Cuatro días después del nacimiento de la hija de Elexa, Zel llegó a casa arrastrándose con una gran herida en el muslo y otra, aún más grave, en el costado. Alin se preguntó qué es lo que estaría haciendo tan lejos del hogar con solo un perro por toda compañía, pero evidentemente había pagado caro su espíritu aventurero. La primera noticia que llegó a la cueva de las jóvenes fue que lo habían herido a unas millas más abajo del río y él había vuelto a casa caminando, desmayándose muchas veces a causa del dolor y de la pérdida de sangre.
Inmediatamente se convocó a Huth.
La atmósfera que flotaba en las cavernas del despeñadero aquella tarde de invierno era silenciosa y apacible. Del interior de la cueva donde yacía el hombre herido, la tribu escuchaba el rítmico batir del tambor de Huth mientras éste convocaba a su espíritu guardián para que le ayudara a curar las heridas. Aquella tarde Alin cuidaba a Ware en lugar de Mada, y después de más de una hora intentando mantener sujeto al niño, decidió vestirlo con sus pieles y llevárselo a dar un paseo por el río helado.
En cuanto tomaron la primera curva del río y estuvieron fuera de la vista de las cavernas del despeñadero, Alin descubrió a Mar corriendo con Lugh.
—¡Mar! —gritó Ware, antes de que ella pudiera detenerlo. La gran figura cubierta de pieles miró a su alrededor. Cuando Mar vio a la muchacha y al niño, se detuvo y los esperó. Alin frunció el ceño con disgusto. Había estado evitando a Mar desde que la había besado. No se fiaba de que él no volviera a hacerlo. Y no se fiaba de ella, de no permitírselo.
Mar le sonrió mientras se acercaba. Llevaba puesta su túnica de pieles, pero la capucha se le había deslizado hacia atrás y sus espesos cabellos flotaban en el aire frío invernal. Ocultaba la mano derecha en la parte delantera de la túnica y en la izquierda sostenía una lanza de tamaño mediano.
Ware y Lugh empezaron a perseguirse mutuamente en la ribera, el pequeño reía y el perro jadeaba con casi el mismo regocijo. Alin y Mar los seguían más retrasados, paseando uno al lado del otro.
—Te está creciendo la barba —se oyó decir Alin.
—En invierno llevar barba da calor —explicó él—. En la época cálida da demasiado calor y me la afeito.
—Es un recurso muy útil que tienen los hombres —dijo ella—, poder dejarse crecer un abrigo de pelo cuando hace mucho frío. Las mujeres no podemos hacerlo.
—No estarías la mitad de bonita con barba —replicó él divertido. Inclinó la cabeza ligeramente hacia un lado, entrecerró los ojos y estudió su rostro.
Alin se ruborizó ligeramente y pensó satisfecha que el viento frío tenía la culpa del color de sus mejillas.
—Mada me ha dejado al cuidado de Ware, pero se aburría en la cueva. Por esto hemos salido —dijo con viveza, para ocultar su turbación.
Él asintió y volvió a mirar al muchacho y al perro que corrían alegremente en la ribera, delante de ellos.
—No deberías salir sola —dijo—. Mira lo que le ha sucedido a Zel por ir en solitario.
—¿Qué le ha pasado a Zel? —preguntó Alin, porque quería enterarse y también porque no deseaba escuchar la advertencia de Mar.
—Lo corneó un búfalo.
—Oh. —Alin llamó a Ware que se estaba alejando demasiado. Luego preguntó—: ¿Cómo sucedió?
—No es una historia agradable. —La miró de soslayo—. Al parecer Zel estaba hambriento y quiso cazar un búfalo con la lanza. Falló el tiro, hirió al búfalo pero no lo mató.
—¿Por qué él solo querría matar un búfalo? —preguntó Alin.
—No debería hacerlo. El Dios Búfalo se encoleriza cuando matan a sus criaturas por una razón tan nimia como el alimento de un solo hombre. Zel podía haber cazado un jabalí, una liebre, o haber pescado. El hielo no está todavía muy duro y se puede romper. —El rostro de Mar tenía una expresión muy seria—. Creo que Zel fue castigado por su mala acción.
—¿Qué sucedió? —volvió a preguntar Alin.
Mar sacó la mano de la túnica para ponerse la capucha.
—Como puedes imaginar —contestó después—, el búfalo se puso furioso al sentirse herido y, como era un búfalo, por supuesto atacó. Zel corrió hacia un árbol cercano. Logró llegar al árbol antes que el búfalo, pero resbaló cuando empezaba a trepar y el búfalo le alcanzó en un muslo con uno de sus cuernos. El animal arremetió de nuevo, y esta vez alcanzó a Zel en un costado y lo lanzó al aire, lo bastante alto para que la rama de un árbol se le metiera por el cuello de la camisa.
Alin se imaginó la escena y apretó los labios.
—El pobre Zel intentó liberarse de la rama —siguió diciendo Mar—, pero estaba sujeto por la camisa y colgando boca abajo. Por suerte su perro pudo distraer al búfalo y el toro embistió hacia otro lado, dejando a Zel colgado del árbol. Finalmente se le abrió la camisa y cayó al suelo. Temiendo que el búfalo volviera, se arrastró inmediatamente hasta la maleza y se ocultó.
—Seguramente el búfalo se cansó de perseguir al perro de Zel y volvió a su primera presa, Zel ha dicho que se pasó una eternidad buscándolo, pero felizmente no lo pudo encontrar. Al final el toro se marchó y Zel salió arrastrándose de su escondite.
—Tenía un enorme agujero en el muslo —añadió Mar mirando a Alin— y las tripas le colgaban fuera por agujero del costado.
—¡Dhu! —exclamó Alin—. Es un milagro que haya vuelto aquí.
—Sa —asintió Mar—. Zel es fuerte. Se metió las tripas en el estómago y las sujetó con el cinturón. Luego se ató algunas cintas que sacó de su rollo de dormir alrededor del muslo, para detener la hemorragia. Y después volvió a casa.
Se quedaron callados unos instantes. Ware y Lugh dieron media vuelta y empezaron a correr hacia Mar y Alin.
—¿Y qué estaba haciendo Zel, tan lejos de casa y solo? En mi tribu nadie se aleja tanto sin un compañero —dijo Alin.
—Tampoco solemos hacerlo nosotros —contestó Mar.
—Entonces, ¿por qué estaba Zel solo?
Mar apuntaló la jabalina en los guijarros de la ribera y no contestó.
Alin comenzó a tener sospechas. ¿Por qué no se lo decía?
—¿Mar? —dijo en voz baja.
Mar se encogió de hombros. La túnica de piel de reno que llevaba puesta le hacía parecer más alto de lo que ya era. Parecía un gran oso, pensó Alin. Un gran oso dorado. Entrecerró los ojos y miró su rostro esquivo.
—Muy bien —dijo—. Tendré que preguntárselo a otro.
Mar apretó con fuerza las mandíbulas. Alin vio la crispación del músculo.
—Eres una pesada —replicó.
Alin lo imitó encogiéndose de hombros y no contestó.
—Había ido a la cueva del salmón —dijo al fin Mar, con solemnidad.
—¿Y qué es la cueva del salmón?
—Es una cueva que está a dos días de jornada del Varas. En dirección al Agua Serpiente.
—Muy bien. ¿Y por qué iba a la cueva del salmón?
Esta vez Mar clavó la jabalina en los guijarros con fuerza.
—Porque allí viven unas mujeres —dijo al fin—. Unas mujeres que han sido expulsadas de sus tribus. Si estás dispuesto a pagar, puedes acostarte con ellas.
Alin creyó no haber oído bien.
—¿Acostarte con ellas? —Contempló el perfil de Mar—. ¿Significa que se acuestan con cualquier hombre que las pague?
—Es lo que he dicho.
—No te creo.
—Haz lo que quieras —replicó él mirándola de soslayo con expresión irónica.
Lugh llegó jadeando hasta los pies de Mar. Miró a su amo y emitió un ladrido breve y agudo. Mar rió y sacó un hueso del interior de su túnica.
—¡Ve a por él! —gritó al perro, y lanzó el hueso. Lugh salió corriendo como un rayo. Ware chilló con deleite.
—¿Por qué fueron expulsadas de sus tribus esas mujeres? —preguntó Alin.
—Sus maridos las encontraron acostadas con otros hombres.
—¿Y por esta razón las expulsaron? —preguntó Alin con incredulidad.
—En el Clan no nos gusta que nuestras mujeres nos sean infieles —dijo Mar.
—¿Y a los hombres casados infieles también los expulsan? —preguntó Alin.
—Na —replicó él sin mirarla—. Son castigados, por supuesto. Es malo tomar a la mujer de otro. Pero no los expulsan.
—Ya veo.
—Na —replicó él mirándola—. Tú no ves nada.
—Tienes razón —asintió ella—. No veo nada.
—¿Es cierto que en tu tribu las mujeres casadas son libres de tomar al hombre que deseen? —preguntó con voz dura y brusca.
Lugh corría por los guijarros con el hueso entre los dientes.
—¡A mí! —gritó Ware—. ¡Quiero lanzarle el hueso a Lugh!
Mar cogió el hueso de la boca del perro y se lo dio al chico.
—Vamos —dijo con voz suave al dirigirse al niño—. Lánzalo.
Ware lanzó el hueso. No demasiado lejos, pero Lugh de todos modos fue tras él.
—En mi tribu las mujeres casadas no se acuestan con otros hombres —replicó Alin enfadada—. Antes de casarse, una joven puede hacerlo cuando lo desea, pero una vez ha elegido a un hombre, debe permanecer fiel. Y él debe permanecerle fiel a ella. Es una de las reglas para que la tribu se mantenga unida.
—En ese caso, vuestras reglas no son distintas de las nuestras —dijo Mar, más aliviado.
—¡Pero ninguna mujer de mi tribu sería expulsada nunca por acostarse con otro hombre! —gritó Alin apasionadamente.
—Acabas de decir que en tu tribu también lo consideráis mal hecho —razonó él arqueando las cejas—. ¿Qué hacen entonces, en la Tribu del Ciervo Rojo, cuando sucede algo así?
A poca distancia de ellos, Ware había vuelto a lanzar el hueso para que Lugh lo fuera a recoger.
—No sucede —replicó Alin—. Si un hombre y su esposa se llevan tan mal que desea tomar otro hombre, entonces ella sólo tiene que declarar su intención a la Reina y el matrimonio se disuelve.
—¿Y los hombres también pueden hacerlo?
—Sa. También pueden hacerlo los hombres.
—Nosotros no tenemos estas costumbres —dijo Mar lanzando un resoplido por la nariz—. Si un hombre se cansa de su esposa, puede tomar otra. Pero al hacerlo, no puede abandonar a la primera.
—¿Y las mujeres también pueden tomar un segundo esposo?
—Na —replicó Mar apretando los dientes.
Alin curvó los labios en una sonrisa que no indicaba precisamente diversión.
—No vas a convencerme de que desee convertirme en una mujer de tu tribu, Mar —dijo.
—No es corriente que un hombre tome una segunda esposa —añadió Mar, a la defensiva.
—Porque aquí hay muy pocas mujeres —replicó Alin.
Como aquello indudablemente era cierto, Mar no supo qué responder. Con demasiada frecuencia se encontraba sin respuestas y a la defensiva cuando hablaba con aquella joven. No era una situación muy agradable. Mar volvió a apretar las mandíbulas.
Se habían resguardado del viento detrás de una roca protuberante y los jóvenes permanecieron en silencio contemplando cómo el niño lanzaba el hueso al perro en la ribera. Ware consiguió hacer un lanzamiento muy bueno.
—Buen chico —murmuró Mar en voz baja.
Alin contempló al hombre que estaba a su lado mientras éste miraba a su perro sujetar el hueso con los dientes para devolvérselo a Ware.
¿Había ido Mar alguna vez a visitar a aquellas mujeres?
¿Por qué ese pensamiento la desasosegaba tanto?
Alin frunció el ceño y se quedó mirando con fijeza sus botas nuevas.
—Hay algo acerca de tu tribu que siempre me ha sorprendido. —La voz de Mar la distrajo de sus pensamientos.
—Creo que hay muchas más cosas y no sólo una que te sorprenden de mi tribu —contestó ella divertida.
Él captó su expresión humorística y la miró desconcertado. Sus miradas se cruzaron y entonces él rompió a reír. Alin le devolvió la sonrisa y de pronto sintió que le faltaba el aliento y se le encogía el estómago.
Peligro, pensó, y se alejó un paso.
—¿Qué es lo que te sorprende, Mar? —preguntó.
Mar observó su repliegue y arqueó una ceja, pero lo ignoró.
—En la Tribu del Caballo es tabú casarse entre parientes de cierto grado. Por esto vamos a las Asambleas, a buscar esposos en otras tribus para nuestras muchachas y a buscar esposas para nosotros. Sólo hay un cierto número de hombres y mujeres en la tribu que pueden casarse; todos los demás lo tienen prohibido —contestó. Se estaba bien al resguardo de la roca y Mar se echó hacia atrás suavemente la capucha—. Es la ley del Clan —dijo muy serio—. Y lo ha sido desde el comienzo de los tiempos. Pero las mujeres de tu tribu no abandonan la tribu. ¿Se acepta entre vosotros el matrimonio entre parientes?
—Na —replicó Alin inmediatamente—. Como para el resto del Clan, existe un grado de parentesco que también es tabú. —Le lanzó una mirada larga y fría—. La respuesta a tu pregunta es muy sencilla, Mar, y la sabrías si te hubieras detenido a pensarlo. La Tribu del Caballo cambia a sus mujeres por las de otras tribus para traer nuevas mujeres a la tribu. En la Tribu del Ciervo Rojo son los hombres quienes se casan fuera y las mujeres quienes buscan fuera nuevos maridos.
Mar se había quedado con la boca abierta.
—¿Los hombres abandonan su tribu y se casan con vosotras?
—Sa.
—Esto es… sorprendente.
Alin le dirigió una sonrisa misteriosa.
—Las mujeres del Ciervo Rojo son más deseadas que los varones en las tribus del Clan de nuestra zona —dijo—. Ya ves, somos famosas por ser grandes amantes.
Permanecieron callados unos instantes y luego Mar rompió a reír.
—Entonces los hombres de mi tribu y las mujeres de la tuya nos llevaremos muy bien —dijo cuando logró dominarse.
Alin levantó la mirada lentamente hacia él, y miró aquellos ojos risueños que eran de un azul tan deslumbrante y centelleante como el arco de cobalto del cielo invernal que se extendía por encima de ellos. Aquellos ojos, comprendió ella por primera vez, eran la marca del Dios Cielo. Éste era un hombre a quien el Dios Cielo había tomado para sí, un varón total y absoluto; en él no había ninguna señal de la Madre.
Al abrigo de la roca la temperatura era agradable, pero Alin sintió un escalofrío.
—Creo que ya es hora de volver —dijo—. Mada vendrá a buscar a Ware. —Tras decir esto, salió del abrigo de la roca al viento.
En cuanto aparecieron en la ribera, Lugh dejó al niño con el que había estado jugando y echó a correr con ímpetu hacia Mar. Ware lo siguió, con las mejillas teñidas de rojo a causa del juego y del viento.
—¿Te gustaría montar a caballo hasta casa? —preguntó Mar al niño.
—¡Sa! ¡Sa! —fue la instantánea respuesta de Ware, que levantó los brazos hacia aquel hombre alto que le sonreía jovialmente. Ante la mirada de Alin, Mar cogió al niño y se lo puso sobre los hombros.
—Mi padre hacía lo mismo conmigo. Recuerdo que me gustaba —le dijo Mar riendo y empezó a galopar por la ribera, con el niño cabalgando sobre sus hombros. Las manitas de Ware agarraban los rubios cabellos del hombre y el viento desperdigaba por la ribera los chillidos de deleite del niño.
Alin sonrió mientras contemplaba el alegre trío que tenía ante ella; un hombre, un niño y un perro.
—¡Alin! —llamó Ware volviendo la cabeza—. ¡Ven tú también!
—¡Está bien! —gritó ella a su vez, y echo a correr hasta alcanzarlos.
Huth atendió a Zel durante el resto de la tarde, poniéndole vendas y dándole medicinas según las instrucciones del espíritu que había convocado. El muchacho, Arn, permaneció al lado de su maestro, pero a la hora de cenar, Huth lo despidió.
—Zel duerme bien —le dijo al muchacho—. Lo velaré yo. Tú ve a comer algo.
Arn sabía que Huth no abandonaría su ayuno hasta la mañana siguiente, así que no se ofreció a llevarle alimentos al chamán.
—¿Debo volver? —preguntó.
—Desde luego. Pero quiero que comas. Hoy ya has ayunado bastante.
Arn obedeció y se dirigió a la cueva de los iniciados a comer algo, porque aquella noche nadie había cocinado en la cueva del chamán. Arn había sido iniciado el año anterior, dos años después que su hermano Dale, pero no era uno de los miembros del círculo cerrado de la cueva de los iniciados. Era un aprendiz de chamán, y por esta razón lo consideraban con cierta aprensión y reverente temor el resto de los muchachos iniciados de la tribu.
En la cueva de los iniciados, Arn comió estofado de búfalo que Mada había cocinado a fuego lento para los muchachos durante toda la tarde con rocas ardientes en un hoyo forrado de cuero. Mada cocinaba siempre a fuego lento con hojas de laurel, perejil y mejorana que le daban a la carne y al caldo un sabor que a Arn le gustaba mucho.
Como los demás jóvenes, Arn comió la carne en un hueso frontal de reno, del que habían retirado las astas, en forma de tazón, que contenía perfectamente el alimento. Los bordes de los tazones habían sido retocados y pulimentados para que los bordes afilados no cortaran los labios. Cuando Arn masticó su ración de carne estofada que se llevó a la boca con una cuchara de marfil de mamut y bebió el caldo, se dio cuenta de que estaba hambriento. Zel había llegado allí justo al amanecer, y ni Huth ni Arn habían comido nada para desayunar.
La conversación alrededor de la hoguera de la cueva de los iniciados se centraba en dos tópicos habituales: la caza y las muchachas. Arn escuchaba a medias.
—¿Dónde está Tane? —preguntó a su hermano que se sentaba a su lado cuando hubo acabado el último bocado de estofado—. Como no estaba en la cueva de Huth pensé que seguramente lo encontraría aquí. No lo he visto en todo el día. No creo que se haya enterado de lo de Zel.
—Yo tampoco lo he visto en todo el día —replicó Dale—. Esta luna ha estado trabajando en la cueva sagrada. Quizá no ha vuelto todavía.
—Pero está oscureciendo —dijo Arn.
—Entonces quizás esté con Mar —sugirió Dale.
—Sa. —Arn movió su cabeza plateada, que era aún más clara que la de su hermano—. Quizás esté con Mar.
A Cort y a Melior les tocó el turno de recoger los utensilios de la comida y algunos muchachos sacaron las tabas para jugar a la Caza del Búfalo. Bror sacó un trozo de hueso que había estado trabajando y continuó grabándolo. Dos jóvenes exhibieron unos palos de madera y empezaron a tallarlos con unos cuchillos de pedernal afilados como navajas. No había perros a los que echar los restos de comida porque la cueva de los iniciados estaba situada en la parte superior del despeñadero y los animales no podían subir hasta allí. El ambiente era amistoso y pacífico. El aire era cálido y agradable, gracias al calor humano y al calor del fuego.
Arn se levantó un poco a regañadientes.
—Quédate un rato —dijo Dale—. Esta noche hará frío en la cueva de Huth.
—Volveré —dijo Arn sonriendo a su hermano—. Primero voy a ver si Huth me necesita.
Pareció como si Dale fuera a objetar algo, pero luego se encogió de hombros y asintió. Se volvió hacia el otro muchacho que estaba a su lado y empezó a hablar con él sobre algo que Elen le había dicho durante el día. Arn se deslizó silenciosamente tras las pieles que colgaban en la entrada.
El sol casi se había puesto y la oscuridad se extendía por el valle de Varas. Arn puso sus pies en la escalerilla de cuerda y descendió rápidamente hasta la segunda terraza. Al final de la escalerilla estuvo a punto de darse contra una muchacha que empezaba a ascender.
—¡Oh! —exclamó Dara—. No te he visto. Como está oscureciendo…
—Lo siento —se disculpó Arn—. ¡He estado a punto de pisarte la cabeza!
Permanecieron uno junto al otro al pie de la escalerilla y se miraron. Ya se habían visto antes, desde luego, pero nunca habían hablado.
—Eres el muchacho que ayuda a Huth —dijo Dara.
—Sí. Soy Arn.
—Y yo Dara.
Se quedaron mirando durante unos instantes. A Arn le agradó particularmente observar que el extremo de la cabeza de ella le llegaba a la altura de sus ojos.
Dara pensó que aquel muchacho tenía el cabello más bonito que jamás había visto.
—¿Qué estás haciendo fuera tú sola, Dara? —preguntó Arn, al fin—. Está oscureciendo y en la oscuridad es muy fácil perder pie en estas escalerillas.
—Estaba buscando a Jes. No ha vuelto todavía —dijo Dara con expresión solemne en sus ojos de color gris oscuro.
—¿No ha vuelto de dónde?
—Se fue a la cueva con Tane —dijo Dara—. A verle pintar.
Arn permaneció en silencio, atónito.
—¿Huth lo sabe? —preguntó luego.
—Oh. —Los ojos de Dara parpadearon alarmados—. No lo sé. Quizá no debería habértelo dicho…
—No pasa nada —le aseguró Arn—. No voy a decir nada. Y Huth esta noche está muy ocupado.
Dara recordó entonces cuál era la ocupación de Huth.
—¿Cómo está Zel? —preguntó.
—Todavía está vivo. Ya es algo.
—Sa —dijo con voz extremadamente suave. Él pensó que nunca había oído una voz tan dulce—. Decían que estaba malherido.
—Y lo estaba.
—Bueno —dijo Dara dubitativa. Miró hacia la escalerilla y luego volvió a mirarle a él—. Creo que será mejor que regrese a la cueva de las muchachas.
—Te acompañaré —dijo Arn. Contempló la pequeña y frágil figura que tenía ante sí. No le sucedía con frecuencia tener que mirar hacia abajo, aunque tuviera delante una mujer. Y aquella joven apenas podía considerársela una mujer—. ¿Cuántos inviernos tienes, Dara? —preguntó siguiendo el hilo de sus pensamientos.
—Dos puñados y tres —contestó ella.
—Yo soy un invierno mayor que tú —sonrió él con agrado.
—Oh. —Ella alzó la vista para mirarlo a los ojos y, aunque hubiera poca luz, pudo ver que eran grises como los suyos, sólo que muchísimo más oscuros.
—Eres importante, Arn, para ser tan joven —dijo con sincera admiración.
Arn era un muchacho modesto, pero aquello le agradó.
—Na —le aseguró—. No soy importante. Algún día, quizá. Cuando sea chamán.
—¿Y cuándo será eso?
—Cuando Huth diga que ya estoy listo. —Sus ojos cristalinos adquirieron una expresión misteriosa—. Es muy difícil convertirse en chamán, Dara —dijo—. Son muchas cosas las que tienes que aprender. Han de pasar muchos días hasta que tu espíritu las perciba.
Dara lo contempló admirada.
—En nuestra tribu no existen chamanes como tú —comentó—. En nuestra tribu tenemos a la Reina, que es la voz de la Madre.
—Si vuestra Reina habla por la Madre, entonces es una especie de chamán también —dijo él.
—Sa. Supongo que así es —replicó Dara asintiendo pensativa.
—¿Vuelves a la cueva de las muchachas?
—Sa.
—Vamos —dijo Arn—. Iré contigo y cuidaré de que llegues sana y salva.