CAPÍTULO XXXIV

Alin se despertó con el ruido de los pasos de alguien que caminaba junto a sus pieles de dormir, en dirección al arroyo. Luego, un sonido estentóreo en el ambiente brumoso del amanecer. Tardith de pronto lanzó un chillido de hambre.

—Shhh, niño mío. Shhh —murmuró Alin, mientras se inclinaba a coger al niño, lo ponía a su lado y le daba el pecho. Tardith se tranquilizó inmediatamente, pero su chillido había dado resultados. Las muchachas y las mujeres que dormían alrededor del fuego empezaron a despertarse.

Alin, con su hijo apretado entre sus brazos, contempló el lugar donde Mar apareció por primera vez, Mar, el odiado raptor. Movió la cabeza y una sonrisita secreta apareció en sus labios. Parecía que todo aquello había sucedido hacía tanto tiempo.

—Alin —llamó la voz de Lana con irritación—. Cuando hayas acabado con ese niño, te necesito.

—Te he oído, Madre —respondió Alin mientras desaparecía la sonrisa de sus labios, pero sin dar muestras ni en su voz ni en su expresión de su propia irritación.

Lana llamaba a Tardith «ese niño», así como Mar no era más que «ese hombre».

No puedo culparla, se dijo Alin, como ya se lo había dicho antes. Me ha dedicado los últimos tres años de su vida preparándome para ser su sucesora y ahora teme que todo se desbarate. No puedo culparla de no querer a Tardith y a Mar. Ellos son quienes han desbaratado sus planes.

Cuando Tardith acabó de mamar, Alin se lo dio a una mujer que lo iba a atender durante el día y se fue a ayudar a Lana y a las demás mujeres en los preparativos de la ceremonia: llevaron los vestidos al interior de la cueva y los dejaron en su sitio, dispusieron el lecho de pieles a un lado de la cámara donde ella iba a celebrar los Sagrados Esponsales con Mar, llevaron los troncos para encender los siete fuegos que daban nombre a la ceremonia.

Ese día no había ningún tocado de grandes crines negras para que Mar llevara sobre sus cabellos, ni ningún otro emblema de la Tribu del Caballo para el jefe. Aquel día, Mar llevaría en su cabeza las grandes astas ramificadas de un venado, emblema de la Tribu del Ciervo Rojo. Las astas, y una larga capa de piel de ciervo sobre las espaldas: éste era el hábito del dios que dejaron en el corredor para que Mar se lo pusiera en el transcurso de la danza de los Fuegos de Primavera.

Alin llevaría la falda acampanada de las danzarinas, una cinta en la cabeza y brazaletes de conchas blancas, mucho más complicados y hermosos de los que se habían confeccionado para los Fuegos de Primavera del año anterior, cuando las muchachas del Ciervo Rojo se habían visto obligadas a improvisar en la ceremonia que celebraron para la Tribu del Caballo.

La mente de Alin estaba llena de recuerdos mientras realizaba estas tareas, aquella fría mañana de primavera en la cueva de la montaña que su tribu dedicaba a los ritos de la Madre Tierra. Alimentaba estos recuerdos, los utilizaba para bloquear la excitación que sentía en la sangre, cada vez más poderosa a medida que pasaban las horas y se acercaba el momento en que los hombres entrarían en la cueva.

No podía pensar en Mar sin que la inundara el deseo como un tizón ardiente.

Recuerdo la cacería del mamut, pensó, mientras arreglaba las pieles de su lecho en un pequeño rincón de la cámara que había elegido para aquel año. Recuerdo el momento cuando vimos a aquellos dos jóvenes mamuts luchando en el claro del bosque. Recuerdo la madre mamut que vimos aquella mañana en el sendero de caza. Yo estaba segura de que nos atacaría, segura de que estábamos demasiado cerca de su cría para estar a salvo.

Al oír la voz de Lana, Alin casi se sobresaltó, tan sumergida estaba en el pasado.

Cuando todo estuvo en orden, la mujer que había cuidado de Tardith lo llevó en bote hasta la primera cámara de la cueva y Alin le dio de mamar.

Luego Tardith y la mujer se fueron otra vez y Alin se quedó allí sin otra cosa que hacer que esperar hasta la llegada de los hombres.

Según la tradición, debía esperar sola. Cuando Lana la llamó haciendo una señal, Alin siguió a su madre fuera de la cámara donde estaban las siete hogueras, formando un triángulo como era usual, y descendió por el pequeño corredor que conducía a la Cámara Blanca. Allí habían dejado la falda de Alin; y allí tenía que esperar hasta el momento en que Lana volviera para conducirla hasta los tambores palpitantes y las agudas flautas de los Fuegos.

Lana se había llevado el ocre y con los dedos dibujó en el rostro y en los pechos de Alin los signos habituales. Luego se marchó. Pasó el tiempo. Las mujeres, en la cámara externa, permanecían en un silencio respetuoso a la espera del inicio del ritual. Finalmente, el sempiterno sonido del río fue acallado por el de las voces. Los hombres y las demás mujeres de la tribu habían entrado en la cueva, llenando un bote tras otro. Esto requirió su tiempo porque sólo había dos pequeños botes para trasladar a mucha gente.

Después de lo que a Alin le pareció una eternidad, oyó el sonido de las flautas.

Al fin.

La respiración de Alin se aceleró, aunque no era solamente por culpa de las flautas sino por la imagen del hombre que aparecía en su mente.

Lo imaginó como lo había visto en los últimos Fuegos de Primavera, vestido con sus adornos de jefe, espléndido y poderoso como el semental que representaba.

Pero esta vez no iba a ser el semental, esta vez sería el venado, recordó.

Cualquier hombre podía representar al semental o al venado. Lo que le importaba a Alin era que iba a ser Mar.

En la cámara externa, al sonido de las flautas se había incorporado el latido de los tambores. Pronto el sonido de las voces descendió por el corredor hasta los oídos expectantes de Alin; voces que se elevaban en un canto sagrado.

En el interior de la Cámara Blanca todo estaba en silencio. Alin se encontraba ante la abertura que conducía al corredor, escuchando con atención los sonidos que llegaban procedentes de la cámara de la danza en el otro extremo del corredor.

De repente la música cambió. El ritmo de los tambores se aceleró, se intensificó. Llegó un agudo grito flotando por el corredor hasta llenar el silencio de la Cámara Blanca.

Mar debe de haber abandonado la cámara, pensó Alin. Lana ahora debía de llevarlo al otro corredor, donde habían dejado sus cosas.

Alin no podía verle, pero cerró los ojos e imaginó lo que estaba sucediendo. Debía estar desnudo, pensó, atándose las astas alrededor de la cabeza con las cintas nuevas de cuero que habían confeccionado a principios de aquella semana. Y luego se pondría la larga capa sobre los hombros.

La capa barría el suelo cuando la llevaban hombres del Ciervo Rojo, pensó Alin, pero no ocurriría lo mismo llevándola Mar.

Un grito agudo de bienvenida y de excitación llegó como un eco a través del corredor. El latido de los tambores se intensificó.

¡El Dios! ¡El Dios!, gritaron los danzantes.

Mar había vuelto a unirse a la danza.

Ésta era la señal para que Alin comenzara a desnudarse. Se había echado la falda acampanada encima de los signos sagrados pintados en el cuello y en los pechos para mantenerse en calor mientras esperaba. Ahora dobló sus ropas, las dejó en el suelo blanco de la Cámara Blanca y se puso la falda acampanada y los adornos de conchas blancas. Volvió al extremo del corredor y esperó.

Después de lo que le pareció una eternidad, oyó el ruido de los pasos de su madre que se aproximaban por el corredor. Alin volvió al interior de la Cámara Blanca y esperó a que Lana apareciera en la abertura que daba al corredor. La Reina llevaba la misma falda acampanada que el resto de las mujeres, los cabellos sueltos hasta la cintura y las gargantillas de conchas doradas. Sus pechos ya no eran tan firmes y altos como lo habían sido, pero su rostro tenía un aspecto juvenil a la luz mortecina de la cueva.

—Ven —le dijo a Alin—. Ha llegado el momento.

Alin asintió con la cabeza, cruzó el corredor y siguió a su madre hasta el pequeño vestíbulo que conducía a la cámara de la danza.

Los danzantes que estaban en las proximidades del corredor la vieron primero y se detuvieron tras la barrera de fuego, admirados y jadeantes. Luego los demás vieron lo que sucedía y uno tras otro, los hombres y mujeres que ocupaban la cámara se detuvieron y se volvieron hacia la abertura del corredor y la esbelta figura allí enmarcada. Los tambores y las flautas enmudecieron. Pronto los únicos sonidos en toda aquella gran cámara fueron los jadeos y el murmullo del río al introducirse en las profundidades de la montaña en su oscuro curso subterráneo.

Alin no vio el río. No vio las siete hogueras ardiendo, o la masa de danzantes sudorosos medio desnudos que tenía ante sí. Más allá de todos aquellos ojos que la contemplaban, Alin sólo vio dos ojos azules llameantes bajo un alto tocado de astas de venado.

Aquellos ojos la estaban esperando. Lentamente Alin empezó a caminar hacia las hogueras, moviéndose a través de la masa de danzantes en línea recta hacia el lugar donde Mar la esperaba en el centro del pavimento. Los otros bailarines se apartaban a su paso, abriendo el perímetro de las hogueras, dejando el espacio abierto para la Madre Tierra y su varón.

Las flautas empezaron a sonar.

Alin llegó ante él. No se habían mirado directamente a los ojos en aquellos dos días. Ahora lo hicieron plenamente.

Pronto, Mar, pensó Alin, al leer el mensaje de aquellos ojos ardientes. Pronto.

Comenzaron a danzar. Era la misma danza que habían bailado juntos en los Fuegos de Primavera del año anterior y en seguida Mar la siguió con la misma facilidad de entonces. Las flautas trinaban en el aire y el palpitar de los tambores se unió pronto a las flautas, para incrementar el ritmo y excitar a los danzantes. Al poco, otros se fueron incorporando al espacio abierto entre las hogueras. Pareja tras pareja, hasta que todo el suelo se llenó de danzantes que bailaron con Alin y Mar la danza más antigua de todas las dedicadas a la Madre: la danza de la fertilidad de la cópula de los animales.

En el suelo los cuerpos brincaban y se retorcían. La música aumentó de intensidad. Alin sintió las pulsaciones de su cuerpo al ritmo de los tambores. No era consciente de nada, salvo del latido de los tambores y de Mar danzando a su lado.

De pronto le pareció que la voz de Lana sonaba en su oído.

Es el momento.

Un instante después Alin comprendió que Lana le decía que había llegado el momento de abandonar la cámara.

Aspiró profundamente para serenarse, asintió y se dispuso a marcharse.

Una mano de Mar la sujetaba con fuerza por la cintura.

Alin giró en redondo y lo miró a los ojos.

—Debo irme —le dijo moviendo la cabeza. Él no pudo oírla pero debió de leer sus labios porque sus dedos se relajaron y Alin pudo emprender el camino de vuelta. No hacia el corredor que llevaba hasta la Cámara Blanca esta vez, sino a uno más pequeño que se abría en uno de los muros de la cámara de la danza.

El corredor estaba oscuro, pero la pequeña estancia que se abría al final del mismo estaba iluminada por dos lámparas de piedra que Alin había colocado allí antes. En el centro de la cámara se apilaban las pieles que iban a ser el lecho de los Sagrados Esponsales. Cerca de la puerta del corredor, había unos troncos y un ascua encendida en un asta de ciervo para encender una hoguera.

Alin se detuvo en medio de las pieles y se situó de cara a la puerta. Respiraba jadeante, aunque sólo en parte debido al ejercicio. El suelo de piedra estaba frío bajo sus pies desnudos, pero sus largos cabellos sueltos hacían las veces de una capa y no sentía frío. Hasta tenía unas gotitas de sudor entre los pechos. Miró a su alrededor. La estancia estaba tan vacía. Ella estaba tan vacía. Vacía y afligida.

¿Es que nunca iba a llegar?

Le pareció que los tambores en la cámara externa empezaban a reducir su ritmo. Pasaría un buen rato hasta que los danzantes abandonaran la cueva; tenían que utilizar los botes para salir. Algunos no esperarían a los botes; algunos se irían a algún rincón oscuro de la cueva a cumplir rápidamente con los deberes para con la Madre.

Alin cruzó los brazos sobre el pecho. Temblaba, aunque no de frío.

¿Es que nunca iba a llegar?

No oyó ningún ruido en el corredor —siempre se movía tan silencioso como un espíritu— pero de pronto estaba ya en la cámara con ella. Iba desnudo a excepción de las pieles de ciervo y las astas sujetas en su orgullosa cabeza dorada. Estaba desnudo, con la blanca piel fulgurante en la oscuridad de la cámara, lleno de una terrible y potente belleza, y Alin no pensó que era un dios quien tenía ante sí.

—Mar —dijo—. Mar.

Fueron el uno hacia el otro al mismo tiempo. Alin sintió que sus brazos la rodeaban. Apretó su cuerpo medio desnudo contra el suyo, pasó los brazos alrededor de su cintura y apretó los labios contra sus hombros. Entonces, por alguna razón que no podía explicar, unos grandes sollozos sacudieron todo su cuerpo.

—Na —dijo él con voz ronca, con los labios sepultados en sus cabellos—. No, Alin, no.

Al oír aquel A-lin, los sollozos se incrementaron.

Mar la abrazó con más fuerza.

—Si sigues así, me harás llorar a mí también —dijo Mar.

—No sé por qué estoy llorando —repuso ella apoyada en su hombro. Le gustaba aquel gusto familiar de su piel en su boca—. No debería llorar. Soy feliz. —Pasó la lengua por su piel, saboreando el gusto de Mar mezclado con el sabor salado del sudor y de sus lágrimas.

—A-lin —dijo él con una voz áspera—. A-lin, mírame.

Alin apartó la cara de su hombro, la levantó y lo miró. Mar inclinó la cabeza y apretó su boca contra la suya con fuerza.

Los tambores volvieron a latir en su sangre. Abrió la boca para que entrara su lengua. Echó la cabeza hacia atrás y sus largos cabellos cubrieron los brazos de Mar y llegaron cerca del suelo. Alin pasó las manos por debajo de la capa y acarició la espalda desnuda, la carne suave, los fuertes músculos.

Su carne había vivido desde que lo había abandonado, pero en su interior había sido invierno. Ahora había llegado la primavera. Ahora había llegado su corazón, la fuerza que era para ella la vida misma.

Mar, pensó, Mar.

La alzó del suelo y la llevó hasta las pieles del lecho. Ella lo miró con ojos muy abiertos, dilatados.

—Quítate las astas —le dijo.

Mar desató las cintas de cuero que mantenían sujeto el tocado y lo dejó a un lado. Desató las cintas que le sujetaban la capa alrededor del cuello y la dejó caer al suelo.

Alin lo miraba hacer.

Era tan hermoso.

Alargó las manos y él fue hacia ella. Mar se tendió a su lado, puso sus manos sobre ella y con su proximidad toda la desolación del largo año de vacío sin él comenzó a disolverse. La cueva en la que yacían también pareció disolverse, hasta que no hubo nada más en el mundo que ellos dos, solos y unidos en la brillante oscuridad. Formaban parte del misterio, parte de la noche estrellada, del corazón de la tierra. Copularon en el rocoso y palpitante corazón del mundo y en el camino que recorrieron juntos no sólo hubo un gran anhelo y pasión, sino también una gran paz y alivio en el corazón.

Alin se despertó sintiendo el peso de su brazo en la espalda. Habían encendido la hoguera antes de irse a dormir y todavía daba la luz y el calor suficientes para que la cámara resultara confortable.

Mar debió de levantarse para atender el fuego durante la noche, observó Alin. Pero ella no lo había oído moverse.

Estoy cansada, pensó, no sé por qué estoy tan cansada. Estaba un poco incómoda y cambió de posición ligeramente, sintiéndose aliviada.

—¿Despierta? —Su voz era suave, aunque en absoluto empañada por el sueño. Siempre se despertaba con la mente clara.

—Sa. —Volvió la cabeza hacia él y sus narices quedaron a un palmo de distancia la una de la otra. Siguieron echados con las mejillas apoyadas en las cálidas pieles del lecho mirándose muy serios. Mar no había retirado su brazo.

—Desde que me abandonaste —dijo al fin—, ha sido invierno en mi corazón.

—Sa, a mí me ha sucedido lo mismo —repuso Alin tras dejar escapar un suspiro.

Siguieron mirándose, satisfechos de lo que veían.

—He hablado con Tor —le anunció Mar pasado un rato—. ¿Lo sabes?

Alin hizo un ligero movimiento de negación con la cabeza.

—¿Qué le dijiste?

—Él me preguntó si yo consideraría quedarme aquí contigo en la Tribu del Ciervo Rojo.

Mar estaba tan cerca de ella que pudo ver cómo se dilataban las pupilas de sus ojos.

—¿Eso hizo? —preguntó.

Mar asintió.

—¿Y tú qué respondiste?

—Le dije que no creía que la Reina lo permitiera, pero que si lo hacía, lo consideraría.

Las pupilas de Alin se agrandaron considerablemente, haciendo que sus ojos parecieran más oscuros.

—¿Le dijiste eso?

Un mechón de cabello le había caído encima de las pestañas y Mar lo apartó suavemente. Sonrió débilmente y asintió.

Su suave exhalación la hizo parpadear.

—¿Y qué dijo Tor entonces?

—Dijo que él tampoco creía que la Reina lo permitiera.

—Na —dijo Alin con tristeza—. Yo tampoco lo creo.

La mano de Mar le acarició suavemente la espalda.

—Le hablé de Huth y de Tane —siguió Mar—. Le dije que Huth se había visto obligado a buscar en otra parte un sucesor cuando comprendió que Tane no iba a serlo.

Alin permanecía inmóvil, mirándolo a los ojos. Finalmente movió la mano, la levantó y le alisó los cabellos apartándolos de la frente. Mar había tomado un baño en el río la mañana del día anterior para purificarse para el ritual y con la saponaria sus cabellos eran suaves y ligeros. Algunos cabellos le cayeron entre los dedos mientras los peinaba hacia atrás, rodeándolos como anillos de oro.

Se contempló la mano adornada de oro.

—Para mí sería terrible, Mar, desertar de mi pueblo.

—Lo sé —replicó él—. Nadie, y menos yo, lo menosprecia. Pero, como le dije a Tor, Alin, tú eres aceptada en mi tribu, mas es imposible que a mí me acepten en la tuya.

Silencio.

—Lo sé —dijo Alin al fin. Apartó los dedos de sus cabellos y los posó sobre las pieles que había entre ellos—. Lo sé. —Miraba su mano desnuda, no a él.

—Tor me dijo que no había nadie en la tribu que pudiera ocupar tu lugar —siguió diciendo Mar—. Y yo le insinué que estaba Elen.

—Yo también he pensado en Elen —dijo Alin sorprendida, levantando la vista de su mano.

—Sabía que lo harías —sonrió Mar.

Se quedaron mirando en silencio. Luego Alin suspiró, se volvió sobre su espalda y se quedó contemplando el alto techo de piedra caliza sin decorar.

—Tane hubiera pintado toros en este techo —comentó.

—Sa. O caballos.

De pronto Alin comprendió la razón de su incomodidad.

—Me duelen los pechos, Mar. Necesito al bebé.

—¿Sigue aquí fuera?

—Sa. Montamos una tienda. Mela cuida de él. —Alin miró a su alrededor buscando su ropa.

Mar levantó una mano para que se quedara donde estaba.

—Espera. Yo te lo traeré.

—Será más fácil que vaya yo a decirle a Mela que venga aquí con Tardith, Mar —dijo Alin.

—Yo no he dicho nada de traer a Mela —replicó—. He dicho que iría a buscar a Tardith. Mela puede quedarse donde está.

Alin lo miró sorprendida, con los grandes ojos como pozos castaños a la luz del fuego mortecino.

—¿Traerás tu solo a Tardith? —Nunca había visto a Mar coger un bebé, no lo había hecho durante aquellos dos días en los que se había familiarizado más con su hijo.

—Tengo que hacerlo —dijo con una sonrisa—. No quiero dejarte ir todavía. —Se levantó, espléndidamente desnudo—. Te traeré el bebé.

—Está bien —asintió Alin un poco aturdida—. Creo que primero deberías ponerte algo encima, Mar. Mela pensará que el Dios Cielo está descendiendo sobre ella —añadió divertida.

Mar le lanzó una mirada muy azul.

—Mis cosas deben de estar todavía en el corredor. No te muevas. Volveré en seguida.

Alin le oyó moverse mientras se vestía en el corredor. Luego hubo un silencio hasta que escuchó el chasquido de los remos en el agua del río. Pensó en ir a buscar sus ropas a la Cámara Blanca pero luego cambió de opinión. No le apetecía moverse. Además, por lo que había dicho Mar, sospechaba que no iba a necesitarlas durante mucho rato.

Se levantó para echar más troncos al fuego y luego volvió inmediatamente al calor de las pieles a esperar a Mar y a Tardith.

Creía que oiría a Tardith mucho antes de verle, pero el bebé estaba dormido en brazos de su padre cuando Mar salió silenciosamente de la oscuridad del corredor a la luz de la estancia iluminada por el fuego.

—¡Dhu! —exclamó Alin con desmayo, sentándose y mirando a su pacífico hijo—. ¿Le ha dado de comer Mela?

—Sa. Pero me ha dicho que todavía debe de tener hambre. No le ha dado todo lo que él quería. —Mar se arrodilló a su lado. Sostenía al bebé con sorprendente seguridad para ser padre recién estrenado.

—Parece satisfecho —dijo Alin vacilante y alargó los brazos.

—Cuando llegué estaba chillando —explicó Mar—. Se tranquilizó cuando empecé a caminar con él hasta el bote y luego se durmió. —Parecía muy complacido consigo mismo mientras entregaba el bebé a Alin—. Debo de tener mano con los bebés —añadió.

—Lo recordaré —bromeó Alin sonriendo.

En cuanto Tardith sintió el goteo de leche en sus labios, se despertó y empezó a succionar con ahínco. Alin suspiró aliviada.

Mar se sentó con las piernas cruzadas junto a ella y contempló fascinado a su hijo. Alin levantó la vista de la cabeza sedosa del bebé y observó la expresión de Mar.

Su corazón se inundó de ternura.

Era la primera vez que estaban juntos como una familia, pensó.

Tardith se retorció, hipó y volvió a chupar. Mar sonrió.

¿Es pedir demasiado? ¿Tener junto a mí a mi marido y a mi hijo?

Era más de lo que Lana había pedido nunca.

La Reina pertenecía a la Madre. La Madre pertenecía a la tribu. No podía pertenecer a ningún hombre. Ésta era la ley.

Alin lo sabía desde que era muy niña.

No puedo abandonarlos.

Alin pensaba en todo esto mientras estaba allí sentada, en el profundo silencio de la mañana en la Cueva Sagrada, con Tardith en su pecho y Mar a su lado. Aquélla era la verdad: no era capaz de abandonarlos.

Quizás algún día le pedirían responsabilidades por haber tomado aquella decisión. O quizás era mala. No lo sabía. Lo único que sabía era eso.

No puedo abandonarlos.

—Se ha vuelto a quedar dormido —oyó que decía Mar en voz baja.

—Sa. Se ha quedado dormido. —Alin metió en la cuna a su cálido y lechoso bebé.

—Bueno —dijo Mar—. Ahora me toca a mí.