Mar y Alin durmieron profundamente aquella noche, arropados bajo las pieles de búfalo del lecho. Alin se despertó primero. Sólo quedaban las ascuas humeantes de la hoguera para iluminar la cámara de la cueva y la mortecina luz de una lámpara de piedra. Segundos después recordó dónde estaba y luego quién estaba durmiendo a su lado.
Volvió la cabeza y lo miró.
Mar yacía sobre su estómago, como Alin había visto dormir a Ware algunas veces, de tal manera que sólo podía ver la espalda musculosa y una cabeza rubia despeinada. Una de sus grandes manos yacía junto a su cabeza, ligeramente doblada en un puño.
Alin recordó la noche pasada.
Lenta y cautelosamente se deslizó fuera de las pieles de búfalo. Se puso de pie silenciosamente, se apartó un paso de la cama y entonces sintió cómo una mano se cerraba alrededor de su tobillo. Se detuvo y bajó la vista.
Mar se había incorporado apoyándose en un codo y con la otra mano le sujetaba el tobillo. Tenía los ojos muy azules.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—Voy a lavarme al río, Mar —respondió ella con suavidad.
Instantes después sus dedos dejaron de sujetar el tobillo e hizo un gesto de asentimiento. Alin fue a buscar sus ropas, que estaban amontonadas en un rincón.
—Encenderé el fuego para que te calientes —dijo Mar, sentándose.
Sin dirigirle una mirada más, Alin abandonó la cámara.
En el exterior, el sol ya estaba muy alto. El agua del río brillaba invitadora a la luz de la mañana, pero cuando Alin introdujo en ella la punta de un pie cautelosamente, el agua estaba helada. No obstante, como tenía sangre en los muslos así como marcas de ocre en la cara y en el pecho, Alin entró en el agua helada apretando los dientes, hasta que le cubrió la cintura. Hizo espuma con la saponaria que había llevado consigo y se lavó rápidamente, con energía. Luego, tiritando, salió del río y cogió sus ropas.
Una vez vestida, se dirigió con resolución a la entrada de la cueva y allí permaneció sintiendo el calor del sol en la cabeza y los hombros, sin atreverse a entrar.
Tenía miedo.
No es una locura, se dijo para sus adentros. Cruzó los brazos sobre el pecho y contempló el cielo azul y brillante. El color de los ojos de Mar, pensó. La marca del Dios Cielo.
Pero no era el Dios Cielo quien la esperaba en el interior de la cueva, pensó. Era Mar.
Tenía miedo.
Mientras permanecía en la entrada, temblando bajo la luz del sol, le vio salir del corredor, en el otro extremo de la primera cámara. Alin se volvió, dio unos cuantos pasos hacia el río y se detuvo.
—Estás temblando —llegó su voz a sus espaldas—. Vuelve a la cueva. Ya he encendido el fuego.
Pero a ella le daba miedo volver allí.
—Se está bien al sol —le dijo. Creo que me quedaré aquí. Debemos volver con los demás dentro de un rato.
Cuando sintió el contacto de su mano en el hombro, se apartó de él; era la primera vez que lo hacía. En cuanto hubo puesto unos pasos de distancia entre los dos, se dio la vuelta y se encaró a él.
Mar se había puesto los pantalones y llevaba las pieles sobre el torso desnudo. Los pies, desnudos también. Sus espesos cabellos rubios enmarañados le caían sobre la frente, cubriéndole las cejas por completo. La estaba mirando y parecía turbado.
—No veo la necesidad de volver con tanta prisa. Me imagino que el resto de la tribu estará muy ocupada esta mañana —dijo levantando una mano y retirándose los cabellos de la frente—. Alin —añadió—, vuelve a la cueva conmigo.
Ella se puso a temblar de nuevo, aunque esta vez no fue a causa del frío. Si ahora iba con él, pensó, sería el hombre quien yacería con ella, no el dios. Y ella temía al hombre.
Él captó sus temores y malinterpretó sus causas. Volvió a pasarse la mano por los cabellos.
—Acerca de la noche pasada —dijo con una voz extrañamente insegura—. Lo siento, Alin. Sé que fue la primera vez para ti. Y también sé que siempre es doloroso la primera vez para una mujer. No imaginé que podría ser tan… rudo.
Alin miraba fijamente el suelo, en particular una piedra gris grande y lisa en forma de huevo. Mar se aclaró la voz.
—Fueron las flautas —dijo—. Y los tambores. ¡Dhu! Y yo… perdí el control.
—No me hiciste más daño del que yo había imaginado, Mar —respondió ella con los ojos todavía fijos en la roca—. Tú no eras tú la noche pasada. Eras el dios y tú no puedes controlar a un dios.
—Sa —replicó Mar pensativo—. Quizá tengas razón. Quizás había un dios en mí. —Cambió el tono de su voz, volviendo a su habitual tono confiado—. Pero esta mañana sólo somos Mar y Alin. Esta mañana será diferente.
Esto era exactamente lo que ella temía.
—Creo que no sería prudente —replicó ella moviendo la cabeza.
—¿Por qué no? —Al ver que ella no contestaba, insistió—: Me dijiste que te acostarías conmigo después de los Fuegos de Primavera, Alin. ¿No lo recuerdas?
Lo recordaba. Y también lo deseaba. Quizás ésta era la razón de todos sus temores. El hecho de que lo deseara tanto.
—Me parece que no lo entiendes —dijo ella, apartando finalmente la mirada de la piedra en forma de huevo.
—Dime —la animó Mar.
—Yo te dije lo que te dije. —Se pasó la lengua por los labios resecos—. No puedo ser tu esposa Mar. No puedo ser tu mujer. Pertenezco…
—Sa —la cortó con impaciencia—. Lo sé. Me lo has dicho muchas veces. Perteneces a la Madre. Pero ¿cómo puedes traicionar a la Madre acostándote conmigo, Alin? Esto es lo que no comprendo.
¿Cómo podía decírselo? Cómo podía decirle: eres peligroso para mí, Mar. Te deseo demasiado. Me sería muy fácil olvidar otras cosas en tus brazos.
Pero no sería muy prudente decirle todo aquello.
Mar dio unos pasos hacia ella.
—La noche pasada nos acostamos por el bien de la tribu —dijo con una voz más bronca de lo habitual. Se adelantó otro paso—. Esta mañana lo haremos por nosotros. —Alargó una mano y la cogió por el hombro—. No volveré a hacerte daño, Alin. Te lo juro. —La atrajo hacia sí y ella se lo permitió. Mar alargó el otro brazo y cerró el abrazo—. Siento haberte hecho daño, Alin —murmuró—. Lo siento.
Expulsó el aire por sus pulmones en un suspiro largo y tembloroso. Alin apoyó la mejilla contra su hombro revestido de pieles. Cerró los ojos. Mar inclinó la cabeza y ella sintió que sus labios le rozaban los cabellos.
Momentos después entraron de nuevo juntos en la cueva.
Las bodas se celebraron dos días después de los Fuegos de Primavera. La única pareja que no se avino a ello fue la formada por Bror y Mora.
—Lloraba sin parar —le dijo Bror a Mar con disgusto cuando le pidió que le desligaran de su compromiso—. Es posible que a otro hombre no le importe, pero yo no puedo tener a mi lado a una mujer que se está quejando constantemente. Déjala que elija a otro.
En aquel momento se encontraban los dos solos en la cueva de los nirum. La mayor parte de los hombres estaban trabajando en los aparejos de pesca, porque los salmones iban a remontar el río en breve.
A Mar no le agradó la petición de Bror.
—Cederá —le dijo a Bror—. Dale tiempo. Sólo te has acostado una vez con ella.
—Mar —respondió Bror soltando un resoplido—. Esta muchacha no es virgen. Esto no es nuevo para ella, lo que sucede es que no quiere hacerlo conmigo. Hay un muchacho en su tribu con el que está comprometida. Me dijo que iban a casarse.
Mar miró a Bror juntando sus rubias cejas, pero no dijo nada.
Bror parecía obstinado.
—No soy un hombre al que le divierta tomar a una mujer a la fuerza —le dijo a su jefe—. Una cosa es la noche de los Fuegos, con los tambores encendiéndote la sangre. Y otra cosa cuando la sangre se ha enfriado y tienes la cabeza clara. Búscale otro. Yo me retiro.
—Dudo que pueda darte otra mujer si la rechazas, Bror —le previno Mar—. Las mujeres que pueda entregar serán primero para los hombres mayores.
—Lo comprendo.
—No te entiendo —dijo Mar frunciendo más el ceño—. Ya hemos tenido otras veces en la tribu mujeres en contra de su voluntad. Lo sabes. Y también sabes que la añoranza desaparece en cuanto han hecho amigos y tienen a sus bebés. Debes darle tiempo, Bror.
Bror permaneció en silencio un instante, con la cabeza ligeramente inclinada, pensativo.
—Es cierto lo que dices. Pero este caso es… diferente.
—¿Por qué?
—No lo sé —respondió Bror moviendo ligeramente la cabeza de un lado a otro—. Ignoro si Mora es diferente o lo soy yo. —Alzó la cabeza y clavó sus ojos castaños en los de Mar—. Pero lo cierto es que ninguna de las muchachas del Ciervo Rojo tiene los mismos sentimientos que Mora.
Mar movió un pie con nerviosismo.
—Es cierto —admitió.
—Déjala que se quede con Fali y las más jóvenes un poco más —dijo Bror inesperadamente—, no la obligues a elegir marido todavía.
El ceño no desapareció de la frente de Mar.
—Es lo que dice Alin —dijo al fin.
—Yo, en tu lugar, escucharía a Alin.
La frente de Mar se despejó y miró pensativo a Bror.
—Tendrás ciertos problemas con los nirum por esta razón, Bror —le previno.
—Con ellos será más fácil que tener a Mora llorosa en mis brazos —repuso Bror encogiéndose de hombros.
—Suena a… intimidación —dijo Mar con expresión divertida en los ojos.
Bror soltó una risita irónica.
Los dos hombres empezaron a caminar hacia la puerta de la cueva. El día era frío, aunque el sol brillaba en todo su esplendor. Se detuvieron un momento, contemplando a Alin que volvía de la playa con Ware trotando a su lado y Lugh y Roc corriendo en círculo alrededor de ambos.
—Las muchachas del Ciervo Rojo no son como nuestras mujeres —comentó Bror de pronto—. Uno cree estar entre compañeros, además de estar entre mujeres.
Ambos permanecieron en silencio, pensativos, mientras seguían contemplando a Alin.
—Está bien —dijo Mar con resignación—. Le daré algún tiempo a Mora.
Tane, al lado de Jes, escuchó a su padre recitar las palabras de introducción de la ceremonia de los esponsales. Había diecisiete parejas más, formadas por hombres de la Tribu del Caballo y por mujeres, casi todas de la Tribu del Ciervo Rojo.
Había llegado el día tan esperado que salvaría a la tribu.
Aquel día Huth no vestía su hábito de chamán. Para celebrar las bodas llevaba una gran capa de piel de búfalo en lugar de la de hierba y ninguna máscara le cubría el rostro. Sin embargo sostenía la vara de la vida del chamán y había dibujado en su rostro las señales S y P que significaban fertilidad para la Tribu del Caballo.
Tane, contemplando a su padre, pensó que iba a casar a dos de sus hijos en un mismo día, a él y a Arn.
Pero no a Mar.
Cuando Huth comenzó a entonar el segundo canto de alabanzas, la mirada de Tane se apartó de la figura del chamán y se clavó en la alta y poderosa figura de su hermano adoptivo que permanecía de pie, a la derecha de Huth.
A Mar no parecía molestarle que Alin no quisiera casarse con él.
—En su tribu no es costumbre que la Hija de la Reina se case —le había dicho a Tane con un leve encogimiento de hombros—. No importa. Ha trasladado sus cosas a mi abrigo y cuida de mi hoguera. Es todo lo que me importa.
Quizá, pensó Tane, apartando la vista de Mar y dirigiéndola a la muchacha esbelta de cabellos castaños que estaba de pie al otro lado de Huth. Alin estaba muy quieta. Tane jamás había conocido a nadie que pudiera permanecer tan quieto como Alin.
Le gustaría que ella accediera a casarse con Mar.
Resultaba interesante que Mar no se sintiera capaz de obligarla a hacerlo.
Tane sintió sobre él la mirada de Jes y volvió la cabeza un poco para dirigirle una tímida sonrisa. Sus grandes ojos verdeazulados casi parecían oscuros. Tane alargó ligeramente la mano para rozar la suya y le sorprendió la conmoción que instantáneamente el roce le produjo.
—¡Dhu! No era el lugar ni el momento adecuado.
Al parecer a Jes le había sucedido lo mismo porque sintió que retiraba la mano y vio que se apartaba ligeramente de él.
Después, pensó Tane con una intensa satisfacción. Luego estarían solos.
Pensó que nada podría igualar la ardiente pasión que los había arrastrado durante la noche de los Fuegos, pero las otras veces también había estado bien. Quizá mejor, porque no había habido tanto frenesí.
Jamás había soñado que pudiera sentir por una mujer lo que sentía por Jes. Pero es que no había ninguna mujer como Jes en el mundo viviente.
Jes poseía el don del arte. Un día sería tan buena como lo era él. Nadie en la tribu podría igualarla. Hasta Huth se había dado cuenta de ello finalmente.
¡Dhu, pensó Tane con repentino interés, a quién se parecerían sus hijos!
De pronto se dio cuenta de que Huth estaba recitando las palabras del compromiso. Se presentaban ante él una pareja tras otra y Tane se dispuso a escuchar para no olvidar su parte.
—¿Qué le darás a la mujer? —estaba preguntando Huth a Cort. Arn sintió una picazón en los ojos y se los restregó para ocultar las lágrimas que amenazaban brotarle. No era el momento de llorar, se dijo con firmeza.
Oh, Dale. Dale.
Debería estar aquí, pensó Arn, escuchando la suave réplica de Cort:
—Le entrego mi fuego para darle calor, mi caza para alimentarla, mi lanza para protegerla, mi cuerpo para abrigarla. Éstas son las cosas que le entrego a la mujer.
La voz de Cort se quebró ligeramente al pronunciar las últimas palabras y Arn supo que él también estaba pensando en Dale.
Oh, hermano mío, pensó Arn con dolor. Cuánto te echo de menos.
Sintió en la suya una mano pequeña y cálida. Los dedos largos y finos de Arn se cerraron sobre aquella mano, apretándola.
Dara. ¡Qué feliz le hacía tener a Dara! Jamás se había sentido tan próximo a nadie como Dara. Ni Dale, ni su hermano, había estado tan cerca de él como esta muchacha pequeña de cabellos oscuros y grandes ojos grises.
Ahora Elen estaba respondiendo a la pregunta de Huth. Había habido una ligera controversia acerca de la ceremonia, y Huth y Alin finalmente se habían puesto de acuerdo en celebrar una mezcla de las ceremonias de ambas tribus. La pregunta que se hacía a los hombres procedía de la ceremonia de esponsales de la Tribu del Caballo, y la pregunta que se hacía a las mujeres era de la ceremonia de la Tribu del Ciervo Rojo.
La voz de Elen sonó lenta, clara y segura.
—Éste es Cort —le dijo a Huth—. Éste es el hombre que elijo para dar vida a la tribu.
Nadie diría «éste es Dale». Una pena tal atenazaba la garganta de Arn que creyó que sería incapaz de contestar cuando Huth le dirigiera las palabras de compromiso.
—Dara y Arn —dijo Huth.
Dara lo miró. Arn tragó saliva, apretó la mano de ella y se adelantó.
Alin, al lado de Huth, escuchó las palabras de compromiso que se iban diciendo, una y otra vez. Los últimos que se presentaron ante el chamán fueron Tane y Jes.
Hacían buena pareja, pensó Alin cuando los dos se acercaron al círculo iluminado por el fuego de las hogueras. Tan esbeltos, tan ardientes, tan… tan concentrados. Los cabellos de Tane relucían como el ala de un cuervo y sus ojos verdes permanecían clavados con expresión grave en su padre.
Por un instante Jes miró a Alin.
Ya nunca volvería a ser lo mismo. Ahora había un hombre entre ellas. En la mirada que se cruzaron había pena y aceptación.
Pero ya hacía tiempo que había un hombre entre ellas, pensó Alin, mirando a Jes dirigir su atención a Huth y a la ceremonia. Lo había habido desde que Jes vio a Tane coger un buril y dibujar.
No, admitió Alin, Tane no era el único hombre cuya sombra se cernía entre las dos. No miró a Mar, que estaba al otro lado de Huth, pero sentía su presencia. Siempre sentía su presencia y sabía que a él le sucedía lo mismo.
La antigua amistad entre ella y Jes no la habría quebrantado un hombre, sino dos.
Pero lo mismo podía decirse con relación a los hombres, siguió pensando Alin, al tiempo que escuchaba las ya familiares palabras que recitaba Tane. El compañerismo entre Mar y Tane ya no era el mismo desde que aparecieron ella y Jes.
Quizás así debía ser, se dijo Alin, contemplando el rostro oscuro de Tane. Después de todo, ¿no se complementan el macho y la hembra? ¿Existía otra relación que fuera más próxima que aquélla?
Quizá, pensó dudosa, eso era el matrimonio después de todo.
—Éste es Tane —empezó a hablar Jes—. Éste es el hombre que elijo para dar vida a la tribu.
Sa, pensó Alin. A lo mejor éste es el rito más importante de la Madre. Un hombre y una mujer que se unen para dar vida a la tribu. Y que permanecen juntos para dar vida a la tribu.
Recordó las palabras de Mar al discutir por primera vez la demora de los esponsales hasta después de los Fuegos de Primavera.
—Y si una mujer tiene un niño y no tiene marido, ¿quién cuidará de ella, quién le dará abrigo, quién cazará para ella? —había preguntado él.
Después de todo quizá tuviera razón. Quizás esto era el matrimonio: el hombre da abrigo, alimento y protección; la mujer da la vida. Y el uno no puede existir sin la otra.
Nadie debería dominar a nadie, le había dicho ella a Mar. Ambos cumplen con su parte.
«Le entrego mi fuego para darle calor, mi caza para alimentarla, mi lanza para protegerla y mi cuerpo para abrigarla.»
«Éste es el hombre que elijo para mí, el hombre que elijo para dar vida a la tribu.»
Si esto es así, pensó Alin, ¿dónde me quedo yo?
Peligroso pensamiento.
Lo que es cierto para las demás mujeres no lo es para mí. Yo no soy como las demás. Yo soy la hija de la Reina, la Elegida.
¿Por qué no puedo casarme yo? Mar puede casarse y es el jefe. Arn puede casarse y será chamán.
Peligroso pensamiento.
Jes y Tane se alejaron del círculo para reunirse con los demás. Huth dijo algo y todas las parejas rompieron a reír. Mar se adelantó y le dio a Tane una palmada en la espalda.
Las muchachas del Ciervo Rojo se habían casado. Pero Alin, no.