No iban a celebrarse las bodas hasta después de la celebración de los Fuegos de Primavera. Ésta era una costumbre de la Tribu del Ciervo Rojo, pero no de la Tribu del Caballo.
—¿Cómo puede saber una mujer si le gustará un hombre si no se ha acostado con él? —preguntó Alin a Mar cuando comprendió que él daba por sentado que primero se celebrarían las bodas.
Alin y algunas de las muchachas habían estado practicando tiro con los arcos contra un blanco de cuero tensado, y cuando Mar apareció y le dijo que quería hablar con ella, Alin se colgó el arco del hombro y se alejó un poco con él. Lugh se quedó mirando cómo tiraban.
—¿Quieres decir que si el hombre no… está a la altura… entonces la mujer no lo elegirá? —inquirió Mar con expresión de incredulidad.
—La elección la hacen ambos —replicó Alin, en un tono más razonable—. El hombre también puede cambiar de opinión.
Mar se la quedó mirando fijamente y luego se encogió de hombros.
—No creo que encontréis deficientes a los hombres del Caballo, pero si lo queréis así… —Frunció el ceño ligeramente—. Sin embargo estoy pensando que las mujeres de mi tribu no aprobarán esta manera de hacer las cosas.
—Ellas creen que es una manera excelente de hacerlo —replicó Alin procurando no sonreír ante la expresión atónita de Mar.
—¿Es cierto?
—Así es.
—Pero si tienen un niño y no están casadas, ¿quién cuidará de ellos, quién les dará abrigo, quién cazará para ellos?
Alin constató que Mar no se expresaba con arrogancia. Estaba preocupado de verdad.
—Mar. Con todos los hombres que hay en la tribu, ninguna mujer hallará dificultad alguna en encontrar un marido.
Tras los árboles que los separaban de las muchachas, Alin oyó un grito de triunfo. Inclinó ligeramente la cabeza para escuchar mejor. Alguien había hecho un buen tiro. Alin miró a los pies de Mar y luego frunció el ceño.
—¿Lugh estará bien? ¿No querrá ir tras las flechas?
—Lugh es bastante prudente —dijo Mar retirándose los espesos cabellos de la frente—. Es cierto que las muchachas del Ciervo Rojo no tendrán problemas a la hora de elegir marido, pero las mujeres del Caballo sí pueden tenerlos. Existe un grado de parentesco que hay que tener en cuenta; muchos de los hombres de la tribu tienen un parentesco demasiado próximo para casarse con ellas. Y no es fácil intercambiar una mujer con un niño.
Se hizo un breve silencio.
—Me parece que los hombres de la Tribu del Caballo cazan para toda la tribu, no sólo para una familia en concreto —dijo finalmente Alin muy despacio—. ¿Quieres decir que si una mujer no puede cazar por sí misma y no tiene a un hombre que lo haga para ella, se la dejaría morir de hambre?
—¡Desde luego que no he dicho esto!
—Bueno, ¿entonces dónde está el problema?
Mar lanzó un resoplido por la nariz.
—No lo sé. Es… diferente. Y esto me inquieta.
Dos lunas antes, Alin hubiera hablado con irritación, le hubiera dicho algo desagradable sobre su idea de la mujer como propiedad del hombre.
Pero ahora lo conocía mejor.
—Ninguna mujer de la tribu se quedará sin protección mientras tú seas el jefe —dijo mirando sus ojos azules de expresión preocupada—. Y no es bueno para el hombre o la mujer cuando uno de ellos no satisface al otro. Una insatisfacción así engendra problemas.
—Los hombres de la tribu dirán que permito que las mujeres hagan las reglas —repuso tras quedarse un momento pensativo.
Alin emitió un sonido de exasperación.
—Lo que yo te estoy diciendo, Mar, es que nadie debería hacer las reglas. —Se acomodó mejor el arco en el hombro y el gesto le trajo un pensamiento—. Una boda debería ser como una cacería. En una cacería todo va muy bien cuando todos trabajan juntos en armonía y nadie intenta imponerse a los demás, ¿no es cierto?
Mar hizo con la cabeza un gesto característico.
—Pero siempre ha de haber un jefe —señaló.
—Sa —replicó ella elevando sus cejas perfectamente arqueadas—. Pero ¿qué hace un buen jefe? ¿Es el jefe porque sus hombres le temen? ¿O es el jefe porque lo quieren y confían en él?
—Hablas muy bien, Alin —repuso Mar haciendo un gesto humorístico con la boca.
—Eso es porque también sé pensar —dijo ella devolviéndole la sonrisa.
Los ojos azules de él brillaban.
—Hay algo que quiero pedirte, Mar. Es sobre Lian.
Toda la alegría desapareció del rostro de Mar.
—¿Qué sucede con Lian?
—¿Podrá unirse a las demás mujeres en los Fuegos de Primavera y hacer su elección?
—Las leyes dicen que debe esperar un año hasta su purificación —repuso él frunciendo el ceño.
—Ha pasado casi un año —señaló Alin—. Y los hombres del Caballo necesitan mujeres.
Desapareció el ceño fruncido del rostro de Mar, que se quedó en silencio y pensativo.
—Está bien —dijo al fin, lentamente—. Pero quien ha de juzgarlo es Huth y no yo.
—Entonces hablaré con Huth.
—¿Te ha pedido Lian que intercedas por ella? —preguntó Mar curioso.
—Sa.
—Entonces dile que si Huth accede a su petición, no me elija a mí —dijo con disgusto—. No quiero casarme con Lian, pero no deseo humillarla diciéndoselo a la cara.
Alin no pudo reprimir la sonrisa que apareció en la comisura de sus labios.
—Se lo diré —respondió.
—Si una mujer siente por un hombre lo que yo siento por Lian —dijo él al observar la sonrisa de ella y con su buen humor recuperado—, entonces puedo comprender lo que decías antes sobre si un matrimonio no va bien para ambas partes. —Sacudió la cabeza—. No puedo mirarla sin pensar en la muerte.
—Mar… —Del rostro de Alin había desaparecido toda expresión agradable. Ahora lo miró con expresión grave y solemne.
—¿Sa?
—Sabes muy bien que yo no puedo casarme contigo. Ya te lo he dicho antes.
—No sabía que tuvieras que elegir —replicó él.
La arrogancia de su réplica no cambió el humor de Alin.
—Na —dijo—. No tengo que elegir. Nací la única Hija de la Reina. Y estoy dedicada a la Madre. Ningún hombre puede ser mi marido. Lo decidieron por mí hace mucho tiempo —añadió con voz tranquila—. Yaceré contigo en los Fuegos de Primavera. Celebraré contigo los Sagrados Esponsales para la propagación de tu tribu. Pero no puedo casarme contigo.
—No dirás conmigo las palabras de los esponsales —repuso él estudiando su expresión—. Eso lo entiendo. Pero, después de los Fuegos de Primavera, ¿seguirás yaciendo conmigo? Me has dicho que tu madre tiene hombres. ¿Por qué no puede ser lo mismo en tu caso?
Sus ojos eran intensamente azules. El sol del inicio de la primavera declinaba a través de los árboles desnudos y ponía mechas de oro en sus cabellos. Allí plantado ante ella parecía la encarnación verdadera del Dios Cielo, irradiando el calor de la vida y la luz del sol.
—¿Alin? —dijo suavemente acercándose, poniendo sus brazos alrededor de ella y juntando las manos en su espalda. Su cuerpo grande y fuerte era tan cálido, pensó Alin. Parecía llevar el calor de la luz del sol en su interior. Ella apoyó la mejilla en el pecho de él y cerró los ojos. El sonido de su corazón latiendo era el pulso que llevaba luz y vida a la tierra. En él había tanto calor, fuerza y paz, como Alin no había encontrado en ningún otro sitio.
Eso mismo debió de sentir la Madre cuando yació con el Dios Cielo para construir el mundo.
Era correcto que celebrara los Sagrados Esponsales con un hombre así, pensó Alin. Mar era un hijo de verdad del Dios Cielo, y ella la verdadera hija de la Madre Tierra. Juntos celebrarían un poderoso ritual.
—Alin —repitió, esta vez en un tono diferente.
Alin levantó el rostro para mirarle. Él no apretó el abrazo, se lo impedía el arco que llevaba. Pero inclinó la cabeza y la besó, rozando con la lengua sus labios abiertos, aspirando la calidez y la dulzura de su aliento. Como la luz del sol.
Finalmente Mar apartó la boca.
—¿Y bien? —preguntó, sonriendo un poco. Ya sabía su respuesta.
Alin se apartó.
—Sa. Yaceré contigo, Mar. —La pausa que precedió a lo que dijo después, fue infinitesimal—. Hasta que venga mi madre.
¡Fuegos de Primavera! ¡Fuegos de Primavera!
La Luna del Gran Caballo desapareció bajo el límite de la tierra y durante tres largos y oscuros días no hubo luna que alumbrara el firmamento. Luego, ante toda la tribu conteniendo el aliento, apareció junto a la puesta de sol, en el horizonte oeste, un pequeño gajo de plata.
La Luna del Salmón, la luna de los Fuegos de Primavera.
Las muchachas ya habían elegido a sus hombres, anunciándolo ante la tribu durante el período de la oscuridad lunar.
La elección produjo algunas sorpresas. Elen eligió a Cort; Nel, la antigua esposa de Altan, nombró a Finn, y Lian, a Baird. Mora, obligada a elegir a alguien, nombró a Bror. Éstas fueron las sorpresas. Las demás muchachas eligieron a quien se esperaba, a excepción de Fali, que había quedado excusada de hacerlo.
La ceremonia de los Fuegos de Primavera se iba a celebrar en una gran cueva situada a poca distancia de la parte baja del río, cerca del despeñadero donde habitaba la Tribu del Caballo. Tanto Alin como Huth estuvieron de acuerdo en no celebrarlos en la cueva sagrada de la Tribu del Caballo. Aunque debió de utilizarse para celebrar los ritos de fertilidad hacía mucho tiempo, ahora sólo estaba dedicada a los dioses masculinos. Alin quería un lugar que perteneciera exclusivamente a la Madre y cuando vio aquella gran cueva río abajo, con su gran cámara exterior y las cámaras internas más pequeñas, consideró que sería la más adecuada para sus propósitos.
Durante la luna anterior, Jes había estado trabajando en las paredes de la cueva, en unos relieves. Había dibujado los antiguos símbolos de fertilidad relacionados con los ritos de la Madre; los triángulos que significaban la vulva, el gran lazo que significaba el falo, los signos P que significaban la gestación.
No había estatuas de ciervos yaciendo en la cámara interna de esta nueva cueva y Alin le pidió a Jes que dibujara algo apropiado en las paredes que las sustituyera.
Jes eligió un sector liso y pulido de la pared de piedra caliza y allí dibujó la imagen de una mujer en los últimos meses de gestación. La mujer yacía de espaldas y miraba hacia arriba. Encima de ella dibujó un semental, con el falo ostentosamente expuesto.
El rostro de la mujer carecía de rasgos a excepción de dos líneas que marcaban los ojos, pero sus manos alzadas denotaban que se identificaba con la Diosa Madre. El gran semental crinado que estaba encima de su protuberante seno era, obviamente, el Dios Caballo, tótem de la tribu, para cuyo beneficio se iban a celebrar los ritos de fertilidad de los Fuegos de Primavera.
Las tribus del Clan, por su proximidad al mundo animal, entendían perfectamente la relación existente entre el apareamiento entre macho y hembra y la gestación. Durante siglos habían asistido al apareamiento de los animales al final del verano o a principios de otoño; durante siglos habían asistido hacia fines de la primavera y principios del verano al nacimiento de potrillos, cervatillos y terneros. Macho y hembra; falo y vulva; se necesitaba a ambos para perpetuar la vida. La vida de la tribu, la vida de las manadas, la vida del mundo de los hombres.
Los Fuegos de Primavera.
La ceremonia empezó al día siguiente de la aparición de la primera luna, cuando las mujeres solieras de ambas tribus se dirigieron a la recién santificada cueva para celebrar los ritos preparatorios. La nueva cueva no requería un largo viaje como sucedía con la cueva sagrada de la Tribu del Ciervo Rojo. A la cámara interna, donde Jes había dibujado a la Madre Tierra y al Dios Caballo, se accedía a través de un angosto corredor relativamente corto. Sin embargo, cuando las mujeres estuvieron allí y vieron por primera vez la pintura llena de fuerza de Jes, el impacto de reverencia y temor que les produjo fue casi tan grande como el que producía la visión de las estatuas de los ciervos en su hogar.
Las mujeres de la Tribu del Caballo, que se unían a la ceremonia por primera vez, imitaron a las jóvenes del Ciervo Rojo y bailaron la danza del tamboreo de los talones con creciente confianza y abandono. Luego las muchachas prepararon la cena en el lecho rocoso que había en el exterior de la cueva, bajando hacia el río, y extendieron sus rollos de dormir en la parte externa de la cueva.
A Alin la despertó el trino de un pájaro, un sonido estridente que la trasladó de las profundidades del sueño al mundo del nuevo día naciente. Estaba echada de espaldas y abrió los ojos para ver en el cielo gris brumoso de la mañana el movimiento de un halcón encima de su cabeza.
Alin permaneció completamente inmóvil y recordó lo que aquel día significaba. Recordaba perfectamente la última vez que se había despertado en una ocasión semejante y halló la quietud de la mañana interrumpida por unos hombres y unos perros que salieron de la espesura de los árboles.
Pero esta mañana no iba a suceder tal profanación. Esta mañana sólo apareció el halcón haciendo círculos y gritando sobre su cabeza en el cielo claro de la mañana. Alin permaneció inmóvil en el rollo de dormir, con un brazo doblado debajo de la cabeza, contemplando el halcón. Una buena profecía, pensó. Entonces oyó a Jes moverse a su lado.
El día siguiente empezando. El día que iba a celebrar los Sagrados Esponsales con Mar.
Tras desayunar, las muchachas fueron a lavarse al río. El agua estaba helada, pero el ritual del lavado formaba parte de la ceremonia y apretando los dientes se enfrentaron a ello con valor.
Después recogieron la madera para encender las siete hogueras que serían la fuerza vital del ritual. Prepararon las hogueras en la cámara externa de la cueva dispuestas en triángulo, como el símbolo femenino.
Los hombres llegaron poco después del mediodía, acompañados de las mujeres casadas del Caballo.
Lo primero que observó Mar cuando vio el grupo de muchachas que los esperaba ante la entrada de la cueva, fue que Alin no aparecía en ningún sitio. Luego buscó a Jes, para preguntarle dónde estaba Alin, pero tampoco la vio. Fue a preguntárselo a Elen, pero se contuvo. Será mejor esperar y ver, pensó.
No todos los hombres de la tribu estaban presentes, sólo aquellos que habían sido elegidos por las mujeres. Cuando celebraban el ritual en la Tribu del Ciervo Rojo, le había dicho Alin a Mar, participaban todos los hombres. Pero allí se hubieran quedado sin pareja muchos hombres al finalizar la ceremonia.
—Podría acarrear problemas —le dijo Alin a Mar con sinceridad—. Los tambores y las flautas de los Fuegos de Primavera ponen fuego en la sangre. Y dejar a todos esos hombres insatisfechos… —añadió moviendo la cabeza.
Por esta razón Mar había dicho a su tribu que en el ritual sólo podían participar los hombres que habían sido elegidos y aunque los que se quedaron lo hicieron muy decepcionados, pensó que aunque rezongaran, era la mejor alternativa. Además, a los hombres que no habían sido elegidos, nada les hacía feliz aquellos días.
No me preocupa perder algunos nirum, pensó Mar en silencio sentado ante la cueva con los demás hombres masticando lentamente el surtido de hortalizas que acompañaban su ración de carne de reno. No es posible encontrar bastantes mujeres para todos los hombres, y un gran número de hombres solteros no es bueno para la armonía de la tribu. Masticó un poco de lechuga y pensó: Si algunos nirum deciden marcharse, no los desanimaré.
Acabaron de comer y las muchachas desaparecieron en el interior de la cueva. Los hombres y las mujeres que se quedaron fuera pudieron ver que en el interior estaban encendiendo hogueras. Al poco rato, Mar oyó el sonido de la música procedente de una flauta de hueso de pájaro. Elen apareció a la entrada de la cueva y los invitó a entrar.
Los hombres y las mujeres ya casadas avanzaron lentamente, maravillados, hasta el interior. Allí, las muchachas del Ciervo Rojo y las tres muchachas solteras de la Tribu del Caballo habían empezado a danzar alrededor de las hogueras. Todas las muchachas llevaban faldas acampanadas que les llegaban justo encima de las rodillas. No llevaban nada más, a excepción de collares de concha que pendían alrededor de su cuello y los cabellos sueltos que flotaban sobre sus hombros y espalda. Mar se sentó en cuclillas, apoyó la espalda en la pared de la cueva y contempló las idas y venidas de las jóvenes entre las hogueras.
Elen comenzó a cantar y las otras lo hicieron después que ella.
No había rastro de Alin. Ni de Jes. Elen dirigía la danza, con el cabello tan brillante como las llamas de las hogueras y Sana e Iva hacían sonar las flautas.
Mar contempló apreciativamente cómo Elen serpenteaba entre las llamas en una complicada danza de pasos oscilantes y deslizantes. Miró con agrado los pechos de Elen; altos, de un blanco perlado y con un perfecto botón rosado a la luz del fuego.
Pobre Dale, pensó con un dolor repentino.
Las flautas incrementaron su sonido. El canto de las danzarinas se elevó junto con el de las flautas mientras se deslizaban aún más cerca de las llamas. Mar abandonó sus pensamientos y empezó a sentir la música en su sangre.
¿Dónde estaba Alin?
El humo de las hogueras inundaba la cueva y el ambiente era cálido. Mar parpadeó, tratando de aclarar su visión y cuando abrió los ojos, Jes estaba ante él.
—Ven conmigo —le dijo con un rostro y una voz carentes de expresión.
Mar se levantó obediente y la siguió por el corredor que llevaba hasta la cámara interna de la cueva. Sin embargo no entraron en la estancia siguiente, sino que se detuvieron en el pasillo. Mar vio entonces que allí estaban sus ropas de jefe, amontonadas en el suelo, sobre unas pieles de búfalo.
Miró a Jes con expresión interrogante.
—Debes ponértelas —dijo Jes.
—¿Encima de lo que llevo?
Jes movió la cabeza. La joven vestía una de aquellas faldas y tenía los pechos, los pies y las largas piernas desnudas. Mar pensó que era bonita.
—Eres el dios —respondió ella, sin expresión alguna.
Mar asintió. Había bailado desnudo en los rituales de la tribu desde su iniciación, así que aquello no le era extraño. Se desnudó rápidamente, se ató el manto de crines de caballo sobre sus anchas espaldas y el cinturón con la cola colgante alrededor de la cintura y luego se puso los ornamentos. Cuando hubo acabado cogió el gran tocado de crines de semental y se lo colocó sobre sus brillantes cabellos.
—Estoy listo —le dijo a Jes.
Las muchachas lanzaron un grito cuando le vieron aparecer en la abertura del corredor. Elen abandonó la danza y se dirigió a él, lo cogió de la mano y le invitó a bailar con ella.
Jes fue a sentarse junto a Sana e Iva y cogió un tambor.
Las muchachas volvieron a danzar, pero ahora en compañía de Mar y de los hombres y mujeres que habían permanecido sentados a los lados. La música de las flautas, un hipnotizador registro alto como el de un pájaro, envolvió a los danzantes al ritmo de los latidos de los tambores.
De repente, de pie en el corredor arqueado que llevaba a la cámara interna, apareció la figura de una muchacha. Vestía la misma falda acampanada que las otras jóvenes, pero su rostro y sus pechos desnudos llevaban unos signos pintados en ocre marrón rojizo. Los cabellos le llegaban hasta la cintura, pero alrededor de la frente llevaba una cinta de cuero con conchas blancas. Unos brazaletes le ceñían los brazos y los tobillos, con las mismas conchas blancas de la cinta de la cabeza.
Los que se encontraban en el interior de la cueva quedaron sin aliento, admirados. La música se detuvo y reinó el silencio.
La Madre Tierra se hallaba entre ellos.
La muchacha se adelantó hacia la luz de las hogueras. Mar permaneció inmóvil, mirando. Se dirigía hacia él.
Silenciosamente, los demás empezaron a retirarse hacia las paredes de la cueva, dejando vacío el triángulo del suelo entre las hogueras para Mar.
La joven llegó hasta él y los ojos de Alin le miraron desde el rostro de la diosa.
Las flautas comenzaron a sonar de nuevo, un sonido alto y agudo que Mar sintió vibrar en la sangre de sus venas. Luego empezó el tambor, que ahora tocaba alguien que no era Jes.
Alin comenzó a danzar y él la siguió.
Los demás los contemplaban apartados de las hogueras: aquellas dos figuras danzantes eran más que humanas. Allí, ante la mirada de la tribu, se había iniciado la danza que significaba el comienzo del mundo. Las muchachas del Ciervo Rojo ya la habían visto antes, y aún les maravillaba su fuerza, pero a los hombres y mujeres del Caballo aquello les dejó completamente asombrados.
Mar nunca había visto aquella danza ni había participado en ella y sin embargo lo hacía a la perfección. Llevaba las crines de semental del Dios Caballo, pero ese día era el Dios Cielo. Nadie al mirarlo lo hubiera dudado. El Dios Cielo, el creador del mundo. Y Alin era la Gran Diosa, la Tierra, la Madre de todo ser viviente.
De pronto Jes cogió la mano de Tane y lo llevó al espacio entre las hogueras con ella. Luego fueron Elen y Cort, Dara y Arn y todos los otros.
Los cuerpos se retorcían y saltaban juntos en una frenética ascensión de pasión sexual. De pronto Mar miró a su alrededor y no vio a Alin.
Se detuvo un momento, jadeando, buscándola entre las demás danzarinas. La sangre le latía y tenía el pene en erección.
¿Dónde estaba?
De pronto la música dejó de sonar y los cantos agudos que habían acompañado a la música también se detuvieron. Los danzantes dejaron de bailar, alertados, jadeantes, la piel desnuda bañada de sudor.
—Es el momento de apagar los fuegos —dijo una voz femenina que no era la de Alin.
Las muchachas corrieron a echar agua a las llamas. Los hombres se quedaron balanceándose, llenos de potencia, esperando.
Luego, obedeciendo a una señal que Mar no había visto, comenzaron a abandonar la cueva. En el exterior, Mar pudo ver a las jóvenes coger las túnicas de piel con que cubrir su desnudez. Luego las parejas, abrazadas, tomaron el camino del río de vuelta a las cuevas, y a la cama. Jes y Tane fueron los últimos en marcharse.
—Allí —le indicó Jes a Mar cuando pasaron por su lado en dirección a la puerta. Se los quedó mirando un momento, mientras salían por la abertura de la cueva a la luz del atardecer. Vio cómo se detenían al llegar al exterior y cómo sus cuerpos se unían en un abrazo. Vio cómo la mano de Tane acariciaba el pecho desnudo de Jes.
Mar se volvió y se dirigió al corredor que llevaba a la cámara interna.
Había una pequeña hoguera cerca de la abertura del corredor. La cámara estaba débilmente iluminada con algunas lámparas de piedra. Mar descubrió inmediatamente el lecho, un montón de pieles de búfalo en el centro exacto de la habitación.
Alin no estaba allí, sino que lo esperaba ante una de las paredes. Volvió la cabeza cuando él entró.
—Ven —le dijo—, y mira.
Mar empezó a caminar hacia el otro lado de la cámara.
Alin lo contempló acercarse inmóvil. Le pareció inmenso a la luz parpadeante del fuego y de las lámparas. La sombra que proyectaba cubría la mitad del ancho del suelo.
Es el Dios Cielo que viene hacia mí, pensó Alin, llevando la gran cresta negra de las crines del semental, el pene erecto, los ojos ardiendo con un deseo intenso e impersonal. El Dios Cielo. Éste no es Mar.
Estos pensamientos le produjeron una gran sensación de seguridad.
Él ya estaba a su lado y ella se volvió y señaló en silencio la pintura en la pared que había hecho Jes. Oyó su respiración al ver a la diosa encinta con el grande y poderoso semental inclinado hacia ella.
Alin asintió con satisfacción y luego lo miró otra vez. Bajo las grandes crines negras de caballo, observó el brillo de sus ojos. Empezó a decir algo, pero él la cogió completamente por sorpresa cuando, inclinándose ligeramente, la levantó en sus brazos. La alzó fácilmente, como si fuera una niña, y la llevó hasta el montón de pieles de búfalo que iba a ser su lecho.
Alin abrió los ojos y fue a decir su nombre, pero calló otra vez.
No era Mar.
Con ella en brazos, se arrodilló y la depositó encima de las blandas pieles. Los hombros que se cernieron sobre ella eran tan anchos que Alin no podía ver la cámara. Luego, enderezándose un poco, Mar alargó los brazos y se sacó el tocado crinado, descubriendo sus húmedos y rubios cabellos a la luz de las lámparas y el fuego.
Echó el tocado al suelo, a su lado, y sacudió la cabeza, como para despejarla.
Alin no quería que lo hiciera, no le quería con la cabeza clara, consciente de ser Mar. Lo deseaba así: ardiente, impersonal como un dios.
Alin le detuvo alargando los brazos y poniendo los dedos en su antebrazo desnudo. Bajo los cortos y rubios cabellos, la piel estaba tibia. Cerró la mano alrededor de aquel brazo tan duro como una piedra y lo acercó hacia sí.
Durante un breve instante él permaneció apoyado contra ella, levantó una mano para sacarse el manto que llevaba anudado alrededor de los hombros. Luego volvió con ella a las pieles de búfalo. Puso una mano en uno de los pechos marcados con ocre y la otra en la curva de la cadera. Inclinó la cabeza y su boca fue hasta la de ella, violentamente.
Alin alargó los brazos y apretó sus espaldas con las manos, sintiendo los grandes músculos bajo sus dedos. Mar estaba temblando.
Su beso fue intenso, violento.
Al fin apartó su boca de la de ella y la miró. Sus ojos eran una estrecha ranura azul y negra y respiraba como si hubiera estado corriendo durante horas.
Alin tensó la espalda respondiendo a aquella mirada, arqueándose ligeramente hacia él.
La mano de Mar se dirigió al instante al extremo de la falda y la subió.
Alin sintió su contacto y la respuesta de todo su cuerpo. Sa, pensó triunfal, ésta es la manera.
Cuando Mar se puso entre sus rodillas, ella ya estaba lista. La acercó más, la alzó y penetró en ella.
Lo sintió detenerse, vacilante cuando alcanzó la barrera de su virginidad. Alin clavó las uñas en la carne de sus espaldas, urgiéndole. Mar se echó hacia atrás y penetró con fuerza.
Sintió la quemazón del dolor, pero era un dolor que deseaba, que no temía.
Mar penetró en ella una y otra vez. Alin apretaba con fuerza las manos en sus musculosos hombros, arrebatada en la irresistible y poderosa vibración del acto de la creación.
Sa, pensó en medio del dolor. Así es como se hace, así es como la vida penetra en las entrañas: la vida de las manadas, la vida del mundo de los hombres.