La Luna de las Sombras marchaba hacia el este del cielo haciendo su inevitable recorrido al lugar donde iba a desaparecer bajo la tierra, para resurgir de nuevo algunos días después como la Luna del Gran Caballo. Alin anotó los progresos de la luna en su calendario de hueso de reno y cada marca le indicaba un día menos que tendría que esperar en aquellas cavernas del despeñadero que ahora ya le eran familiares, encima del tortuoso río de las Varas.
Alin planeaba escapar el primer día de la Ceremonia del Gran Caballo.
Había meditado mucho sobre la posibilidad de llevarse con ella a las otras muchachas. Hacía unas lunas, no hubiera dudado en decírselo a Jes. Pero ahora no estaba segura.
Jes la acompañaría si se lo pedía. Alin no dudaba de su fidelidad. Lo que sucedía era que creía que quizá tal petición comprometería a Jes más de lo que una verdadera amistad podía exigir.
Aquellos días Jes gozaba de una intensa y serena felicidad debida, eso lo sabía Alin, en parte a las clases de pintura y en parte a Tane. Y Alin temía que si le recordaba a Jes sus prioridades, su amiga dejaría de ser feliz.
Se sentó junto al fuego en la cueva de las muchachas, con el calendario de hueso de reno, escuchando la suave respiración de las jóvenes dormidas a su alrededor y pensando en Jes y Tane.
Desde la iniciación de Jes, ésta jamás había demostrado predilección por ningún hombre. En la época de los Fuegos, cuando sonaban los tambores y la sangre ardía, yacía con un hombre como lo hacían las demás muchachas. Pero en ello había consistido toda su relación. Nunca había mostrado interés alguno en conocer hombres de otras tribus en las Asambleas locales. Parecía contentarse con la caza y con su amistad con Alin.
Y entonces Jes conoció a Tane.
La mirada de Alin se posó en el rostro dormido de su amiga, apenas iluminado por la hoguera. Era un rostro de expresión suave, juvenil.
Alin suspiró. No podía pedirle a Jes que la acompañara. La tenía que dejar allí, donde su talento era reconocido y valorado. Donde era feliz, donde era amada.
El problema al que se enfrentaba Alin, allí sentada junto al fuego, pensando en la perspectiva de escapar, era que la mayoría de las jóvenes del Ciervo Rojo parecían encontrarse en la Tribu del Caballo casi tan a gusto como Jes.
Había algunas excepciones, desde luego. Fali añoraba su hogar. Pero Fali era demasiado joven para acompañarla en la tarea que Alin planeaba acometer. Sería más un estorbo que una ayuda.
¿Y Mora? Mora no era feliz. Mora no se había adaptado a la nueva situación, no había olvidado a Nial, el joven del Ciervo Rojo con el que estaba prometida.
El problema de llevarse a Mora era que a Alin no le gustaba demasiado la joven. Mora era una plañidera. Alin tampoco se había adaptado a la situación, pero no se había quejado y lamentado durante todo el largo invierno, como lo había hecho Mora.
De pronto, en medio del silencio, la voz de Mar sonó en el oído de Alin: «Pienso en ti a todas horas.»
Su rostro apareció flotando en el aire entre ella y la hoguera. Casi podía sentir su presencia en la cueva.
Quizá no fuera cierto después de todo, pensó Alin con verdadero dolor. Posiblemente ella no era tan infeliz como Mora.
Pienso en ti a todas horas.
Pero no era el momento de pensar en él. Sólo podía producirle amargura y pesar porque su destino era ser la Reina de la tribu. Y él estaba destinado a ser el jefe de la suya.
Y lo sería. Le gustó el plan de Mar, le gustó saber que iba a encontrar su sitio en el mundo.
Alin pasó el dedo por las muescas de su calendario de hueso de reno y luego, con repentina decisión, se arrodilló y lo guardó en su sitio, a los pies de sus pieles de dormir.
Huiría sola. Y no sería como la última vez que quiso escapar de Mar. Esta vez iría armada. Esta vez se llevaría a uno de los perros. Roc iría con ella. Alin había estado haciendo amistad con Roc durante todo el invierno mientras Mar la hacía con la manada de caballos.
Con el peso de esta decisión en su mente, Alin se metió en sus pieles y se durmió.
La última Luna de las Sombras desapareció por el este y, tras dos días sin luna, el primer gajo de la Luna del Gran Caballo se elevó por el oeste. Aquella noche, Mar se dirigió a la cueva de los nirum para desafiar a Altan.
Era un acontecimiento trascendental para la tribu y Altan hizo honor a él. La única emoción que pudo leerse en el rostro del jefe fue una especie de sorprendida dignidad. Los otros nirum presentes en la cueva fueron algo más expresivos. Rom parecía desconsolado. Los jóvenes nirum, expectantes: fuera cual fuera el resultado, iban a compartir la excitación que producía el desafío. Los compañeros de Altan mostraron una expresión triunfante: al fin, decían sus rostros, Mar se ha pasado de listo.
Sauk miró fijamente a Mar y no dijo nada.
Tras el silencio que siguió a las palabras de Mar, Altan se levantó.
—Ven —dijo a su joven retador—. Vamos a ver al chamán.
—Tenéis tiempo desde ahora hasta el primer cuarto de luna para capturar al semental para el Sacrificio —les explicó Huth a Mar y a Altan cuando aparecieron ante él para anunciar formalmente el desafío—. Si ninguno de vosotros ha traído un semental para entonces, la tribu no podrá esperar más. Debemos tener un semental para la ceremonia.
—¿Y si ninguno de nosotros trae un semental, seguiré siendo el jefe? —preguntó Altan.
—Así es —respondió Huth.
La gran cabeza de búfalo de Altan se inclinó hacia Mar.
—Y si yo sigo siendo el jefe, entonces Mar deberá exiliarse. Es la ley. ¿Tengo razón, chamán? —preguntó sin dejar de mirar a Mar.
—Sa —replicó Huth con voz helada—. Es la ley.
Los ojos azules de Mar sostuvieron la dura mirada de Altan.
—Y si yo capturo el semental y Altan no lo hace, entonces es Altan quien deberá exiliarse. ¿No es cierto? —preguntó Mar a su padre adoptivo.
—Sa —contestó Huth—. Así es.
—Bien. —Altan mostró su desigual dentadura en una mueca que no era una sonrisa—. El desafío está hecho y la ley formulada. Dentro de un cuarto de luna sabremos quién es el verdadero jefe de la Tribu del Caballo.
Cuando formuló el reto, Mar ya casi había acabado la valla del corral. Los caballos no se negaban a entrar por la pequeña abertura que les había dejado y aquel día, el tercero después del desafío, Mar se quedó allí, bajo la brillante luz del sol, para contemplar cómo la pequeña manada salía del corral después de haberse alimentado. El sol resplandecía luminoso en los hirsutos mantos de color castaño y bayo y Mar sonrió cuando los caballos desaparecieron entre los árboles.
Los últimos días Mar había tenido cuidado de asegurarse de que nadie lo seguía cuando se alejaba del despeñadero. Los ojos curiosos de la tribu se centraban en él y no quería que nadie descubriera accidentalmente a sus caballos. ¡Después de tantos esfuerzos, perderlo todo por la repentina aparición de un extraño! Mar sintió un escalofrío al pensarlo.
Había tenido cuidado y nadie lo siguió. Pero lo que él no sabía era que alguien ya había descubierto el corral y podía ir allí después, cuando quisiera.
Todo acabará mañana, pensó Mar cuando se hubo desvanecido el ruido de los caballos. Traeré conmigo a Huth y a Arn y cuando los caballos estén dentro del corral, cerraré la verja.
Se sintió inundado de alegría. El semental será mío, pensó exultante. Y el liderazgo también.
Mar estaba de cara al corral y las cestas en las que ponía la hierba, tiradas a sus pies. No oyó acercarse al hombre por detrás. Sauk se había ganado a pulso su fama de buen cazador y podía moverse en absoluto silencio cuando quería. En la mano de Sauk había una gran piedra, y la mirada oscura y concentrada del nirum estaba fija en la nuca de Mar.
Sauk levantó el brazo y se acercó con paso sigiloso. Mar miraba hacia el extremo del corral, hacia el lugar por donde habían desaparecido los caballos. La piedra empezó a descender silenciosamente y Mar se agachó para recoger las cestas.
El golpe fue a parar al hombro izquierdo de Mar en lugar de su cabeza. Sauk lanzó una maldición y agarró el brazo de Mar para sujetarlo mientras levantaba de nuevo su arma. Mar intentó esquivarla y el golpe fue a parar de nuevo en el hombro.
Sauk era un hombre fuerte y la piedra era grande. Mar sintió un gran dolor en el hombro y en todo el brazo. Sauk levantó de nuevo la piedra, pero ahora el nirum estaba en desventaja porque era mucho más bajo que Mar y el odio le desfiguraba el rostro. Sus crueles dedos sujetaban todavía a Mar y esta vez lanzó la piedra directamente al rostro del joven.
A Mar le inundó la furia e instintivamente cerró el puño y lo dirigió a la mandíbula de Sauk. La piedra cayó con fuerza aplastante en un punto vulnerable entre la nuca y el hombro izquierdo de Mar, quien, soltando una maldición, se abalanzó sobre Sauk.
Sauk era un hombre fuerte y robusto, pero en una pelea estaba en desventaja frente a Mar, mucho más grande que él. La embestida de Mar le hizo perder el equilibrio y cayó al suelo, y entonces Mar se lanzó sobre él.
Los dos hombres rodaron por el barro, primero uno encima y luego el otro. Al final, sin embargo, la constitución bovina de Sauk se sometió a la lluvia de golpes del furibundo Mar. Y cuando Sauk quiso agarrar de nuevo la piedra, Mar se echó sobre él y le hundió la mano en el barro. Luego, con la rodilla sobre el pecho de Sauk, Mar cogió la piedra y la sostuvo sobre la frente de Sauk.
—¿Por qué no tengo que hacer lo mismo que querías hacerme a mí? —preguntó con voz jadeante, mirando fijamente el rostro sudoroso de Sauk. Le palpitaban visiblemente las sienes y bajo las rodillas de Mar el pecho del nirum se movía agitadamente.
—Adelante —dijo Sauk mostrando los dientes—. Y luego intenta explicar mi muerte a la tribu.
—¿Y cómo ibas tú a explicar la mía? —replicó Mar.
Sauk logró emitir una risa.
—Has elegido una piedra —señaló Mar, jadeando todavía fuertemente—. No una lanza. Querías que mi muerte pareciera un accidente.
Sauk mostró la dentadura pero no replicó.
—Hoy no me has seguido —siguió diciendo Mar—. De eso estoy seguro.
Sauk se retorció y Mar presionó con más fuerza las rodillas en el pecho jadeante del nirum.
—Lo que significa —continuó—, que debes de haberme seguido antes, cuando no tomaba tantas precauciones. Así que ya habías visto el corral y los caballos.
El ligero brillo en los ojos de Sauk le dio la respuesta.
—¿Se suponía que la piedra iba a parecer la coz de un caballo, Sauk? —preguntó Mar—. ¿Verdad?
Sauk soltó una maldición e intentó incorporarse. Era muy fuerte y el repentino movimiento hizo que lograra desembarazarse de Mar. Los dos se enzarzaron de nuevo pero al poco Mar volvía a tener a Sauk a su merced.
—No te mataré —dijo jadeando. Tenía la cara magullada y llena de sudor—. No quiero empezar mi jefatura con una muerte. Pero te expulsaré de la tribu con Altan, Sauk. Mañana capturaré el semental y luego os expulsaré a los dos.
—Debería haber utilizado la lanza para no fallar —exclamó Sauk rojo de rabia.
—Sa —asintió Mar mostrando la blanca dentadura en medio del rostro sucio—. Deberías haberlo hecho.
Luego levantó el puño y golpeó la mandíbula de Sauk hasta que el nirum quedó inconsciente.
Mar cogió la cuerda que había utilizado para sujetar las cestas y con ella ató las manos y los pies de Sauk. Luego se puso al nirum sobre los hombros y comenzó un largo y fatigoso retorno a casa.
Hubo un gran alboroto en la tribu cuando un Mar visiblemente magullado y lleno de golpes llegó con Sauk al hombro. Pero Mar se negó a hablar y llevó al nirum directamente ante Huth. Heno corrió a comunicarle la noticia a Altan y el jefe también desapareció en el interior de la cueva del chamán.
Huth, con expresión airada, apareció ante los hombres en la cueva de los nirum y les explicó que Sauk había atacado a Mar.
—Como descubrió que Mar había encontrado el modo de vencer en el desafío, intentó matarle —dijo Huth.
—Esto es lo que dice Mar —replicó Heno—. ¿Y Sauk?
—Sauk lo niega, desde luego —repuso Huth.
—¿Es que Mar ha encontrado el modo de capturar un semental? —preguntó Iver sorprendido.
—Eso dice. Arn y yo vamos a ir con él mañana para ver cómo lo hace.
—¿Y Altan? —preguntó Rom.
—Altan también debería venir —dijo Huth—. Está en su derecho comprobar cómo Mar captura el semental.
Huth no añadió que quería mantener a Altan bien vigilado, pero la mayoría de los nirum así lo entendieron.
—Sa —fue la unánime respuesta en toda la cueva.
—Yo no creo que Mar pueda hacerlo —dijo con lealtad uno de los compañeros de Altan.
—¿Y Sauk? —preguntó Rom.
—En este momento Sauk no se encuentra muy bien —respondió Huth sombríamente—. Se quedará en mi cueva hasta mañana por la tarde. Luego… ya veremos.
Un círculo de cabezas asintió con aprobación.
—¿Cuándo saldrá Mar para capturar el semental, Huth? —preguntó Iver con impaciencia.
—Mañana —repuso Huth moviendo la cabeza. Y se marchó.
Altan se encontraba en un estado de intenso nerviosismo. Sauk era un virtual prisionero en la cueva del chamán y Huth había dicho que Mar iba a ir a capturar un semental.
No puedo creerlo, pensó Altan, mientras esperaba en su cueva a que llegara el día siguiente para que el chamán fuera a buscarle. Es imposible. Ningún hombre solo puede capturar un semental.
Seguía sumergido en estos pensamientos cuando, a primeras horas de la tarde, se puso sus pieles para acompañar a Mar, Huth y Arn. Es imposible, es imposible. Las palabras galopaban en su interior. Es imposible.
El galope vaciló cuando Mar se detuvo a recoger las cestas llenas de hierba seca.
—¿Para qué son? —preguntó el jefe con suspicacia. Pero Mar se limitó a sonreír tranquilamente.
—Espera —contestó.
Una vez que recogió las cestas, caminaron muy despacio.
—Debemos tener cuidado con el viento —le advirtió Mar a Huth—. Si la manada nos huele, no vendrá. Conocen mi olor, pero el olor de extraños la espantaría.
Siguiendo a Mar, dieron un rodeo hasta que estuvieron a contraviento del claro que Altan sabía que existía al este del bosquecillo en cuyo interior se había ocultado. Continuaron andando despacio y con precaución hasta que llegaron al borde del claro. Fue entonces cuando Altan vio el corral.
Se quedó sin respiración.
—Ma-ar —llegó un murmullo de admiración procedente de Altan.
—Voy a poner la hierba dentro del corral —dijo Mar al chamán—. Los caballos vendrán a comer. Pero es esencial que no sospechen vuestra presencia. Vigila a Altan, Huth. Ocúpate de que se quede quieto y fuera de su campo de visión.
—La prueba se llevará a cabo legalmente, Mar —aseguró el chamán—. Oye, Altan —dijo con voz dura y fría como el hielo—. Si la prueba se lleva a cabo legalmente y Mar fracasa, yo se lo transmitiré a la tribu. Pero si tú intentas de algún modo dificultar la captura, entonces proclamaré jefe a Mar y tú serás expulsado para siempre de la Tribu del Caballo. ¿Me has entendido?
—Sa —contestó Altan de mal humor, desviando la mirada de la dura expresión de Huth. El jefe siempre había temido al chamán y ambos lo sabían.
—Ve, Mar —dijo Huth—. Estará quieto.
Mar asintió, cogió las cestas y salió del escondrijo de los árboles.
Altan se quedó entre Huth y Arn mirando cómo Mar disponía la hierba en montones separados dentro del corral.
Ningún semental llevaría a sus yeguas dentro de un recinto tan pequeño, se dijo Altan para sus adentros. Mar estaba loco si lo creía.
Mar no volvió a reunirse con ellos, sino que se quedó junto a la cerca del corral.
—¿Por qué no vuelve? —preguntó inquieto Altan.
—Shhh —replicó Arn.
Pasó el tiempo. De repente, en el otro extremo del claro, Altan vio asomarse un caballo a través de los árboles. Se oyó el ruido de los cascos y el crujido de las ramas. Luego, una pequeña manada de nueve caballos apareció en el claro.
Ante el espanto de Altan, los caballos fueron directamente a la abertura del corral, entraron y empezaron a comer la hierba. No se disputaron los montones de hierba. Por el contrario, cada animal se dirigió confiado a un montón particular, agachó la cabeza y empezó a masticar.
El último que entró en el corral fue el semental.
Una furia loca encendió a Altan. Abrió la boca para gritar y ahuyentar los caballos, pero antes de que pudiera emitir un sonido, una mano dura le sujetó con rudeza la muñeca. El dolor le despejó la cabeza y, sorprendido, miró a Huth.
No. Los labios del chamán formaron la palabra, aunque sin emitir un sonido. La expresión de los ojos de Huth era despiadada.
Altan cerró la boca.
En el claro, Mar había dado la vuelta hasta el fondo del corral y, mientras los caballos pacían tranquilamente, recogió una rama y cerró con ella la abertura. Se inclinó rápidamente y cogió otra.
El semental levantó la cabeza. Giró en redondo y bufó alarmado, pero Mar ya había colocado la tercera rama en su lugar. El semental relinchó y galopó hacia la valla. Mar dio un paso atrás y se mantuvo firme. El animal se alzó sobre sus patas traseras, coceando al hombre que se hallaba a salvo al otro lado de la robusta cerca. Las yeguas, alarmadas por la alarma de su jefe, levantaron la cabeza y la balancearon hacia Mar.
Arn rió en voz baja.
—Bueno —dijo a nadie en particular—, al parecer Mar ha capturado un semental.
Fue Arn quien llevó la noticia a la tribu porque Huth consideró mejor quedarse en el corral con Mar y el atónito Altan. Después de contarlo a los nirum, Arn se dirigió a la cueva de las mujeres para relatar otra vez la historia.
Las muchachas del Ciervo Rojo quedaron encantadas, así como muchas mujeres del Caballo. Luego la voz de Nel se alzó en medio de excitadas exclamaciones y preguntas.
—Pero Altan aún no ha intentado siquiera capturar un semental. ¿Qué va a hacer ahora?
—Tiene tres días hasta el cuarto de luna. Si quiere seguir siendo el jefe, será mejor que haga algo —dijo Arn amablemente, tras un silencio.
Nel le dirigió una mirada inexpresiva.
—Tengo que ir a mi cueva —murmuró tras pasarse al bebé de un hombro al otro.
Cuando Nel salió se hizo de nuevo un silencio.
—Si Altan es expulsado —preguntó Dara cuando el ruido de los pasos de Nel se hubo desvanecido—, ¿qué le sucederá a Nel? ¿Tendrá que marcharse con él?
—No lo sé —replicó Arn—. No creo que Mar deje marchar a una de nuestras mujeres.
—Pero ¿y si ella quiere irse con él? —preguntó Dara.
Las mujeres miraron a Alin. Se había ganado una posición en el transcurso del invierno y las mujeres del Caballo se dirigían a ella como lo hacían las muchachas del Ciervo Rojo, sin dificultad alguna.
—Si ella desea ir con él, entonces debería hacerlo —repuso Alin con serenidad—. Y si desea quedarse, entonces debería quedarse.
—Sa —asintieron las mujeres—. Debería elegir si quiere quedarse o no.
Arn no dijo nada.
—¿Dónde está el corral de Mar? —preguntó Alin mirándolo—. ¿Dónde están los caballos que ha capturado?
—El corral está río abajo —respondió Arn. Luego miró a Dara—. Todos los hombres de la tribu han ido a verlos. No sé por qué las mujeres no podéis hacerlo también si es lo que deseáis.
En media hora, las muchachas del Ciervo Rojo y la mayoría de las mujeres del Caballo se dirigían hacia el sur del río siguiendo a Arn hasta el corral en el que se encontraba el semental que convertiría a Mar en su jefe.
Altan había permanecido en silencio, malhumorado, contemplando cómo trotaba el bayo, la cabeza y la cola en alto, junto a las ramas que convertían la cerca en su prisión. Huth permaneció vigilante a su lado, aunque a decir verdad Altan era incapaz de actuar. Estaba aturdido. No podía creer lo que había sucedido.
—Ha utilizado la magia —murmuró finalmente—. No está permitido utilizar la magia.
—Aquí no ha habido magia —replicó Huth. Sus ojos grises eran fríos como el cielo de invierno cuando miró al jefe vencido—. El Caballo Sacrificio ha reconocido al jefe. Esto es lo que ha sucedido, Altan. Ambos lo hemos visto. El semental ha entrado aquí libremente.
Altan sacudió su gran cabeza, como hace el búfalo cuando le molestan las moscas.
—Eres libre de probar el mismo método —añadió Huth con desprecio.
El cuerpo del jefe sufrió una sacudida de cólera.
—Lo había planeado hace muchas lunas, chamán. Tú y yo lo sabemos. ¡Ningún semental va a entrar en el corral conmigo!
—Entonces deberás hacerlo de otra manera. Tienes tres días —dijo Mar fríamente a espaldas de Altan.
Un odio ciego dominó a Altan. Musitó una maldición contra Mar, se volvió y se alejó apresuradamente del corral. Ciego de furia, vio que Alin se aproximaba. La mujer de Mar, pensó con fiereza, y deliberadamente, el jefe pasó muy cerca de ella y la golpeó con su hombro haciéndola caer al suelo.
Alin lanzó un agudo grito de dolor.
—Mira por dónde vas —refunfuñó Altan y siguió adelante precipitadamente hacia los árboles.
—¿Dónde te has hecho daño, Alin? —preguntó Mar arrodillándose junto a la muchacha.
—Mi tobillo —contestó ella con voz forzada y apenas audible.
—Déjame ver. —Huth había ido a sentarse de cuclillas junto a Mar, pero cuando puso su mano en el tobillo, Alin volvió a gritar y se mordió el labio inferior.
Mar murmuró algo para sus adentros.
—¿Te lo has torcido al caer? —preguntó Huth.
—Sa —contestó ella, con aquella extraña voz apenas audible.
—Debemos llevarla a casa —dijo Huth mirando a Mar—. Luego traeremos agua fría del río para que sumerja en ella el pie.
Mar asintió con el rostro pálido bajo las magulladuras.
—Yo la llevaré —se ofreció volviéndose hacia la muchacha—. ¿Has oído, Alin? Voy a llevarte a casa.
Alin asintió. Todavía se mordía el labio y tenía el rostro blanco.
—¿Está herida? —preguntó Jes que se acercaba corriendo hacia ellos con Elen detrás.
—Se ha torcido un tobillo —contestó Huth.
—Vi cómo Altan se le echaba encima —replicó con furia Jes.
—Altan está… fuera de sí —comentó Huth.
—Alin, rodéame la nuca con los brazos —le dijo amablemente Mar, todavía arrodillado a su lado. Alin así lo hizo, y él deslizó sus brazos debajo de ella y comenzó a incorporarse. Se balanceó ligeramente cuando su hombro herido sostuvo el peso de ella, pero acabó de levantarse con un suave movimiento. Alin lanzó un suspiro cuando su pie colgó ligeramente.
—Deja que otro hombre la lleve —sugirió Huth—. Tienes el hombro magullado…
—Estoy bien —replicó Mar meneando la cabeza—. Pero Alin…
—También estoy bien —lo interrumpió ella, apretando los dientes de dolor—. Vamos, Mar.
—Yo iré contigo —dijo Jes.
—Y yo también —la secundó Elen.
Mar empezó a bajar la colina, hacia el sendero de animales que durante un trecho era el mismo que el que los llevaría al hogar. Huth fue tras ellos, seguido por las dos preocupadas amigas de Alin.
Dos días antes del plenilunio, Alin se sentó sola ante la hoguera de la cueva de las mujeres y miró cavilosa la caldera de hueso que con tenía el sempiterno té de salvia. Su tobillo había mejorado considerablemente y ya había empezado a caminar un poco apoyándose en el bastón que le había dado Huth.
Pero no era suficiente, pensó. Faltaban dos días para el comienzo de la Ceremonia del Gran Caballo y estaba inmovilizada allí a causa del tobillo, más segura que si Mar la hubiera atado con una cuerda. Ahora no cabía la esperanza de huir, no con el tobillo todavía herido.
A pesar de los dolores, en toda la tediosa semana que había pasado atrapada en el nivel más bajo de la cueva de las mujeres, Alin no había hecho más que beber té de salvia y pensar acerca de cómo podía resolver el inevitable conflicto que tendrían las muchachas cuando los hombres del Ciervo Rojo se reunieran con los hombres del Caballo.
No tardará en suceder, pensó Alin, contemplando fijamente el caldero que descansaba encima de las piedras del fogón circular. El invierno estaba acabando. Los renos empezaban a volver a las montañas. En el bosque a los venados les crecían las astas. El salmón aparecería pronto en los ríos, precipitándose contracorriente hacia su antiguo lugar de desove. En las montañas de la Tribu del Ciervo Rojo, la nieve se derretía en los pasos altos. En la próxima luna, las tribus del Clan celebrarían sus Asambleas de Primavera.
Lana oiría la historia de la tragedia de la Tribu del Caballo e iría a buscar a su hija al norte.
Lana y Mar. Era un enfrentamiento al que Alin no deseaba asistir.
La decisión de dónde desearían residir debía dejarse a las propias muchachas. Alin había llegado a esta conclusión.
A Lana no le agradaría tal solución, pero si su hija era una de las que volvían, Alin no creía que ella considerara el asunto digno de empezar una guerra.
¿Y Mar? Los años bajo el liderazgo de Altan le habían enseñado a transigir. Además, Alin creía a Mar lo bastante arrogante para pensar que la mayoría de las muchachas querrían quedarse en la Tribu del Caballo.
¿Quién elegiría quedarse? Ésta fue la cuestión que consideró entonces Alin, mientras con el bastón empujaba un hueso hasta la mortecina hoguera.
Jes se quedaría con Tane.
Este pensamiento le produjo un dolor tan intenso como el del tobillo. Ella y Jes habían sido compañeras del alma durante tanto tiempo… habían compartido tantas cosas… La vida sin Jes no era un pensamiento agradable.
Alin lo dejó de lado. Lanzó un profundo suspiro y pensó en las otras muchachas.
Dara querría quedarse con Arn.
¿Y Elen? Alin hizo una mueca. La bonita Elen, que tenía a Dale y a Cort comiendo de sus finas manos.
A Elen le gustaba dominar. Alin pensó que Elen querría volver con Lana.
Fali y Mora volverían a casa sin pensárselo dos veces.
Al pensar en ellas, Alin frunció el ceño. Le había hablado a Mar de ellas.
Alin no quería que Fali participara en los Fuegos de Primavera. Fali tenía cuerpo de mujer, pero en todo lo demás seguía siendo una niña. Lana la había llevado a los Fuegos de Invierno porque ya había sido iniciada, pero no planeaba todavía darle un varón.
—En su caso es mejor esperar —había dicho Lana—. Su espíritu es joven todavía. No está preparada para criar un niño. El año que viene será el momento de que Fali tome un varón.
Alin compartía el criterio de su madre. Fali no estaba preparada todavía para elegir marido. Como tampoco lo estaba Mora, aunque por razones completamente diferentes.
Mora no había parado de lamentarse por Nial, su prometido. Sería cruel, pensó Alin, forzarla a llevar a su lecho a otro hombre mientras todavía estaba afligida por el hombre que había perdido. Alin pensó que Mar lo comprendería.
La hoguera comenzaba a apagarse y Alin la removió con su bastón.
¿Por qué siempre creo que Mar va a compartir mi criterio?, se preguntó, mientras la hoguera se ponía al rojo vivo respondiendo a su manipulación.
Mar tiene el corazón de un jefe, contestó ella misma a su pregunta. A diferencia de Altan, a Mar no le interesaba el poder por el poder. Como a Lana, como a Alin, le preocupaba el bienestar de aquellos que tenía a su cargo.
En ocasiones Alin había manipulado este sentimiento en Mar para conseguir sus fines. Pero lo respetaba. Respetaba a Mar. Con el paso de las lunas, había empezado a mirarlo como a un compañero. Hacía mucho tiempo que no pensaba en él como en un enemigo.
Si ella no fuera quien era…
Peligroso pensamiento.
Alin sacudió la cabeza, como si quisiera aclarar ideas, y hundió el bastón en el suelo para levantarse. Practicaría una y otra vez. ¡Enfermaría hasta la muerte si se quedaba sentada en aquella cueva!
Alin no era la única en contar los días hasta el final del invierno. Al igual que su hija, Lana repasaba los signos que se iban acumulando: la desaparición de los renos, el ladrido de los zorros en las montañas, la nieve derritiéndose en los pasos.
Después de los Fuegos de Primavera, una partida de hombres marcharía hacia el oeste a hacer averiguaciones sobre aquella Tribu del Caballo que había perdido a sus mujeres. Lana y Tor ya habían hablado de lo que podría suceder cuando localizaran a las muchachas.
—Esa tribu no debió de llevárselas con gusto, Reina —había dicho Tor—. Están desesperados. Ninguna otra razón podría justificar un rapto. Y no creo que renuncien a lo que han conseguido sin luchar.
—Entonces tendrán pelea —contestó Lana. Tor esbozó una sonrisa e, inconscientemente, flexionó los dedos en un puño. Le gustaría que hubiera pelea, comprendió Lana con tristeza. Y el resto de los hombres probablemente sentían lo mismo.
Los hombres, en el fondo, eran criaturas destructivas. Como siempre, pensó Lana que había pasado todo el invierno sentada junto al fuego haciendo planes y urdiendo maquinaciones, a ella le competía salvarlos de su propia naturaleza.
La hoguera en la choza de Lana brilló toda la noche, un pequeño faro contra la oscuridad y el frío. Lana se quedó mirándola fijamente. Dentro de media luna se celebrarán los Fuegos de Primavera, pensó.
Por primera vez en su vida, aquel pensamiento no alteró la sangre de Lana. Tenía la mente y el corazón demasiado centrados en su hija ausente, maquinando la manera de rescatar a Alin y a las demás muchachas de las garras de la odiada Tribu del Caballo sin que corriera la sangre.
Lana deseaba tener a su hija de vuelta, pero también quería evitar la lucha. Los hombres de la tribu estaban a su cargo; no quería que se perdieran vidas a menos que fuera absolutamente necesario.
Tenía un plan. Todo lo que necesitaba, pensó sombríamente, sentada allí sola contemplando su hoguera solitaria, era encontrar a las muchachas.