CAPÍTULO XXIV

Sólo había un muchacho que ser iniciado el segundo día de la Ceremonia del Gran Caballo. Deberían haber sido más, pero la mayoría de los muchachos no iniciados se encontraban con las mujeres y los otros niños el día fatídico en que bebieron el agua envenenada. Por esta razón Pol, con su barba rala y sus largas piernas, cuya voz apenas tenía el registro más profundo de la voz de un hombre, tuvo que hacer solo el largo camino por el angosto corredor de la cueva sagrada, hasta el lugar donde se llevaba a cabo la ceremonia final de la iniciación: el Pozo Sagrado.

Pol ya había superado todas las pruebas que Huth le había puesto para probar sus méritos y poder convertirse en un hombre del Caballo. Había matado un reno y lo había desollado y descuartizado sin ayuda ninguna. Había demostrado su habilidad con la lanza, la jabalina y el arco, disparando a blancos que Huth le había preparado. Había pasado tres días sin alimento alguno. Y ahora estaba listo para la prueba final, cuando, en las profundidades del Pozo Sagrado, se vería obligado a enfrentarse a las realidades de su mundo. El pasadizo que llevaba hasta el fondo del Pozo Sagrado lo descendería un muchacho y, cuando volviera, ya sería un hombre.

Todos los hombres de la tribu se habían reunido en la cámara principal de la cueva sagrada aquel segundo día de la Ceremonia del Gran Caballo, y habían tomado asiento bajo los ojos salvajes y los llameantes hocicos de los toros y los caballos pintados en las paredes. Huth, vestido con su hábito de chamán con un manto de larga hierba y la máscara de cabeza de caballo, llevando en la mano el cetro sagrado de la vida, presidía la ceremonia de la iniciación. Aquel día el jefe sólo era uno de los hombres iniciados; ese día pertenecía al chamán.

Mar vio desaparecer la lamparilla de Pol en el largo y oscuro pasadizo y recordó el día de su iniciación. ¡Qué satisfecho estaba! Su padre era el jefe; Eva su prometida, todo iba perfectamente en su mundo.

La iniciación de un hombre era un recuerdo que le acompañaba durante toda su vida. Mar recordaba vívidamente aquel largo y silencioso paseo tras Huth por el estrecho corredor repleto de relieves; recordó el desvío de la familiar galería de las pinturas hacia la misteriosa oscuridad de la esquina en donde se encontraba el Pozo Sagrado, el lugar que los hombres visitaban solamente dos veces en toda su vida, una cuando eran iniciados y la otra cuando eran nombrados nirum.

Mar volvería a hacer aquel camino después de Pol.

Los hombres esperaban en la gran cámara de las pinturas, silenciosos y solemnes. Llevaban alrededor de la garganta los abalorios con la cabeza de caballo tallada de los varones iniciados y únicamente una jabalina sin lanzadera, aunque vestían como lo hacían habitualmente. Mar contempló el gran toro negro en la pared frente a él y pensó en lo que iba a suceder.

Finalmente, Huth volvió con Pol. Acompañó al muchacho al centro de la cámara y le puso alrededor del cuello una tira de cuentas de madera.

—La Tribu del Caballo da la bienvenida a Pol —anunció Huth—. Ahora es un hombre.

Los hombres golpearon el suelo con el palo de las lanzas hasta que el polvoriento suelo latió como la piel de un tambor.

—Ahora —dijo Huth—, los nuevos nirum.

Aquel día se iban a convertir en nirum cuatro hombres: Mar, Tane, Bror y Melior. Cada uno tenía que hacer el viaje al Pozo Sagrado solo, acompañado únicamente por Huth. Mar, como era propio del jefe, fue el primero.

Los temores atenazaron la garganta de Mar cuando siguió a la gran cabeza de caballo de Huth fuera de la cámara principal y en el descenso del angosto pasillo cuyas paredes estaban llenas de relieves. Sintió unas punzadas en la nuca. Cuando abandonó el corredor, lanzó una rápida mirada hacia arriba, hacia el lugar donde Tane le había dicho que había pintado el reno vadeando el río.

Al verlo, Mar caminó más despacio.

Tane, pensó.

Huth se volvió, como si hubiera captado la vacilación de Mar, y vio lo que estaba mirando.

La gran cabeza de caballo se volvió en dirección al friso del reno nadador. Ambos se detuvieron, como un homenaje, sin emitir una palabra. Luego Huth emprendió nuevamente el camino y Mar siguió tras él.

En el fondo de la cámara había una abertura estrecha y profunda en la roca. El agujero se adentraba treinta pies en la tierra. En la pared de encima de la abertura estaban grabados los signos santos de la vida y de la muerte. Por esta razón era el Pozo Sagrado, el lugar que un hombre visitaba sólo dos veces en toda su vida, pero no olvidaba jamás.

Huth permanecía en silencio, con la lámpara en alto, mientras Mar ponía el pie en la escalerilla de cuerda que lo llevaría a las profundidades. Sosteniendo su lámpara en una mano, Mar bajó lentamente hasta que sus pies tocaron el suelo, rugoso y accidentado, y miró el corazón del misterio de la iniciación.

Cerca del suelo del pozo, en una roca protuberante plana, había un dibujo. Había estado allí durante más generaciones de ceremonias de iniciación de las que nadie podía recordar. A diferencia de las demás pinturas y relieves en la cueva sagrada, éste representaba una escena con diferentes tipos de imágenes.

En primer lugar, estaba la pintura de un búfalo, pintado en negro sobre un trozo de roca teñida de amarillo. Una gran lanza de afilada punta estaba clavada en los cuartos traseros del búfalo y el animal presentaba un gran desgarro en el vientre a través del cual sobresalían las vísceras. El rabo del búfalo trallaba el aire con furia. Tenía la cabeza vuelta hacia atrás, como si mirara su herida y sus terribles cuernos apuntaban al hombre que yacía en el suelo ante él.

La pintura había sido realizada con un realismo extraordinario y transmitía una poderosa sensación de la fuerza elemental del animal.

Frente a la del búfalo, estaba la pintura de un hombre, la única figura humana que decoraba las paredes de la cueva sagrada. El hombre había sido cuidadosamente dibujado con la intención de evitar cualquier rasgo de su identidad; sus brazos y sus piernas eran líneas rectas y tenía la cabeza de pájaro. El hombre yacía en decúbito supino en el suelo, ante el búfalo.

Bajo los pies del hombre había un palo, con un pájaro posado en un extremo.

A la izquierda del hombre y del búfalo, la pintura de un rinoceronte de dos cuernos, dibujado con una gruesa línea negra. Era la única pintura de un rinoceronte en la cueva sagrada. El rinoceronte estaba representado alejándose del hombre y del búfalo herido.

Mar contempló con la boca seca el gran misterio revelado en la pared del Pozo Sagrado.

Muerte.

Muerte a los animales para que el hombre pudiera vivir.

Muerte al hombre para que su espíritu pudiera volar como el pájaro del bastón del chamán, para habitar en el Mundo del Más Allá donde iban todos los hombres cuando el espíritu abandonaba sus cuerpos.

La vida era un bien. Pero para lograr el mayor bien, toda vida debía acabar con la muerte.

Comprender esto era comprender lo que significaba ser cazador. Lo que significaba ser un varón iniciado de la Tribu del Caballo.

Los hombres no volvieron a las cavernas del despeñadero por la noche, sino que durmieron cerca de la cueva para no tener que regresar allí otra vez por la mañana.

Mar y Tane extendieron sus rollos de dormir uno junto al otro y se echaron de espaldas, contemplando las estrellas. La luna llena estaba en la zona matutina del cielo y comenzaba su ascenso hacia la cima del firmamento, desde donde declinaría hacia el oeste.

—Tu pintura del reno es preciosa —dijo Mar.

—Sa —respondió Tane con expresión grave—. Yo también estoy satisfecho.

Se hizo un agradable silencio.

—Mañana —dijo Tane al fin—, dirigirás a los hombres durante la Danza Sagrada.

—Sa. —La voz de Mar expresaba una solemne satisfacción, como nunca la había oído Tane.

—Nos ha ido muy bien, hermano —añadió Tane suavemente.

—Veremos lo que pasa en los Fuegos de Primavera —dijo Mar lanzando un resoplido por la nariz. Se volvió ligeramente y vio el perfil de Tane a la luz de la luna—. Una vez que las muchachas hayan elegido y se hayan celebrado los esponsales, me sentiré a salvo.

—¿Crees todavía que vendrán los del Ciervo Rojo?

Se hizo un largo silencio.

—Sa. Lo creo. Creo que vendrán a buscar a Alin —respondió Mar.

Tane miraba hacia arriba, con los ojos clavados en las estrellas.

—Hace dos días, Jes le mostró a mi padre una pintura que había hecho en una roca, allá en el río. —Fijó en Mar su mirada tranquila—. Y mi padre ha dicho que Jes debe ir a pintar con los pintores en la cueva sagrada.

Mar se quedó sin respiración.

—¿Huth ha dicho que una muchacha puede pintar las pinturas sagradas?

—Sa —respondió Tane mirándole directamente a los ojos—. Mi padre dijo que la facultad que posee Jes es un regalo de los dioses. Dijo que debe utilizarse para el bien de la tribu. Hizo resonar su tambor y cayó en trance, y en el trance vio a una joven de largos cabellos bebiendo en un arroyo. Junto a ella había un caballo castaño, manso como un perro. Ella levantó el agua con las manos y la vertió en la cabeza del caballo y él inclinó su cabeza ante ella.

Se hizo otro largo silencio.

—Huth dice que el sueño significa que Jes debe pintar en la cueva sagrada —dijo Mar. Y no era una pregunta.

—Sa.

—Entonces Jes se quedará contigo, Tane, tanto si su tribu viene como si no.

—Sa —respondió Tane asintiendo solemnemente—, creo que se quedará —añadió con los ojos brillantes a la luz de la luna—. ¿Y Alin? —preguntó.

Mar se echó de espaldas y se puso las manos debajo de la cabeza.

—En cuanto celebre mis bodas con Alin, creo que se quedará —dijo—. Pero no si llegan antes.

Tane contempló el perfil limpio y fuerte de su amigo. No había arrogancia en la voz de Mar. Había hablado simplemente como un hombre que describe unos hechos.

—Estamos a mitad de camino de la Luna del Gran Caballo —dijo Tane—. Pronto llegará la Luna del Salmón. Y los Fuegos de Primavera a comienzos de la Luna del Salmón.

—Sa —repuso Mar—. Lo sé.

Al día siguiente se celebraba la Danza Sagrada.

Los hombres se despertaron, como de costumbre, al amanecer. En primer lugar se celebraba la ceremonia de la nueva hoguera, que se encendía en el lecho de piedra que la tribu había construido cerca de la abertura de la cueva sagrada. Mar encendió el fuego, apilado alrededor del único leño que quedaba de la hoguera del año anterior y que se guardaba en la cueva sagrada para la ocasión. En cuanto la hoguera estuvo encendida, los hombres entonaron la «Acción de Gracias por el Fuego», oración al Dios Cielo que siempre se cantaba en esta ceremonia. Luego Mar encendió todas las lámparas de piedra con el fuego de la nueva hoguera y los hombres se dispusieron a descender una vez más a las profundidades de la cueva sagrada. No se tomaba alimento alguno la mañana de la Danza Sagrada; lo harían cuando hubiera terminado.

Una vez en el interior de la cueva, los hombres se vistieron con las ropas de la ceremonia: cuentas de cabeza de caballo en el cuello; mantos de pelo de caballo sobre los hombros y cinturones de los que pendía una cola sujetos a la cintura.

Mar se desnudó y se vistió como el resto de los hombres. Sin embargo, cuando hubo acabado, sólo él se puso el gran tocado de caballo en la cabeza, hasta que sus brillantes cabellos estuvieron cubiertos por las erectas crines negras de un semental.

Huth, que llevaba la cara de dios y no la cara de hombre, se dirigió a su lugar privilegiado sosteniendo el tambor con las manos. Sentado en el suelo, ante él, se hallaba Arn, su aprendiz, con otro tambor. Cuando todos se hubieron reunido, Huth levantó el bastón de la vida y dio la señal.

Bajo la luz parpadeante de la cueva sagrada y vigilados por su chamán, por las pinturas de los animales en las paredes y por sus dioses, los hombres del Caballo danzaron al ritmo de los tambores de piel de búfalo una complicada danza de pasos trenzados y brincos que mimetizaba el movimiento de los caballos corriendo libres por las llanuras.

El poder vital del caballo inundaba el corazón de los danzantes; la corriente de la renovación de la vida de la primavera fluía por su sangre.

—¡Nayeeh, nayeeh! —gritaban.

Los tambores retumbaban. Los hombres caballo, completamente desnudos a excepción de sus ornamentos ceremoniales, trotaban, saltaban y gritaban. Y en medio de ellos, la cabeza de semental de Mar se elevaba y descendía, olfateando el viento, protegiendo a la manada. Sentían en su interior la poderosa fuerza de su tótem. El Dios Caballo estaba orgulloso de ellos. El Dios Cielo les derramaba su favor. Eran los hombre del Caballo. Sobrevivirían.

A última hora del día, los hombres asaron un reno en la nueva hoguera y comieron hambrientos la escasa carne de invierno. Sacaron cuidadosamente del fuego un tronco y lo guardaron en la cueva sagrada, para utilizarlo en la nueva hoguera del año siguiente.

Luego los hombres del Caballo volvieron a las cuevas del despeñadero que eran su hogar, agotados pero satisfechos por aquellos tres días de fiestas que constituían el punto álgido religioso de su año.

Dos días después de la conclusión de la Ceremonia del Gran Caballo, Alin fue en busca de Mar para hablar con él acerca de Fali y Mora. Lo encontró río arriba, ayudando a los hombres a confeccionar las redes de pesca en la parte más ancha de la ribera. Cuando estuvo a su lado permaneció en silencio contemplando cómo acababa de hacer un nudo en la red que había trenzado con las ramas finísimas que formaban la parte más larga de la red. Una vez hecho el nudo, Mar se levantó y se alejó un poco para poder hablar con ella en privado.

Alin le dijo que no quería que se forzara a Fali a elegir marido y él la sorprendió diciendo que ya había tomado aquella decisión.

—Pobre pececito —dijo Mar con simpatía—. ¿Todavía llora recordando a su madre?

—No tanto como antes —respondió Alin con sinceridad—. Ahora es mucho más feliz, Mar. Pero no creo que esté madura todavía para casarse. Tiene un espíritu infantil. Sólo asistió a los Fuegos de Invierno para bailar. Mi madre tampoco quería que Fali se casara. Y lo mismo Dara. Pero Dara ha madurado este invierno. Y Fali no.

Mar apoyó la espalda en el peñasco que había tras él y sonrió a Alin complacido.

—Quieres decir que Dara ha encontrado a Arn —dijo.

Alin no respondió al comentario ni a la sonrisa.

—Tampoco quiero que Mora tenga que elegir marido —añadió.

—¿Y por qué no? —preguntó Mar mientras desaparecía inmediatamente de su rostro la sonrisa cordial.

—Añora todavía al muchacho con el que estaba prometida. —Alin procuró dar a su voz un tono persuasivo—. Sería cruel, Mar, obligarla a tomar a otro hombre ahora.

Alin siguió ante él, esperando su respuesta. Era tan poderoso, pensó. No sólo fuerte, sino poderoso. La fuerza residía en su interior, no en el exterior.

Era la primera vez que se acercaba a él después de haber conseguido la jefatura.

—¿Mora es virgen? —preguntó Mar al fin.

A Alin le sorprendió la pregunta. Vaciló, buscando la mejor respuesta, y se decidió por la verdad.

—Na —contestó—. Ella y Nial yacieron durante los Fuegos de Primavera del año pasado. Hubieran tenido que casarse, pero hubo un problema de si el parentesco era demasiado próximo. Mi madre al final decidió que no lo era, pero antes de que pudiera casarse, Mora fue raptada.

Mar se apartó del peñasco con un movimiento que lo acercó más a Alin.

—Si ha yacido con un hombre antes, no habrá dificultad en que elija a otro —dijo razonablemente.

Alin se enderezó tanto como pudo. Aun así, él era mucho más alto. Me he equivocado de respuesta, pensó.

—Sa —asintió con firmeza—. Las habría.

Mar frunció sus espesas cejas.

—No te comprendo —dijo—. Pareces aceptar con tanta naturalidad el hecho de tomar un hombre diferente cada vez que tengas que acostarte con uno. ¿Por qué motivo Mora tendría que negarse a ello?

Alin empezó a perder la paciencia. No permitiré que me haga enfadar, pensó. Lo hace deliberadamente.

—Mi situación es completamente diferente a la de Mora —le contestó con frialdad.

—Es evidente —replicó él con un sarcasmo inhabitual en él.

No fueron sus palabras ni el tono, sino la expresión casi despectiva de su rostro lo que hizo estallar a Alin. De pronto, estaba furiosa.

—Oye, hombre del Caballo —dijo, entrecerrando los ojos que centellearon cuando lo miraron entre sus largas y oscuras pestañas—. Si estás dispuesto a honrar la infancia en la persona de Fali, entonces debes honrar al amor en la de Mora. Si crees que Mora no va a tener la ocasión de ver nunca más a Nial, no estoy de acuerdo. Porque ella lo volverá a ver, cuando los hombres de mi tribu vengan a rescatarnos y yo no quiero que se reúna con él con un bebé de otra tribu en su seno.

El rostro de Mar no mostraba expresión alguna y no replicó.

Alin arqueó sus delicadas cejas.

—Mora no es Nel, que abandona a su hombre cuando las cosas le han ido mal —espetó. Luego, procurando dar una razón porque sabía que con él las cosas nunca iban bien por las malas, añadió—: Ninguna de las otras muchachas del Ciervo Rojo tiene un compromiso como el de Mora. Las demás elegirán a un hombre. —Lanzó un profundo suspiro—. Mar, deja en paz a Mora.

Mar siguió sin replicar.

Ali, con dificultad, dominó las ganas que tenía de patalear.

—¿Y bien?

—Esperaba que dijeras que la Madre se enfadaría si no atendía tu petición —contestó—. ¿Has olvidado esta parte del discurso?

—Eres un blasfemo —dijo Alin entre dientes.

—En absoluto —replicó él con exagerada sorpresa—. Ha sido una parte de tus anteriores peticiones y esperaba que lo dijeras ahora también.

Se miraron en silencio durante un buen rato. Era obvio que los dos estaban enfadados.

—No puedo permitir dejar fuera a Mora. Y es extraño que me lo pidas. Los hombres de mi tribu han sido muy pacientes durante muchas lunas. No puedo escamotearles dos mujeres y la necesidad de Fali es mayor que la de Mora.

Alin se lo quedó mirando fijamente y él le devolvió la mirada, con frialdad.

—No será un destino tan terrible para ella —añadió—. Hasta es posible que el nuevo le guste más que el hombre anterior.

Alin sintió el impulso de abofetear el rostro arrogante de Mar, pero sabía lo poco eficaz que sería el intento. Permanecieron allí, mirándose, disgustados por lo poco razonable que consideraban al otro, cuando se oyó un grito de alarma procedente de la parte baja del río. Sin una palabra, Mar apartó a Alin y empezó a correr. Alin fue tras él, con los hombres que estaban trabajando en las redes.

Cuando Alin llegó al recodo del río, vio cómo Mar alcanzaba a Bror, que estaba de pie en la grava, con el cuerpo de un hombre en los hombros. Por el color de sus cabellos, Alin supo que se trataba de Dale.

Mar estaba cogiendo el cuerpo del muchacho cuando Alin llegó corriendo.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Mar a Bror, mientras sujetaba en brazos el cuerpo del joven como si se tratara de un bebé.

—Le atacó un leopardo —respondió Bror.

Las ropas de Dale estaban empapadas de sangre. Alin pensó que las entrañas del pobre muchacho le colgarían fuera. Pero cuando Bror apartó las ropas de Dale para mostrarle las heridas a Mar, en el pecho y en la espalda de Dale había las marcas de unas profundas garras, pero ninguna señal de que le hubieran tocado los órganos vitales.

—¿Has cortado las heridas abiertas? —preguntó Mar a Bror, mirando la frente cubierta de sangre de Dale.

—Sa. Tan pronto como he podido.

—Dale. —La voz de Mar era muy suave. Al oírla Alin sintió un nudo de emoción en la garganta—. ¿Qué ha pasado?

Las pestañas de Dale se alzaron y sus ojos azules, que el dolor oscurecía, se clavaron en Mar.

—Estaba en un árbol —respondió Dale con voz débil—. No lo vi. Bror lo alcanzó con su lanza.

—Ya estás en casa —dijo Mar, con aquella voz que rompía el corazón—. Huth cuidará de ti, Dale. Huth y Arn. Te voy a llevar a su cueva. ¿De acuerdo?

—Sa —musitó—. De acuerdo.

Mar sostenía en brazos a Dale como si de un niño se tratara. Alin apartó la vista de Dale y la dirigió a Mar y vio unas líneas torvas en las comisuras de la boca del jefe. Sin una palabra más, Mar giró en redondo y se encaminó hacia el sendero que llevaba hasta el primer nivel de cuevas en el despeñadero. La cabeza de Dale cayó sobre su hombro, los cabellos rayo de luna entremezclados con los de Mar.

Los hombres que habían llegado después que Alin comenzaron a hablar entre ellos. Alin se dirigió a Bror. Parecía cansado, pensó. Y enfermo.

—Los arañazos son terribles —dijo ella—, pero sólo han desgarrado la piel.

—Ya es suficiente —respondió Bror débilmente—. Los abrí con un corte para que la sangre manara, pero…

Bror también estaba cubierto de sangre, la sangre de Dale, y cuando se puso una mano llena de sangre en la frente, quedó una mancha roja en la piel morena del joven.

—¡Dhu, Alin! Sólo un arañazo de un leopardo puede matar a un hombre. ¡Y Dale tiene tantos!

Se hizo un breve silencio. Ambos sabían que el veneno que se ocultaba bajo las garras del leopardo podía ser tan mortal como lo eran las propias garras.

—Pero lo has recogido en seguida —dijo Alin—. Le has abierto las heridas. El veneno no debe de haber tenido tiempo de entrar en Dale.

—Esperemos que así sea —replicó Bror.

Huth hizo lo que pudo por Dale. Empapó los profundos arañazos con hierbas medicinales y recitó todas las oraciones adecuadas para el caso. Bror volvió al lugar donde yacía el leopardo muerto, le arrancó el corazón y lo quemó para resarcir al Dios Leopardo por la muerte de una de sus criaturas.

Dale estaba despierto cuando Elen fue a verle y hasta logró hacer una broma acerca de estar completamente recuperado para los Fuegos de Primavera. Pero por la mañana tenía fiebre.

En la cueva de los iniciados reinó durante todo el día un ambiente de inactividad. Cuando se enteraron de que Huth estaba haciendo el viaje al Otro Mundo en busca de ayuda para Dale, la inactividad se hizo más acusada. Si Huth había tenido que hacer aquello era porque las cosas estaban muy mal.

—Zel se recuperó —dijo Cort una vez más. Había repetido aquellas palabras durante todo el día, como si de un talismán se tratara.

—Sa —contestaron los demás muchachos, como lo habían estado haciendo durante todo el día—. Es cierto.

Pero lo que ninguno de ellos decía era que Zel no había sido atacado por un leopardo.

Bror, aunque se suponía que debía estar con los nirum, permaneció durante todo el día con sus antiguos compañeros en la cueva de los iniciados. Jamás olvidaría el momento en el que el leopardo se lanzó del árbol sobre Dale. La escena aparecía una y otra vez en su recuerdo. Una y otra vez veía la escurridiza imagen del gato saliendo de las sombras, sus garras marfileñas dando el arañazo mortal en la espalda de Dale.

—Fue una suerte que tuviera la lanza en la mano derecha —comentó—. Acababa de cogerla para meterme la mano izquierda en la camisa, así que sólo tuve que levantarla y lanzarla. Unos segundos más y el leopardo hubiera destrozado a Dale.

—Una suerte, es cierto —asintieron los demás—. Si Bror no hubiera sido tan rápido, Dale habría muerto con toda seguridad.

Pero el leopardo, al parecer, ya había hecho bastante. Después de dos días de fiebres y a pesar de las exhortaciones de Huth a los espíritus amistosos para que le ayudaran, Dale murió.

La Tribu del Caballo estaba habituada a la muerte. Hasta a la muerte de los jóvenes. Pero aun así, la muerte de Dale fue un golpe muy amargo. Había sido un muchacho tan alegre, tan lleno de buen humor. Lo iban a echar de menos.

Arn, su hermano, lo lloró. Elen, la muchacha a la que él había amado, lo lloró. Sus compañeros de la cueva de los iniciados lo lloraron. Pero quien más lo lloró fue Cort.

El día que enterraron a Dale el cielo estaba encapotado y gris. Los hombres habían cavado una tumba en las profundidades de una cueva próxima, donde antes habían enterrado a otros miembros de la tribu. Hicieron un hoyo profundo con unos palos afilados de madera y unos garfios de asta que servían para abrir la tierra que luego retiraban con ayuda de unas palas de forma ovalada. La concavidad de la pala era de asta de alce, que Rom había abierto para sacar su materia esponjosa interna y darle la forma de cuchara. El palo de la pala era de madera.

Huth y Arn vistieron a Dale para el entierro. Juntos engalanaron el cuerpo del muchacho con sus ropas más finas y le pusieron todos sus adornos, así como los ornamentos que le regalaron sus afligidos amigos. Llevaron a la tumba a Dale con collares y brazaletes de conchas troceadas de dientes de reno, vértebras de peces y cuentas de marfil. Llevaba una cinta en la cabeza decorada con pequeños discos de hueso y alrededor de la cintura un cinturón incrustado con conchas doradas. Los hombres de la tribu depositaron su cuerpo en el fondo de la tumba y a su lado colocaron su lanza y su jabalina así como varias puntas de lanza de finísimo pedernal, obra de Rom. Dale viajaría al Otro Mundo con el equipo más lujoso que su tribu podía aportar. Alrededor de su cuerpo dispusieron las ofrendas funerarias de carne y vejigas de reno llenas de agua para que Dale no padeciera de hambre y de sed durante el viaje.

Una vez hecho todo esto, Huth cogió unas paladas de ocre y, ante la mirada apenada de la tribu, llenó la tumba y cubrió el cuerpo de Dale con la arcilla marrón rojizo. Para la Tribu del Caballo el ocre era el símbolo de la sangre y su propósito en la tumba era impartir vida al cadáver y a las ofrendas, para que pudiera mantener su calidad de vida en el Otro Mundo al que se dirigía el espíritu de Dale.

Luego los amigos de Dale se adelantaron y dispusieron una capa de piedras alrededor y sobre la tumba, para proteger el cuerpo de los animales merodeadores. Una vez hecho esto, acabaron de rellenar la tumba con tierra.

El ambiente animado que habían generado el éxito de la Ceremonia del Gran Caballo y la proximidad de los Fuegos de Invierno, fue quebrantado por la muerte de Dale. La pena inundaba las cuevas y los abrigos de la Tribu del Caballo, así como la cueva donde habitaban las muchachas del Ciervo Rojo. Todas habían llegado a querer a Dale.

A última hora del día del entierro de Dale, Elen se levantó.

—Voy a dar un paseo por el río —dijo suavemente.

—¿Deseas compañía? —preguntó Alin.

Elen meneó la cabeza.

—Llévate un perro —dijo Alin e hizo un gesto a las otras para que dejaran tranquila a Elen.

Mar y Tane vieron los llamativos cabellos rojos de Elen en cuanto salió del sendero del despeñadero y comenzó a caminar lentamente por la playa con un perro pegado a sus talones.

—¿No debería ir alguien con ella? —preguntó Tane.

—Déjala —respondió Mar negando con la cabeza—. Está a salvo con Roc y creo que necesita estar sola.

Tane asintió y lanzó un suspiro.

—No habíamos perdido a un hombre por culpa de un leopardo desde el año en que nos iniciamos.

—Sa. Quizá nos hayamos confiado demasiado. Cuando los árboles están llenos de hojas, cuesta verlos, pero en esta época del año… Dale no hubiera debido ser tan incauto.

—Me parece que tenía la cabeza en otro sitio —dijo Tane, con los ojos clavados en la muchacha que se alejaba de ellos por la ribera.

—Sa —contestó Mar con expresión triste—. Es cierto.

Elen caminaba lentamente, con los ojos fijos en la gravilla que había a sus pies. La neblina de la mañana no se había levantado y todo le parecía tan sombrío y triste como sus sentimientos.

Dale, pensó con dolor. Le costaba creer que nunca volvería a ver aquella sonrisa maliciosa, sus cabellos rubio platino… Dale, pensó, te echaré de menos.

Vio a un muchacho sentado en una gran roca en cuanto dobló el recodo del río. Le daba la espalda, tenía la cabeza inclinada y le temblaban los hombros. Era Cort.

Elen se detuvo y el perro que la seguía también lo hizo.

¿Sería o no un consuelo que se acercara a Cort?

Antes de que Elen encontrara una respuesta, Cort levantó la cabeza, se volvió y la vio. Ella no creía haber hecho ningún ruido, pero los hombres del Caballo tenían el agudísimo oído de los cazadores.

En cuanto la vio, ella no tuvo más remedio que acercarse.

Cort tenía el rostro alterado y húmedo de lágrimas que no intentó ocultar. No se levantó y Elen se detuvo a su lado.

—¡Oh, Cort! —exclamó con doliente simpatía—. Lo siento.

—Le echaré de menos —dijo el muchacho, repitiendo lo que ella había pensado hacía un momento. Tenía las pestañas húmedas, sus cálidos ojos castaños ribeteados de rojo por la pena y la falta de sueño—. ¡Dhu, Elen —añadió precipitadamente—, renunciaría a ti si con ello pudiera hacer que volviera!

Elen era lo bastante sagaz para no sentirse ofendida.

—Lo sé —dijo con tristeza—. Yo también le echo de menos.

Entonces empezaron a temblar los labios de Cort y Elen dio otro paso y extendió los brazos.

Cort se apoyó en ella, puso sus brazos alrededor de la cintura de Elen y la acercó más. Apoyó su rostro húmedo en el pecho de ella, como si allí pudiera aliviar la angustia de su pérdida. Su cuerpo joven y esbelto temblaba de aflicción.

Elen lo abrazó tiernamente y apoyó la mejilla en sus suaves cabellos. Una emoción fuerte, protectora, casi maternal le inundó el corazón. Pobre muchacho, pensó, abrazándolo más. Recordó el rostro de Dale: sus cabellos color luz de luna, sus ojos azules cristalinos, su maliciosa sonrisa.

Dale había sido un muchacho encantador. Pero ella había decidido elegir a Cort.

Al igual que Ali, Elen estaba convencida de que Lana vendría a rescatarlas. Y Dale no la hubiera seguido hasta la Tribu del Ciervo Rojo. Su alma estaba demasiado ligada a su propia gente para poder hacerlo.

Cort la seguiría. Por esta razón lo eligió antes de la muerte de Dale y volvió a elegirlo en ese momento que lo tenía tan cerca, entre sus brazos.

Cuando llegara el momento de elegir marido, ella diría el nombre de Cort. Y cuando llegara el momento de volver a casa, se llevaría a su marido con ella.