CAPÍTULO XXX

Alin y Jes hablaron poco durante el camino de vuelta a las cuevas, bordeando el Varas.

—¿Hablarás con Mar? —le preguntó Jes a Alin.

—Sa. Hablaré con él —contestó Alin.

Tras esto, las dos muchachas permanecieron en silencio, sumergidas en sus propios pensamientos.

Lana no había dudado que su hija iba a ser una de las que volvieran a casa, pensó Alin, mientras caminaba en silencio junto a Jes, y atravesaban el bosque lleno de brotes primaverales. ¿Y por qué iba a dudarlo? Alin no había dicho nada que inclinase a su madre a pensar que podía existir alguna razón por la que eligiera quedarse.

No pensaré en Mar y en mí, se dijo Alin. Pensaré en lo que debo decirle a Mar para que acceda a que las muchachas hagan su elección.

Mar no querría conflictos con los hombres del Ciervo Rojo. Acababa de ser nombrado jefe y su posición en la tribu no era segura todavía. Se avendría a un compromiso.

Había que dejar que creyera que la mayoría de las muchachas iban a elegir quedarse con sus maridos. Alin no diría nada que pu diera disuadirle de tal suposición.

En cuanto Mar accediera a que las muchachas hicieran su elección, entonces no importaba lo que sucediera, tendría que aguantarse. Alin sabía que podía confiar en ello. Mar no era un hombre que rompiera su palabra.

Cuando llegaron a casa, Alin se sentía muy cansada. No había razón alguna, pensó, para que un paseo tan corto la fatigara tanto. No había razón, salvo una.

Dejó a Jes en la playa y subió por el sendero del despeñadero hasta el abrigo que compartía con Mar. Estaba vacío y no había señales de Mar en las proximidades del peñasco.

Alin se echó en sus pieles a descansar un poco y meditar, y se quedó dormida.

La despertó el hocico de Lugh en su mejilla. Abrió los ojos y vio a Mar inclinándose bajo las pieles de la entrada. Le sorprendió ver que fuera casi había oscurecido y llovía.

—¡Dhu! —exclamó Alin incorporándose—. Debo de haberme quedado dormida.

Mar no contestó sino que bajó las pieles y se volvió. No habían encendido la hoguera y estaba demasiado oscuro para ver la expresión de su rostro.

—¿Te encuentras bien, Alin? —preguntó él instantes después.

—Sa. Estoy bien —repuso forzando una sonrisa—. No he dormido bien esta noche, por eso he estado tan cansada todo el día.

—Pues me ha parecido que dormías bien —contestó él—. Porque cuando me he levantado y he sacado afuera a Lugh ni te has movido.

Ella no dijo nada.

Mar cruzó el abrigo hasta la yacija de pieles y se sentó en cuclillas junto a ella. Tenía los cabellos húmedos por la lluvia. Alin olió la humedad de las pieles que llevaba puestas.

—¿No crees que quizás estás embarazada? —preguntó suavemente.

Alin se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos.

—¿Por qué me lo preguntas?

—No es el primer día que estás cansada. —Se inclinó y pasó el dedo índice de la mano derecha por la mejilla de ella—. No has sangrado. No lo has hecho desde que yacimos juntos en los Fuegos de Primavera, Alin, y de eso hace ya una luna llena.

Alin no contestó sino que siguió mirándolo con los ojos abiertos y asombrados.

—Yo ya he estado casado —continuó Mar—. He vivido con una mujer que llevaba un niño dentro.

Esto era algo en lo que Alin nunca había pensado. No deseaba imaginárselo con otra mujer a su lado que no fuera ella.

Apartó la mirada de él y se quedó mirando las piedras del hogar apagado.

—Es posible que tenga un niño —admitió—. Pero es pronto todavía para estar segura.

—El rito de los Fuegos de Primavera es muy poderoso —señaló Mar. Alin se dio cuenta del orgullo y alegría que denotaba su voz. Le cogió la barbilla con los dedos y le volvió el rostro hacia él. Ella lo miró a los ojos.

—Mar —dijo—. Ha venido mi madre.

Mar se quedó completamente inmóvil, con los dedos dormidos sosteniendo su barbilla.

—El extranjero de la playa —musitó.

—Sa. Era uno de los hombres de mi tribu. Han venido muchos acompañando a mi madre.

—¿Cómo han dado contigo? —preguntó, dejando caer la mano.

—Creo que te va a resultar difícil de creer —dijo Alin—. Gracias a Altan y Sauk.

—¡Altan y Sauk!

—Sa. Después de que los echaras de la tribu, se presentaron en la Tribu del Ciervo Rojo. Para vengarse, Mar. Ha sido Altan quien ha conducido hasta aquí a la partida de mi madre.

—¿Está ahora con ellos?

—Está con ellos. Lo he visto con mis propios ojos.

—¿Sauk también?

—Mi madre los ha separado, ha dejado atrás a Sauk —repuso Alin.

—¿Cuándo la has visto? —preguntó Mar moviendo la cabeza con tristeza.

—Hoy. Jes y yo nos hemos reunido con mi madre en el sitio de los árboles marchitos al mediodía.

—¡Dhu! —exclamó Mar lanzando un resoplido por la nariz—. Y yo que ya había empezado a pensar que nunca nos encontraría. Creía que estábamos a salvo.

Yo también, pensó Alin con tristeza. Yo también.

Mar se puso de pie ágilmente y se quedó mirando, con la cabe za inclinada, el fuego apagado. Los espesos cabellos le caían sobre la frente e, inconscientemente, se los echó hacia atrás. Alin se incorporó y lo miró: una aflicción que nunca había sentido antes le tensó los músculos de la garganta.

—¿De qué habéis hablado tu madre y tú? —preguntó Mar.

Alin también miró la hoguera apagada. Era demasiado doloroso mirarlo a él.

—Mi madre quería que me llevara de aquí a las muchachas con la pretensión de ir a celebrar un rito de la Madre Tierra. Entonces nos reuniríamos con ella y los hombres y nos llevarían a casa. —Alin apoyó la frente en las rodillas dobladas durante un instante y luego volvió a levantar la cabeza. Mar no se había movido—. Yo le he contado a mi madre todo lo que nos ha sucedido aquí, Mar. Le he dicho que las muchachas eran felices con sus maridos y que no querrían abandonarlos.

—¿Sa? —Mar volvió la cabeza para mirarla—. ¿Y ella qué ha dicho?

—Al principio no podía creerlo. Jes estaba conmigo. Y le ha dicho que ella no quiere volver a la Tribu del Ciervo Rojo, sino que prefiere quedarse con Tane. A mi madre le ha costado mucho entenderlo.

—¿Y qué le has dicho tú, Alin? —preguntó él, tras asentir gravemente.

Alin hizo ver que no había entendido la pregunta.

—Le he dicho que hablaría contigo, Mar. Que yo quería que las muchachas eligieran si querían quedarse aquí o marcharse. No deseo que haya ninguna lucha. Deja que las muchachas elijan.

—¿Y tu madre ha accedido a ello?

—Ha accedido.

En el interior del abrigo estaba demasiado oscuro para que ella pudiera ver con claridad el rostro de él, que apenas era una sombra bajo el halo más claro de sus cabellos.

—¿Accederás? —preguntó Alin.

—Espera que lo comprenda —dijo Mar—. Me estás pidiendo otra vez que deje elegir a las muchachas. Las que quieran irse con tu madre tienen que ser libres de hacerlo.

Su voz no denotaba expresión alguna.

—Así es —repuso Alin.

—¿Cuántas crees que querrán irse?

Ésta era la pregunta que ella no deseaba responder.

—No lo sé —dijo.

—Suponlo.

—No puedo, Mar —replicó con irritación—. No lo sé.

—Más de las que me imagino entonces —dijo él tras una pausa.

Era demasiado listo. La conocía demasiado bien.

—Aproximadamente la mitad, creo —calculó ella—. La mitad se marchará y la otra mitad se quedará.

Mar meneó la cabeza con decisión. Alin en medio de la oscuridad, Alin pudo observar la crispación del movimiento.

—Demasiadas.

Se quedaron en silencio, y Alin frunció el ceño. No había previsto que Mar pusiera dificultades a este compromiso.

Sin decir una palabra, Mar se dirigió al rincón donde almacenaban los troncos de madera y empezó a preparar el fuego. Alin, sentada en las pieles, lo miró.

—¿Vas a acceder? —preguntó cuando finalmente prendió la leña en el carbón que había utilizado Mar para encender el fuego.

—No permitiré que la mitad de las muchachas se vayan y dejen a la mitad de los hombres otra vez sin mujer. —El fuego llameó de pronto, iluminando el abrigo. Mar se volvió hacia ella y entonces Alin pudo ver el azul de sus ojos—. ¡Dhu, Alin! Finalmente he conseguido equilibrar la tribu. ¡Si dejo marchar a las muchachas, volveremos a estar como al principio!

—Mi madre ha traído muchos hombres con ella, Mar. No lo van a permitir sin luchar.

—Entonces tendremos pelea —replicó con tristeza—. Nosotros somos más numerosos que ellos.

—¡Bonita manera de llevar armonía a un matrimonio y armonía a una tribu! —exclamó Alin con palpable ironía.

Mar no se tragó el anzuelo.

—No puedo pedirles a los hombres que dejen marchar a sus mujeres —dijo tranquilamente—. No cuando no hay posibilidad alguna de remplazarlas.

Fue la serenidad con la que se dirigió a ella lo que la dejó sin argumentos. Alin podía enfrentarse a la cólera, pero no a esto.

Debe de haber algún modo de resolver esta encrucijada, pensó Alin, intentando hallar una solución. Y la respuesta llegó mientras miraba a Mar sacarse su traje de pieles y arrojarlo sobre una manta de búfalo que había en el suelo.

—¿Y si los hombres eligieran marcharse con sus mujeres?

Silencio.

—¿Qué quieres decir? —preguntó cauteloso.

—Así se hacen las cosas en mi tribu. Ya te lo he dicho antes. Las mujeres no se marchan a la tribu de sus maridos; son los maridos los que se incorporan al clan de ellas. Ésta es la Ley de la Diosa. —Alin acarició el colgante que llevaba alrededor del cuello—. Si los hombres están tan desesperados que no quieren renunciar a sus mujeres, déjales que las sigan a la Tribu del Ciervo Rojo.

—La Tribu del Ciervo Rojo está regida por tu madre. Ningún hombre del Caballo se dejaría dominar nunca por una mujer —respondió Mar inmediatamente.

—¿Por qué no?

—Es algo a lo que no estamos acostumbrados, Alin —repuso, alzando rápidamente la cabeza—. No es… natural —siguió diciendo, abriendo las aletas de la nariz—. El semental dirige la manada, no las hembras.

Alin comenzó a irritarse.

—Sa. Y el semental expulsa de la manada a todos los demás caballos machos —replicó—. No tolera rivales. No creo que eligiera nunca al semental como modelo de buen jefe, Mar.

El fuego iluminaba claramente un lado del rostro de Mar y Alin vio cómo le temblaba un músculo cerca de la comisura de la boca.

No iba a ganar nada encolerizándolo, pensó. Era mejor apelar a su razón.

—¿No es más prudente que el hombre y la mujer elijan en lugar de arriesgar la vida en una lucha, Mar? —Dobló las piernas y se incorporó. Estaba en desventaja sentada porque él la dominaba con su altura—. Los hombres del Ciervo Rojo son cazadores —dijo mientras se ponía de pie—. Su vida no es tan diferente de la de los hombres del Caballo.

—Tienen como jefe a una mujer.

—Mi madre es un buen jefe —replicó Alin—. Es justa. Es generosa. Las gentes de la tribu son sus hijos y ella es su madre. El bienestar de la tribu le importa tanto como si todos fueran de su propia sangre. —Alin levantó las manos—. ¿Quién podría desear jefe mejor que éste?

Esta vez el silencio duró un buen rato. Alin dejó caer las manos.

—¿Qué muchachas crees que querrán marcharse? —preguntó Mar finalmente.

—Fali y Mora, desde luego. —Frunció el ceño ligeramente—. Elen —añadió.

—¿Elen? —preguntó él sorprendido.

—Creo que sí.

—Cort seguirá a Elen —dijo frunciendo también el ceño.

Alin asintió y luego nombró a otras muchachas que creía querrían volver con Lana. Cuando hubo acabado, Mar no dijo nada, sino que se volvió y se dirigió a la entrada del abrigo. Alin lo vio separar las pieles y quedarse allí contemplando la lluvia.

En un rincón, Lugh emitió un ladrido de interrogación y empezó a levantarse.

—Na, Lugh —dijo Mar por encima del hombro—. No voy a salir. Quieto. —El perro volvió sumiso a su piel de búfalo.

Alin los miró a ambos. La inteligencia del perro nunca dejaba de sorprenderla. Era casi como vivir con otra persona, pensó.

La lluvia arreciaba. Alin cruzó despacio el abrigo y se detuvo a cierta distancia de Mar. Fuera, al otro lado de la puerta, debajo de ellos, reinaba la oscuridad, y a través de la lluvia que caía oblicua, le llegó el olor a humedad de la noche.

—Desearía matar a Altan. Iba todo tan bien… —dijo Mar sin volver la cabeza, con una voz serena aunque repleta de ardorosa intensidad.

—Ya lo sé —lo interrumpió Alin deslizando los brazos alrededor de la cintura de Mar y apoyando la cara en su espalda. La camisa de cuero bajo su mejilla era cálida y estaba seca. Cerró los ojos sin pensar, sintiendo sólo.

Un largo suspiro salió de los pulmones de Mar y ella lo notó bajo sus brazos.

—Está bien —dijo Mar—. Yo tampoco deseo una pelea.

Alin no abrió los ojos, sino que frotó la mejilla suavemente contra su espalda.

—Deja que los hombres elijan. Creo que al menos la mitad querrá ir con sus esposas. Sólo te quedará un puñado que perderá a sus mujeres.

—Alin —dijo, con voz muy fatigada—. Estoy harto de tener que pensar en buscar mujeres para la tribu. ¿Cuándo acabará?

—Ya ha acabado —respondió ella.

Se hizo un silencio. Afuera quedaba la lluvia y la oscuridad. En el interior, la hoguera llameaba y crepitaba dando luz y calor.

Alin sintió los dedos de él en sus manos que mantenía apretadas en su cintura. Mar deshizo el abrazo para poder darse la vuelta y mirarla. Alin abrió los ojos y vio que las pieles de la entrada seguían parcialmente levantadas y descansaban en el hombro de él.

—Te vas a quedar empapado —dijo ella suavemente.

Mar se encogió de hombros y se adelantó, cerrando el paso a la lluvia y a la noche.

—¿Y qué elegirás tú, Alin? —preguntó.

Alin levantó la vista y miró sus ojos. No denotaban preocupación.

—Te quiero —dijo, sin contestarle directamente—. Te quiero más que a nadie en el mundo.

Las manos que puso en los hombros de Alin eran duras, casi hirientes. Se inclinó, fue acercando su cuerpo al de ella y la atrajo hacia sí. Con un ligero sollozo de anhelo, desesperación y deseo, Alin fue hacia él.

Permaneció despierta durante casi toda la noche, apretada contra su cuerpo, con el corazón desesperado.

Iba a tener que dejarlo. Disciplina, deber, honor: todas aquellas cosas que había vivido le decían que debía dejarlo. Era la Elegida. Y no podía abandonar a su gente.

Lana lo sabía.

Mar no.

Mar creía que iba a quedarse. Se lo había preguntado, pero le había satisfecho la contestación evasiva sencillamente porque no lo dudaba.

¿Qué haría él cuando le dijera que debía volver con su madre? ¿Faltaría a su promesa? ¿Habría lucha después de todo?

Lo mejor era no decírselo hasta que Mar hubiera hablado con la tribu. Así le sería imposible volverse atrás, mientras que si conocía antes su decisión, podría impedir que las muchachas hicieran su elección.

Alin siguió inmóvil, escuchando su respiración tranquila y uniforme. Fuera la lluvia batía contra las pieles cerradas de la entrada del abrigo. Nunca debí quedarme con él así, pensó, y aquel pensamiento le produjo una punzante angustia y aflicción.

¿Cómo había sucedido?, pensó. Intenté odiarle.

Qué lejano le parecía. Aquélla era una muchacha diferente, la muchacha que maldecía al extranjero que la había raptado. Aquella muchacha y aquel hombre parecían seres diferentes de la Alin y el Mar que pasaban allí la noche, con sus cuerpos encajados con tanta familiaridad el uno en el otro.

Él estaba durmiendo a su lado, con ella acurrucada en la curva de su cuerpo. Una de sus grandes manos descansaba sobre el pecho de ella. Alin inclinó la cabeza y rozó suavemente sus dedos con los labios. Siguió inmóvil. Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro, pero no emitió ningún sonido.

La noche fue muy larga.

Se encontró mal por la mañana y esta vez no pudo ocultárselo. Ni tampoco pudo ocultarse a sí misma lo que aquello significaba.

Esperaba un bebé.

Mar no se puso nervioso y ella se lo agradeció profundamente. Le dio lo que necesitaba y ella se tranquilizó.

—¿Qué le dijiste a tu madre que harías si yo accedía a la elección? —preguntó suavemente cuando ella descansaba al fin en las pieles. Necesitaba saberlo para hacer planes.

—Reunir a las muchachas que quieran venir y encontrarme con ella antes de que oscurezca en el lugar de los árboles marchitos —explicó Alin.

—Entonces será mejor que reúna a la tribu en la playa. Quédate aquí, Alin. Jes puede hablar por ti. No es necesario que vayas —dijo Mar.

—Es necesario que vaya —replicó Alin—. Ya estoy bien Mar. El malestar no dura mucho.

—Puedes encontrarte mal delante de la tribu —dijo él arqueando una ceja.

Alin movió la cabeza ligeramente. Fue una equivocación. Cerró los ojos y sintió náuseas. Cuando los volvió a abrir, él estaba sentado en cuclillas a su lado.

—¡Dhu! —exclamó—. Te has puesto blanca como la nieve.

Alin contempló su rostro preocupado y comprendió que no podía esperar hasta que estuvieran en la playa delante de todos para decirle que tenía que marcharse. No importaba cuál fuera su reacción, debía decírselo ahora. Se lo debía, por lo que había habido entre ellos.

—Mar —dijo, tragando saliva.

—¿Sa?

—Mar, yo soy una de las que deben marcharse. Voy a volver con mi madre.

Él no dijo nada. No se movió. El único cambio lo reflejaron sus ojos.

—¿Por qué? —preguntó al fin.

—Debo hacerlo. Soy la Elegida, la futura Reina. —Tragó de nuevo y sintió un gusto amargo en la boca—. La Reina del Ciervo Rojo no es como el jefe del Caballo. La sucesora de la Reina es elegida por la Madre. Sé que he sido la Elegida desde siempre. —Apartó la mirada de él y luego volvió a mirarle—. Soy quien soy, Mar. Y no puedo cambiarlo.

Mar siguió completamente inmóvil.

—Anoche me dijiste que me querías.

—Y te quiero. No puedo imaginar mayor felicidad que compartir mi vida contigo, aquí, en la Tribu del Caballo. Pero esta vida y esta felicidad no son para mí, Mar. —Se miraron uno al otro en silencio—. Soy quien soy —repitió ella serenamente.

Le pareció que Mar había dejado de respirar, pero luego aspiró hondo, estremecido.

—Yo también soy quien soy, Alin. Yo no puedo ir contigo —dijo tras expulsar el aire suavemente.

—Ya lo sé. No te lo pediría. Eres el jefe, como un día yo seré la Reina. Ambos pertenecemos a nuestras tribus.

Mar rompió su inmovilidad alzando la cabeza.

—¿Y si no lo acepto? ¿Y si luchamos por nuestras mujeres? ¿Qué pasará entonces, Alin?

—Ya te lo dije antes —replicó ella—. No es el modo de mantener la armonía en la tribu. —Cerró los ojos unos instantes para hacer acopio de energía—. Mi padre está con los hombres del Ciervo Rojo —añadió—. ¿Qué crees que sentiría yo si tú lo matas?

Lo miró con fijeza. Los ojos de él brillaban en un rostro tan blanco como el de ella.

—Nunca me has mencionado a tu padre —dijo—. Siempre hablas de tu madre.

—Nunca he vivido con mi padre, pero sé quién es. Y le quiero. Si le matas, no te querré.

—No puedes marcharte —replicó él—. Llevas un niño mío.

Alin no movió la cabeza, pero hizo un débil gesto de negativa con los ojos.

—Tuyo no, Mar —dijo—. De la tribu. No temas. Mi hijo será sagrado en la Tribu del Ciervo Rojo.

Mar curvó la boca en un gesto que no era una sonrisa.

—Será sagrado si es una niña —repuso—. En vuestra tribu no son útiles los hijos, Alin.

Alin pensó un instante en sus hermanastros, criados por madres adoptivas lejos de Lana. Alin había pasado más tiempo con Ware en las lunas que había permanecido en la Tribu del Caballo del que había pasado con sus hermanastros. No supo cómo responderle.

Mar la estaba mirando y con un gesto airado y brusco se puso de pie. Alin vio cómo se dirigía a la entrada del abrigo, levantaba las pieles y se quedaba allí contemplando el exterior. Había parado de llover y el día era soleado.

—Si es un chico, envíamelo —dijo por encima del hombro—. No quiero que mi hijo se críe pensando que no es deseado.

Unas lágrimas calientes llenaron los ojos de Alin. Lágrimas de alivio. Lágrimas de pena. Mar iba a dejarla marchar.

—¿Me has oído? —preguntó girando en redondo y encarándose a ella. El sol que entraba a través de las pieles abiertas iluminó sus cabellos por detrás—. Si el bebé es un niño, Alin, envíamelo.

Alin pensó otra vez en sus hermanastros.

—Está bien, Mar —dijo vacilante—. Lo haré.