Dicen que los días peores se anuncian con algún presagio. La víspera de la matanza de los Romanov, Jimmy y Joy aullaron toda la noche. Solo que yo lo interpreté como una bendición, no como una premonición. Soñaba que estábamos en Tobolsk la tarde en que mataron a Iuri. Olga Nikolayevna acababa de discutir con los guardias y Iuri acudía en su auxilio. «Lo matarán —pensé—, voy a volver a vivirlo de nuevo». Los disparos, su boca y su ojo arrancado de cuajo, y luego la punta de la bota del asesino pateando el cadáver antes de reír diciendo que la revolución no necesitaba enanos. Joy ladró y Jimmy lo imitó con un largo lamento. Esa noche no dormían en la habitación de las niñas como de costumbre. Los acababan de desparasitar y la zarina decidió que se quedaran fuera, en el patio. «Habrán visto una rata», me dije, el sótano estaba lleno de ellas. Volví a dormirme y poco después ya me encontraba en otra parte. En el reino de OTMA esta vez, con las manos sucias de hollín y la cara tiznada como en el primer día de limpieza de chimeneas. «Se te ha caído algo», decía Iuri señalando en el suelo el diario de María. «No es mío», le contestaba yo, pero él decía: ¿No ves la inicial en la tapa? L de «Leonid». «Es una M», porfiaba yo, y Iuri: «Que no, que es una L. ¿Estás ciego? Chiquitín, es tuyo, ábrelo».
…Ábrelo, insistía el sueño. Ahora era Masha quien hablaba. «¿No has oído a Iuri, tonto? ¿Va a tener que aparecérsete otra vez sin un ojo y medio muerto para que le hagas caso?».
Estaba de pie frente a la chimenea y entonces se apartó, dejándome ver en su interior el cuerpo ensangrentado de Iuri revuelto entre las cenizas. «No, por favor», supliqué y Masha se dedicó a tranquilizarme. «Solo es un sueño, tonto, nada de esto ha pasado. Ábrelo y verás».
Mi siguiente despertar tuvo otro agente provocador. Hacia las cinco y media de la mañana, Alexei Trupp, mi compañero de jergón, empezó a zarandearme con la fuerza de una tercera pesadilla.
—Venga, pedazo de haragán, a ver si te crees que voy a ocuparme de encender la cocina por ti. Kharitonov va a estar contento si baja y se encuentra con los fogones más fríos que un cadáver.
Nuestra cocina de leña requería cada mañana un ritual inamovible. Había que encenderla muy temprano para que alcanzara la temperatura adecuada, y yo era el encargado de ceremonia tan intempestiva. Sin embargo, una vez hecho esto y hasta que los demás criados se ponían en marcha, disfrutaba de un período de gracia de una hora en la que la Casa de Propósito Especial era solo mía. Los centinelas de guardia en el patio dormitaban aburridos esperando el relevo ya próximo y a mí me encantaba vagar por las habitaciones desiertas, en busca de algún tesoro, a veces un pañuelo con olor a jazmín, otras el comienzo fallido de una carta que había acabado en la papelera. Aquellas excursiones eran el triste remedo de mis antiguos paseos por el reino de OTMA, y los tesoros encontrados resultaban bastante menos interesantes. Una vez expulsados del paraíso, había que tener cuidado con lo que se decía y más aún con lo que se escribía. «Las paredes oyen y, peor aún, tienen siete ojos», decía la zarina. «Cuidado, niñas, hay que ser precavidas».
Por eso fue un regalo encontrar aquella mañana en la biblioteca, sobre el escritorio, un trozo de secante. Todo el mundo sabía entonces lo indiscretas que pueden llegar a ser esas hojas de papel absorbente, como sabíamos también que bastaba acercarlas a un espejo para que desvelaran todos sus secretos. ¿De quién era aquella escritura? No sería difícil averiguarlo. Años de aprendizaje como water baby y un doctorado cum laude en la universidad de los testigos invisibles me hacían experto en caligrafías ajenas. La inscripción constaba apenas de dos líneas escritas en letra grande y generosa. ¿Será de Tatiana? Y de pronto me sorprendí al comprobar que el corazón ni siquiera se me aceleraba al pensar en ella. Me dolió que no me doliera. No sé, el amor es así de raro. Se sufre cuando se ama y también cuando se deja de amar, como si uno, al perderla, echara de menos aquella llaga, aquel agujero, aquel divino desasosiego. Giré el secante entre mis dedos. Por un momento pensé en dejarlo de nuevo donde estaba. Los espionajes pierden encanto cuando no se tiene presa favorita. Pero entonces me pareció, a pesar de que la escritura estaba al revés, leer mi nombre dos veces:
Miré a mi alrededor. En la biblioteca no había espejos, pero el vestíbulo tenía uno de cuerpo entero y hacia
Otra vez la punzada. Dios mío, este dolor… Pero no puedo darme por vencido ahora. Venga, Dama de Picas, solo te pido una hora. No, mira, con cuarenta minutos me arreglo. Vamos, vieja tramposa, un poco de fair play, que no se diga.
… y hacia allí dirigí mis pasos. Acerqué el secante al espejo y pude leer: «… Escribo tu nombre, Leonid, y me demoro en cada una de sus letras. ¿Qué hice mal, Leo? Esta tarde en el baño solo deseaba que me mirases».
El resto era ilegible, estaba entreverado con otra pléyade de palabras, letras, cifras, súplicas, esperanzas, oraciones, lamentos, recuerdos, escritos en distintas caligrafías. La familia imperial compartía lo poco que tenía, incluso el papel secante. Aún lo conservo y no pocas veces he intentado desentrañar sin éxito aquel secreto testamento, aquel paño de la Verónica en el que se enjugaron tantos deseos no cumplidos.
—¿Se puede saber qué haces aquí? ¿Cómo te llamas, muchacho? He olvidado tu nombre.
Acababa de guardar mi hallazgo en el bolsillo trasero del pantalón cuando me sorprendió el comisario camarada Yurovski. No parecía de humor; le contesté lo más rápida y amablemente que supe.
—Leonid Sednev, señor, para servirle.
—¿No te han dicho que ya no hay criados en Rusia, solo camaradas? ¿Cuántos años tienes y cuál es tu cometido? ¿Qué tiempo hace que trabajas para ellos y de dónde eres?
Cuántas preguntas. Hasta ese momento nuestro nuevo carcelero en jefe me había ignorado. De hecho, tenía una forma de mirar a través de mí de un modo que me recordaba al príncipe Yusupov y a otros grandes señores.
—Tengo quince años, camarada, y una de mis obligaciones es encender la cocina, por eso estoy aquí más temprano que nadie. También suelo dar una vuelta por las habitaciones para ver si todo está en orden —añadí, intentado justificar mi presencia en esa parte de la casa. A Yurovski no debió de parecerle explicación suficiente, quería saber más.
—Y aparte de encender la cocina y curiosear por los salones, ¿qué más haces, muchacho? Necesito saberlo todo, también cuál es tu relación con la familia. A qué te dedicas. ¿Juegas, por ejemplo, con el zarévich de vez en cuando? ¿Acompañas a las niñas en sus paseos? Tengo entendido que ayudan a veces en la cocina, ¿en qué exactamente? ¿Y los ex zares? ¿Te piden que les hagas recados? ¿De qué tipo?
Imaginé que el interrogatorio era para saber si servía de correveidile entre la familia y personas de fuera que intentaban ayudarla a escapar. Me habría gustado tener que mentir, fingir que le ocultaba algo. Lamentablemente no hizo falta. Si había algún plan de fuga en marcha, desde luego no pasaba por mí.
—¿Y qué hay de las otras preguntas que te he hecho? ¿Cuál es tu relación con la familia? Vienes con ellos de Petrogrado, ¿verdad? Quiero saber exactamente qué haces en esta casa, muchacho.
Le conté lo que creía que deseaba oír. Hablé de mi edad, similar a la del zarévich, para explicar por qué jugábamos juntos a veces. «Y otras me distraigo enredando con los perros, que son los miembros de la familia que más me gustan», mentí para no tener que hablar de mi relación con las grandes duquesas. «Lo paso estupendamente revolcándome en el patio con Joy y Jimmy, y todos se ríen al verme». Debió de pensar que era completamente imbécil y me alegré de que así fuera. Me quemaba en el bolsillo mi último descubrimiento y quería acabar cuanto antes aquella charla con Yurovski para releer lo que decía y pensar qué iba a hacer después. ¿Dónde estaría escrito el resto de la frase que leí en el secante? No pensaba que fuese en una carta. Aunque los Romanov seguían escribiendo a diario a su familia y a otras muchas personas como Ana Vyrubova, todo era escrutado por nuestros captores, de modo que las cartas eran apenas un compendio de aburridas obviedades. Había solo una posibilidad, el diario íntimo de María Nikolayevna. ¿De veras aquellas palabras estaban dedicadas a mí?
Si así fuera, me dije, algunas viejas escenas vividas juntos cobraban de pronto nuevo significado. Como aquella mañana triste, los dos en el tren rumbo a Ekaterinburgo, cuando Masha llevó mi mano a su corazón para que comprobara cómo latía; o la vez en que, a bordo del Rus, sus hermanas se rieron diciendo que se había quedado mirándome con cara de tonta. Hasta entonces no les había dado importancia a estas ni a otras muchas manifestaciones de afecto. Las consideraba debidas a los momentos duros que compartíamos, algo así como dos que se abrazan para darse ánimo en medio de una tormenta. En cuanto a su inocente exhibición del día anterior, todavía pensaba que debía de estar destinada a otro, como el beso de Tatiana. Y, sin embargo, mi nombre escrito con su letra lo desmentía todo. «María, Masha», pronuncié en voz alta y sonaba tan dulce.
Me persigné tres veces. Hasta Iuri en el sueño de anoche parecía darme permiso para que buscara aquel diario con tapas de nácar. Aun sin él, lo habría hecho. No creo en las apariciones ni en los mensajes del más allá. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa había hecho en mi vida sino ser testigo invisible de todo lo que pasaba a mi alrededor? Pero quién sabe, me dije, quizá en esta ocasión en vez de testigo sea actor principal.
Lo único que tenía que hacer para averiguarlo era encontrar el momento para volver al reino de OTMA. O mejor dicho, a su actual caricatura, la desangelada habitación en la planta superior que compartían las hermanas. Una posibilidad era hacerlo a la hora del almuerzo, cuando todos estaban en la planta baja, pero Kharitonov no me daba respiro e incluso a veces me tocaba servir la mesa. Tal vez pudiera intentarlo durante el paseo que las cuatro hermanas daban por el patio con su padre cada tarde, pero no quería esperar tanto. ¿Y por qué no ahora? O mejor, dentro de media hora más o menos, después de servir el desayuno, cuando todos estén en el comedor. No necesitaría mucho tiempo, era casi como ir a tiro hecho. Y es que, a diferencia del antiguo reino de OTMA, este humilde trasunto no tenía mucho territorio que explorar. Ni cómodas de ébano con cajones llenos de tesoros, ni estanterías colmadas de libros ni burós de palo santo con carpetas y documentos. «Diez kopeks a que sé dónde lo esconde», me dije mientras abría con cuidado la puerta.
Es tramposo el sentido del olfato. Lo engaña a uno haciéndole dudar incluso de lo que ve. Por un instante me pareció que estaba de nuevo al otro lado del Edén. Se empeñaba en convencerme aquel entrevero de violetas, rosas, jazmines y lilas que me recibió al entrar. Las fragancias favoritas de las cuatro hermanas flotaban en el ambiente desdiciendo todo lo que tenía delante: los cristales de la ventana pintados de blanco para que las prisioneras no pudieran ver el exterior, el parquet arañado y sin barniz, el triste empapelado de las paredes y dos palanganas de esmalte sobre soportes de hierro que les servían de aseo. Aparte de eso, los únicos muebles que había eran un par de sillas y los camastros, verdadero puente entre el nuevo y el viejo reino de OTMA, porque eran tan estrechos e incómodos como los del palacio de Aleksandr. «Abuela Catalina estaría orgullosa de tanta austeridad», pensé, al tiempo que me alegraba de que así fuera, porque esta desnudez simplificaba mucho mi búsqueda. En realidad, me dije mientras avanzaba de puntillas hacia los catres, solo hay un sitio donde se puede guardar algo privado.
Levanté una almohada y allí estaba. Acierto a la primera, solo que este diario tenía una O en la tapa. ¿Guardaría el diario de Olga Nikolayevna alguna mención al hombre que más la había amado? Conociendo a su dueña, casi podía asegurar que el nombre de Iuri figuraba más de una vez en esas páginas. Lo dejé donde estaba y levanté la almohada de la segunda cama. El diario de Tatiana era exactamente igual que su dueña. De marfil, sin florituras, sobriamente bello. Solo la inicial grabada en la tapa se permitía la frivolidad de un arabesco en el trazo superior. Sí, aquella T que tantas veces había dibujado yo como un conjuro, en los tiznados túneles del palacio de Aleksandr, en el vagón de carga del tren que nos había traído a Siberia, también en el tronco de algún árbol en nuestra primera prisión de Tobolsk. Recorrí cada curva de su trazo grabado en oro; su superficie estaba fría. Unos pasos apresurados anunciaban que alguien avanzaba por el pasillo, debía darme prisa si no quería que me sorprendieran. Volví a dejarlo donde estaba y busqué en la cama siguiente solo para descubrir un volumen con tapas de madera y la A de Anastasia. Debajo de la almohada de la cuarta cama no había diario alguno. Desconcertado, miré a mi alrededor buscando otro escondite posible, pero los pasos se acercaban. «Piensa, Leonid, a ver si se te ocurre una coartada creíble, invéntate lo que sea», me ordené, y debía de ser mi día de suerte porque los pasos resultaron ser los de Demitova, que siguió de largo tarareando camino de la habitación de los zares. Ya me resignaba a no encontrarlo cuando se me ocurrió que tal vez Masha había aprovechado el rato que la familia solía disfrutar leyendo o escribiendo cartas en la biblioteca después de la cena para poner al día su diario, olvidándolo allí. Tal como había podido comprobar aquella vez que lo encontré sobre la chimenea de su habitación en el palacio de Aleksandr, el orden no era una de las virtudes de María Nikolayevna. Sí, por qué no, con un poco de suerte lo habría dejado en algún sofá o junto al escritorio. No perdía nada por buscarlo; la biblioteca era otro lugar desierto a esa hora.
La vida nos regala a veces espléndidos déjà-vu. Sobre el alféizar de la chimenea de aquella habitación, bajo un libro de Alejandro Dumas y otro de Walter Scott, asomaban unas tapas nacaradas que conocía bien. Por suerte para mí, la similitud con lo ocurrido años atrás en el palacio de Aleksandr acababa ahí. No hubo interrupción, no me pillaron in fraganti, y pude salir de allí con el diario de Masha entre los pliegues de mi blusón de pinche. Pensaba echarle un vistazo y devolverlo a su sitio cuanto antes, nadie tenía por qué darse cuenta. El comedor estaba al otro lado del vestíbulo y decidí asomarme a ver si ya habían terminado el desayuno. Allí estaban aún los siete en compañía de Yurovski. Esperaban con paciencia a que su carcelero, la vista fija en la Gazeta Ekaterinburga como si ellos no existieran, terminara por fin con la tostada que tenía en la mano.
—Hace tanto bochorno —oí que le decía de pronto el zar—. Me gustaría pedirle un favor, Yurovski. ¿Podríamos dar nuestro paseo ahora en vez de por la tarde? El barómetro anuncia lluvia.
Y él, sin levantar la vista de su periódico, sonrió.
—Por supuesto, Nikolai Aleksandrovich, un día es un día.
—¿De veras, podemos? —intervino el zarévich—. Qué bien. Yo también quiero ir. Es tan aburrido estar siempre metido en casa. Podría usar la silla de ruedas de mamá, ella nunca sale.
Yurovski acababa de dar por terminado el desayuno doblando cuidadosamente la Gazeta Ekaterinburga. Se puso de pie y, después de tirar su servilleta sobre la mesa, dio dos pasos hacia la ventana.
—Tienes razón, Nikolai Aleksandrovich —dijo mirando el cielo—, se avecina tormenta. Mejor aprovechar el sol.