En la Luna llena del Salmón, Mar y Alin emprendieron juntos el camino de dos días, río abajo, a las cuevas de las mujeres sin tribu. Había diecisiete mujeres y cinco niños viviendo en dos grandes cuevas de piedra caliza que habían sido excavadas en un despeñadero, a orillas del Varas.
Al principio a Alin le sorprendió los pocos niños que allí había.
—Abandonan a los recién nacidos —le dijo Mar cortante. Y lo cierto es que cuando Alin vio lo demacradas que estaban la mayor parte de aquellas mujeres, comprendió que no debían de tener alimentos de sobras que ofrecer a un niño.
A Alin le consternó la situación de las mujeres sin tribu. Le asombró que no fueran capaces de cazar por su cuenta y la forma en que se veían obligadas a conseguir el alimento para vivir. Pero sobre todo le asombró que una tribu condenara a una mujer a un destino así por la razón que fuera y la abandonara a la soledad por transgredir la fidelidad marital.
—¡Si la mujer ha sido infiel, pues que el marido abandone el hogar! —le dijo apasionadamente a Mar cuando estuvieron solos en el campamento que habían levantado a poca distancia de las cuevas de las mujeres. Alin había extendido las pieles para dormir, se había sentado con las piernas cruzadas en la suya y miraba a Mar con los ojos llameantes—. Estoy de acuerdo en que no se le debería obligar a vivir con una mujer en la que ya no puede confiar —siguió diciendo—. Entonces que se vaya y busque otra mujer. ¡Pero esto no, Mar! Esto es… intolerable.
Ocupado en encender una hoguera, Mar no contestó en seguida.
—Están mal consideradas —dijo finalmente—. Y, Alin, ellas se lo han buscado.
—¡No es una respuesta!
Mar se volvió para mirarla y arqueó las cejas.
—Piensa en ello, Mar —siguió diciendo Alin moderando la voz y hablando razonablemente—. Son mujeres que se han criado en la Ley del Dios Cielo, que nunca han ido a cazar solas. Trabajaron para la tribu y los hombres de la tribu a la manera que lo hacen las mujeres del Caballo: hicieron sus vestidos y sus cestas; recolectaron frutos, grano, bayas y huevos en la estación adecuada; cocinaron; dieron a luz niños, los alimentaron y los criaron.
El fuego llameó y Mar se sentó de cuclillas frente a él, de cara a Alin.
—Creo que los hombres del Caballo tienen que saber muy bien lo que una mujer aporta a la tribu y lo que es la tribu sin ella —siguió diciendo Alin.
—Sa. —Mar hizo un gesto de impaciencia—. Ya sé todo eso, Alin. Pero son mujeres que traicionaron a su tribu…
Alin movió la cabeza con tristeza.
—Na, Mar. Estas mujeres no traicionaron a su tribu, su tribu las traicionó a ellas.
Mar abrió la boca para interrumpirla, pero ella levantó la mano, la apoyó en él y siguió hablando con gran intensidad.
—Existe un pacto entre una mujer y su tribu, Mar. Si la tribu no le enseña a la mujer a cazar por sí misma, si la tribu espera de ella que dé a luz y alimente a los niños de la tribu, entonces la mujer tiene derecho a esperar que la tribu se ocupe de ella. Los hombres de su tribu cazarán para ella, le proporcionarán alimento a ella y a los niños que de ella nazcan. —Se enderezó ligeramente y alzó la barbilla—. ¿No es así, Mar?
—Sa —dijo él suavemente—. Es cierto.
Alin cogió un palito y mientras hablaba jugueteó con él en la tierra.
—¿Qué clase de jefes tienen esas tribus, que pueden hacer caso omiso de un pacto así? —preguntó.
—Te olvidas, Alin, que fueron esas mujeres quienes primero rompieron el pacto.
La mano de Alin quedó inmóvil.
—Yo no hablo del pacto que se llama matrimonio —replicó encogiéndose de hombros—. ¿Qué es, después de todo? Un hombre, una mujer. Si no se gustan, que se separen. De lo que yo hablo, Mar, es del pacto entre la tribu y la mujer. «Renuncia a tu autosuficiencia —le dice la tribu a la mujer—. No caces. Deja que la tribu cace para ti. Quédate en casa a cuidar de nuestros niños.» —Dejó el palito y continuó—: ¿No es así, Mar? ¿No es así como vive una mujer bajo la ley del Dios Cielo?
—Sa. —La palabra salió de sus labios Aunque le resultara increíble haberla pronunciado.
—Es algo muy serio y muy grande, Mar, el pacto entre la mujer y la tribu. Y no digo que sea malo hacerlo. La Ley de la Madre enseña que nada es único, que cada cosa forma parte de algo más. La vida es una parte de la muerte. El hombre es parte de la mujer. Pero sí es malo cuando el pacto no se realiza entre la mujer y la tribu, sino entre la mujer y un hombre.
Mar estaba molesto e irritado.
—¡Pero eso es el matrimonio!
—¿Y si el hombre es malo, Mar? —preguntó ella con un gesto desdeñoso en los labios—. ¿Y si el hombre hiere a su mujer? ¿Y si apalea a sus hijos? —Se echó la trenza hacia el hombro y lo miró—. ¿A quién debe dirigirse la mujer, Mar? ¿Quién está allí para proteger su bienestar, si su marido no lo hace?
Silencio.
—La tribu debería estar allí —siguió diciendo Alin—. La tribu debería protegerla y hacer justicia. El jefe de la tribu debería estar allí y vigilar que el pacto entre la mujer y la tribu se mantuviera. —Sus ojos castaños ya no expresaban indignación, ahora eran graves—. Esto es lo que significa ser el jefe, Mar, vigilar que la protección de la tribu llegue a todo el mundo, hasta a sus miembros más pequeños y débiles. A los niños. A los de mente simple. Y también a los maridos y esposas infieles. Esto es lo que he aprendido de mi madre, y ella es un gran jefe.
La indignación que había abandonado a Alin pasó a Mar.
—¿Y si el hombre no es malo, Alin? —preguntó con energía—. ¿Y si es la mujer quien es mala, la mujer quien… porque le complace… desea yacer con otro hombre? —Con los dedos se retiró los cabellos de la frente—. Lo que sucede, ya lo sabes.
—Yo no estoy diciendo que sea aceptable la infidelidad —replicó Alin—. No es eso. La infidelidad es muy mala. Enturbia la armonía de la tribu. Una mujer como la que acabas de describir debería ser castigada. —Extendió las manos—. En tu tribu, Mar, ¿no es así como os habéis comportado con Lian? Ha sido castigada, y teníais todo el derecho a hacerlo. Pero no a expulsarla, y era culpable de un crimen mucho mayor que yacer simplemente con un hombre que no era su marido. Según me has contado, Lian fue responsable de la muerte de un hombre.
Mar volvió a pasarse la mano por los cabellos y sus ojos, de pronto, llamearon.
—¡Dhu, Alin, odio discutir contigo!
Alin sonrió.
—¿Por esta razón aprendiste a cazar? —preguntó él con curiosidad—. ¿Para que nunca tuvieras que depender de un hombre?
—Na —replicó con ojos risueños—. Aprendí a cazar porque era divertido.
Mar rió.
—Las muchachas de mi tribu siempre han aprendido a cazar —explicó ella, cruzando los brazos alrededor de las rodillas mientras él tomaba asiento a su lado—. Cualquier mujer del Ciervo Rojo en la situación de esas mujeres —señaló hacia las cuevas—, sería capaz de conseguirse alimento durante el invierno. Pero hasta que yo formé nuestro equipo de cazadoras, las jóvenes de la tribu sólo aprendían los conocimientos básicos de la caza. Aprendían a arrojar la lanza y la jabalina, a disparar una flecha y a despellejar un ciervo. Pero raras veces salían a cazar.
—¿Por qué?
—Por el pacto del que te hablaba antes —respondió Alin suspirando—. Un hombre no puede dar a luz y criar un niño. Si las mujeres salen a cazar, ¿quién cuidará de los niños? —La expresión del rostro de Mar seguía siendo grave y atenta—. Y si las mujeres no son los cazadores de la tribu, ¿por qué tienen que malgastar el tiempo perfeccionando unos conocimientos que nunca van a utilizar?
—Es cierto.
—Esas mujeres de las cuevas sí los hubieran utilizado —añadió secamente—. Tendrían un poco más de carne encima de sus huesos si hubieran aprendido a cazar.
—También es cierto —dijo Mar sonriendo. Lugh salió trotando de la espesura, donde había estado investigando, y fue a acurrucarse junto al fuego.
—¿Por qué me cuesta tanto enfadarme contigo? —preguntó Alin haciendo una mueca de exasperación.
—Porque soy un hombre razonable —replicó él.
Alin se echó a reír.
—Con esta charla de caza me ha entrado hambre —dijo Mar pensativo.
—¿Debo prepararte la cena? —preguntó ella.
A Mar aquello le pareció horrible, pero luego entendió la broma. Alargó la mano, le dio un tirón en la trenza y se levantó.
—Traeré carne —dijo inclinándose para recoger la lanza.
Alin lo vio desaparecer en la espesura con Lugh tras sus talones. Entonces se dispuso a preparar un asador en la hoguera.
Al día siguiente, Alin habló con las mujeres sin tribu. Luego lo hizo Mar. El resultado de ambas charlas fue que las diecisiete mujeres dijeron que querían unirse a la Tribu del Caballo.
Alin insistió a Mar para que accediera a una condición antes de que ella consintiera celebrar una ceremonia de purificación para las mujeres, que las hiciera aceptables ante los hombres de la tribu. Mar debía acoger a todas las mujeres que quisieran ir con ellos, hasta a las más ancianas y las menos agraciadas.
Mar protestó diciendo que esas mujeres no iban a encontrar marido.
—Si no encuentran marido, pueden vivir en la cueva de las mujeres —replicó ella.
—De una situación en la que sobraban hombres, ahora me voy a encontrar con demasiadas mujeres —refunfuñó.
—Los hombres del Caballo son excelentes cazadores —dijo Alin dulcemente—. No tendréis dificultad en alimentar unas bocas más. Me niego a dejar a una mujer en un lugar que no ha elegido libremente.
Mar, ante esto, no tuvo más remedio que acceder. Por su parte él también puso una condición.
—Si los hombres del Caballo no acceden a tomar a estas mujeres, si consideran que no es suficiente la ceremonia de purificación, entonces las dejaremos aquí. ¡Lo último que necesito en este momento es un grupo de mujeres desterradas viviendo en mis cuevas!
Alin se dio cuenta de que éste era un punto sobre el cual Mar no daría el brazo a torcer, por lo que aceptó la condición a regaña dientes.
Así estaban las cosas cuando ambos volvieron río arriba a presentar la idea ante la tribu. Si los hombres aceptaban a las mujeres sin tribu como esposas, entonces todas las mujeres serían acogidas en la Tribu del Caballo. Si los hombres no las aceptaban, entonces las mujeres se quedarían donde estaban.
Los hombres estuvieron de acuerdo. Habían pasado demasiado tiempo sin mujer y ahora que las muchachas del Ciervo Rojo se habían casado, no había otras mujeres en perspectiva. Como Mar había previsto, no podían permitirse muchos remilgos.
Enviaron a Alin otra vez río abajo con algunas mujeres de la tribu, a preparar la ceremonia que considerara necesaria para purificar a las mujeres sin tribu. Cuando Mar, con un puñado de hombres, apareció dos días más tarde para escoltar a las mujeres hasta su nuevo hogar, la escena era muy diferente de la que él y Alin se habían encontrado hacía una semana.
—La ceremonia de purificación debe de haber sido tanto física como espiritual —le dijo Mar a Alin en voz baja al ver las caras limpias y los brillantes cabellos de las mujeres sin tribu.
—Sa —repuso Alin con sus grandes ojos risueños pero con voz seria—. Así les gustarán más a los hombres.
—Desde luego —dijo Mar con fervor. Estaba a cierta distancia del grupo y él miró a las mujeres con asombro y exclamó—: ¡Hasta las ancianas parecen decentes!
—¿Cómo las emparejarás? —preguntó Alin—. No lo hemos hablado.
—Espero que no vayas a pedirme que les dé tiempo para que hagan ellas la elección. —La mirada azul de Mar se volvió cautelosa.
—¿Lo harías?
—Na —replicó en tono inflexible—. Los hombres han esperado demasiado, Alin. Estas mujeres no han sido raptadas. De hecho creo que es precisamente todo lo contrario. Están agradecidas por la oportunidad de entrar en nuestra tribu. Creo que estarán muy satisfechas con cualquiera de nuestros hombres.
—Quizás —admitió Alin tras pensarlo un momento—. ¿Entonces dejarás elegir a los hombres?
—Yo elegiré, Alin —repuso Mar moviendo la cabeza—. Los hombres tendrán una mujer y las mujeres tendrán un hombre. Y todos se quedarán satisfechos.
—Espero que sí —dijo Alin, contemplando a las mujeres mientras reunían sus escasas pertenencias.
—¡Alin! —era Dara que iba hacia ellos—. Ya estamos listas.
—Muy bien, Dara —dijo Alin—. Vamos.
Mar repartió a las mujeres según las edades. Las mujeres más ancianas fueron para los nirum más ancianos y así hasta las más jóvenes. El resultado fue que todos los nirum tuvieron esposa, así como dos de los muchachos de la cueva de los iniciados. Por fin la Tribu del Caballo había alcanzado el equilibrio.
La noche de las bodas Alin y Mar volvieron juntos a su abrigo con la satisfacción de un día de trabajo bien hecho.
—Al fin —dijo Mar, dirigiéndose a ella mientras echaba las pieles de búfalo de la entrada, aislándose así del mundo—. ¡Volvemos a ser una tribu!
Sonrió y luego alargó la mano hacia ella. No habían encendido la hoguera y el abrigo tan sólo estaba iluminado por dos lámparas de piedra. Alin se acercó a él en respuesta a su contacto y él la rodeó con sus brazos. Alin apoyó la mejilla en el hombro de él y le rodeó la cintura con los brazos. Pudo sentir la euforia que inundaba todo su cuerpo grande y poderoso.
—Todas esas mujeres —dijo Mar con júbilo.
—Sa —asintió Alin con voz muy suave—. Todas esas mujeres.
Cerró los ojos y volvió el rostro hacia él. Olía tan bien. Olía a Mar. Lo reconocería en cualquier sitio, pensó, sólo por su olor.
A Mar le inundaba la felicidad. Durante todo el día sus ojos habían brillado de felicidad, todo su cuerpo rezumaba felicidad.
Alin restregó la mejilla contra su hombro cubierto de cuero, aspiró su olor y pensó en su ciclo menstrual. Debería haber empezado a sangrar durante la luna llena. Ahora se iniciaba la Luna de los Nuevos Cervatillos y no había sangrado todavía.
Nunca se le había retrasado tanto. Esperaría un poco más para cerciorarse, pero en su corazón sabía que esperaba un bebé.
Por primera vez desde el rapto, Alin contempló seriamente la posibilidad de no volver nunca a la Tribu del Ciervo Rojo.
—… no podía haberlo hecho sin ti —estaba diciendo Mar—. Aunque hubiera pensado en las mujeres sin tribu, no habría sido capaz de convencer a los hombres para que las aceptaran si no hubiera sido por ti. Gracias a ti y a tu ceremonia. —Aflojó el abrazo para poderla ver bien. A regañadientes, Alin apartó la cara de su hombro y lo miró.
Era cierto lo que Mar había dicho, pensó. No hubiera podido hacerlo sin ella. Mar estaba sonriendo, era feliz.
Quizá Lana no había podido descubrir su paradero después de todo, pensó Alin. Quizá la Tribu del Ciervo Rojo nunca vendría a buscar a sus muchachas.
Le sorprendió la alegría que le producía aquella perspectiva.
—¿Qué sucede? —preguntó Mar. La sonrisa había sido sustituida por una mirada de preocupación. Levantó un dedo y acarició a Alin entre las cejas, como si quisiera apartar el problema que tuviera.
—¿Qué quieres decir? —replicó ella, intentando dar un tono despreocupado a su voz. Su rostro, al parecer, había sido demasiado expresivo.
—Parecías… temerosa.
—¿Lo parecía? —Alin hizo un esfuerzo para sonreír—. Son imaginaciones tuyas.
—Quizá. —Su voz expresaba duda, parecía preocupado—. No debes tenerme miedo nunca, Alin. Moriría antes de hacer daño a un solo cabello de tu cabeza. —Sus ojos ya no eran como el azul despejado de un cielo de verano. Eran más oscuros. Alin siempre reconocía su humor por el color de sus ojos—. Creo que ya debes de saberlo —añadió.
—Sa —contestó con calma—. Ya lo sé.
Pero tengo miedo, pensó, contemplando aquel rostro espléndido, aquel rostro amado. He olvidado a mi madre por ti, Mar. Y tengo miedo.
—Eres… parte de mí —estaba diciendo él—. Estás siempre en mi mente, en mi corazón. No tengo que buscarte, Alin, siempre te llevo conmigo.
—¿Cómo nos ha sucedido esto? —murmuró ella.
Mar movió la cabeza lentamente. Se inclinó y cubrió con su boca la de ella.