CAPÍTULO XXXII

Lana estaba sentada ante el pequeño hogar de piedra de su choza contemplando las brillantes ascuas del último fuego de la noche. La Reina apenas había dormido y ahora, con la primera luz del día, meditaba sobre lo que la había mantenido despierta durante casi toda la noche.

Alin no era la misma desde que había vuelto de su estancia entre la tribu de sus raptores.

Al principio Lana culpó del cambio de Alin al estado de la joven. Cuando el bebé haya nacido, se había dicho, volverá a ser la misma.

Pero no había sucedido así. Por el contrario, Alin aún estaba más extraña. Además, se había negado a entregar al niño a una madre adoptiva.

Así fue como se enteró Lana de la causa del cambio de Alin.

La causa era el jefe que las muchachas llamaban Mar. Era el hombre con el que Alin había celebrado los Sagrados Esponsales, el padre del hijo del que ella no quería desprenderse. Apenas lo nombraba, pero siempre estaba en boca de las otras jóvenes que habían vuelto a casa.

Lana levantó las manos hasta las sienes y echó hacia atrás el cabello con mechones grises.

¿Qué iba a hacer?

Alin era su sucesora. Lana lo sabía desde que Alin era una niña muy pequeña, y no sólo porque fuera su única hija. Esto era importante pero en Alin había algo más: un poder, una fuerza que los demás apreciaban inmediatamente y respondían a ella. Desde que era muy pequeña aquel poder ya estaba en Alin. Y Lana se había visto reflejada en él.

El poder seguía estando en Alin. Pero se había atenuado, se había amortiguado, ardía sin llama como el fuego que Lana contemplaba aquella fría y oscura mañana. Había desaparecido todo el brillo.

Alin estaba afligida por ese hijo del Dios Cielo con el que había yacido.

Su primer hombre. El hombre que había tomado al calor de los Fuegos. Un jefe, un hombre con poder propio.

Así están las cosas, pensó Lana. Alin debe conocer a otro hombre. Hay que hacer que descubra que otro hombre también puede calentar su sangre, llevar la savia hasta sus entrañas. Deja que tome a otro hombre en los Fuegos de Primavera y la imagen de ese hombre del Caballo desaparecerá de sus pensamientos.

La Luna de las Corrientes llegaba a su fin y dentro de dos días se alzaría en el oeste la Luna de los Fuegos de Primavera.

Alin debe nombrar al hombre con el que celebrará los Sagrados Esponsales, pensó Lana. Había dicho que lo elegiría durante la oscuridad de la luna. Aquella noche en el cielo no iba a aparecer la luna. Alin no debía demorarlo más.

La iré a ver en cuanto haya acabado mi ayuno, pensó Lana. Y que elija un hombre. Entonces Alin volverá a ser como antes.

Lana envió a dos muchachas de la cueva de las mujeres a buscar agua fresca y alimentos. Se echó el agua fría del río en la cara y sintió la huella de fatiga de la noche en vela en su piel. Una de las muchachas la peinó, le trenzó el cabello y se lo recogió en la nuca. En cuanto la joven colocó el último alfiler de hueso, Lana se levantó y sacudió su larga falda de cuero.

—Voy a ver a mi hija —les dijo a las muchachas, levantando las pieles que colgaban en la entrada de su choza.

La choza de Alin estaba cerca, al otro lado de la cueva de las mujeres. Lana la había mandado construir para ella en cuanto llegó de vuelta al hogar la primavera pasada.

Lana salió al exterior y contempló el cielo. El sol ya estaba alto y el día era claro. El aire era tonificante, frío y puro. Lana contempló unos instantes sus dominios.

Hubo un movimiento en el río y Lana volvió la cabeza y miró. Un hombre caminaba por la orilla, procedente del norte, con un perro a su lado, una lanza en la mano y un arco colgado del hombro. Lana entrecerró los ojos para ver con más claridad.

No era un hombre de su tribu. Ningún hombre del Ciervo Rojo tenía los cabellos de ese color.

El hombre se alejó del río y comenzó a subir por el sendero que llevaba al poblado.

Entonces fue cuando lo reconoció. Era el hombre que había raptado a Alin.

El corazón de Lana sufrió un sobresalto. Sólo le había visto una vez, aquella terrible mañana cuando él y sus hombres cayeron sobre ella y sus mujeres junto a la cueva sagrada, pero nunca lo olvidaría.

Miró rápidamente a su alrededor, buscando a uno de sus hombres. ¡Tenían que cogerlo antes de que Alin lo viera!

En la choza de enfrente se abrieron las pieles de la entrada.

—Madre —dijo Alin sorprendida—. Has madrugado.

Lana miró a su hija.

—Quiero hablar contigo, Alin. —Su voz sonó completamente normal—. Entra en la choza conmigo.

—Está bien —convino Alin y se volvió dispuesta a entrar. Unos perros ladraron y Alin miró en aquella dirección.

—Vamos, entra —dijo Lana en voz alta.

Un perro apareció junto a las dos mujeres, meneando la cola con alegría.

—¡Roc! —exclamó Alin atónita—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Entonces miró hacia el sendero por donde había aparecido Roc.

Lana vio cómo todo el color desaparecía de su rostro.

—Mar. —Sus labios formaron la palabra aunque no emitió ningún sonido.

El hombre de cabellos dorados las había visto e iba hacia ellas, pisando fuerte con sus largas piernas. Alin adelantó un paso, se detuvo y luego comenzó a caminar de nuevo hacia él.

Demasiado tarde, pensó Lana amargamente. Permaneció en silencio contemplando cómo su hija y el hombre se reunían.

Permanecieron en silencio un momento, mirándose. Lana vio que hablaban. Alin le daba la espalda, pero el hombre parecía responder a una pregunta que ella le había formulado.

Llegó un grupo de perros precipitadamente, oponiéndose ruidosamente a la presencia del perro recién llegado. Roc agachó las orejas y emitió un gruñido. Lana observó que los perros del Ciervo Rojo reconocían su olor. Detuvieron su carrera, se echaron atrás y comenzaron a corretear en círculo entre ellos, como si tuvieran cosas más importantes en la cabeza que ese perro extranjero.

Cuando Lana apartó la vista de los perros, vio que Alin y el hombre se dirigían hacia ella.

—Reina —dijo Alin formalmente deteniéndose—. Éste es Mar, el jefe de la Tribu del Caballo. Ha venido a conocer a su hijo.

Lana levantó la vista y la clavó en el rostro del hombre. No recordaba lo alto que era. Sus ojos azules tenían una expresión dura mientras le examinaban desde la cabeza hasta los mocasines de piel que asomaban bajo la falda de cuero. Lana entrecerró los ojos, lo que les dio una expresión gatuna más acusada de lo habitual.

—Saludos —dijo fríamente.

Mar inclinó su brillante cabeza. Llevaba el cabello demasiado corto, pensó Lana crítica. Se lo había cortado por encima del hombro y una espesa greña le caía sobre la frente.

—Saludos, Reina —respondió él, en un tono tan frío como el de ella.

—¿Y para esto has venido, hombre del Caballo? —preguntó Lana—. ¿Por tu hijo?

—Así es —contestó él. La expresión de sus ojos mientras sostenía su mirada no le agradó. Era su enemigo, pensó Lana. Y él también lo sabía—. Pero también he venido por los Fuegos de Primavera.

—¿Los Fuegos de Primavera? —preguntó Alin con una voz apenas audible.

Mar apartó la mirada de Lana y la dirigió a Alin.

—Sa —dijo con un tono de voz diferente—. No me necesitaban en casa. Dara va a celebrar los Sagrados Esponsales con Arn. Así que pensé venir aquí, a la Tribu del Ciervo Rojo, a celebrar los Sagrados Esponsales contigo.

Fue la expresión del rostro de Alin lo que le dijo a Lana cuán peligroso era aquel hombre. Más peligroso aún de lo imaginado.

—¿Has elegido ya a algún hombre? —le estaba preguntando a Alin.

—Na. —Negó con un movimiento de cabeza, mirándolo con los ojos muy abiertos.

—Entonces elígeme a mí —dijo él.

—Sa —repuso Alin. Sonrió y aquella sonrisa fue como si un cuchillo se clavara en el corazón de Lana—. Te elijo a ti.

Alin lo acompañó hasta al interior de la choza en la que había habitado desde su vuelta a la Tribu del Ciervo Rojo, hacía ya casi un año. La estancia no era grande, pero con Mar dentro parecía más pequeña todavía.

—¡Dhu! —se oyó decir Alin con una risa trémula—. Había olvidado lo grande que eres.

—Yo no te he olvidado. —Alin había encendido la hoguera para el bebé en cuanto se había despertado y había la suficiente llama para ver su rostro, para ver sus ojos—. Yo no te he olvidado en absoluto, Alin —estaba diciendo. Alargó una mano y le rozó la mejilla—. En absoluto.

Alin sintió que se ruborizaba al contacto de su dedo.

—Ven —dijo con voz trémula—. Aquí está tu hijo. —Y señaló la cesta forrada de piel que estaba junto al montón de pieles en las que ella dormía.

Mar dio una zancada y estuvo junto al cesto. Alin lo siguió más despacio y cuando estuvo a su lado miró también.

El bebé estaba despierto y sus ojos azules se dirigieron hacia aquellos rostros que asomaban sobre su cesta. Cuando vio a Alin empezó a moverse.

—Se parece a mí —dijo Mar absolutamente maravillado.

—Sa —afirmó Alin con voz suavísima.

—¿Cómo lo has llamado?

—Se llama Tardith.

Mar volvió la cabeza y se la quedó mirando.

—Tardith era el nombre de mi padre.

—Lo sé —dijo Alin.

El bebé, enfadado porque no lo habían cogido inmediatamente, empezó a emitir chillidos.

—¡Dhu! —se sobresaltó Mar—. ¿Siempre grita tanto?

—Sólo cuando tiene hambre —repuso Alin riendo—. Lo que sucede a menudo.

Alin se inclinó sobre la cesta y levantó al bebé. Inmediatamente Tardith empezó a frotar la nariz en el pecho de su madre.

—Espera, espera —dijo Alin. Se sentó sobre las pieles de su yacija, se abrió la camisa de piel de reno y se puso el bebé al pecho.

Todo quedó en silencio.

—Siéntate —ofreció Alin, señalando un lugar a su lado. El suelo polvoriento de la choza había sido cubierto con pieles de ciervo, por lo que era posible sentarse en cualquier sitio y estar caliente y seco.

Llegó un gemido del exterior.

—No quieres que entre Roc —dijo Mar en tono de pregunta.

—Puede entrar. Tardith está habituado a los perros.

Mar asintió, se dirigió a las pieles de la entrada y las levantó. Roc entró. Mar le ordenó que se quedara junto a la puerta y el perro se echó, apoyando el hocico en las patas. Se quedó contemplando meditabundo a Alin.

Ella miró al perro y frunció el ceño confundida.

—¿Por qué has traído a Roc, Mar? —preguntó—. ¿Porque me conoce? —Frunció el ceño y miró otra vez hacia la puerta—. ¿Dónde está Lugh? —Volvió a mirar a Mar, que contemplaba absorto la hoguera—. Mar —dijo elevando la voz—. ¿Le ha sucedido algo a Lugh?

Mar no respondió pero hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

Un escalofrío recorrió a Alin y Tardith perdió el pezón que estaba chupando. Alin se lo volvió a dar y luego miró otra vez a Mar, esperando que el joven lograra articular las palabras.

—Murió —dijo Mar ásperamente al fin, cerrando los ojos.

Alin al verlo así sintió que se le rompía el corazón. No podía imaginárselo sin Lugh.

—Oh, Mar. —El dolor que sentía en el corazón se reflejó en el tono de su voz—. Lo siento. Era un perro magnífico. No encontrarás otro igual.

—Fue un jabalí —repuso Mar asintiendo, con voz bronca y profunda.

Alin deseó consolarle, cogerlo entre sus brazos y apretar su cabeza contra su pecho, como tenía a su hijo. Pero no tenía derecho a hacerlo. Lo había abandonado y él había sufrido solo. Ahora no tenía ningún derecho a tocarlo.

—Te era tan fiel —dijo Alin—. Era un amigo leal. —El bebé se estaba empezando a cansar de chupar—. ¿Cuándo sucedió?

—Al principio de la Luna del Gran Caballo.

El bebé había acabado. Alin lo apoyó contra su hombro y le dio unos golpecitos en la espalda.

Tardith eructó.

Mar levantó la vista y un asomo de sonrisa le cruzó el rostro.

—¡Dhu! —exclamó—. Es un bebé sonoro.

Alin le sonrió, con la esperanza de que no descubriera las lágrimas que le bañaban los ojos.

—Sa —asintió—. Sí que lo es.

—Jes me dijo que si el bebé era un niño se lo entregarías a una madre adoptiva —añadió él.

Alin apretó los brazos alrededor del bultito cálido y húmedo que se apoyaba en su hombro y sacudió la cabeza.

—Mi madre quería que lo hiciera —dijo—. Es cierto que es costumbre de la Reina entregar los hijos varones. Pero yo no lo he hecho.

—¿Por qué no, Alin? —preguntó Mar con voz serena.

—Todavía no soy la Reina —respondió.

—¿Y si lo fueras?

Alin tragó saliva.

—Mi madre dice que es difícil entregar el primero y más fácil con los otros. —Calló un instante—. Pero no la creo.

Mar suspiró, alzó las rodillas y apoyó la barbilla en ellas, como hacía Roc.

—Jes me ha dado un mensaje para ti —dijo.

—¿Qué mensaje?

Mar se lo repitió, palabra por palabra.

Cuando acabó se hizo un largo silencio.

Mar contempló aquella estancia, recorrió con la mirada todas las cosas que formaban parte del hogar de Alin: las cestas donde guardaba su ropa, la lanza grande y la lanzadera apoyadas en la pared, una pequeña cesta bellamente entretejida donde guardaba sus adornos. Junto a la cesta del bebé había un montón de pañales limpios. Finalmente, su mirada volvió a fijarse en el rostro de Alin.

—Es estupendo estar juntos de nuevo —dijo rompiendo el silencio.

—Sa —repuso Alin, pálida—. Es estupendo.

—Quiero que vuelvas conmigo, Alin —añadió—. Te necesito. Las mujeres de la tribu te necesitan. Vuelve conmigo.

—No lo sé —respondió ella.

—Es mejor de lo que me temía —dijo Mar resoplando por la nariz.

—No lo sé, Mar —repitió ella—. Quiero hacerlo. Te he añorado… tanto. Pero ignoro dónde está mi lealtad. Para mí no es tan sencillo como lo era para Lugh. —Tragó saliva—. Ahora no puedo responderte.

—Está bien —repuso Mar asintiendo—. No te presionaré, Alin. Pero quiero que sepas por qué he venido.

Alin sonrió asintiendo a su vez.

—¡Estoy tan contenta de verte!

—Te diré algo más que me dijo Jes —dijo Mar.

Alin lo miró con expresión interrogante.

—Me dijo que yo era como Lugh, que como él era un perro de un solo hombre, así era yo un hombre de una sola mujer. Creo que tenía razón.

Alin no pudo disimular la alegría que aquellas palabras le hicieron sentir. Había pasado tantas noches en vela imaginándoselo en brazos de otra mujer.

—¿Y tú? —preguntó de pronto, con un tono de voz bronco—. ¿Tomaste a un hombre en los Fuegos de Invierno?

—En los Fuegos de Invierno yo estaba con el niño, Mar —repuso moviendo la cabeza—. No existían los hombres para mí. No ha habido ningún hombre excepto tú, Mar —añadió suavemente al ver un parpadeo en los ojos de él—. No he deseado ninguno.

Mar entrecerró los ojos. Se inclinó ligeramente, la ranura de sus ojos pareció devorarla.

—¿Hay que esperar hasta los Fuegos de Primavera?

—Sa —repuso Alin haciendo una mueca con los labios—. Es tabú acostarse durante la oscuridad de la luna antes de los Fuegos. Y hoy no hay luna.

Mar permaneció inclinado hacia ella.

—Hoy —dijo—. Y mañana. Y luego se celebrarán los Fuegos de Primavera, ¿verdad?

—Sa. En dos días se celebrarán los Fuegos de Primavera.

—Bien. —Extendió la mano hacia ella—. Puedo esperar.

Alin también se inclinó, alargó la mano con la que no sujetaba al niño y sintió su fuerte y cálido apretón en los dedos.

—Yo también puedo esperar —dijo sonriendo.

Por primera vez en su vida, Lana se sintió dominada. El hombre llamado Mar la había cogido tan de sorpresa como lo había hecho la primera vez. Había aparecido en vísperas de los Fuegos de Primavera y Alin le había dicho que celebraría con él los Sagrados Esponsales.

Mar había actuado con tanta rapidez que Lana no había tenido tiempo de reaccionar. La Reina no estaba acostumbrada a situaciones que requirieran una reacción instantánea por su parte. Planeaba las cosas cuidadosamente, sopesando las consecuencias futuras. Era el jefe de la tribu, no un simple cazador que debía fiarse de sus reflejos para sobrevivir.

No podía hacer nada para suspender los Sagrados Esponsales, no podía hacerlo sin que Alin se negara a celebrarlos. Y aquello no podía ser bueno para la tribu. La única objeción que podía hacer razonablemente Lana era que los hombros de Mar eran demasiado anchos para poder deslizarse por el respiradero hasta el corredor más elevado que conducía al santuario de la cueva.

Pero Alin aquel año no iba a celebrar los Sagrados Esponsales en el santuario. Estaba criando al niño y por lo tanto, pensó Lana con ira, no podía estar alejada del bebé el día y la noche que se necesitaban hasta el final de los Fuegos de Primavera.

Lana se había negado a permitir que un bebé varón entrase en el santuario.

—Yo te llevé cuando te estaba criando —le había dicho a Alin—, pero tú eras la Elegida, podías acompañarme. Pero un varón no. No lo permitiré. —Especialmente este varón, pensó, pero no lo dijo.

Alin se había negado a dejar a Tardith con otra ama de cría.

—Estaré muy incómoda si no le doy de mamar durante un día y una noche —le dijo a Lana—. Y no es el estado de ánimo adecuado para celebrar los Sagrados Esponsales.

Llegaron a un compromiso. Alin celebraría los Sagrados Esponsales en una de las cámaras próximas a la entrada de la cueva y se llevaría con ella al bebé.

Lana había tenido que dar su brazo a torcer. Había tenido que permitir que Alin yaciera con ese hombre. El único consuelo era pensar que era muy poco probable que se quedara embarazada, no mientras Alin criara a ese niño. Un hijo de un hijo del Dios Cielo en la tribu ya era suficiente, pensó Lana.

Pero después de los Fuegos de Primavera… después… tenía que librarse de ese hombre. Había venido por Alin. Lana se dio cuenta de ello inmediatamente. Aquello no le daba miedo, sin embargo. Había muchos hombres que deseaban a Alin. Lo que le daba miedo era pensar que Alin también lo deseaba a él.

Alin era la Elegida. Ninguna niña había mostrado más claramente que Alin que era la elegida de la Madre Tierra. Y entonces la habían raptado. Entonces ese hombre le había puesto las manos encima y desde entonces nada era igual.

El hombre debía morir. Vivo era un peligro: un peligro para Lana, un peligro para Alin y un peligro para la tribu.

Y esto no se podía permitir.

El hombre debía morir.