ADIÓS A TOBOLSK

Probando, probando… ¿Funciona? Menos mal, qué desastre habría sido quedarme sin pilas justo ahora. ¿Por dónde iba? No me da tiempo a rebobinar, así que voy a retomar contando la partida de los zares y de Masha. Después de mi operación (crucemos los dedos), siempre puedo volver atrás y corregir para que no se note el salto. A ver… ¿Cómo empezar? Pongamos que así:

La partida de los zares se fijó para las cuatro de la mañana. Hacia las cinco y cuarto —la puntualidad nunca fue una virtud muy revolucionaria—, Yakolev y un par de soldados aparecieron por el patio con caballos y vehículos. En este caso, un par de desvencijadas tartanas sin muelles ni asientos en las que los pasajeros debían acomodarse como buenamente pudieran contra las duras tablas del suelo.

—Vamos, muchacho, no te quedes ahí con cara de pasmado. Ponte a ello —me gritó Yakolev y yo lo miré ignorando a qué se refería.

—¿Crees que voy a permitir que los ex zares viajen como animales? —continuó—. Que no se diga que los revolucionarios no tenemos corazón. Búscate la vida para hacerles el viaje más confortable.

Solo tres criados habíamos sido elegidos para acompañarlos. Trupp, el valet personal de zar; Demitova, la doncella de la zarina, y yo, el chico para todo. Tanto una como otro iban y venían ahora cargando bultos, y Demitova no se despegaba de un maletín de cocodrilo con una A de Alejandra grabada en oro que parecía pesar lo suyo.

—Sí, a ti te hablo. ¿Cómo dices que te llamas? ¿Leonid? Venga, muchacho, tráete una brazada de paja de los establos y espárcela por el fondo de los carros para hacerlos más cómodos. ¿No me has oído? ¡Deprisa, que pretendo llegar a la próxima posta de caballos antes del alba!

Desde que la zarina tomó la decisión de acompañar a su marido hasta que me encontré acondicionando las tartanas con paja habían transcurrido cerca de ocho horas. Tiempo más que suficiente para los adioses. Para que Alix, por ejemplo, le contara a su hijo, tragándose las lágrimas, que debía acompañar al zar «porque ya estás mejor, Baby, y papá me necesita más que tú ahora. Tienes que ser fuerte, ¿me lo prometes?». Tiempo para que Olga, Tatiana y Anastasia se arrodillaran por turnos ante sus padres para que ellos trazaran una temblorosa señal de la cruz sobre sus frentes y las besaran en silencio. Tiempo para que yo recogiera mis pertenencias y me enfrentara también a las de Iuri. Desde su muerte tenía el llanto fácil y no me había atrevido a tocarlas. Continuaban ahí, tal como él las había dejado, en el mismo rincón de la buhardilla que compartíamos con otros criados. Era poco lo que dejaba atrás. Apenas un par de objetos de aseo, una vieja pelliza, un gorro, que solo podían valerle a un niño, y un par de libros. También estaba aquella faltriquera de cuero que yo había retirado de su cadáver para dejarla luego sin abrir junto a sus libros. La giré entre mis dedos. Me preguntaba qué podía contener. Posiblemente algún recuerdo de su madre, alguna vieja carta o, a lo mejor, el retrato de su padre, ese gran duque del que hablaban otros, nunca Iuri… A pesar de nuestra amistad, no sabía nada de él, nunca hablaba de sí mismo y, si lo hacía, era en aquel tono burlón. «¿Qué puede haber de interesante en un enano como yo? ¿De dónde vienes, quién eres? A la gente parecen importarle mucho esas cosas. Soy un water baby, nací y crecí —no mucho— (grandes risas) entre estos pasadizos. Es todo lo que necesitas saber, Chiquitín».

«¿De verdad no hay nadie a quien quieras o que te quiera?», le había preguntado solo para que él se encogiera de hombros: «Mi madre murió cuando yo tenía cuatro años y nunca tuve padre. En cuanto a otro tipo de amores, te lo he dicho mil veces, Chiquitín, el que no ama no llora. Mejor estar solo. Al fin y al cabo, ¿qué es soledad? Solo un modo un poco más feo de decir libertad».

Atada con un cordel, la bolsa llevaba impresa la huella de mis dedos teñidos con su sangre. Pensé en abrirla en ese momento, pero quedaban tantas cosas por hacer. Entre otras, despedirme de Tatiana. Había dicho que necesitaba hablar conmigo. ¿Qué querría decirme? Recordé entonces nuestro compartido adiós al palacio de Aleksandr, su cabeza en mi hombro mientras nos despedíamos de nuestra bailarina de una sola pierna… ¿Cómo sería esta partida? Me atreví a soñar que parecida a la anterior.

«¿Cuándo dejarás de soñar despierto, Chiquitín? Solo hay que soñar con lo posible, ¿no te lo he dicho?».

Algo así habría sentenciado Iuri de estar aquí. Pero estaba muerto. Solo quedaban de él su vieja pelliza, dos libros y aquella faltriquera manchada de sangre. Me la llevé a los labios para besarla y crujió entre mis dedos. Supongo que debería haberla guardado con mis cosas y abrirla más tarde, pero ganó la curiosidad y desaté las cuerdas. Encontré un par de papeles, documentos tal vez, pero lo que más me interesó fue un pequeño sobre amarillo con una única inicial. Sangre de mi amigo se había filtrado hasta allí dificultando descifrar de cuál se trataba. Me pareció una O o quizá una I-O, la inicial cirílica de Iuri, e imaginé que por fin descubriría su secreto mejor guardado. Sí, seguramente allí estaría la solución al misterio de quién era su padre. Mientras rasgaba el sobre, hice mis apuestas. Si todos decían que era hijo de un gran duque, no había tantos nombres posibles. ¿El gran duque Miguel, hermano del zar, alguno de sus tíos, un primo hermano quizá? Le gustara o no a Iuri, y aunque se empeñara en ocultarlo, todos sabíamos que por su venas corría la misma sangre de los Romanov. Lo que encontré al abrir el sobre fueron media docena de fotografías sujetas con una cinta azul. La primera, en efecto, del gran duque Miguel, pero el resto, todas de una misma persona. Olga Nikolayevna, vestida con el hábito de la Merced en una, en otra radiante con el uniforme de su regimiento. Olga tomando el té a bordo del Standart, Olga sonriendo bajo una gran shapka gris. «My cousin O»[4] había garabateado en el dorso de cada una en inglés y con la inconfundible y mundana caligrafía de mi amigo. Y junto a las instantáneas, había además dos pensamientos disecados y un mechón de cabello rubio cuya procedencia no necesité averiguar.

Recordé entonces la última imagen que tenía de Iuri en vida, su cabeza vuelta hacia su prima Olga. La boca y el ojo derecho arrancados de cuajo, mientras el izquierdo, aún vivo e incluso sonriente, se volvía para buscarla. Vi también a Olga Nikolayevna, la más solitaria de las grandes duquesas, la que a sus veintidós años no había conocido más que el triste sabor de los amores contrariados, abrazarse a aquel cuerpo de niño grande como posiblemente jamás lo había hecho con otro. Al cínico Iuri, el que no quería acompañar a los zares en su exilio, el que decía que amar era una pérdida de tiempo y se burlaba de mí, no le había importado morir por ella. Por alguien que jamás llegaría a imaginar siquiera cuántas cosas los unían.

Con lágrimas en los ojos, bajé a buscar a mi Tatiana, pero a la que encontré fue a María, que sonrió cariñosamente al ver mi aspecto.

—Vamos, Leo, labio superior firme, eso es lo que dice siempre mamá. Que no digan que los Romanov no sabemos enfrentar los malos tragos.

Me llenó de orgullo que, siguiendo la vieja costumbre rusa de llamar por el apellido de los señores a todos los que trabajaban para ellos, me considerara «un Romanov». Y en ese momento tenía especial sentido para mí.

—¿Labio superior firme? —repetí.

—Sí, ya sabes, así dicen los ingleses, stiff upper lip. Es lo que más puede molestar a tus oponentes o a cualquiera que pretenda fastidiarte, que parezca que no se te mueve un pelo con lo que dicen o hacen. A mí me está sirviendo de mucho. ¿Adónde vas?

Al igual que Tatiana y Olga, María había adelgazado desde su cautiverio. Pero en su caso el cambio era para bien, el pelo le había crecido y había perdido esos kilos de más que su madre achacaba a la adolescencia, sus hermanas difícilmente podrían seguir llamándola bow-wow o reírse de lo patosa que era. Estaba muy guapa, casi tanto como Tatiana.

—A despedirme de ella —respondí, sin darme cuenta de que no había dicho de quién. Era tan obvio, para mí no existía ningún otro nombre.

—¿Despedirte de quién? —preguntó María divertida.

—De Tatiana, quiero decir.

—Creo que está con mamá. Rezaban juntas en la sala hace un momento. Vienes con nosotros, ¿verdad, Leo? Me dio mucha alegría saber que Yakolev te había elegido para acompañarnos. Cuando termines con tu despedida, búscame, podemos bajar juntos al patio.

La encontré, tal como había dicho María, en el salón principal de la casa, ese que la zarina había convertido en una especie de santuario repleto de iconos de san Nicolás, de la Virgen de Kazán, de san Isaac, los favoritos de la familia imperial, los mismos a los que rezaban con tanto fervor como falta de respuesta últimamente. No sé si como un acto de rebeldía ante esta evidencia, Tatiana estaba sentada de espaldas a todos ellos con un montón de papeles alrededor. Me acerqué. Parecía enfrascada en lo que fuera que tenía entre manos.

—Me voy, Tatiana Nikolayevna —dije.

Ni me miró; continuó con su tarea. Su silueta bailoteaba sobre la pared a la luz de las velas, ni siquiera se había tomado la molestia de encender la luz eléctrica para ver mejor. Estaba en ropa de dormir, camisón y apenas un chal sobre los hombros. Me pareció más guapa que nunca.

Transcurrieron unos segundos. Las voces en el patio hacían presagiar que no me quedaba ya tiempo.

—Vengo a despedirme. Creo —dije midiendo mis palabras— que querías decirme algo.

—¿Algo? —repitió como si regresara de un lugar muy lejano y luego—: Ah, sí, sí, claro. Tengo algo importante que pedirte, Leo. Vas con los zares, ¿verdad? Yo misma le pedí a Yakolev que te incluyera en el grupo.

—¿Te dijo adónde nos llevan? —pregunté, imaginando que, si su belleza tenía sobre Yakolev la mitad del impacto que sobre el resto de los mortales, posiblemente habría conseguido arrancarle cuál era nuestro destino.

—A Moscú, naturalmente —dijo ella—. Los alemanes quieren que papá vaya allí. De este modo el káiser finge que se interesa por el paradero de su primo, mientras que «ellos» —al mencionar a los bolcheviques el tono de Tatiana pareció cambiar de irónico a cansado— no han tenido más remedio que aceptar su petición. Al fin y al cabo han perdido la guerra. Según Yakolev es importante que el zar llegue a Moscú cuanto antes. Parece que el soviet de Ekaterinburgo, del que depende Tobolsk, quiere juzgar a papá y, si cae antes en sus manos, no habrá salvación para nosotros.

Dijo todo esto con un tono neutro, informativo. Ella era así, jamás la vi llorar ni lamentarse de su suerte. Lo hacía todo con el mismo temple que cuando, en nuestro hospital de Ekaterina, tocaba amputar un brazo o vaciar un ojo. Imperturbablemente bella, así era y yo la amaba por ello.

—¿Lo saben los zares?

—Claro, los que no tienen ni idea de todo esto son mis hermanos, y yo desde luego no pienso decírselo. ¿Para qué? Alexei bastante tiene con lo suyo, Anastasia es demasiado pequeña y María tiene que ser fuerte para ayudar a mamá. En cuanto a Olga, no para de llorar desde que ese pobre amigo tuyo murió en sus brazos, siempre ha sido demasiado impresionable…

«No como tú», pensé, porque todo lo que tuviera que ver con Iuri era sagrado para mí y sus palabras resultaban hirientes. Aun así, asentí en silencio, era tan guapa.

—¿Qué quieres de mí, Tatiana Nikolayevna?

Ella retomó lo que estaba haciendo cuando la había interrumpido. Escribía a toda velocidad. A pesar de la escasa luz, su mano volaba sobre el papel. Cuando terminó había una extraña sonrisa en sus labios. Tomó un sobre que tenía preparado y, metiendo en él dos o tres folios y un par de fotos, dijo:

—¿Tú y yo somos amigos, verdad, Leo? Durante estos días en Tobolsk hemos jugado a las cartas, nos hemos deslizado juntos por la montaña de hielo, hemos cuidado a Baby, ¿no es así? Incluso antes de salir de Tsarskoye Selo compartimos buenos momentos. ¿Te acuerdas de nuestro último día?

—Cómo olvidarlo… —empecé a decir, pero ella me detuvo posando su mano sobre mis labios.

—Nunca había compartido con nadie ese pequeño secreto, Leo. El silencio de los relojes sin cuerda, el baile de nuestra bailarina de una sola pierna… Son momentos que uno no olvida y que, de alguna manera, te convierten en mi cómplice.

Los gritos de Yakolev y las voces de otros soldados me indicaron que andaban buscándome. Después de acondicionar con paja las tartanas, había desaparecido y nadie sabía dónde estaba. Cuando bajara, difícilmente me iba a librar de unos revolucionarios azotes o quién sabe si de algo peor. Pero no había castigo que no diera por bueno a cambio de unos últimos minutos con ella.

—¿Harías algo por mí, Leo?

—Hasta morir por ti, Tatiana Nikolayevna.

—No será necesario tanto. —Rió—. Me basta con que me hagas de Miguel Strogoff.

—¿De correo del zar? —repetí, recordando el famoso libro de aventuras de Julio Verne.

—No del zar, solo de una ex gran duquesa olvidada en Siberia. ¿Puedo confiar en ti? Necesito que esta carta llegue a destino, pero sin pasar por manos de «ellos». Por lo que he podido sonsacarle a Yakolev, iréis de Tobolsk a cruzar el río Irtych, de ahí, si todo va bien, cambiaréis caballos en Pokrovskoye, el pueblo de Rasputín —añadió persignándose maquinalmente al nombrar al starets—, y a unas catorce verstas y media más al Este, llegaréis a Tyumen, donde os espera un tren especial para trasladaros a Moscú. Ahí se decide todo. Si el soviet de Ekaterinburgo no os detiene antes de abordar el tren, continuaréis viaje hacia la capital, si no…

Tatiana hizo una pausa como quien quiere conjurar un fantasma y luego continuó con el mismo aire neutro de siempre.

—En todo caso, tú, en cuanto llegues a Tyumen, arréglatelas para llevar esta carta al correo; seguro que hay una estafeta en la propia estación. ¿Tienes dinero? Ten, aquí van unos kopeks, serán más que suficientes, pero sobre todo que nadie te vea echarla al buzón. Es fundamental, ¿me entiendes… correo del zar?

Me sentí importante. Me imaginaba llevando un documento que pondría en marcha quién sabe qué demorado plan de fuga de los Romanov. Posiblemente, por qué no, esa carta que yo debía depositar fuera una señal, una contraseña para que, en la propia estación de Tyumen, se produjera el rescate. Entonces —me decía yo—, en vez de viajar a Moscú para caer en manos de los alemanes o a Ekaterinburgo para satisfacer la sed de venganza de los miembros del soviet local, nos encontraríamos camino del exilio. Y, una vez a salvo, con el zar fuera de territorio ruso, conseguir la liberación de sus hijos sería cuestión de días. Después, nos reuniríamos todos en Inglaterra. Yo sería Miguel Strogoff, el héroe que atravesando las líneas enemigas con carta tan trascendental puso en marcha la operación, y entonces Tatiana…

Fue en este preciso punto del cuento de la lechera cuando el cántaro se rompió en mil pedazos. Bastaron dos sílabas para conseguirlo.

—Mitia —dijo Tatiana Nikolayevna—. ¿Lo recuerdas, verdad, Leo? El hombre más maravilloso del mundo. Nunca hasta ahora he conseguido enviarle una carta sin que pase por manos de al menos media docena de milicianos. Son tantas las cosas que necesito decirle, lo quiero tanto. Si tú supieras, Leo, rezo día y noche para que Dios nos ayude, pero Él parece haberse olvidado de nosotros. Mamá cree todavía que nos salvarán «los buenos soldados rusos», cree que Rasputín desde el cielo le da fuerzas y que pasar por su pueblo otra vez es una señal de que todo va a cambiar. Yo ya no creo nada. O mejor dicho creo que esto es el principio del fin. Pero no tiene por qué serlo para un ayudante de cocina como tú. Un día serás libre, Leo, y podrás ir adonde quieras. Prométeme, júrame, que, cuando ocurra, buscarás a Mitia y le trasmitirás lo que ahora te doy.

—¿Qué cosa?

—En toda mi vida —continuó Tatiana sin contestar a mi pregunta— solo he besado a un hombre, Leo, y un par de veces, no más. Tengo veintiún años. Mírame —dijo dejando que el chal que la envolvía cayera al suelo. El camisón apenas lograba disimular el contorno de su cuerpo, y la luz de las velas hacía que se transparentara la curva de su pecho y la blancura de esa piel que, según ella, nadie había recorrido jamás—. Soy guapa, ¿no crees? Todas nosotras lo somos, ¿y de qué nos sirve? Esto no es vivir, me hago vieja cada día que pasa. Ven, acércate —dijo, atrayéndome hacia ella—. Escúchame bien, el beso que voy a darte ahora no es tuyo, sino de Mitia. Búscalo y descríbele cómo es, a qué sabe, cuéntale cuánto amor he puesto en él.

Tatiana Nikolayevna me besó con desesperación, con extravío, como un ahogado que busca aire para seguir viviendo. Su boca quemaba. A mí, en cambio, se me helaron los labios.