Mi excursión nocturna no quedó sin castigo. Siempre hay alguien al que le viene bien hacer méritos a costa de los demás, y en este caso el chivato se llamaba, miren qué casualidad, igual que el herido del torso de alabastro. Mitia Efimovich no tenía ninguno de los atributos de Mitia Malama. Era corto de entendederas y con un defecto en el habla que hacía que se expresara de un modo entre atiplado y gangoso. Tal vez por eso buscaba otras formas de expresión. Una muy eficaz —y precursora de la que, apenas unos años más tarde, sería la «virtud» soviética por excelencia— era la delación. Bastó con que informara a mi nuevo jefe de que había tardado más de tres cuartos de hora en dar de beber a los enfermos para que él se quedara con mi puesto de aguador y a mí me mandaran a Aprovisionamientos. O lo que es lo mismo, me condenaran a las tinieblas, que era como llamábamos los sirvientes a los bajos del palacio de Ekaterina, que se habían convertido en almacén de víveres y depósito de cadáveres. Con tan agradable compañía en la habitación de al lado, mi cometido en Aprovisionamientos era clasificar y ordenar las vituallas que nos iban llegando. Separar cada remesa y sobre todo comprobar el estado de los alimentos, porque, aunque el nuestro era un hospital privilegiado, muchos de los productos que recibíamos estaban medio podridos. Un trabajo lúgubre, con la única compañía de las ratas que alternaban sus visitas al contiguo depósito de cadáveres con otras a los sacos de harina o de arroz, donde hundían sus hocicos.
Así pasó un mes. Ya solo veía nuestro hospital de lejos y de más lejos aún a las enfermeras, tanto de la Cruz Roja como de la Merced, que continuaban con su trabajo. Cada vez con más ahínco, porque, si al comienzo de la guerra la suerte favoreció al ejército ruso, hacía semanas que las noticias del frente eran desoladoras. Se habían perdido batallas importantes y las bajas se multiplicaban. También crecía el número de heridos que nos llegaban amontonados en carros o camiones, febriles o medio locos de dolor, revueltos en sangre y en sus propios excrementos. No había personal suficiente para ocuparse de todos y supongo que ese fue el motivo por el que, a pesar de las insidias de Dimitri Efimovich, el de la voz de tiple, una mañana, cuando emergía yo de las tinieblas, me llamaron para que ayudara a trapear los suelos de las salas de operaciones después de la llegada de un cargamento especialmente grande de heridos. Aquella era una labor dura. No porque hubiera que restregar a mano y de rodillas todo el recinto, vaciar bacinas o baldear del suelo la sangre y los coágulos que todo lo anegaban, sino porque nunca sabía uno con qué se iba a encontrar. Yo, que me había ocupado brevemente de las basuras del palacio de Aleksandr, conocía lo que algunos llaman el Secreto Lenguaje de los Desperdicios. La basura es elocuente, relata muchas historias. Por eso, los desperdicios del palacio de Aleksandr hablaban de comidas copiosas, de multitud de botellas de vodka, de gula, de derroche; los del hospital de la zarina contaban una historia distinta. No era raro encontrar, entre peladuras de naranja o restos de repollo y excrementos, dedos cercenados, o incluso, una vez y para mi horror, un ojo de triste color turquesa.
Fue gracias a este nuevo y penoso cometido que regresé a nuestro hospital de guerra, también a la sala de heridos, lugar al que no había vuelto desde la noche que me valió el destierro. Y lo primero que hice fue preguntar por Mitia Malama y averiguar si había sobrevivido a sus heridas. Para enterarme decidí recurrir a Daria, esa muchacha que junto a su amiga Nelly me había hablado por primera vez del bello Dimitri.
—¿Que si ha sobrevivido? —dijo con ojos en blanco y manos juntas como en una plegaria—. Deberías verlo, chico, está tan fuerte y tan guapo, incluso más que antes de que lo hirieran. Claro que todas hemos contribuido un poquito a esta milagrosa recuperación…
—Unas más que otras —apunté, procurando dar a mis palabras ese tono entre cómplice e insidioso que anima a las confesiones.
—Sí, sí —rió Daria—, unas más que otras. Como nuestra gran duquesa favorita, por ejemplo, hay que ver con la mosquita muerta…
—Tengo entendido que se la ve poco por esta parte del hospital —dije, refiriéndome a que hacía ya mucho tiempo que Olga había sido relegada por su madre a labores burocráticas y alejadas de la sala de los enfermos.
—¿Poco? ¡Pero si está todo el día aquí metida! Además, en cuanto su madre y la Vyrubova se dan la vuelta, vuela a la sala de convalecientes para sentarse horas en la cama de su Mitia del alma. Se supone que juegan a las cartas o a un juego de esos de los ricos que llaman backgammon, creo, pero qué quieres que te diga, para mí que no hacen otra cosa que pelar la pava. Y sin importarles un pito lo que cuchicheen por ahí. Incluso corren la cortina de separación que hay entre las camas que siempre han de estar abiertas, salvo en las curas médicas. ¡Menudas curas tendrán lugar allí dentro, no quiero ni imaginarme! —añadió Daria con ojos brillantes—. Y eso no es todo. Ahora nosotras, las fregonas, tenemos que ocuparnos de limpiar también las babas de Ortino, que no son moco de pavo, te lo aseguro, ¡menuda catarata!
—¿Ortino?
—El bulldog francés que Mitia le ha regalado por su cumpleaños. Ya sabes, y si no lo sabes te lo cuento yo, que esos perrazos van dejando un reguero de babas por donde pasan, un verdadero asco. Claro que ella ni cuenta se da, y eso que duerme con Ortino todas las noches. Imagino que pensando que ese corpachón que abraza es el de Mitia Malama, pero mira, no seré yo quien la critique, haría exactamente lo mismo en su lugar. ¡Quién fuera gran duquesita! —suspiró Daria poniendo los ojos tan en blanco que, por un momento, temí que el iris desapareciera para siempre en sus cuencas—. En cambio en mí —continuó al cabo de unos segundos con otro suspiro— jamás se fijará. Ni siquiera sabe que existo, y eso que Nelly y yo lo vemos como Dios lo trajo al mundo todos los días cuando lo lavamos. ¡Y qué momento glorioso ese, el paraíso debe de ser más o menos así, mucho jabón y un cuerpazo como el suyo solo para ti por los siglos de los siglos!
—No te preocupes —la consolé—. Esa historia entre la gran duquesa y él solo puede acabar mal. Es mucho más fácil que Mitia se case contigo a que lo haga con ella. Su madre jamás lo permitiría.
—No creas. ¿Sabes lo que escuchó Nelly el otro día? Por lo visto, durante una cura, Ana Vyrubova le comentaba a la zarina que tenía pensado invitar a Mitia Malama a tomar el té a su casa junto a Olga y Tatiana en cuanto a él le dieran el alta, porque era un muchacho tan adorable… «Ay, Aniushka», dijo entonces su majestad, «qué razón tienes, ayer mismo en mi carta al zar le comentaba eso. Me encanta ese muchacho. ¿Por qué los príncipes extranjeros no se parecerán a Mitia?».
Me alegró pensar que Olga había conseguido olvidar el mal trago que tuvo que pasar al ver que su primer amor se casaba con otra, o cuando se descartó otro posible compromiso con su juerguista primo Dimitri. La mayor de las grandes duquesas siempre me había inspirado la solidaria simpatía que une los corazones que laten sin ser correspondidos. La imaginaba feliz, con la ilusión añadida de haber conquistado al hombre por el que todas suspiraban. Y recordé, por supuesto, las palabras de Iuri sobre los amores de guerra y cómo una contienda tiene la agradable contrapartida de hacer florecer romances que jamás habrían germinado en otras circunstancias. «Que tengas suerte, Olga Nikolayevna», deseé al tiempo que dejaba que mis pasos me llevaran hacia el dormitorio de convalecientes al que, según me había contado Daria, habían trasladado días atrás al ya muy recuperado Mitia Malama.
No había hecho más que traspasar el umbral cuando me vi —literalmente— arrollado por un perrazo color canela que, tras dos saltos, tomó impulso para aterrizar metros más allá sobre la cama del teniente Malama.
—¡Ortino! —exclamó una voz a mi espalda—. Sabes de sobra que esos no son modales, espera que te coja, tonto perrito.
Me volví esperando ver a la dueña de Ortino y, en efecto, allí estaba. Solo que no era Olga Nikolayevna, sino una Tatiana más radiante y guapa que nunca que pasó alegremente a mi lado (por supuesto sin verme) camino de la cama de su amigo.
Así me enteré del romance del que se hacía lenguas medio Petrogrado. El de Mitia Malama con Tatiana Nikolayevna, que se desarrollaba a la vista de todos o con solo una leve cortina de batista por cómplice. La solidaridad que antes he mencionado que me unía con Olga me impidió relatar, ni siquiera a Iuri, lo que había visto un mes antes, cierta noche de luna llena. Ese sería siempre nuestro secreto. A lo que no renuncié, en cambio, fue a enterarme de todo lo que había pasado desde aquella no tan lejana visita nocturna. Me contaron que, mientras me encontraba castigado en los sótanos de palacio, Mitia —al que las grandes duquesas conocían de antes de estallar la guerra— pasó semanas sin recobrar la conciencia hasta que un día, y gracias a los cuidados de Tatiana, decían todos, despertó. Más tarde, durante la convalecencia, al no poder reincorporarse aún a su regimiento, fue nombrado oficial de las caballerizas imperiales. Durante ese tiempo, Olga había continuado con sus aburridas labores burocráticas sin acercarse —o al menos que se supiera— a la sala de heridos. ¿Seguiría yendo por las noches a acariciar a su amado cuando nadie la veía? ¿Estaban Olga y Tatiana enamoradas de Mitia antes de que estallara la guerra? ¿Sabrían hermanas tan unidas lo que sentía cada una? ¿Era posible que el corazón de la más fría y consciente de su rango de todas las hijas del zar latiera al fin por alguien? Y luego, después de todos estos interrogantes, estaba la pieza del puzle capaz de hacer encajar el resto del rompecabezas: ¿a cuál amaba Dimitri Malama?
Ortino y la sonrisa de Mitia al acercarse a su cama la segunda de las hijas del zar eran sin duda la respuesta a todas las preguntas, y yo me alejé sin decir nada, pero con un tonto y a la vez irremediable nudo en la garganta.
Una vez levantado mi castigo, me era posible recorrer de nuevo las dependencias del hospital con tanta libertad o más que antes de que me mandaran a las tinieblas. Por eso resultó fácil acercarme una mañana hasta la zona de oficinas, concretamente a las dependencias en las que trabajaba Olga Nikolayevna. Estábamos en diciembre, y el bosque próximo ofrecía, a quien supiera dónde buscar, muérdago y acebo, esas dos bellas sorpresas que el invierno nos regala cuando el resto de la naturaleza duerme. Por suerte di con un claro en el que abundaban ambos y, con una rama de cada uno escondida a la espalda, llamé a su puerta. Los criados teníamos prohibido dirigirnos a cualquier miembro de la familia imperial a menos que nos hablasen primero, así que me acerqué a su mesa y, sin decir palabra, deposité mi ramo junto al diario que en ese momento estaba escribiendo. Alzó la vista, solo un instante. Cuánto amor sin dueño en una sola mirada.
En cuanto a mí, esa misma noche busqué a Daria con ojos nuevos. Tenía cinco años más que yo, el pelo rubio cobrizo y unos pómulos altos que me ayudaron a encontrar en su cuerpo remotos vestigios de otro muy amado.