La mañana del 28 de diciembre de 1916, en que debía volver a Tsarskoye Selo para reincorporarme a mi trabajo, amaneció soleada y fría como la que nos había traído a Petrogrado un par de días atrás. Y, también como entonces, Lara Aleksandrovna —que pasó a recogerme a las nueve en punto— se demoró en una inspección ocular de mi aspecto.
—Gorro perfecto, bufanda adecuada, ¿y estos guantes, muchacho? ¿No tienes otros más calentitos? ¡Estamos a menos doce grados!
Yo me dejaba hacer. Apenas la escuchaba, como tampoco había prestado atención a tía Nina durante nuestro último desayuno juntos. Me limité a tomar en silencio mi té acompañado de una rebanada de pan negro y lo único que recuerdo es mi cara en el fondo de la taza, desfigurada por el bailoteo del oscuro líquido y por la tristeza. Toda la noche la había pasado junto a la cabecera de mi madre. Temiendo que aquel pecho frágil como el de un pajarito, que luchaba por henchir las sábanas, se diera al fin por vencido. No conseguía apartar mi vista de él, creyendo supersticiosamente que, si lo hacía, ese entrecortado suspiro, esa espiración ahogada, sería el último. El reloj de estaño que había sobre la mesilla de su dormitorio acompasaba una respiración, que, al menos esa noche, no se vio perturbada por ninguno de aquellos terribles accesos de tos que, días atrás, socavaban sus pulmones. Un silbido era ahora el único signo de vida. Eso, y los coágulos de sangre que cada tanto traspasaban la barrera de sus azulados labios y que yo enjugaba con un pañuelo junto con mis lágrimas.
Tampoco recuerdo en qué momento me despedí de tía Nina, ni el trayecto que hicimos Lara Aleksandrovna y yo de casa a la estación. Menos aún el instante en que nuestro tren se puso en marcha o el modo en que, lentamente, comenzaron a desfilar ante mí los suburbios de Petrogrado envueltos en un sudario de nieve sucia. Lo que sí sé es que, cuando la locomotora comenzó a cobrar velocidad para dejar atrás las últimas casas, abandoné mi asiento y, sin decir palabra a tía Lara, me alejé vagón abajo. Ignoraba adónde me dirigía. Creo que no lo descubrí hasta que, llegado el final del pasillo, me vi frente a la puerta de acceso, la misma por la que habíamos subido al tren minutos antes. Y parecía tan fácil de abrir. Miré a través del cristal que había en su parte superior. Vi como las últimas construcciones misérrimas de la ciudad daban paso a los primeros abedules y como estos se apresuraban en sentido contrario, empeñados en alejarme de mi casa, de mi madre, de la cabecera de su cama, del lugar en el que yo deseaba, en el que debía estar. Era tan fácil volver atrás. Solo necesitaba accionar el picaporte, cerrar fuerte los ojos y saltar.
Ahora lo que desfilaba en sentido opuesto eran unas viejas y abandonadas dachas que presagiaban que, pronto, el tren se sentiría en libertad de correr a velocidad máxima rumbo a Tsarskoye Selo y entonces no habría vuelta atrás. Miré los durmientes de los rieles, luego la cuneta que se extendía junto a ellos. Y bendije aquella mañana de diciembre tan soleada como fría porque, con un poco de suerte, la nieve acumulada amortiguaría mi caída, impidiendo que me rompiera la crisma. Había que decidirse ya, ni un segundo que perder. Era ahora o nunca.
Y fue ahora.