CAPÍTULO XVI

Durante la Luna llena del Reno, Huth permitió a Jes que se uniera a los dos muchachos no iniciados que estaba enseñando a pintar. Cuando el clima se hiciera más frío, Jes iba a ir cada mañana a la templada cueva de Huth a escuchar con avidez mientras él enseñaba a sus tres pupilos a conseguir los diferentes colores para pintar, a añadir el mineral que llamaba «dilatado» del pigmento para conseguir mayores cantidades, y a incorporar el agua al conjunto a fin de que la pintura quedara adherida a la pared de la roca y no se resquebrajara.

—Cada tribu posee una fórmula secreta propia para la obtención de pigmentos —dijo Huth, mientras mostraba el alquitrán con el que hacía uno de los negros que la tribu utilizaba para marcar las líneas—. El alquitrán y el carbón de leña para el negro, el ocre para el marrón, el amarillo y el rojo. También es posible obtener el blanco de la arcilla, pero es mejor utilizar el color amarillo que el blanco.

Huth tenía guardada gran cantidad de los minerales que necesitaba en el fondo de la cueva. Los materiales sin elaborar procedían de depósitos situados en un lugar convenientemente próximo a la cueva sagrada. Con aquellas cantidades de minerales en bruto, Huth enseñó a los muchachos y a Jes a molerlos hasta convertirlos en polvo en unas piedras agujereadas por la naturaleza; a calentar los pigmentos para producir los distintos colores y a mezclarlos para obtener más gamas de color.

El tema principal de la lección, sin embargo, no era la pintura, sino el dibujo. Para estos ejercicios, Huth les entregó piedras lisas y buriles.

—Bien —dijo al empezar la lección—, a ver cómo dibujáis tres caballos.

En todos los ejercicios, la alumna más aventajada era Jes.

La época de la Luna del Reno coincidía con la época en que los artistas consagrados de la tribu trabajaban en la cueva sagrada. Jes, con el corazón destrozado, veía a Tane, Bror, Finn y Cal ponerse en camino todas las mañanas, con sus bolsas de alimentos colgadas al hombro, para pasarse el día pintando en el lugar al que Jes deseaba ir con todas sus fuerzas. Pero todavía no había sido plenamente aceptada por Huth, y ella lo sabía. Sabía que debía tratar el chamán con cuidado, pedirle sólo lo que a él le parecía correcto, so pena de perder lo poco que había conseguido.

Pero Jes ansiaba tener la oportunidad de ver más de cerca las magníficas pinturas que había admirado brevemente durante la ceremonia de la caza mágica y cuando Tane se ofreció a llevarla allí un día, ella no se perdió la oportunidad.

—Los demás no han venido hoy —dijo, explicándole la invitación para que se quedara tranquila—. Sólo estaremos tú y yo.

—Estupendo —replicó Jes, sin observar la sonrisa un poco triste que le dirigió al ver su expresión preocupada—. Entonces no habrá nadie que me estorbe cuando contemple las pinturas.

—Así es —respondió Tane, con aquella expresión triste—. He dicho que voy a acabar una cosa en la que estoy trabajando, así que tendré que trabajar. Tú puedes mirar cuanto quieras. No me interpondré en tu camino.

Pasaron el día bajo tierra, sin ver el cielo triste y frío, en la cueva subterránea cálida y magníficamente pintada. Jes se pasó horas vagando por las cámaras, observando con ávida intensidad los grandes toros, los caballos, los potrillos jugueteando tras sus madres y los venados de majestuosas astas.

—Mi padre pintó aquéllos —dijo Tane, señalando cuatro enormes toros negros en la cámara principal.

—¿Los pintó Huth? —preguntó Jes, contemplándolos con admiración.

—Sa. Mi padre es un excelente pintor.

—¿Hace mucho que no viene a pintar a la cueva?

—Pintar en la cueva resulta muy malo para la espalda —explicó Tane.

—¿Todas estas pinturas las han hecho los hombres de tu tribu, Tane? —preguntó Jes después de asentir.

—Eso dicen los chamanes. A decir verdad, algunas pinturas están aquí casi desde el comienzo de los tiempos.

—¿Y cada generación pinta en la cueva?

—No siempre hay artistas —respondió Tane moviendo la cabeza—. Mi padre fue el primer artista de verdad que trabajó aquí desde tiempos inmemoriales. Pero como está enseñando a otros, la cueva está reviviendo otra vez.

Cierto, pensó Jes, la cueva sagrada de la Tribu del Caballo parecía estar llena de energía artística. Por todas partes vio señales de ello mientras paseaba por las cámaras. En el suelo, junto a las paredes, vio huesos de pájaros cóncavos, llenos de restos de pintura; montones de buriles de pedernal y cinceles y raspadores; una piedra plana que obviamente era utilizada como paleta estaba ante unas vacas, en la cámara principal; pinceles de pelo de animal y unos huesecitos para extender la pintura, descansaban sobre unas rocas.

Frente a uno de los caballos de la cámara axial, había un andamio de madera que Tane comentó que había estado utilizando Bror para trabajar en uno de los caballos. El andamiaje había sido erigido con habilidad; a ambos lados de la pared se habían abierto veinte cavidades. Los artistas habían introducido ramas en las cavidades y las habían cimentado con arcilla. Esta serie de sólidos cabios sostenían una plataforma de roble, por la que se accedía fácilmente a las paredes superiores de la cámara y al techo.

Jes pasó la última parte del día mirando trabajar a Tane. Estaba pintando en una caverna que se abría en el pasillo lateral que a su vez se abría en la pared derecha de la cámara principal. El lugar que había elegido se encontraba en la pared izquierda, y era visible inmediatamente para cualquier visitante que estuviera en la parte izquierda del pasillo lateral. En la pared había una antigua pintura de un caballito marrón claro y Tane estaba pintando encima un friso de cabezas de venado.

Era una de las pinturas más maravillosas de la cueva. Tane había dibujado una manada de ciervos, uno detrás de otro, que se extendían por la pared unos dieciséis pies, de una altura cada uno de ellos de unos tres pies. Había dibujado las siluetas de los ciervos, subrayadas en negro, que mostraban sólo la cabeza, el cuello y el lomo, pero cuyo dibujo había sido realizado con tanta elegancia que, al verlos, a uno le resultaba sorprendente la diáfana belleza que emanaba la pintura. Mostrando únicamente aquellas magníficas cabezas, Tane había logrado sugerir que aquellos ciervos estaban empezando a salir del agua al alcanzar la orilla. Aquella pintura había captado la vida real así como la sensación instantánea con tanta perfección, que Jes no halló palabras que expresaran sus sentimientos.

—¿Ciervos? —fue todo lo que consiguió articular. Pero la expresión de su rostro había dicho mucho más que sus palabras.

Tane sonrió al ver su expresión.

—Me inspiré en los ciervos —dijo—. Pero no sé la razón.

Cuando finalmente salieron de la cueva y vieron la puesta del sol, ambos se sorprendieron.

—Dhu —dijo Jes, mirando con cierta aprensión al hombre que tenía al lado—. Ahora querrán saber dónde hemos estado.

Tane murmuró algo entre dientes.

—No comprendo cómo se ha hecho tan tarde. —Se encogió de hombros—. Bueno, ahora no podemos remediarlo. Si nos preguntan, tendremos que decírselo.

Ambos apenas se dieron cuenta de que habían designado a todo el mundo que no fuera Jes y Tane en la categoría de los «otros».

Empezaron a caminar por el bosque, por el sendero que llevaba hacia el río.

—Es curioso que aquel pequeño espacio en blanco entre las largas patas del caballo y el tórax, le proporcione tal sensación de profundidad —dijo Jes un minuto después, recordando algo que había observado por la mañana. Recordó la pintura: la cabecita alargada del caballo, las patas extendidas que captaban toda la fuerza del ímpetu—. Yo sola nunca lo hubiera imaginado.

—La habilidad de sugerir profundidad y movimiento es uno de los grandes trucos del pintor —señaló Tane.

—Sa. Tu padre nos ha estado haciendo trabajar en ello —dijo—. Pero es difícil que a uno solo se le ocurra.

—Pero una vez que has intentado imaginarlo —replicó Tane asintiendo—, adviertes rápidamente cómo lo han hecho los otros. Si no hubieras intentado dibujar un caballo en relieve por ti misma, ¿habrías observado el truco del espacio en blanco?

Jes se quedó pensativa unos instantes con la cabeza ligeramente inclinada a un lado.

—Probablemente no —repuso.

—Ésta es la razón de lo que hace mi padre. Cuando finalmente me permitieron ver las pinturas de la cueva sagrada, ya estaba listo para hacerlo con el ojo del pintor.

Llegaron al sendero meridional que los llevaría de vuelta a las cuevas. Estaban libres de trabas, habían dejado todo el material de pintura guardado en la cueva y se habían comido los alimentos que habían llevado consigo.

El paso de Jes se adecuaba perfectamente al de Tane y ella caminaba a su lado con tanta facilidad y naturalidad como lo hacía con Alin.

Tane era un magnífico artista, se dijo con admiración, recordando de nuevo el friso de ciervos en el que había estado trabajando.

Pensó que verlo pintar la haría siempre feliz, contemplar aquellas delgadas y hábiles manos crear una belleza tan viva y vibrante en las paredes blancas y centelleantes de la preciosa cueva de su tribu. Sentía un gran regocijo porque existiera en el mundo tal brillantez y a la vez desespero porque nunca, por muchos inviernos que pudiera vivir, llegaría a ser un artista como él.

—¿Tu padre no te ha prohibido que me lleves a la cueva? —preguntó, mientras él apartaba una rama que colgaba en el sendero ante ellos.

—Na. —Ella pasó bajo la rama y él la soltó—. Pero es que no se lo he preguntado, Jes. Dijo que las muchachas podían ir a la cueva cuando celebramos la cacería mágica, y yo… interpreté… que accedería a que te llevara a ver mi pintura. —Le lanzó una mirada rápida—. ¿No es cierto?

—Sa. Es cierto —replicó con un tono de voz muy tranquilo.

—Si pregunta dónde hemos estado cuando volvamos, tendremos que decírselo.

—¿Y si dice que yo no puedo ir a la cueva?

—Entonces no podrás volver —replicó él con tristeza.

Ella no replicó. Tane la miró.

—¡Jes! —exclamó—. ¡No pongas esa cara! —Y se detuvo.

—No creo que pueda soportarlo, Tane —contestó con desespero, deteniéndose también. No intentó ocultar sus sentimientos; ella, Jes, que nunca se abría a nadie. Pero no le importaba que él viera su dolor, pensó. Él lo entendería.

Sin embargo… aunque él lo comprendiera… podía apartarse de ella. Sintió un dolor en la garganta.

—No podría soportarlo —repitió.

—Pero estás trabajando con los nuevos alumnos —dijo él—. No es como si no pintaras nada.

—No es suficiente —protestó Jes con expresión desolada—. ¿No lo comprendes, Tane? No es suficiente.

Tane lanzó un fuerte resoplido y frunció el ceño. Luego, con un movimiento que la cogió por sorpresa, la tomó entre sus brazos.

Jes sintió la suavidad de la piel de su túnica y frío bajo la mejilla. En el interior de la cueva no habían necesitado las túnicas de pieles porque la temperatura allí apenas variaba de una estación a otra, pero fuera hacía frío. Entre sus brazos se sentía abrigada, pensó, abrigada y extrañamente cómoda. Y no se apartó.

Durante toda su vida Jes había sufrido un impulso irrefrenable por dibujar cosas. Aquello la había aislado de sus compañeros en la Tribu del Ciervo Rojo. Hasta Alin ignoraba sus viajes secretos a la cueva sagrada, sus esfuerzos solitarios por aprender a dibujar correctamente. Jes se preguntaba a veces si aquella extraña pasión provenía del hombre que la había engendrado. Era un hombre de otra tribu, un hombre a quien su madre había conocido en una reducida Asamblea local cuando todavía era muy joven. Habían yacido juntos pero no se habían casado, y de esa unión nació Jes.

—Jes —oyó que decía la voz de Tane. Era apenas un poco más alto que ella y más esbelto, pero sintió sus brazos protectores y fuertes. Él apoyó su fría mejilla contra la de ella y añadió—: Ya pensaremos algo. Si mi padre te prohíbe visitar la cueva, procuraremos que cambie de opinión, o trabajaremos en otra cueva. Pintarás, no lo dudes. Te lo prometo.

Jes se había quedado sin aliento y se apartó un poco de Tane, lo suficiente para poderle ver la cara.

—¿Serías capaz de prometérmelo?

—Sa —asintió él. Sus ojos eran muy verdes desde una perspectiva tan cercana—. Sé que no has podido dibujar —añadió—. Y yo sé lo dura que es la espera. Pero… pintarás. Harás grandes pinturas, Jes. Caballos y toros y ciervos. Te lo prometo. No permitiré que nada te detenga. Pero… debes tener paciencia —dijo con los ojos brillantes.

—Sa —musitó Jes, mientras una tímida sonrisa asomaba en sus labios.

Y entonces la boca de Tane se posó en la suya.

Nadie lo había hecho antes. Jes tenía quince inviernos. Dos años antes se había acostado por primera vez con un muchacho durante los Fuegos de Primavera y sabía muy bien lo que sucedía entre un hombre y una mujer cuando yacían juntos.

Pero nunca un hombre había posado su boca en la suya. La sorpresa que aquello le produjo la hizo ponerse rígida, pero luego, cuando Tane la acercó aún más, comprendió lo agradable que era aquel roce. Le rodeó con los brazos la cintura, que las pieles que llevaba puestas habían ensanchado. No pudo sentirlo entre todas aquellas ropas, y lo lamentó. Notó cómo él movía la lengua contra su boca cerrada y ella la abrió porque supuso que aquello era lo que Tane deseaba. Y ante su sorpresa él deslizó la lengua en el interior de su boca.

La penetración de aquella lengua provocó una reacción sorprendente en el interior de Jes. Y no tardó mucho en comprender que el juego de lenguas que estaban haciendo era sólo el preludio de una acción mucho más importante. Y ella lo deseaba. Deseaba a Tane. Deseaba que aquellas manos delgadas y hábiles la tocaran; deseaba que aquel cuerpo esbelto y fuerte estuviera desnudo a su lado; deseaba que su pene se introdujera en su interior de la misma manera que su lengua estaba dentro de su boca.

¡Dhu! ¿Qué diría Alin? Estaba traicionando a su tribu comportándose así con Tane. Jes se enderezó, hizo un gran esfuerzo y se apartó de él.

—No es correcto que me comporte así contigo —dijo bruscamente—. Traiciono a mis compañeras. —Se dio la vuelta y empezó a caminar rápidamente por el sendero del río.

Tane la alcanzó inmediatamente.

—No es incorrecto, Jes —dijo con una voz casi sin aliento y ella no pensó que era porque había corrido para alcanzarla—. En la primera Luna del Salmón, las mujeres del Ciervo Rojo deberán elegir pareja —le recordó—. ¿Cómo vais a saber a quién elegir si antes no sabéis algo de nosotros?

Jes lo miró de reojo y no contestó. Siguió avanzando a grandes zancadas.

—Respóndeme —dijo Tane, ahora en tono imperativo, sujetándola por el brazo y deteniéndola.

Jes apartó la mano de él, pero se detuvo.

—No te contestaré, hombre del Caballo.

—Ya. —Se quedaron mirándose en medio del sendero y Tane entrecerró los ojos—. Entonces, Mar tenía razón. Todavía confiáis en que vengan a rescataros.

Únicamente el movimiento de sus pestañas indicó una reacción por parte de ella.

—Jes, ¿has pensado qué sucedería si los hombres de tu tribu vinieran a rescataros? —preguntó—. ¿Crees que es probable que los hombres del Caballo renuncien a la única esperanza de supervivencia de nuestra tribu?

—¿Qué estás diciendo? —preguntó ella mirándolo a la cara.

—Estoy diciendo que pelearemos —replicó contundentemente—. Probablemente mataremos. Hombres contra hombres. Eso es lo que estoy diciendo.

—Creía que en esta tribu era tabú matar a otro hombre —dijo Jes con los ojos muy abiertos—. Todos se muestran horrorizados cuando se menciona el incidente del verano pasado —añadió con ligero sarcasmo.

—Es tabú que un miembro de la tribu mate a otro, es cierto —respondió Tane con el rostro ceñudo—. Pero a hombres de otras tribus ya es otra cosa. Hemos luchado contra otras tribus antes. ¿Crees que permitiríamos que otra tribu cazara en nuestros territorios? Pues bien, menos aún permitiríamos que otra tribu se llevara a nuestras mujeres.

—¡Nosotras no somos vuestras mujeres! —exclamó Jes levantando la barbilla en un gesto de desafío.

—Lo sois —repuso Tane.