CAPÍTULO XXI

Durante el camino de vuelta, los nirum se vieron excluidos del resto del grupo de cazadores, una situación que enfureció a Sauk. Heno y Eoto vacilaban entre enojarse con Mar o enojarse con Sauk, cuyo comportamiento había provocado el alejamiento de las muchachas. Todos sintieron alivio cuando aparecieron ante ellos las cuevas del despeñadero y la forzada proximidad de la partida de caza tocó a su fin.

Bror, ante la atenta mirada de Jes, empezó el delicado trabajo de tallar en el marfil la estatua del parto de la Madre. Alin anotó el comienzo de la Luna de las Sombras en su calendario de hueso de reno, y los días empezaron a hacerse más largos.

Durante la época de la Luna de las Sombras, las mujeres de la Tribu del Caballo y las del Ciervo Rojo estuvieron muy ocupadas confeccionando sus vestimentas. Era ésta una habilidad en la que las mujeres del Caballo eran excelentes y las muchachas del Ciervo Rojo tenían ya la suficiente confianza con ellas para expresar la admiración que sentían y aprender de su destreza.

La muerte de mujeres en la tribu significó que quedaran muchos hombres sin madres, hermanas o esposas que les confeccionaban sus ropas y Alin y Mada acordaron que cada una de ellas haría una camisa y unos calzones para un hombre.

Mora fue la única joven del Ciervo Rojo que puso objeciones a tal acuerdo.

—¿Vamos a confeccionar la ropa de nuestros raptores? —preguntó indignada.

La autoridad de Alin se cuestionaba en muy raras ocasiones y cuando esto sucedía su respuesta habitual era muy sosegada.

—En esta tribu ha sucedido algo terrible y no nos perjudicará en nada hacerles unas cuantas piezas de vestir extra —dijo con voz suave.

—Que se las hagan ellos mismos —masculló Mora.

—Carecen de la habilidad para hacerlo —replicó Alin con suavidad—. Son cazadores. Has pasado el largo invierno comiendo la carne que ellos han cazado, Mora. Y no te he oído quejar por ello.

Mora calló a regañadientes.

—Alin tiene razón —terció Jes—. ¿Qué hay de malo en hacer una camisa para un hombre que de otro modo iría desnudo?

—Sa, tú le harás una camisa a Tane —dijo con malicia Mora, levantando la barbilla—. Y Sana se la hará a Melior y Dara a Arn. Pero yo no deseo hacérsela a nadie.

—Entonces no es necesario que lo hagas —siguió diciendo Alin con voz serena—. Si tu corazón alberga tan poca generosidad, Mora, entonces te relevo de la obligación.

Como era habitual, la serenidad de Alin fue efectiva porque Mora rompió a llorar amargamente. Al fin, accedió a confeccionar una camisa y una falda para Elexa, una de las mujeres del Caballo, mientras Elexa confeccionaría las ropas de su marido, Tod, y de su hermano Cort.

Algunas de las mujeres del Caballo trabajaban también las pieles de reno que los hombres habían ido almacenando desde que comenzó la temporada de caza del reno, hacía dos lunas. Se necesitaban siete pieles enteras para confeccionar una túnica y era un trabajo duro y penoso empujar la aguja de hueso con el hilo de tendón a través de la piel y el espeso pelo del animal.

El ambiente en la cueva de las mujeres en aquellos días era muy diferente de lo que había sido al principio, cuando los dos grupos de mujeres se habían conocido. Se había establecido entre ellas una gran camaradería, la sensación de compartir la vida, el destino y el poder.

Las muchachas del Ciervo Rojo sabían que aunque no se casaran con los hombres de la Tribu del Caballo lo harían con otros hombres, darían a luz niños y los criarían del mismo modo que lo hacían las mujeres del Caballo. Y éstas empezaban a aprender de las recién llegadas que, como portadoras de vida, poseían un poder mayor que el de los hombres. Como Alin les había dicho, el poder del hombre era el poder del cazador que toma la vida del mundo, mientras que el de la mujer residía en devolver la vida.

Uno de los momentos más cruciales para la afirmación del orgullo de sentirse mujer, fue cuando Alin dirigió la ceremonia de iniciación de una de sus muchachas. Se trataba de Ina, la hermana de Melior, de doce años, que empezó a menstruar durante la época de la Luna de las Sombras creciente. Fue la primera iniciación que dirigía Alin, y probablemente la más satisfactoria de cuantas habían presenciado las muchachas del Ciervo Rojo.

¡A las mujeres del Caballo les impresionó tanto! Para ellas fue una revelación, la conversión de una niña en mujer era un acontecimiento tan importante en la tribu como la iniciación de un muchacho.

La ceremonia fue muy bella, aunque la mitad de las asistentes no conocían las canciones y el ritual.

—Con la belleza ante ella, viene, viene… —cantó Alin mientras Sana, Elen e Iva la acompañaban con las flautas y Jes pintaba los signos sagrados en el cuerpo aniñado de Ina—. Los secretos de la tierra se abrirán ante ella, el Camino de la Madre será su Camino… —siguió cantando, poniendo un tocado de concha sobre los cabellos sueltos de Ina—. Caminará siempre en la belleza, en la armonía de la tierra, llevando la vida a la tribu, la vida a las manadas, la vida al mundo de los hombres.

Hubo una gran fiesta en la cueva de las mujeres, en la que se cantó y se bailó. Una niña se había transformado en mujer y sus hermanas de la tribu lo celebraban con jubilosa reverencia. A las mujeres del Caballo les conmovieron profundamente aquellos dos días de ceremonias y los sentimientos que provocaron permanecieron durante mucho tiempo en sus corazones.

Cuando la Luna de las Sombras creciente se convirtió en luna llena, se produjo también un cambio en la cueva de los hombres.

Se aproximaba la Luna del Gran Caballo. Era la época del año en que se sacrificaba el Caballo Sagrado, se encendían los nuevos fuegos, se iniciaban los muchachos jóvenes, los iniciados cinco años atrás se transformaban en nirum y se consagraba al jefe. La ceremonia, denominada la Ceremonia del Gran Caballo, se llevaba a cabo en un momento de fuerza, cuando la luna estaba en toda su plenitud.

Era siempre una época de excitación para los hombres del Caballo. Aquel año, sin embargo, la gran ceremonia anual prometía ser aún más extraordinaria de lo habitual. Aquel año tendría lugar un desafío por el liderazgo. Era la ceremonia que Mar había estado esperando desde el día en que Altan fue consagrado por primera vez, y el joven muchacho que entonces era Mar lo contempló todo con sus ojos azules ardientes y el rostro como una máscara blanca.

El tema volvió a salir entre Altan y su compañero más íntimo cuando ambos estaban sentados en la cueva del jefe junto al fuego humeante una noche lluviosa de los últimos días de la Luna de las Sombras.

—La tribu está inquieta —dijo Altan de mal humor, tras un largo silencio—. Los hombres han estado sin mujer durante demasiado tiempo y la proximidad de la primavera lo empeora todo.

—Hoy Iver y Bror se han peleado —gruñó Sauk.

Las gruesas cejas de Altan formaron una línea.

—¿Por qué?

—Supuestamente porque Iver se ha apropiado de una lanza de Bror.

—Ha sido por las muchachas —dijo Altan—. ¡Dhu, estoy deseando que llegue el momento de repartir a las jóvenes! Los nirum jóvenes y los iniciados están como sementales en celo.

—Sementales en celo es lo que describe lo que ha sucedido hoy entre Bror e Iver —asintió Sauk.

—¿Los separaste, Sauk? —preguntó Altan confiado.

—Ellos estaban en la playa y yo en la primera terraza —repuso Sauk tras morderse el labio—. Iba a detenerles, pero alguien lo hizo antes que yo.

—Mar —dijo Altan con amargura.

—Esta vez no. Fue una muchacha, Alin. —Sauk empezó a rascarse las mandíbulas—. Los detuvo con una palabra. Y Bror e Iver estaban furiosos, Altan. Yo habría jurado que se hubiera necesitado fuerza física para separarlos. —Miró a su jefe con expresión triste—. Hay que domarla, Altan. No me gusta el poder que tiene. Si no estamos alerta, los hombres del Caballo se volverán como los de su tribu, subordinados a las mujeres.

—La domaré —afirmó Altan complacido, mostrando su dentadura torcida—. Ha prometido venir a mi lecho en los Fuegos de Primavera. Entonces le enseñaré lo que significa ser una mujer que está debajo de un hombre.

Sauk le devolvió la sonrisa.

—Antes de los Fuegos de Primavera —dijo poniéndose serio—, tenemos que desembarazarnos de Mar.

Altan cogió la bolsita que le colgaba del cuello.

—Tendrá que convocar pronto el desafío si ésta es su intención. —Y luego añadió, elevando la voz—: No puede ganar, Sauk. —Hizo una pausa—. ¿O si puede?

—Es un perro tramposo. —Sauk volvió a morderse el labio—. No me fío de él.

—¡Me pone enfermo, Sauk! —exclamó Altan tras soltar un juramento—. ¡Cuando me deshice de Tardith, nunca pensé que sería acosado por su cachorro!

—Es un tramposo —repitió Sauk—. Pero yo lo soy más todavía. —Le hablaba al jefe, pero dirigió su rostro a la hoguera—. Mar tuvo suerte en la cacería del mamut. Pero tanta suerte no puede continuar.

—Sa —asintió Altan lentamente—. Es cierto. —Se inclinó un poco hacia delante—. Pero debes tener cuidado, Sauk. No debe haber evidencia alguna.

—No la habrá —dijo Sauk con seguridad.

Fuera la lluvia seguía golpeando contra las pieles que colgaban en la entrada de la cueva. Los dos hombres se quedaron pensativos, con el ceño fruncido.

—No se habla de otra cosa que del desafío —le contestó Dara a Arn mientras caminaban cogidos de la mano por la playa una tarde particularmente agradable en la época de la luna nueva—. Pero nadie nos ha contado en qué consiste el desafío, Arn. ¿Qué debe hacer Mar para arrebatarle el liderazgo a Altan?

Arn vaciló.

—No me lo digas si no quieres —se apresuró a decir—. No debería haberte preguntado…

Arn frunció ligeramente sus finas y claras cejas y luego movió la cabeza.

—No es eso, Dara. No es ningún secreto.

Dara lo miró con una expresión grave en sus ojos grises.

—No quiero que me lo digas si crees que no debes hacerlo.

—Nadie habla de ello porque es algo temible —dijo Arn moviendo la cabeza otra vez con expresión sombría—. Pero ahora que se acerca… —Apretó la mano de ella y añadió—: Te diré de qué se trata.

Había una gran roca plana cerca de la orilla del río justo delante de ellos y los dos jóvenes se sentaron encima con una naturalidad que revelaba que ya conocían el lugar. Con el mismo gesto, levantaron sus rostros pálidos hacia el cálido sol. Transcurridos unos instantes, Arn empezó a hablar.

—Todos los años los hombres de la tribu capturan un garañón para la Ceremonia del Gran Caballo. Normalmente construimos una empalizada, conducimos al interior una manada y luego sacamos al semental. —Arn miró a Dara—. El caballo, como ya sabes, es el tótem de mi tribu. Fue el Dios Caballo quien hace muchos años creó al primer hombre de mi tribu y por ello nosotros le reverenciamos de manera especial. Por esto no nos comemos a sus crías, a menos que sea absolutamente necesario. Y por esta razón capturamos un semental y celebramos el Sacrificio Sagrado dedicado a él todos los años en nuestra gran ceremonia anual.

Dara asintió con solemnidad. Nada de aquello le era extraño, aunque en la Tribu del Ciervo Rojo no fuera tabú comer carne de ciervo. Era una de las normas de la Madre que diferían de las del Dios Cielo.

Arn entrecerró los ojos para evitar el brillo del sol.

—Este año no construiremos una empalizada —dijo—. Este año serán los hombres que deseen ser el jefe quienes tengan que capturar el semental.

—¿Mar y Altan saldrán juntos a capturarlo? —preguntó Dara conteniendo la respiración—. ¿Un semental vivo?

—Na —negó Arn sacudiendo la cabeza con tanto vigor que sus cabellos claros le rozaron las mejillas—. Cada uno deberá traer un semental vivo, Dara. El primero que llegue con el semental, recibirá de Huth el nombramiento de jefe.

—Pero es imposible que un hombre solo capture un semental —dijo Dara contemplándolo fijamente.

—Huth dice que es la prueba.

—¿Y qué sucederá si ninguno de ellos lo consigue?

—Entonces Altan seguirá siendo el jefe.

—Yo no quiero que Altan sea el jefe. Quiero que sea Mar —dijo Dara con expresión infantil.

—Y yo también —asintió Arn—. Y todos los iniciados, y muchos nirum también. Pero para que Mar se convierta en jefe, debe vencer el desafío.

—Si hay mucha gente que quiere a Mar como jefe en lugar de Altan, entonces Mar debería ser el jefe —replicó Dara testaruda—. ¿Por qué necesitáis un desafío?

—Mira, Dara —dijo Arn amablemente—. Si a los hombres de la tribu se les permitiera derrocar a un jefe cada vez que creen que otro sería mejor, no existiría orden ni autoridad. Debe existir una prueba.

—Es posible —contestó Dara dubitativa—. Bien, quizá Mar sea capaz de traer un semental. Si hay alguien que pueda hacerlo, es él. —Se fijó en el rostro sombrío de Arn—. ¿Hay algo más, Arn? Porque esto que me has contado no es tan terrible.

—Sa. Hay otra cosa —dijo Arn—. Y es que el hombre que fracasa en la prueba, es expulsado de la tribu.

Dara aspiró el aire de forma audible.

—¡Dhu! ¿Quieres decir que si ninguno de ellos captura el semental, Altan seguirá siendo el jefe y Mar será expulsado?

—Sa —asintió Arn muy serio—. Eso es lo que he dicho.

—¡Pero no es justo! —gritó Dara con pasión.

—Pero es necesario. De otro modo habría hombres que desafiarían por el liderazgo todos los años, para probar suerte. Y no sería bueno para la tribu, Dara. Si un hombre sabe que fracaso significa exilio, se lo pensará mucho antes de hacerlo.

—Creo que era más feliz antes de conocer todas estas cosas —dijo Dara en voz baja.

Arn suspiró y miró el cielo.

—Vamos —dijo—. Huth me estará buscando.

Los jovencitos bajaron deslizándose de la roca y empezaron a caminar hacia las cuevas, cogidos de la mano, manteniéndose cerca del despeñadero de piedra caliza.

—Toda esta admiración por Mar. Estoy empezando a sentir celos —dijo Arn meneando la cabeza después de haber caminado un rato.

Dara se lo quedó mirando, sorprendida y un poco afligida.

—No digas locuras —dijo.

—Dara…

Arn aflojó el paso y luego se detuvo. Soltó los dedos de ella y apoyó suavemente ambas manos en sus hombros. No era un muchacho alto, pero Dara era tan menuda que tuvo que levantar la vista para poder verle la cara. Arn se inclinó hacia ella.

—Ha sido una broma —dijo.

Luego, dulce, muy dulcemente, sus labios rozaron la piel suave como la de un bebé de las mejillas de Dara y ella sintió su cálido aliento y bajó los ojos, conteniendo la respiración.

Permanecieron callados un buen rato, él apoyando los labios en la mejilla de ella, ligeros y suaves como una mariposa en una flor. Entonces Dara suspiró y se balanceó hacia él. Arn apretó las manos en los hombros de ella y la acercó más, abrazándola. Deslizó los labios por su mejilla hasta rozar su boca.

Dara permaneció inmóvil, conteniendo el aliento, con los labios bajo los de él. Arn apretó la boca contra la de ella y los labios de Dara se movieron, respondiendo, devolviendo la presión. Sus cuerpos, enfundados en los vestidos de piel, se acercaron y se tocaron.

Fue él quien rompió primero el silencio, apartando su boca de la de ella y apoyándola en la pequeña cabeza oscura mientras seguía abrazándola.

—Dara —dijo casi sin aliento—. Te quiero.

Ella apretó su mejilla en el hombro de él. Una enorme alegría llenó su alma y cerró los ojos para contenerse.

—Yo también te quiero —fue su respuesta.

Un momento después, se apartaron y se miraron con expresión solemne, niños cubiertos de pieles empequeñecidos por el despeñadero de roca caliza.

—Habrá problemas si me eliges —dijo Arn. Acarició la mejilla de ella, brevemente, con ternura, con tanta suavidad como lo habían hecho sus labios—. Soy demasiado joven para casarme antes que un nirum.

—Huth ha dicho que nosotras tenemos que elegir —dijo Dara—. Y yo te elijo a ti.

—¿De verdad? —Los ojos claros y cristalinos de Arn se iluminaron.

—Sa.

Siguieron mirándose el uno al otro, demasiado emocionados para sonreír.

—Se lo diré a Alin —dijo Dara.

—¿Crees que es oportuno? —preguntó Arn frunciendo sus blancas cejas—. Quizá sería mejor que lo mantuviéramos en secreto…

—Na —contestó Dara muy segura—. Alin es… —Buscó la palabra adecuada—. Alin lo entenderá —dijo finalmente—. Tiene el poder de la Madre. Creo que se puede ver este poder.

—Sí existe un poder en ella —asintió Arn—. Ya he aprendido suficiente del chamán para verlo. Muy bien, quizá deberías decírselo. —Permaneció pensativo durante unos instantes—. Si Alin habla en representación nuestra, su palabra contará para Mar.

—Sa —respondió Dara con expresión grave—. Esperemos que Mar gane el desafío, Arn. Así Mar será el nuevo jefe de la Tribu del Caballo. Y Mar mantendrá la decisión de Huth y permitirá que las muchachas elijamos a nuestros hombres. No sé si Altan hará lo mismo.

—Si Mar pierde, no sé lo que hará Altan —dijo Arn con una expresión extraña—. Ha mandado siempre con la sombra de Mar a sus espaldas. En cuanto la sombra desaparezca…

Dara tembló.

Arn volvió a mirar al cielo.

—Vamos —dijo—. El sol ya está bajando hacia el río y Huth se preguntará dónde estoy.

Inmediatamente después de volver de la cacería, Mar se fue a echar un vistazo a una pequeña manada de caballos que había descubierto. El semental era del tipo preferido de los pintores de la tribu de Mar: un bayo de ojos grandes y largas crines negras. Era un buen jefe. Conocía todos los lugares donde sus yeguas podían encontrar alimento, aunque en aquella época del año los alimentos escaseaban para las manadas de animales.

Era la hora habitual y, aunque Mar había estado ausente durante media luna, los caballos lo esperaban en el mismo sitio. Cuando el hombre apareció, el semental levantó la cabeza y se quedó temblando, con las orejas apuntando hacia delante. Lanzó un bufido. Las cinco yeguas, muy pesadas dado su avanzado estado de gestación, abandonaron sus intentos de encontrar algún pasto y también se quedaron mirando al hombre. Las crías del año anterior, dos potros añales y una potranca, ya se habían adelantado vehementemente antes de que el segundo bufido del semental los detuviera.

—Venid, bonitos —dijo Mar suavemente a la atenta manada—. ¿Os acordáis de mí?

Una de las yeguas emitió un sonido con el hocico, como si le respondiera. Mar rió. Luego salió de los árboles, y por primera vez los caballos vieron claramente las dos grandes cestas que llevaba.

El semental relinchó y echó la cabeza hacia atrás mientras escarbaba la tierra nervioso. Mar se aproximó al corral que había construido y trepó por entre las ramas de la valla.

—Aquí —dijo sacando de la cesta la hierba seca y disponiéndola en el suelo en nueve montones separados, en el lugar exacto donde siempre los ponía.

Mientras las yeguas y los potrillos se dirigían hacia la parte abierta del corral, el semental los miró sin emitir sonido alguno de advertencia. En cuanto sus compañeros hubieron empezado a comer, el semental avanzó también hacia el corral, hacia la pila de hierba seca que quedaba, cogió un poco y empezó a masticar, vigilando a Mar y a las yeguas mientras lo hacía.

Mar se quedó donde estaba, a cierta distancia de los caballos, contemplando cómo comían.

Lo habían reconocido, pensó. Habían reconocido su olor inmediatamente. Le conocían. Se mostraban cautelosos, pero no temerosos.

Mar había estado cortando hierba seca para aquellos caballos durante dos veranos. Y los había estado alimentando durante dos inviernos.

Empezó a moverse lentamente, cautelosamente, hacia un lado del corral. Los caballos siguieron comiendo. El semental alzó la cabeza, miró a Mar un instante y luego la bajó de nuevo para coger otro montón de hierba.

Mar siguió caminando hasta que llegó a la parte abierta del corral. Allí se detuvo, completamente fuera del campo de visión de los caballos. El semental volvía la cabeza de vez en cuando, pero la actitud del hombre no alteraba su ritmo. Cuando hubo acabado toda la hierba, el semental reunió rápidamente a las yeguas y a los potrillos fuera del corral y la manada desapareció sin darse cuenta de su presencia.

Mar había almacenado la hierba seca en una cueva en la parte baja del río, más allá de las cuevas habitadas de su tribu, y cada día durante la Luna de las Sombras la llevaba a la pequeña manada, que lo esperaba confiada en el mismo lugar y a la misma hora, todas las tardes.

No se lo había dicho a nadie, ni siquiera a Tane. Había meditado el plan cuidadosamente y empezaba a ver con optimismo los resultados. Pero si no salía bien, no quería que nadie más se enterara de su fracaso.

Había tenido todo el tiempo del mundo para pensar un plan, se dijo Mar amargamente mientras volvía de la cueva junto al río, con las cestas vacías colgando de la espalda.

Hacía cinco años de la muerte de Tardith y de la jefatura de Altan. Pero la larga espera pronto llegaría a su fin. Muy pronto Mar derrocaría al asesino usurpador y recibiría su merecida expulsión de la tribu, Altan y Sauk, su alevoso compañero.

Muy pronto Mar se enfrentaría al desafío. Y entonces cerraría el corral tras los caballos. Y Altan estaría acabado.

Tan metido estaba Mar en sus pensamientos que no vio una silueta que lo espiaba desde las sombras del despeñadero. Sauk esperó hasta que Mar hubo subido por la ribera, para salir sigilosamente de su escondrijo. El rostro del nirum estaba profundamente pensativo.

Al pie del sendero del despeñadero, Mar se encontró con Arn y Dara.

Aquella pareja era un problema, pensó Mar, aunque sonrió amablemente a los jóvenes y les hizo un comentario agradable. Los nirum se habían quejado amargamente de la clara preferencia de Dara y tenían razón. Arn era demasiado joven para tomar esposa antes que un nirum.

—Qué raro verte sin la compañía de Lugh —estaba diciendo Dara.

Mar no podía llevarse al perro cuando iba a ver a los caballos.

—Estaba durmiendo —explicó amablemente. Y se despidió de ellos cuando llegaron al sendero que llevaba a la primera terraza donde estaba su abrigo.

Lugh no estaba durmiendo. Le había dicho que se quedara en el abrigo y allí se había quedado, aunque no muy feliz. Se levantó en cuanto oyó los pasos de Mar y revoloteó alrededor de las piernas de Mar mientras él entraba en el abrigo, una masa de pelo plateado temblando de alegría, meneando la cola tan vigorosamente que producía una brisa.

—¡Ojalá al semental le diera tanta alegría verme como a ti, Lugh! —exclamó Mar riendo—. No tendría ningún problema en capturarle. —Se inclinó para rascar las orejas del perro.

—Te ha estado esperando —oyó que decía Alin desde la entrada—. Y yo también.

Mar alzó la vista lentamente. Había dejado las pieles abiertas para que los rayos del sol que poco a poco se estaba poniendo entraran y calentaran el abrigo. La entrada casi cuadrada la enmarcaba y el sol iluminaba por detrás las vetas doradas de sus cabellos castaños.

—Creía que huías de mí —dijo, apartándose del perro.

Alin no se movió.

—¿Dónde has estado? —preguntó—. ¿Y por qué no te has llevado a Lugh?

Mar se la quedó mirando pero no contestó.

Alin dio unos cuantos pasos y entró en el abrigo.

—Tane me ha hablado del desafío —dijo—. Es imposible que un hombre solo capture un semental. —Sus ojos castaños lo miraron de arriba abajo—. Tienes un plan, ¿verdad?

—¿Qué te hace pensarlo?

—Siempre tienes un plan. —Su voz sonó extremadamente amarga.

—¿No quieres que tenga éxito, Alin? —preguntó suavemente, arqueando una ceja—. ¿No te gustaría celebrar los Sagrados Esponsales conmigo en lugar de hacerlo con Altan?

Ella se lo quedó mirando sin responder.

—Si no quieres decírmelo, estás en tu derecho —dijo ella, encogiéndose de hombros, volviéndose para marcharse.

De repente Mar sintió que quería decírselo. No sabía la razón; no había querido contárselo a nadie, ni siquiera a Tane. Pero ahora deseaba decírselo a Alin.

Una de las razones era porque no quería que ella se marchara de allí.

La llamó con voz áspera. Alin volvió la cabeza con un gesto extraordinariamente grácil y lo miró por encima del hombro.

—Tengo un plan —admitió él—. No sé si me saldrá bien, pero es una posibilidad. Ven y te lo explicaré —añadió haciendo un gesto.

Ella se volvió sosegadamente y entró de nuevo. Mar le señaló un montón de pieles de búfalo y ella tomó asiento con su acostumbrada gracia. Mar tomó asiento a su vez y apoyó la espalda contra el palo de madera que servía de principal soporte del abrigo. No había tenido tiempo de encender la hoguera, pero en el abrigo no hacía frío.

Se miraron el uno al otro y luego él le habló de la manada de caballos.

Cuando hubo acabado, ella le sonrió, una sonrisa amistosa que raramente le dirigía.

—Que hábil por tu parte, Mar —dijo calurosamente.

Aquellas palabras le hicieron sentirse como si fuera el jefe de todo el Clan.

Alin levantó las rodillas y las rodeó con sus brazos cómodamente. Como el resto de la tribu aquel caluroso día, había sustituido el abrigo de piel por un vestido de piel de ciervo.

—¿Y de dónde procede esta extraña prueba, Mar? —preguntó pensativa.

Mar se retiró los espesos cabellos de la frente y respondió relatando la historia de la creación que conocían todos los miembros de la Tribu del Caballo.

—En el comienzo de los tiempos, cuando estaba creciendo el primer árbol del mundo y los cielos y la tierra y los campos fueron creados, el Dios Cielo y la Madre se desposaron y crearon a todas las bestias de la tierra y del mar. El primer caballo que crearon fue el Dios Caballo, que nunca ha muerto. Vive en el cielo con el resto de los dioses y cuida de sus criaturas aquí, en la tierra. Fue el Dios Caballo quien creó las manadas de caballos, y el Dios Caballo quien creó al primer hombre de mi tribu y le ordenó que tuviera como tótem al caballo.

Hizo una pausa y Alin asintió solemnemente. Mar continuó hablando.

—Como ves, las gentes del Caballo estamos emparentadas con las manadas de caballos que pacen en nuestros pastos y por esta razón nunca los matamos para alimentarnos. Pero una vez al año, durante la Ceremonia del Gran Caballo, capturamos un semental, una de las criaturas más espléndidas del Dios Caballo, y devolvemos su espíritu al dios para que interceda por la buena suerte de la tribu.

»El jefe es para la Tribu del Caballo lo que el semental para la manada —prosiguió Mar alzando ligeramente la barbilla—. Entre ellos existe un parentesco. Huth dice que por esta razón la prueba por la jefatura es la captura de un semental. Ahí se demuestra que el semental reconoce a su hermano cuando permite que lo capture.

—Ah —dijo Alin, apoyando la barbilla sobre las rodillas alzadas—. Ya veo. —Sus ojos castaños permanecieron fijos en el rostro de él—. ¿Ya lo ha hecho antes algún hombre? —preguntó—. ¿Ha capturado solo un semental?

—Lo ignoro —contestó Mar moviendo la cabeza.

Permanecieron en silencio durante unos instantes, sumidos en la reflexión. Luego Alin se levantó.

—Bien, al parecer esta vez sí se conseguirá.

Le dirigió un gesto breve y enérgico que a él ya le era familiar y se encaminó hacia la puerta.

—Alin. —Ella se detuvo y volvió de nuevo la cabeza, arqueando las cejas con expresión interrogante—. No me has contestado antes —dijo él. Se puso de pie con la gracia ligera de un gato gigante—. Te he preguntado si preferirías celebrar los Sagrados Esponsales conmigo en lugar de con Altan.

Él contempló su rostro muy cerca y antes de que pudiera volverse hacia la puerta, alargó la mano y la sujetó del brazo izquierdo.

Alin no intentó desembarazarse, nunca había querido medir sus fuerzas con las de él, pensó Mar en los breves segundos que transcurrieron. Pero hablaba mucho.

Sin embargo Alin permaneció en silencio. Mar miró su rostro. Cada vez que lo hacía descubría algo más, extraordinariamente bello, algo más que deseaba rozar con sus manos y con su boca. En aquel momento contemplaba la tenue concavidad de su sien. Allí la piel era muy fina y delicada y la pequeña concavidad infinitamente tierna.

—Pienso en ti a todas horas —dijo sincero—. Nunca me había sucedido antes.

Entonces ella lo miró con una expresión que le resultó indescifrable, como de pesadumbre.

—A mí también me sucede —le respondió.

Mar puso su otra mano en el brazo derecho de ella y la atrajo hacia sí. Ante su sorpresa, Alin se dejó llevar.

Mar estrechó aquel cuerpo esbelto y joven, maravillado por tenerla allí, entre sus brazos. De pronto se le doblaron las piernas y, sin dejar de abrazarla, se recostó contra el poste que sostenía el abrigo. Notó que Alin deslizaba los brazos alrededor de su cintura y apoyaba la mejilla en su hombro.

Mientras el sol del color de la sangre se mezclaba a sus pies con las pieles de búfalo, Mar la estrechaba entre sus brazos con una emoción desconocida. No era lujuria, pensó confuso. Sabía lo que era y no se trataba de eso. Era… era como el sentimiento que había sorprendido en el rostro de Tane una vez durante la cacería del mamut, cuando descubrió a su hermano adoptivo mirando a Jes al otro lado de la hoguera.

Alin suspiró en su hombro. Retiró los brazos de su cintura y se apartó.

—No me gusta, pero tienes razón —dijo él suavemente—. Debemos esperar hasta los Sagrados Esponsales. Por el bien de la tribu.

Ella alzó el rostro para poder verlo bien. Mar deslizó la mirada hasta la frágil concavidad de la sien de Alin y se inclinó para rozarla con los labios. La piel, bajo sus labios, era exquisitamente delicada y apartó la cabeza a regañadientes.

—Capturaré el semental —le dijo—. Te lo juro.

Una expresión de pesar apareció otra vez en el rostro de Alin.

—Lo sé —fue todo lo que dijo y cuando llegó a la puerta se volvió—. Llévate a Lugh cuando salgas, Mar —añadió.

—Sauk no puede herirme, Alin —replicó él haciendo una mueca petulante—. Lo vigilo.

—Sólo tienes dos ojos —respondió ella con expresión sombría—. Llévate a Lugh. —Y salió.