CAPÍTULO XXVII

Cuando llegó la luna llena, los salmones aparecieron en el río.

Mar pescó el primero con un arpón. El arma que utilizaban tenía un mango de madera, pero la lengüeta del extremo era de hueso tallado. Las lengüetas eran muy útiles en los arpones porque mantenían sujetos a los peces después de haberlos lanceado.

El primer salmón, un macho que casi doblaba el arpón, fue enterrado en la orilla y la cabeza devuelta al río para honrar sus anhelos de agua.

Luego los hombres echaron las redes. Iban en pequeñas canoas de corteza de abedul cosida a una estructura de madera e impermeabilizadas con goma vegetal. Había dos en cada canoa, uno remaba con los remos de madera y el otro se encargaba de las redes.

Las mujeres del Ciervo Rojo estaban familiarizadas con la pesca del salmón porque todos los años venían los peces para remontar de forma similar el río del Gran Pescado. Cuando vaciaron las redes repletas de la pesca color marrón rojizo en la orilla, todo el mundo sonreía satisfecho. Tras la larga dieta invernal de carne de reno y búfalo ahumado, la perspectiva del salmón fresco era francamente apetitosa.

Aquella misma noche celebraron el banquete del primer salmón. La tribu encendió una gran hoguera y cocinó el salmón en el playa, cerca del río que tan generosamente entregaba sus frutos. Huth hizo sonar su tambor y hubo danzas y risas y regocijo general.

El invierno quedaba atrás. Los renos habían vuelto a las montañas y habían llegado los salmones. Pronto aparecerían en los árboles los brotes jóvenes y nacerían las crías de ciervo. Empezaba la estación de la caza del ciervo, del bisonte, del íbice y del salmón.

Era la primavera.

La luna llena había hecho la mitad de su camino desde el cielo de la mañana al de la tarde, cuando los asistentes al banquete del primer salmón comenzaron a dispersarse. En pequeños grupos, los hombres y las mujeres y los niños de la tribu abandonaron la playa bañada por la luna y volvieron a sus abrigos. Cuando la luna alcanzó su ápice, los únicos que permanecían junto al fuego eran Mar y Huth. Alin ya se había ido con Ware, Rom y Mada a su cueva, a acostar a Ware.

—Todo va bien, hijo mío —le dijo Huth a Mar que estaba a cierta distancia del fuego mortecino, con los ojos fijos en el río. Mar se había rasurado su barba de invierno el primer día de la Luna del Salmón y el perfil del jefe se recortaba en la brillante luz de la luna.

—¿Es cierto? —replicó Mar, que siguió con la mirada fija en el agua iluminada por la luna—. En la tribu hay hombres muy poco satisfechos, Huth —añadió con una mueca de tristeza—. Y yo no puedo solucionarlo.

—¿Cuántos hombres se han quedado sin mujer? —preguntó Huth suspirando.

—Tres puñados de nirum. La cueva de los iniciados se llevó a la mayoría de las muchachas del Ciervo Rojo.

—Pero esto no ha debido sorprender a los nirum. Estaba claro desde el principio a quién elegirían las muchachas.

—Sa.

—La próxima luna llena se celebrará la Asamblea de Primavera. Quizás haya allí mujeres disponibles.

Al fin Mar se volvió para mirar a su padre adoptivo.

—Huth, hemos agotado el suministro de mujeres extra de las tribus locales. Si queremos más mujeres, tendremos que llevar a las nuestras para intercambiarlas.

—No tenemos mujeres que intercambiar.

—Lo sé.

Se hizo un breve silencio. Se oyó un chapoteo procedente del río cuando un pez saltó fuera del agua y se volvió a sumergir en ella.

—¿Acaso planeas otro rapto de mujeres, hijo mío? —preguntó Huth apaciblemente.

Mar alzó la cabeza.

—Na —sonrió irónicamente—. He aprendido que no es tan sencillo como parece eso de raptar mujeres y hacer que formen parte de tu tribu.

—Pero se ha conseguido —dijo Huth inesperadamente—. Mira todas esas bodas que he presidido hace poco.

Mar no contestó. Hubo otro silencio. Ninguno hizo ademán de abandonar la playa.

—Huth —dijo Mar finalmente—. Estoy pensando que debería echar a los nirum que no estén casados.

Esta vez el silencio fue incómodo.

—No puedes —repuso Huth al fin.

—No puedo sostener esta situación por más tiempo. Habrá problemas. Cuando las muchachas todavía no se habían comprometido, era tolerable. Los hombres esperaban que tendrían una oportunidad. Pero ahora… ahora podría ser peligroso. —La expresión de Mar era sombría—. Podríamos tener otra tragedia como la de Davin y Bard.

—¡No, Mar!

—Los hombres han estado mucho tiempo sin mujeres. Y ahora tienen que ver todos los días a otros que sí tienen una mujer.

—Pero ésta es su tribu. La gente del Caballo es su gente. ¡Eres el jefe, Mar! ¡No puedes decirles a hombres como Iver, Zel y Cal que se marchen!

—El semental es el jefe de la manada —señaló Mar—. Y un buen semental expulsaría a sus propios hijos. Si no lo hiciera, habría pelea. Habría muerte. —Los ojos de Mar brillaron entre sus pestañas, de un azul profundo a la luz de la luna—. Lo sabes tan bien como yo.

Huth permaneció en silencio.

—A mí no me gusta esto, Huth —dijo Mar al fin, con una voz que denotaba una mezcla de angustia y desespero—. Si hubiera otra solución, me encantaría oírla.

—No te precipites, Mar —le aconsejó Huth un instante después—. Espera a que pase la Asamblea. Quizá tengamos suerte, quizás haya mujeres para nosotros.

—Quizá —respondió Mar, aunque su voz no parecía muy convencida.

Alin estaba sentada con las piernas cruzadas junto al fuego cuando Mar entró en el abrigo, con Lugh tras sus talones como era habitual. Le dirigió una rápida sonrisa.

—Bonito banquete —dijo, y fue a sentarse a su lado.

—Sa —replicó ella mirándolo pensativa—. ¿Qué vas a hacer con todos los nirum que no tienen mujer? —preguntó cuando él se hubo sentado cómodamente junto a ella sobre unas pieles de búfalo.

Mar levantó la nariz como lo hace un caballo cogido por sorpresa, volvió la cabeza y se la quedó mirando.

—Presiento que puedes oír mis pensamientos.

—Piensas como un jefe. Lo mismo que yo. Y todos estos hombres sin mujer son un problema —replicó ella sonriendo débilmente.

—Lo sé —contestó Mar con expresión de tristeza—. De esto estaba hablando precisamente con Huth. Creo que esperaba que raptara otra tribu de mujeres.

—¡Qué!

Mar se echó a reír al ver su expresión, pero luego sus ojos se oscurecieron y se quedó mirando fijamente el fuego.

—La única solución es que eche de la tribu a los nirum sin mujer, Alin.

—Es un… paso drástico.

—Lo sé —dijo en un tono extremadamente amargo.

—Mar, ¿y aquellas mujeres sin tribu que viven río abajo? —preguntó Alin.

Las aletas de la nariz de Mar flamearon.

—No están limpias —respondió—. Son infieles. ¿Insinúas que las traigamos a nuestra tribu?

—Son mujeres —señaló—. Quizá sus maridos eran crueles con ellas. O quizás amaban a otro hombre. A lo mejor serían felices en otra tribu, con un hombre que cazara para ellas y las cuidara.

Se hizo un largo silencio.

—No había pensado en ellas —dijo Mar—. Algunas… —Frunció el ceño pensativo—. Algunas de ellas sí.

Alin abrió la boca para preguntarle cómo lo sabía, pero luego decidió que no quería saber la respuesta.

Mar movió la cabeza.

—Los nirum no las querrían, Alin. Es una cuestión de honor. Se han acostado con muchos hombres. —Hizo un gesto como si descartase aquella idea—. No están limpias.

—Celebraré una ceremonia para ellas —dijo Alin—. Las purificaré y haré que juren los sagrados votos de fidelidad a sus nuevos maridos.

—¿Lo harás?

—Sa.

Mar permaneció unos instantes sumergido en sus pensamientos.

—Les diremos a los nirum que la ceremonia limpia de todo aquello que se ha hecho antes. Creo que no les molestará mucho y les satisfará el poder hallar la manera de tener a las mujeres y mantener intacto su honor.

—Sa —asintió Alin con débil ironía.

Mar pasó por alto la ironía y sonrió.

—Es buena idea —exclamó con entusiasmo—. He estado pensando y pensando y pensando, preguntándome dónde podría encontrar más mujeres…

—Cualquier cosa antes de que se te ocurra organizar un nuevo rapto —lo interrumpió Alin y esta vez Mar captó su ironía.

—Esas mujeres tendrán una vida mejor de la que ahora tienen —le dijo muy serio—. Y serán bien tratadas. Si lo deseas te lo juro.

—No es necesario —repuso Alin suspirando—. Ya sé que tendrán una vida mejor, Mar. Por esta razón te lo he sugerido —añadió retirándose la trenza del hombro—. No es bueno para nadie estar sin una tribu.

—Y no es bueno para una mujer estar sin un hombre y para un hombre estar sin mujer. —Su voz tenía ahora un tono más bronco, un tono que ella conocía muy bien—. Yo lo he experimentado, Alin, desde los Fuegos de Primavera.

Aquella voz… Era alarmante lo que su voz le hacía sentir.

Mar se había arrodillado, alargaba las manos hacia ella, la acercaba hacia él.

Y ella también, pensó Alin, mientras sentía el roce de sus cálidas y grandes manos en ella y permitía que la levantara para quedar de rodillas ante él. Viviendo con Mar así, compartiendo el mismo hogar, el mismo lecho, y, como había dicho él antes, sus mismos pensamientos, era consciente siempre de hasta qué punto su espíritu lo anhelaba, velaba por su armonía.

Había sido una equivocación trasladarse a su abrigo. Lo había sabido siempre en su corazón, pero lo hizo a pesar de todo.

Había sido una equivocación. A medida que pasaban los días estaba más cerca de él, más compenetrada. En cuerpo y alma.

Pero no había nada que pudiera hacer. Lo sabía con certeza cuando sus manos se acercaban a coger su rostro y su boca iba a descender para posarse en la suya. Y así, sola, a ella le era imposible abandonarle. Su madre debía venir a buscarla. Su futuro estaba en las manos de la Reina.

Los rincones de la cueva estaban muy oscuros pero allí, junto al pequeño fuego, había luz y calor. Cuando Mar la depositó encima de las pieles de búfalo, Alin oyó el suave ronquido de Lugh echado en su lecho para pasar la noche. Mar se inclinó hacia ella, con los cabellos claros dorados a la luz del fuego, los ojos casi cerrados formando unas rendijas brillantes.

El Dios Cielo, pensó Alin, alzando los brazos y pasando los dedos por aquellos brillantes y espesos cabellos. Pero al instante supo que no podría engañarse por más tiempo con la idea de que era el Dios Cielo quien producía aquellas sensaciones en su sangre, quien despertaba tales ansias en sus entrañas. No era con el Dios Cielo con quien deseaba ella yacer. Era con Mar.

Pero él era como el sol cuando iba hacia ella así, tan ardiente, tan impetuoso, tan implacable. Y sin embargo tan suave. Con las manos bajo sus ropas, la tocaba, la besaba, y ella sintió fluir en sus entrañas el cálido y húmedo jugo de la fecundidad. Debajo de él, Alin vibraba, vibraba como la cuerda del arco que ha sido tensada por la poderosa mano de un cazador. Sus labios cubrieron de nuevo los suyos, la besó y ella sintió como si la ardiente hoguera de él la fuera a destruir.

—A-lin. A-lin. A-lin —repetía su nombre una y otra vez, como si fuera el conjuro de un ritual.

La pequeña parte de ella que todavía se mantenía separada de él, se entregó al oír su nombre; la parte consciente de Alin flameó un instante y luego se apagó.

Ya no había nada más que la A-lin que él había pronunciado. Y como la flor se abre al calor del sol, así Alin respondió a sus manos y a sus labios, completamente, por entero.

Sólo lo deseaba a él, sólo existía esto, el calor, el ardor y la pura sensación mientras ambos entraban juntos en la fuente de la creación y ya no eran dos seres aparte, sino uno solo.

Ni Altan ni Sauk habían acompañado a Mar en el rapto y por ello desconocían la localización exacta de las cuevas de la Tribu del Ciervo Rojo. Poco antes de la luna llena, el jefe depuesto y su compañero localizaron el río del Gran Pescado y algunos días después encontraron finalmente el valle que era el hogar de la tribu que buscaban.

Cuando Altan y Sauk cruzaron el recodo del río, vieron a un grupo de hombres y mujeres pescando con una redes muy parecidas a las que utilizaban en la Tribu del Caballo. Altan se detuvo cuando los vio y Sauk hizo lo mismo. Entonces una de las mujeres que estaban en la orilla volvió la cabeza y los descubrió.

Dijo algo a los demás y Altan oyó que llamaba a los hombres de los botes. Las mujeres de la orilla se volvieron para mirar a aquellos hombres extraños, mientras una de las pequeñas piraguas que había en el río se dirigía a tierra.

Altan permaneció en silencio con Sauk a su lado, esperando.

El bote alcanzó la orilla y de él saltó un hombre. Altan esperó a que el hombre cruzara el suelo rocoso que los separaba. Al llegar hasta ellos, se detuvo y preguntó:

—¿En qué podemos ayudaros, extranjeros?

Altan no contestó inmediatamente, tomándose tiempo para estudiar al hombre que tenía ante sí. Era alto, el hombre del Ciervo Rojo, con unos ojos castaños de largas pestañas. Unos ojos que Altan reconoció al instante. Sonrió.

—Creo que somos nosotros quienes podemos ayudaros a vosotros —le dijo al padre de Alin.

—¿Sa? —preguntó el hombre cortésmente, aunque con escepticismo.

—¿No perdió tu tribu algunas mujeres durante la época de la Luna de la Lucha de los Venados?

La expresión del hombre se endureció.

—Sa. —Su voz también adoptó un tono duro—. Las perdimos.

—Nosotros sabemos dónde están —dijo Sauk, hablando por primera vez, con voz desagradable.

Tor los llevó inmediatamente ante Lana.

La Tribu del Ciervo Rojo no había tenido éxito en su búsqueda de las muchachas raptadas. Tor había vuelto hacía tan sólo dos días de una larga misión y le había dicho a Lana que la Tribu del Caballo que habían estado buscando no se encontraba al oeste.

—Algunas tribus han oído rumores, pero ninguna ha podido decirnos con certeza la situación de esta tribu —le había explicado a la Reina con tristeza.

Lana, amargamente decepcionada, planeaba participar en varias Asambleas de Primavera que se organizarían durante la luna llena siguiente, con la esperanza de encontrar algo más definitivo.

Entonces aparecieron Altan y Sauk en su valle.

—¿Podemos creerles? —le preguntó Tor a Lana mientras estaban sentados solos en la choza de ella, una vez que hubieron dejado a Altan y a Sauk bajo la custodia de los hombres de la cueva.

—Creo que sí —replicó Lana—. ¿Qué ganarían mintiendo?

—Es cierto —contestó Tor lentamente. La miró por encima de la pequeña hoguera—. Pero si lo que dicen es cierto, Lana, ¿qué clase de hombres son? ¿Traidores a su gente?

Lana levantó la mano con un gesto característico de abandono.

—Son seguidores del Dios Cielo, hijos de hijos de seguidores. Han olvidado a la Madre. No hay nada que ate a estos hombres a su gente.

—Al parecer no —dijo Tor dudoso.

—Hombres como éstos —la expresión de Lana era desdeñosa— sólo quieren el poder para sí mismos. No han comprendido la responsabilidad de ser el jefe. Quieren todos los privilegios y ninguna obligación.

Tor siguió en silencio, contemplando a la mujer que sabía mejor que nadie de obligaciones.

—Sin embargo nos beneficia que sean como son —dijo finalmente Lana—. Porque de este modo sabemos dónde se han llevado a Alin.

Lana se inclinó ligeramente hacia delante y su rostro quedó iluminado por la luz del fuego. Sus claros cabellos habían encanecido un poco desde los Fuegos de Invierno, pero sus grandes y fríos ojos azul gris eran los mismos, así como la alta frente de su cara de gato. Las conchas doradas de su gargantilla relumbraban a la luz del fuego.

—He estado meditando, Tor, y debo decirte que cuando vayamos a rescatar a las muchachas, no quiero lucha.

—Presiento —replicó Tor arqueando ligeramente las cejas—, que esta tribu no nos devolverá a nuestras muchachas gustosamente cuando se lo pidamos.

—Ya lo sé. Pero nosotros tenemos una ventaja, Tor. Sabemos exactamente dónde están. Y no sólo eso. —Lana se echó hacia atrás nuevamente—. Ahora tenemos a alguien que conoce el territorio de los raptores.

—Es cierto —repuso Tor, asintiendo con gesto pensativo.

—Esto es lo que haremos —dijo Lana—. Enviaré un mensaje a Alin diciéndole que reúna a las muchachas para celebrar un pretendido ritual de cualquier especie. Lejos de los hombres.

Una sonrisa de admiración cruzó el rostro de Tor.

—Quieres raptarlas.

Lana lo miró, pero no le devolvió la sonrisa.

—Sa —asintió fríamente—. ¿Por qué no?