaba cerca de la una, rehuía todo contacto social y utilizaba silla de ruedas para moverse dentro de palacio, tras el comienzo de la guerra se le pasaron por ensalmo todos aquellos achaques que mi tía Nina llamaba «enfermedades imaginarias». Ahora se levantaba antes de las siete para asistir a misa y, de un día para otro, cambió sus maravillosos vestidos de muselina o sus larguísimos collares de perlas por un severo uniforme de enfermera de la Merced, y su silla de ruedas por una energía que no había demostrado desde la enfermedad del Alexei en Spala.

Lo primero que hizo fue transformar el gran palacio de Ekaterina, vecino al nuestro de Aleksandr, en hospital militar. Y no solo eso, antes de que finalizara el año, en el área de San Petersburgo (o, mejor dicho, Petrogrado) operaban ya otros ochenta y cinco hospitales bajo su patronazgo.

Por supuesto, la vida en el palacio de Aleksandr también se transformó a partir de ese momento. En lo que a mí concierne, el cambio fue más notable aún porque, como había vaticinado Iuri, Antón Petrovich, mi jefe, no tardó en decirme que no tenía el tamaño adecuado para trabajar en las estufas imperiales. «Demasiado alto, demasiado fornido, muchacho, ya no sirves como water baby», fueron sus amables palabras. Menos mal que, cuando a punto estaban de mandarme a casa de un puntapié, funcionó la recomendación de Lara Aleksandrovna y me destinaron a cocinas. Mejor dicho, me desterraron a los sótanos de palacio, donde solo veía la luz del sol cuando me tocaba acarrear los cubos de basura.

—Mírenlo, pero si aquí tenemos a Monsieur Sednev convertido en ayudante del chef —bromeó Iuri el primer día que, escapando de la vigilancia de mi nuevo jefe Kharitonov, corrí hasta mi antiguo lugar de trabajo para hablar con él y quejarme de mi suerte.

—Más que ayudante del chef soy pinche de cuarta —corregí—. De momento, no hago más que acarrear desperdicios y mondar montañas de patatas. Y lo peor de esta vida subterránea —continué— es que, cuando terminamos de servir los desayunos del personal de palacio, y de los soldados, que son más de un centenar, toca empezar con los almuerzos, luego con el té de reglamento, más tarde las cenas. Así es mi vida, igual que la de un topo. Peor todavía. Un topo al menos consigue asomar el hocico por un agujero de vez en cuando, mientras que yo…

—Eso te pasa por no usar tus contactos con la aristocracia. ¿Cuántas veces te lo he dicho? El que no tiene padrinos no se bautiza, Chiquitín. ¿Por qué no has recurrido a Lara Aleksandrovna?

—¡Pero si precisamente gracias a ella he acabado en este sótano! Además, la guerra lo ha trastornado todo, Iuri, nada volverá a ser como antes.

—Tal vez sea mejor, siempre y cuando sepas mover los hilos, claro está.

Entonces me contó cómo, gracias a su oficio de eterno water baby, había podido enterarse de que en el palacio de Ekaterina, donde estaba instalado el nuevo hospital de guerra, Ana Vyrubova era la encargada de organizar la comida de los enfermos.

—Y se necesitan muchos pinches pelapatatas para preparar esa insípida y sanísima comida que dan a los heridos. Si quieres dejar el subsuelo y ver de nuevo la luz del sol, ya sabes lo que tienes que hacer: hablar con tu tía Lara. Por cierto, ¿a que no adivinas el nombre de dos jóvenes y entusiastas enfermeras que acaban de hacer un cursillo acelerado para ayudar en tan patriótica causa? ¡Ay, Chiquitín, ni te imaginas lo guapísima que está la mitad mayor de OTMA con el uniforme de las hermanas de la Merced!

Iuri extrajo entonces de entre sus tiznadas ropas una foto de Olga y Tatiana vestidas con hábito gris, delantal con una gran cruz bordada en el pecho y una almidonada toca que enmarcaba encantadoramente sus rostros.

—¿Para mí? —pregunté, seguro de que Iuri, con esa forma suya de reírse de mis sentimientos por Tatiana, había «distraído» de alguna parte aquella foto solo para regalármela y ver mi cara (según él) de cordero degollado.

—Se mira pero no se toca. La tengo que devolver a su sitio.

Él siempre había dicho que no le interesaban las grandes duquesas y que, si había aceptado entrar alguna vez en el reino de OTMA, era solo para salvarme en caso de catástrofe. Sin embargo ese día, mientras guardaba rápidamente aquella foto en una faltriquera que escondió entre sus ropas, me pareció entrever que no era la única instantánea que guardaba allí, junto a su pecho.

—Habla con Lara Aleksandrovna —reiteró Iuri—. A lo mejor, y con un poco de suerte, te conviertes de pelapatatas en el palacio de Aleksandr en encargado de servir la sopa a los heridos en el de Ekaterina. Así podrías estar cerca de tu querida T, incluso más que antes. Y ya sabes lo que se dice de las guerras, Chiquitín. A Marte y a Cupido les gusta trabajar juntos. Cuando el primero anda suelto, hasta los amores más inverosímiles acaban haciéndose posibles. Amours de guerre, «amores de guerra», creo que los llaman los franceses, que saben tanto de esto.