El semental olfateó el viento. Se habían llevado sus yeguas el día anterior. Algunos humanos lo empujaron con unas lanzas hasta un rincón del corral mientras otros se llevaban sus yeguas y potrillos por la abertura que habían hecho en la valla.
Las yeguas no querían apartarse de él. Las había llamado frenéticamente y ellas intentaron ir hacia él galopando alrededor de la valla hacia donde lo retenían, pero los humanos se las habían llevado y él se había quedado solo.
El olor de los humanos era extraño, excepto el de uno de ellos. El hombre de la hierba. Y éste era el olor que buscaba el semental olfateando el viento cuando la luz empezó a aparecer por el este.
El corral no era grande y el semental lo recorría incansablemente balanceando la cabeza, levantándola, abriendo y cerrando las ventanas de la nariz, buscando aquel olor.
No buscaba un amigo. Era un semental y no tenía amigos. Únicamente sus yeguas y sus potros añales, sus hijos del año anterior, a quienes iba a abandonar cruelmente en cuanto las yeguas parieran nuevos potrillos.
El semental detuvo repentinamente su trote y se encabritó, cortando el aire con sus grandes patas delanteras.
No buscaba un amigo, buscaba pelea. Se habían llevado sus yeguas. Jamás había cedido sus yeguas a otro semental, no sin una lucha a muerte.
Pero aquí había demasiados hombres para luchar y sintió una cólera ardiente, de frustración, en todo su cuerpo. Quería luchar. Quería matar. Quería ser libre y quería sus yeguas.
Quería al hombre.
El hombre que lo había encerrado allí era su enemigo.
Empezó otra vez a trotar en el interior de su prisión, con la cabeza en alto, las crines flotando, los ollares llameantes buscando…
El olor. Llegaba del este el inconfundible olor del hombre. El semental giró en redondo y se situó de cara al sol naciente. Se levantó, piafó con furia mientras hundía los cascos en la tierra. Bajó las orejas y apretó los dientes. Estaba preparado.
Mar no durmió en toda la noche. Era costumbre que el jefe pasara en vigilia, bajo el cielo raso, la noche anterior al Sacrificio del Caballo. Al amanecer, cuando el sol vuelve otra vez de su viaje nocturno al reino de la muerte, iba a empezar el primer día de la Ceremonia del Gran Caballo.
Aquel primer día era el del Sacrificio del Caballo y el día de la unción del jefe.
El segundo día era el de la iniciación de los muchachos y del nombramiento de los nuevos nirum.
El tercero era el día de la Danza Sagrada, en la que participaban todos los hombres iniciados de la tribu. La danza, que se celebraba en la cueva sagrada, era una acción de gracias al Dios Cielo por los animales y plantas que había dado a su pueblo. Y también era una oración para que continuara su sustento durante el año próximo.
La noche anterior, mientras Mar se preparaba para la vigilia, Altan había abandonado las cavernas del despeñadero que habían sido su hogar desde que nació: un desterrado, un exiliado, un jefe depuesto por otro.
Con él se había marchado Sauk, el asesino frustrado de un hermano de tribu, expulsado de la tribu como castigo por haber roto uno de sus tabúes más sagrados.
No se llevaron a sus esposas, que prefirieron quedarse en la Tribu del Caballo.
Fue la esposa de Altan, Nel, quien negoció las condiciones de su permanencia.
—Si nos quedamos, ¿nos será permitido elegir marido? —había preguntado al nuevo jefe—. Si se nos permite elegir, nos quedaremos. Pero si nos entregáis a un hombre como un regalo, como se da un perro, entonces volveremos con nuestro pueblo, como es nuestro derecho.
Mar meditó sobre la conversación con Nel durante la larga noche de vigilia. «Entregarnos a un hombre como se da un perro.» Aquéllas no eran palabras de Nel, pensó Mar. Conocía la procedencia de aquellas palabras. Alin tenía a las mujeres del Caballo bajo su influencia como tenía a las muchachas del Ciervo Rojo.
Si se doblegaba a las pretensiones de Nel y de las dos esposas de Sauk, entonces se encontraría con que cualquier muchacha que alcanzara la pubertad querría elegir marido por sí misma.
¿Y era tan malo aquello?
Sostuvo una imaginaria conversación con Alin sobre el tema, mientras sus ojos seguían los progresos de la luna brillante y redonda a través del cielo nocturno. Sabía que ella se lo habría preguntado.
Es malo, respondió, porque pone en manos de las muchachas un poder que nunca han detentado antes en la tribu. Son los padres quienes conciertan las bodas en la Tribu del Caballo. Los padres después de consultarlo con el jefe. Y lo mismo sucede con los muchachos. Toman la esposa que su padre les ha elegido. Y así ha sido siempre.
No por mucho tiempo, hubiera sido la respuesta de Alin. Y ya no volverá a ser así. No desde que perdisteis a vuestras mujeres y vuestro mundo se vino abajo.
Tiene razón, pensó Mar. No podía arriesgarse a que la tribu perdiera una sola mujer y sobre todo ninguna con un niño de pecho en los brazos. No podía retener a Nel y a las otras en contra de su voluntad. Nel tenía razón cuando dijo que estaban en su derecho si querían volver con sus familias. Altan y Sauk habían muerto para la tribu. Sus esposas tenían los mismos derechos que las viudas.
Mar no podía arriesgarse a perder tres mujeres y por esta razón le había dicho a Nel que ella y las otras tendrían libertad para elegir marido.
Huth fue a buscar al nuevo jefe justo cuando empezaba a amanecer y por primera vez el chamán vistió a Mar como antes había vestido a Tardith, el padre de Mar. Primero le puso alrededor del cuello una gargantilla de abalorios de madera, bellamente decorados con la cabeza de un caballo; luego el chamán le ciñó en los brazos unos finos brazaletes de marfil, magníficamente grabados con las grandes cabezas de sementales. Después colocó sobre la dorada cabeza de Mar el espléndido tocado de negras crines del jefe, con la orgullosa cresta del semental bien erecta y la espesa pelambre de las crines cubriéndole las anchas y fuertes espaldas. Huth puso en la mano de Mar la lanza sagrada, que se utilizaba una vez al año en aquella ceremonia particular. En el asta tenía grabada la imagen de un musculoso semental caído con una lanza clavada en el pecho.
Mar llevaría el emblema real también al día siguiente, en la ceremonia de iniciación de los jóvenes, y de nuevo cuando celebraran la Danza Sagrada con el resto de los hombres, el último día de las fiestas. Entonces el tocado de la cabeza y los demás ornamentos serían todo lo que iba a llevar. La danza se hacía con los pies y el cuerpo totalmente desnudos. Pero ahora, para resguardarse del frío, llevaba la camisa de cuero y los pantalones, las pieles y los suaves mocasines de cuero.
Los hombres de la tribu esperaban a Huth y a Mar en la ribera. Los primeros rayos de color rosado habían empezado a teñir el cielo del este cuando la hilera de hombres inició su camino río abajo, hacia el corral donde les aguardaba el Sacrificio del Caballo.
El semental los vio salir de los árboles. Humanos. Muchos. Y al frente de ellos… Flamearon sus ollares. Sacudió la cabeza. Aquél era el olor, aunque el hombre parecía diferente.
La mayoría de los humanos se detuvieron a cierta distancia del corral. El hombre siguió solo.
El semental resopló y volvió a olfatear el olor. Se levantó sobre sus patas traseras y lanzó su desafío. Era el desafío más antiguo, el desafío de un semental a otro semental antes de emprender la lucha por algo que importaba más que sus vidas.
Las hembras.
Ese hombre se había llevado sus yeguas. Ese hombre debía morir.
Mar se adelantó con firmeza. El semental estaba furioso, coceaba el aire con sus patas y pateaba la tierra con sus cascos. El odio hacía resaltar sus poderosos músculos bajo el manto bayo oscuro lleno de cicatrices.
Mar sintió una punzada de pesar. Durante dos largos inviernos había sido el amigo del semental, ayudándole a alimentar a su grupito de yeguas y potrillos, ayudándolos a salir adelante durante la larga y dura estación de los pastos cubiertos de hielo. Y ahora tenía que suceder esto.
Pero no tenía elección. La tribu debía ofrecer un sacrificio al Dios Cielo. Y lo esperaba. El sacrificio debía ser digno, el de un semental fuerte y sano que representara la fuerza y la salud de la tribu. Se pedía una vida, una vida para el bien de la tribu.
Mar sabía, fuera de toda duda, que si era necesario dar la vida, él la daría. Aquello era lo que significaba ser el jefe. Por eso era él quien debía matar al caballo del sacrificio.
El semental había dejado de corcovear y estaba en el centro del corral, mirándole con sus ojos ribeteados de blanco. Mar se dirigió al espacio entre las dos grandes ramas que cerraron el corral tras la manada de caballos y pasó por debajo. Se enderezó, sujetando con la mano derecha la espada sagrada, y se enfrentó al semental.
Durante un buen rato no hubo movimiento alguno en el corral. Apenas soplaba el suave airecillo de la mañana y Mar oyó en el bosque los trinos y reclamos de los pájaros. El semental lo miraba fijamente y Mar vio un odio asesino en los ojos del animal.
El semental agachó las orejas, apretó los dientes, levantó la cola y fue hacia él.
El semental bayo iba a luchar contra el hombre crinado como hubiera peleado contra otro caballo macho. Se detuvo ante Mar, apoyó en sus patas traseras todo su peso y asestó una coz directamente a la odiosa cabeza de negras crines del hombre. Si lo hubiera alcanzado, lo habría matado.
No lo alcanzó. Cuando el semental se aproximó, cuando aquellos cascos asesinos estaban a pocos centímetros de su cabeza, Mar atacó con su espada sagrada. Una sola vez.
La sangre brotó de la herida fatal. El semental se echó hacia atrás tambaleando, vaciló cuando sus patas traseras no le respondieron y luego se desplomó de lado en el suelo.
Se quedó inmóvil, con la sangre manando a borbotones sobre la tierra. Mar se arrodilló a su lado y apoyó la mano que había asestado el golpe mortal en el poderoso y musculoso cuello del caballo. Los párpados del semental se abrieron y miró a Mar con sus ojos castaños.
—Buen viaje —le dijo Mar suavemente.
El semental emitió un suspiro profundo y estremecedor cuando su espíritu abandonó su cuerpo para galopar libre por siempre en los pastos de sus dioses.
Huth entregó a Mar una copa de hueso y Mar la llenó con la sangre del Sacrificio. Luego, elevando la copa con ambas manos, miró hacia el sol naciente y cantó con voz sonora:
—Alabado sea el Dios Cielo por la sangre del semental que da fuerza a nuestros hombres y fertilidad a las entrañas de nuestras mujeres.
Mar pasó la copa a Huth, quien la elevó de la misma manera y cantó la misma plegaria. A continuación Huth introdujo un dedo en la copa y, con la sangre, dibujó los signos sagrados de unción en la cara y en el pecho de Mar, para que el espíritu del semental pasara al jefe de la tribu.
Luego los hombres despedazaron al semental, dejando intactos todos sus huesos. Los colocaron en el suelo en la misma posición que habían estado en el interior de su cuerpo, para que donde antes yaciera el semental estuviera ahora su esqueleto.
Mar cogió el hígado y lo cortó en cuatro pedazos iguales: para él, para Huth, para Arn y para Rom, el cazador más anciano de la tribu. Se comieron el hígado crudo, pero el resto de la carne de caballo la cocieron. Era la única vez en todo el año que los hombres del Caballo comían carne de su tótem. Era un banquete sagrado, una parte importante de la ceremonia, que se hacía al aire libre cerca de los huesos del sacrificio ritualmente dispuestos.
Se acercaba la hora del ocaso cuando los hombres del Caballo volvieron a casa. La primera persona que vio Mar al llegar a la playa fue Alin, caminando por la orilla de cascajos sin el bastón, con una expresión de absoluta concentración en su preciosa cara.
Ya está, pensó él con orgullosa satisfacción. Ya soy el jefe.
Se detuvo y miró a Alin. Era el jefe. Y allí estaba su mujer.
Alin levantó la cabeza, como si hubiera sentido el roce de su mirada, y se detuvo frente a él. Mar vio su expresión ligeramente sorprendida y comprendió que era por los signos de sangre que todavía llevaba en la cara y en el pecho desnudo.
Los signos de jefe.
Los signos del Dios Caballo, con los que celebraría los Sagrados Esponsales con ella dentro de media luna.
Permanecieron mirándose en silencio durante un buen rato y luego Alin dio media vuelta. Mar no dijo nada, no había nada que decir.
Pensó en ella, sin embargo, mientras se dirigía por el sendero del despeñadero hacia su abrigo. Jamás había deseado nunca a una mujer como deseaba a Alin. Sentía hacia ella el mismo deseo de posesión que había sentido por obtener el liderazgo.
Desde el instante de la muerte de su padre, Mar supo que el liderazgo tenía que ser suyo. Lo sentía en sus huesos y en su sangre. La Tribu del Caballo era suya.
Y Alin también era suya. En sus huesos y en su sangre.
Ya se había desembarazado de Altan, lo había expulsado con rudeza, como un semental hubiera expulsado de la manada a otro macho que quisiera desafiarle el derecho a ser el único macho de sus hembras.
Mar se detuvo en la terraza fuera de su abrigo, se volvió y contempló la escena que tenía ante sí. Levantó la cabeza, con el movimiento que a Alin siempre le recordaba el gesto de un semental, y le invadió una ardiente y orgullosa satisfacción.
Su pueblo. Su tribu. A la que dirigir, a la que cuidar, hasta la muerte si fuera necesario.
Lugh le había estado esperando en el interior del abrigo y sintió la cabeza del perro bajo su mano, el cálido cuerpo del perro restregándose en sus piernas.
Abajo en la playa, un hombre y una mujer con los hombros juntos contemplaban la puesta del sol. El hombre tenía los cabellos negros y la mujer de color castaño claro.
Tane y Jes.
Aquélla era una unión segura, pensó Mar satisfecho. Entonces recordó a las otras muchachas y meditó sobre quiénes serían los elegidos más probables.
Dara elegiría a Arn. Sería un problema con los nirum, pero si Arn era el elegido de Dara, tendrían que aceptarlo. Sana escogería a Melior. No plantearía ningún problema. Melior ya era bastante mayor, lo iban a nombrar nirum al mismo tiempo que a él. ¿Elen? Probablemente elegiría a Dale, lo cual dejaría a Cort y a unos cuantos nirum profundamente desconsolados.
Dhu, pensó Mar. ¡En lugar de haberse acabado los problemas, la elección de las muchachas los va a incrementar! Frunció el ceño y pasó revista rápidamente al resto de las jóvenes, evaluando a qué hombre iban a elegir con mayor probabilidad. Se detuvo al llegar a Fali.
La pequeña Fali. Dara se había hecho una mujer durante los últimos meses, pero Fali no.
No permitiría que Fali eligiera todavía si ella no se sentía preparada para hacerlo, decidió Mar. La tribu necesitaba mujeres, pero no estaban tan desesperados como para no poder esperar otro año para dejarla madurar.
Quizá Cort o Dale, si Elen no lo elegía, harían buena pareja con Fali. Eran buenos muchachos. Muchachos afectuosos. Cualquiera de ellos sería una buena elección. Dentro de un año.
Entonces recordó a la única joven en la que no había pensado. Podía ver claramente su rostro, sus ojos grandes y expresivos, la delicada forma de su mandíbula y sus mejillas, la firme y exquisita línea de su boca.
La elección de Alin había quedado establecida aquel día, cuando él mató al semental y Huth lo ungió con la sangre del sacrificio. Alin debía elegir al jefe. Y el jefe de la Tribu del Caballo ahora era Mar.
Altan se colocó la mochila en una posición más cómoda, sujetó la lanza con mayor firmeza y siguió caminando fatigosamente por el sendero del río, con el corazón lleno de amargura.
Un truco. Mar había ganado el liderazgo con un truco.
A su lado caminaba Sauk, con los hombros encorvados y el corazón lleno de tanta amargura como Altan.
Ninguno podía comprender lo que había sucedido.
—Ni siquiera Tod intercedió por mí —dijo Altan en voz alta—. Ni Tod, ni Heno, ni Eoto. ¡Después de todo lo que he hecho por ellos!
Sauk emitió un gruñido.
Por culpa de Sauk sus compañeros le habían abandonado, pensó Altan. Ninguno de ellos quería que lo asociaran con la transgresión de Sauk de uno de los tabúes más poderosos de la tribu.
Pero Sauk era el único que había intentado ayudarle. Si Sauk hubiera tenido éxito, si Mar no se hubiera agachado para recoger las cestas justo en aquel momento, entonces Altan todavía sería el jefe.
A Altan le resultaba increíble haberse convertido en un exiliado, un exiliado muerto para la tribu, para sus amigos y para su esposa.
El deseo de venganza ardía en su corazón.
—Si pudiera revolverme contra él —dijo Altan a Sauk—. Si pudiera arruinarle como él me ha arruinado a mí…
—He estado meditando —lo interrumpió Sauk.
Altan lo miró.
—¿Y si encontramos el lugar donde habita la Tribu del Ciervo Rojo? —preguntó Sauk lentamente—. ¿Y si le decimos a esa Reina que las muchachas nos han dicho exactamente dónde encontrarlo? —El nirum apartó sus negros ojos del suelo, miró a Altan y luego volvió a dirigirlos al suelo—. Vendría a buscarlas —añadió—. Si se parece a Alin, lo haría.
A Mar aquello no le gustaría nada, pensó Altan.
—Sea cual fuere el resultado —estaba diciendo Sauk—, será una mala jugada para la Tribu del Caballo. Y para Mar.
—Sa —contestó Altan—. Lo sería.
Por primera vez desde que Mar recorrió la ribera llevando sobre sus hombros el cuerpo de Sauk, Altan sonrió.
—Vinieron del sur —dijo—. De las montañas.
—Sa —respondió Sauk—. Daremos con ellos.
—La Tribu del Ciervo Rojo —dijo Altan sonriendo más aún.