CAPÍTULO XXXVI

El mismo día de la cacería del ciervo, al mediodía, Alin fue a ver a Lana para comunicarle a la Reina su decisión de abandonar la tribu. Dejó a Tardith durmiendo en la choza y cruzó el ancho espacio abierto frente a la cueva de las mujeres hasta la choza que pertenecía a su madre.

Lana no se encontraba allí.

Sintió alivio pero se enfadó consigo misma. Retrasar el momento no la ayudaría. Se alejó de la choza vacía de Lana, se encaminó rápidamente a la cueva de las mujeres y preguntó a las jóvenes si sabían dónde había ido Lana.

—Se fue a la Cueva Sagrada esta mañana —contestó una de ellas.

—¿Para qué ha ido allí? —preguntó Alin frunciendo el ceño.

—Dijo que uno de los botes estaba agrietado. Se llevó a Tor y a Kar para arreglarlo.

Alin se quedó pensativa un instante.

—He dejado a Tardith durmiendo en mi choza —dijo—. ¿Querríais vigilarlo hasta que vuelva? Tengo algo importante que decirle a la Reina.

—Desde luego —repusieron las muchachas—. Lo vigilaremos por ti, Alin.

Alin sonrió ligeramente, se dirigió hacia el río y tomó el sendero que ascendía por la montaña.

Lana estaba sentada sobre unas pieles de reno que había extendido al sol cuando llegó Alin al claro que se abría ante la cueva Sagrada.

Tor y el otro hombre habían volcado uno de los botes a orillas del río y estaban trabajando en él con la cola que obtenían de la savia de las plantas. Lana los miraba trabajar, pero volvió la cabeza cuando su hija salió del recodo del río.

—¡Alin! —exclamó con sorpresa.

Alin subió y se quedó de pie junto a su madre.

—Las muchachas de la cueva de las mujeres me han dicho que estabas aquí, madre. Debo hablar contigo.

Lana sonrió y dio una palmadita a las pieles, a su lado.

Alin echó una mirada a los hombres, decidió que estaban lo suficientemente fuera del alcance del oído y tomó asiento.

—Es un día precioso —murmuró levantando el rostro hacia el sol—. Ya se siente el calor de la primavera en el sol.

—Sa —fue la respuesta de Lana. Esperó.

Alin suspiró con resignación.

—Madre, no sé cómo decírtelo, pero debo hacerlo. —Se quedó mirando fijamente el agua del riachuelo que discurría frente a ella, centelleante bajo los rayos del sol de la tarde—. Voy a volver a la Tribu del Caballo con Mar —dijo.

Silencio.

Tras unos instantes, Alin se obligó a volverse para mirar el rostro de Lana. Su madre la estaba observando. Al ver aquellos familiares ojos oblicuos azul gris, Alin sintió una aguda punzada, una mezcla de culpabilidad, lástima y frustración.

—No puedo vivir sin él, Madre —añadió—. Y no puedo vivir sin mi hijo.

—Es una decisión egoísta —replicó Lana.

—Es posible. —Alin apretó los labios—. Pero en este estado no soy buena para la tribu, Madre.

—No lo acepto.

Alin levantó las rodillas, inclinó la cabeza y apoyó en ellas la frente.

—Elen puede ocupar mi lugar —repuso con voz un poco apagada dada su postura—. Elen tiene la fuerza necesaria para quedarse sola. Yo no.

—Ese hombre ha lanzado una maldición sobre ti —dijo Lana fríamente.

—No es una maldición —protestó Alin—. Es que… —Alzó el rostro de las rodillas—. Le amo.

—No tienes derecho a amarle. —La voz de Lana se iba enfriando con cada palabra—. Eres la Elegida. Tu amor debe ser para tu tribu.

—Pero no es para la tribu, madre. No desde hace tiempo. Por eso debo marcharme.

Lana había endurecido la expresión de su rostro.

—Así es como el Dios Cielo llegó a dominar tantas tribus del Clan —dijo—. Mujeres locas, como tú, entregaron su poder a los hombres.

Alin enderezó la espalda.

—Yo estoy entregando mi poder a otra mujer de la tribu del Ciervo Rojo, no a un hombre —insistió—. No voy a olvidar mi alianza con la Madre Tierra. Mar lo sabe. Y no desea que cambie.

—Eres la Elegida. Y quiere que dejes de serlo.

—¿Permitirías que se quedara aquí conmigo? —preguntó Alin—. ¿Permitirías que fuera mi marido? ¿Permitirías que me quedara con mi hijo? —El tono de su voz era claramente de desafío.

—Es imposible —replicó Lana impaciente, como si estuviera hablando con un niño—. La Reina no puede pertenecer a ningún hombre y la tribu es su hijo. Ya lo sabes, Alin.

—Sa, lo sé. Pero en la tribu de Mar, el jefe puede tener esposa. El jefe puede pertenecer a una sola mujer, puede tener su familia junto a él en su abrigo. En la tribu de Mar podremos estar juntos. Por esta razón voy a volver con él, Madre. Es así de sencillo.

—Él no te pertenecerá, Alin —repuso Lana—. Cuando detentan el poder, los hombres sólo se pertenecen a sí mismos.

Alin alzó la barbilla. Miró intensamente a su madre.

—Es cierto que él se pertenece a sí mismo. Pero también pertenece a la tribu. Y me pertenece a mí.

Las dos mujeres, se miraron en silencio, impávidas.

—Es una prueba para ti, Alin —dijo Lana finalmente—. La Madre Tierra te ha puesto a este hombre en tu camino para probar tu fortaleza. Para probar tu devoción. Jamás pensé que fracasarías, hija mía. Daría mi vida por salvarte. Me resulta duro pensar que me he equivocado.

Mientras su madre hablaba, Alin había ido palideciendo. Era como si las palabras de Lana le golpearan directamente el corazón. No pudo contestar.

Lana, al ver esto, aprovechó su ventaja.

—Este Mar es el único hombre que ha copulado contigo —siguió—. No comprendes que no es el único hombre que puede encenderte la sangre. Toma a otro hombre, hija mía. Y comprobarás que lo que digo es cierto. Has copulado con ese Mar en los Fuegos y para ti es un dios. Pero hay otros hombres que pueden llenarte, Alin. Desde mi larga experiencia, puedo asegurártelo.

Alin movió la cabeza muy despacio.

—No es eso, Madre —dijo. Bajó los ojos, para ocultarlos mientras descubría sus más hondos sentimientos—. Es que… es que cuando estoy con él, soy feliz. —Miró fijamente una arruga en la piel de reno sobre la que estaba sentada. Su voz era casi un murmullo—. Soy feliz cuando echa la cabeza hacia atrás, como lo hace un semental; soy feliz cuando me sonríe y me mira como un niño; soy feliz cuando sus cabellos le caen sobre la frente y se los echa hacia atrás… —Se fijó aún más en la arruga, no quería alzar la vista—. Esto es lo que es, madre. No es sólo el fuego en la sangre, aunque —añadió con sinceridad—, también lo es.

Una arruga profunda se había formado entre las cejas de Lana mientras contemplaba fijamente a su hija.

—No te corresponde ser feliz —dijo Lana al fin.

—Quizá tengas razón. —Alin inclinó aún más la cabeza—. Quizá si nunca lo hubiera conocido, podría vivir sin todo esto. Pero ahora no puedo volver atrás.

—Yo lo hice —replicó Lana—. Y tú también puedes hacerlo.

Cuando oyó las palabras de su madre, Alin levantó la cabeza y se la quedó mirando.

—¿Tor? —preguntó, con la misma dulzura en la voz que cuando hablaba con Mar.

—Tor. —El rostro gatuno de Lana poseía una extraña intensidad—. Vi el peligro y me eché atrás.

—Quizá yo hubiera podido, al principio —respondió Alin—. Pero ahora no puedo. No quiero abandonarlos, Madre.

Se hizo un largo y tenso silencio.

—Está bien, Alin. Puedes quedarte con tu hijo.

El rostro de Alin estaba tan blanco como la nieve, pero no contestó.

—Quédate con el niño y despide al hombre.

Alin tembló, lanzó un profundo suspiro y volvió a temblar.

—No puedo —contestó.

—Estás loca —dijo Lana.

Alin bajó las pestañas que le abanicaron las mejillas.

—Elige a Elen como tu sucesora, Madre. Elen podrá hacer lo que yo no puedo.

—¿Será capaz de abandonar al hombre del Caballo que ha elegido?

—Si debe hacerlo, lo hará. —Las pestañas de Alin seguían ocultando el dolor que expresaban sus ojos—. Creo que Elen no es mujer de un solo hombre.

—Y tú crees que lo eres —repuso Lana amargamente.

Al fin Alin alzó la vista.

—El día que llegó, Mar me dijo que era como su antiguo perro. «Lugh era un perro de un solo hombre —dijo—, y yo soy un hombre de una sola mujer.» Yo también soy como Lugh, madre. Soy una mujer de un solo hombre y ese hombre es Mar.

Lentamente, con deliberación, Lana le volvió la cara.

—No puedo hacer que te quedes aquí en contra de tu voluntad, Alin. No eres buena para la tribu a menos que la sirvas voluntariamente.

—Lo siento, Madre —se disculpó Alin poniéndose de pie lentamente—. Te he fallado y lo siento.

—No es a mí a quien has fallado, Alin —dijo Lana, con voz y expresión inflexibles—. Es a la Madre Tierra. Ella te llamó y tú le has vuelto la espalda.

Alin inclinó la cabeza. No podía defenderse. Era cierto. Se alejó de Lana y descendió hacia el sendero con el corazón inundado de pena y culpabilidad.

Alin volvió por el sendero que conducía al hogar de la tribu y para ella fue como si el sol de la tarde no existiera, tan sombrías eran sus perspectivas.

¿Y qué habías esperado que dijera?, se preguntó, sentándose a la entrada de su pequeña choza. ¿Es que esperabas que te diera la bendición? Te ha llamado lo que eres: una desertora.

No tengo salida, pensó Alin. No hay retorno para la traición.

Lana volvió de la cueva sagrada y las muchachas de la cueva de las mujeres se dispusieron a encender la hoguera para cocinar. Pronto un delicioso aroma de eneldo flotaba en el aire. Como si hubiera olido el alimento que se estaba cocinando, Tardith despertó de su siesta de la tarde y gritó pidiendo comida. Alin había acabado de alimentarle y estaba pensando en prepararse su cena cuando le sorprendió y alarmó la repentina aparición de Ban en la puerta de su choza.

—¡Ban! —exclamó al verle. El muchacho jadeaba y estaba cubierto de sudor. Alin temió que algo hubiera sucedido—. ¿Qué ha pasado?

—Se trata de Mar —dijo Ban.

No, pensó Alin. No puede ser Mar. No lo creo. Se quedó mirando a Ban, pálida, con los ojos muy abiertos, sin decir nada.

—Está herido —añadió Ban.

Alin volvió a respirar.

—Ven —dijo—. ¿Herido? ¿Qué ha sucedido?

—Malherido —añadió Ban, mientras entraba en la choza. Se limpió el sudor de la cara con la manga—. Hemos hecho por él lo que hemos podido, pero hay que coser las heridas. Tienes que venir conmigo, Alin.

—Desde luego que iré. Pero ¿qué ha sucedido, Ban? ¡Habéis ido a cazar ciervos!

—No ha sido precisamente por cazar ciervos. Jus ha ido a cazar a Mar —explicó Ban—. Él ha arrojado las lanzas que le han herido, Alin. No ha sido ningún animal.

—¿Jus ha atacado a Mar? —preguntó Alin sorprendida.

—Sa. —Ban había dejado de jadear—. Mientras nosotros estábamos descuartizando a los ciervos que habíamos cazado, Jus le pidió a Mar que le acompañara a ver unas pinturas en la cueva de una montaña cercana. Cort también quería ir, pero Jus no se lo permitió. Yo lo oí todo, Alin, y aquello me preocupó. Los seguí. Y es una lástima que no llegara a tiempo de que no hirieran a Mar.

—Jus no es mejor que Mar en una pelea —dijo Alin.

—No fue una pelea limpia. Gul estaba esperando dentro de la cueva.

Hubo un silencio mientras Alin digería la información.

—Entonces es que estaba planeado antes de salir de caza —dijo lentamente.

—Sa.

—La Reina.

—Sa —repitió Ban—. Jus me dijo que actuaba por orden de la Reina.

—Iré contigo —dijo Alin—. ¿Qué necesito además de la caja de agujas?

—Pieles para detener la sangre.

—¿Tan mala es la herida, Ban?

—Ha perdido mucha sangre, Alin. Pero es fuerte.

—¿Y las heridas?

—La herida de la pierna sólo afecta la carne. Pero la herida del brazo es seria. No puede moverlo.

—¿Qué brazo?

—El derecho.

Alin cerró los ojos.

—Recogeré mis cosas —dijo—. Siéntate, Ban, y descansa. —Hizo un ademán—. Allí hay agua. —Frunció el ceño, pensando lo que tenía que hacer—. Dejaré a Tardith con Mela.

—Nos llevaremos las pieles de Mar, Alin —señaló Ban—. Y las tuyas.

Alin asintió. Se arrodilló y empezó a empaquetar las cosas que debía llevarse mientras Ban bebía un gran trago de agua de la vejiga que Alin le había indicado.

—¿Está en el campamento de caza? —preguntó a Ban por encima del hombro.

—No creímos que allí estuviera a salvo —repuso Ban moviendo la cabeza—. Lo escondimos en la ladera de la montaña, en otra cueva que conocemos.

—¿Quién está con él?

—Cort y los hombres del Caballo.

—¿Y Jus?

—Dejamos a Jus atado delante de la cueva. Los hombres del campamento habrán enviado ya a alguien a buscarlo. No creo que le suceda nada malo.

—No me importa que le suceda algo —replicó Alin con amargura—. Si se lo come un oso de las cavernas, me alegraré.

Ban lanzó una risita.

—Espera aquí —le dijo Alin—. Voy a llevar a Tardith a Mela y entonces nos iremos.

La cueva donde habían ocultado a Mar era aquella que los hombres del Caballo habían encontrado y utilizaban para sus rituales de caza secretos. Ya había oscurecido cuando llegaron Alin y Ban, por lo que ella no podía saber con exactitud su situación. Cort los esperaba y los recibió con una antorcha en la mano derecha.

—¿Cómo está? —preguntó Alin inmediatamente.

—Respira, pero está profundamente dormido. No hemos podido despertarle —contestó Cort con expresión preocupada—. ¡Dhu! Me gustaría que Huth estuviera aquí.

—Voy a verle —dijo Alin con una voz más serena de lo que en realidad se sentía.

—Por aquí. —Cort los acompañó hasta la primera cámara de la cueva.

Habían encendido una hoguera para mantener caliente a Mar y lo habían acostado sobre sus pieles apiladas para darle calor. Lo primero que vio Alin fue la sangre. Se arrodilló a su lado. Roc gimoteó al otro lado de Mar, que permanecía con los ojos cerrados.

Alin miró la sangre. Había perdido mucha. Cerró los ojos un instante, tragó saliva y volvió a abrirlos. Luego se fijó en la tira de piel empapada de sangre atada en el antebrazo.

—Necesito que me traigáis agua —le dijo a Ban. Apretó los dientes, sacó un cuchillo de pedernal de borde afilado y cortó el cuero que sujetaba la piel de ciervo del brazo. Entonces empezó a retirar suavemente la piel y al hacerlo, la herida comenzó a sangrar otra vez.

Alin no supo nunca cuánto tiempo había estado curando a Mar aquella noche, lavando y cosiendo concienzudamente las heridas del brazo y del muslo. Ban ya le había dicho que la herida del muslo no era preocupante. Pero la del brazo era muy profunda, había afectado los tendones que conectaban los músculos a los huesos del brazo. Aunque la herida sanara, Alin no estaba segura de que Mar recuperara el pleno uso del brazo.

Por ahora, pensó, no hay que preocuparse. Ahora lo importante era que no le subiera la fiebre y su espíritu emprendiera el viaje para no volver jamás.

Cort, Russ y los otros hombres del Caballo tenían los mismos temores.

—¡Si Huth estuviera aquí! —exclamaban una y otra vez.

Pero no tenían allí a ningún Huth que convocara a los espíritus amigos para hacer el viaje al Otro Mundo en caso de que el espíritu de Mar no pudiera volver a su cuerpo por la mañana.

Alin anhelaba la presencia de Huth casi tanto como los hombres. En el fondo de su corazón, albergaba un terror glacial de que la herida de Mar fuera un castigo de la Madre Tierra. La Diosa, pensaba Alin con siniestra sinceridad, no tenía ningún motivo para amar a Mar.

Ban había trasladado las pieles de dormir de Mar de la choza de Alin a la cueva, pero después no quisieron moverlo de donde estaba.

—Utilizadlas vosotros para calentaros —dijo Alin a los siete hombres que compartían la cueva con ella—. Le habéis dado las vuestras y ahora tendréis frío. Yo me echaré a su lado y extenderé las mías sobre los dos.

Así lo hizo, se acostó cautelosamente a la izquierda de Mar y extendió las pieles sobre ambos. Mar era tan grande que necesitaba más de la mitad de las pieles. Alin se acercó a él y hundió la nariz en su brazo sano. Luego cerró los ojos con fuerza.

Había sido cosa de su madre. Lana había visto que iba a perder a su hija y había actuado. Cuando Alin había ido a hablar con ella aquella tarde, Lana acababa de poner en marcha el plan que iba a retirar a Mar para siempre del camino de Alin.

Nunca lo olvidaría, pensó Alin con amargura, acostada en la semipenumbra de la cueva y escuchando la débil respiración de Mar.

Volvió una vez más a la escena de la tarde con su madre.

—Puedes quedarte con el niño —había dicho Lana—. Quédate con el niño y echa al hombre. —Y durante todo ese tiempo había sabido que Mar probablemente estaba muerto.

Cosas de su madre.

¿Y su otra madre? ¿Y la Diosa?

La Madre Tierra, pensó. ¿Cuál es su voluntad?

Todas las cosas de la tierra formaban parte de la Madre. Nacían de su cuerpo y, al morir, volvían a él otra vez. Esto era así con respecto a Mar y con respecto a todas las cosas vivientes, y no había escapatoria posible.

Déjale vivir, pensó Alin. Madre, déjale vivir.

Era una Diosa grande y terrible, llena de amor y llena de dolor. Siempre te he servido, pensó ahora Alin, con la nariz hundida en el brazo desnudo de Mar. Y te serviré mejor si Mar vive.

En la cueva sólo se oía el suave ronquido de uno de los hombres. Todo lo demás era silencio.

Madre Tierra, oró Alin, y sus silenciosas palabras salieron angustiadas al aire frío de la noche hacia la Diosa que había formado su ser. Madre, éste es mi hombre. Él es quien rige las cosas de los hombres y yo soy quien rige las cosas de las mujeres. Ninguno es más que el otro; ambos somos necesarios a la vida del mundo. Sálvale por mí, Madre. Si tú quieres que pueda hacer tu labor, sálvalo por mí.

Mar se movió ligeramente, murmuró algo incomprensible y luego volvió a caer en un sueño profundo.

Si las heridas de Mar significaban un castigo de la Madre Tierra, moriría y la mejor parte de ella moriría con él. Pero si él vivía, entonces iría con él a la Tribu del Caballo y allí enseñaría e instruiría a las mujeres para que cuando se casaran con hombres de otras tribus, el respeto debido a la Diosa naciera allí también.

Madre, pensó Alin con un suspiro casi de tranquilidad, está en tus manos.