CAPÍTULO XIV

La luna nueva marcó la apertura de la estación de la caza del reno en la Tribu del Caballo, y al día siguiente de que Huth anotara oficialmente en su calendario la luna nueva, Altan celebró el ritual de la caza del primer reno.

La caza del reno siempre había sido fácil. Las manadas emigraban por los mismos caminos año tras año y los cazadores sólo tenían que apostarse en el vado del río y asaetear a los renos mientras la manada lo cruzaba nadando o lo vadeaba. El primer reno de la estación, sin embargo, siempre lo mataba el jefe. Y nadie se lo comía. Como sacrificio al Dios Reno, se celebraba un ritual durante el cual lo despedazaban y lo enterraban. Luego colgaban su cornamenta en la cueva de los nirum durante todo el año hasta que la remplazaban por la del primer reno del siguiente invierno.

Las muchachas del Ciervo Rojo comprobaron que el invierno en el valle del río de las Varas era considerablemente más benigno que el clima de las montañas. Aunque el valle era ventoso, nevaba poco, y las cavernas en el despeñadero estaban bien orientadas para el clima invernal, el sol de la Luna del Reno estaba muy bajo en el cielo y la situación de las cavernas y abrigos de la Tribu del Caballo propiciaba la entrada de la luz del sol durante la mayor parte del día, calentando las piedras y a la gente que habitaba en ellos.

Las jóvenes se dedicaron durante la mayor parte de la Luna del Reno a trabajar las pieles que habían traído de la caza del búfalo. Las mujeres de ambas tribus iniciaron una amigable relación basada en sus respectivas pericias. Las muchachas de la Tribu del Ciervo Rojo eran superiores en la preparación de las pieles; para todas era evidente que el cuero de sus atuendos era más suave y más flexible que el cuero que producían las mujeres del Caballo. Y las mujeres del Caballo eran superiores en lo referente a la costura y el adorno. Así, las muchachas del Ciervo Rojo se prestaron voluntariamente a preparar las pieles para luego llevárselas a las mujeres del Caballo, quienes las trasformaban en prendas de vestir.

El problema de las botas se resolvió rápidamente para las recién llegadas. Mada había guardado algunos pares de más de la Tribu del Caballo y luego las mujeres se reunieron y confeccionaron las botas que las jóvenes del Ciervo Rojo necesitaban con tanta urgencia. Hicieron el trabajo con rapidez, puesto que había muchas manos trabajando. Y las mujeres de cada tribu se observaban atentamente para aprender los secretos de las otras.

En medio de aquella proximidad, Alin pudo observar con asombro hasta qué punto era sencilla la vida de las mujeres del Caballo. No sólo ignoraban todos los ritos religiosos que les eran propios, sino que también ignoraban la camaradería que reinaba entre las muchachas del Ciervo Rojo. Parte de ello se debía a la pérdida de los rituales, pensaba Alin, y parte a que en la tribu del Caballo la primera lealtad de la mujer era hacia su hombre.

—Así ocurre también entre los casados de nuestra tribu —dijo Sana cuando Alin comentó este hecho una tarde mientras se dedicaban a pulir pieles en un rincón de una de las cuevas grandes, alejadas de las demás—. Recuerdo perfectamente que mi madre se pasaba horas cortando pescado y envolviéndolo en hojas para cocerlo sobre piedras calientes porque así era como le gustaba a mi padre.

En los labios de Sana apareció una sonrisita.

Alin permaneció en silencio.

—Supongo que sí —dijo al fin—. Es posible que encuentre tan raras a las mujeres del Caballo porque nunca he vivido en una familia.

—Eres la Elegida —dijo Sana—. Tu vida ha sido diferente.

—Sa —contestó Alin en voz baja.

—Creo que nosotras somos diferentes, sin embargo —añadió Sana de repente. Dejó el utensilio de hueso que había estado utilizando para pulir las pieles, se inclinó hacia atrás sobre los talones y miró a Alin—. Las mujeres del Ciervo Rojo hemos aprendido a cazar, es cierto, pero es lo que tú querías, Alin, que entre las cazadoras reinara el compañerismo. Y creo que por esta razón existe una fuerte unión entre nosotras, mucho más fuerte que entre las mujeres del resto de la tribu.

—Entre los muchachos cazadores también existe el compañerismo —dijo Alin.

—Sa —replicó Sana dirigiéndole una sonrisa—. Fue una buena idea que las jóvenes hiciéramos lo mismo. Nos perdíamos la mejor diversión.

—Sa —dijo Alin lanzando una risita y echándose la trenza hacia atrás sobre la espalda—. Nos lo perdíamos.

—Alin —llamó una voz imperiosa, y Alin levantó la vista de su trabajo y la fijó en un muchachito robusto que estaba ante la piel en la que ella estaba trabajando—. ¿Qué estás haciendo? —preguntó el niño.

—Estamos curtiendo los pellejos de los búfalos, Ware —replicó Alin con seriedad—. Es lo que debe hacerse para obtener cuero flexible.

—¿Por qué?

—Porque se ablanda.

El niño movió su cabeza castaña rizada y se puso de cuclillas para acercarse más a la piel que estaba extendida en el suelo.

Ware, de cinco años, perdió a su madre en la tragedia del pozo de agua envenenada. Fue uno de los tres niños de la tribu que se quedaron sin madre y Altan había dado a los padres de aquellos niños la oportunidad de que eligieran los primeros a las mujeres que la tribu adquirió en las Asambleas del Clan. A la tribu no le impresionó la generosidad de Altan porque el jefe era uno de los padres que necesitaba esposa. Ware, sin embargo, no tenía padre, lo perdió el año anterior ante un rinoceronte lanudo al cruzar un río y Mada y Rom habían tomado al niño a su cuidado.

Por alguna razón que Alin no podía comprender, Ware se sentía muy atraído hacia ella. La seguía a todas partes y la vigilaba constantemente con sus grandes, solemnes y oscuros ojos grises, Alin se decía que quizá le recordara a su madre, pero cuando se lo preguntó a Mada, la anciana le dijo que no se parecía a ella físicamente.

Por su parte a Alin aquel niño la intrigaba. A pesar de haber crecido en una tribu con tantos niños, Alin no estaba familiarizada con ellos y Ware podía decirse que era el primer niño con el que se había relacionado. Siempre la habían mantenido separada de sus hermanastros. Lana no crió a sus hijos, los entregaba al cuidado de otros casi inmediatamente después de su nacimiento. Sólo eran chicos. No merecían la atención de la Reina.

Alin no se había cuestionado la forma en que su madre llevaba sus asuntos, pero era consciente de que le agradaba la compañía de niños porque no le habían permitido relacionarse con ellos en su tribu. Y aquel muchachito huérfano, con sus cabellos rizados y sus grandes ojos grises, sensibilizaba las fibras de su corazón de una manera perturbadora y extrañamente dulce a la vez.

—Enséñame —pidió Ware apartando la mirada de la piel de búfalo y mirándola a ella directamente.

—Ésta es la herramienta que utilizamos —dijo Alin suavemente, sonriendo y levantando el curtidor de hueso para que él lo viera—. Cógela —añadió alargándosela.

Ware cogió la herramienta y la contempló muy serio. El curtidor, fabricado en el taller de Rom, era de costilla de reno, perfectamente idóneo para esta tarea. La costilla curvada había sido meticulosamente partida en dos en sentido longitudinal y el utensilio propiamente dicho estaba constituido por la mitad del hueso. El curtidor también era ligeramente arqueado, con el lado poroso formando la parte exterior de la curva. El extremo con el que se trabajaba, el extremo con el que se curtía la piel, estaba ligeramente desgastado por el uso.

—¿Cómo lo utilizas? —preguntó Ware mirando otra vez a Alin.

—Te lo enseñaré. —Alin volvió a coger la herramienta y la deslizó por la piel sobre sus rodillas—. Lo haces con las dos manos —explicó—. Mira. Pon la mano derecha en la base del curtidor. Es la mano que controla el ángulo que se forma en la piel. Luego, presionas encima con los dedos de la mano izquierda, hacia delante y hacia atrás. —Se lo demostró durante un rato y luego levantó la mi rada y le dijo—: Inténtalo.

Ware cogió la herramienta con vehemencia y se arrodilló ante la piel, a su lado. Primero puso la herramienta formando un ángulo demasiado abierto.

—No —dijo Alin—. Se romperá el hueso si lo haces así. Aquí. Así. —Y bajó el curtidor hasta situarlo más cerca del pellejo. Esta vez el niño logró con éxito curtir la piel hacia delante y hacia atrás—. Deben curtirse todas las pieles si quieres hacerlas flexibles —siguió explicando Alin—. El curtidor hace presión sobre la piel y le da brillo. Luego untaremos la piel con grasa animal. La grasa dará flexibilidad a la piel y ayudará a que el agua no entre en ella.

—¿Puedo seguir? —preguntó Ware con vehemencia.

—Claro —replicó Alin.

—Me gustaría tener un ayudante como el tuyo —dijo Sana.

Ware tenía los ojos brillantes.

—Luego te ayudaré a ti —le prometió a Sana con una sonrisa de felicidad.

Los ojos de ambas jóvenes se encontraron en una mirada maternal y divertida.

—Gracias, Ware —dijo Sana—. Es magnífico de tu parte.

En el interior de la cueva hubo una repentina corriente de aire helado y las luces de las lámparas de piedra parpadearon. Alguien había apartado las pieles que colgaban en la entrada. Alin miró por encima del hombro y vio entrar a una de las mujeres del Caballo.

—¿Dónde está Mada? —La urgencia en la voz de la mujer llamó la atención de todos los presentes.

—Aquí. —La voz de Mada llegó del extremo opuesto al que se encontraba Alin y la anciana se puso de pie.

—Se trata de Elexa. Se han roto las aguas de la vida. El bebé está a punto de nacer.

—Ya voy —dijo Mada con calma y empezó a caminar hacia la entrada de la cueva.

Alin vio cómo Mada se agachaba bajo las pieles colgantes que la otra mujer había apartado para que pasara. Las pieles cayeron tras ellas y las llamitas de las lámparas se serenaron. Se reanudaron las conversaciones en el interior de la cueva, aunque mucho más apagadas de lo que eran antes.

Ware volvió a pulir la piel.

—¿Crees que las mujeres de esta tribu tienen una estatua del parto? —preguntó Alin a Sana.

—Quizá la haga Mada —replicó Sana.

Se miraron la una a la otra con expresión dubitativa.

—¿Qué es una estatua del parto? —preguntó Ware, alzando la cabeza.

—¿Una estatua del parto? —repitió Ona. Ona era joven. Fue una de las primeras mujeres canjeadas después de la tragedia y estaba a punto de dar a luz.

—Es una estatua de la Madre —contestó Alin en voz baja—. La muestra dando a luz. Se la llevamos a todas las mujeres que están de parto y también se cantan unas canciones especiales, para pedir a la Madre que proteja a la mujer y al niño.

—En mi tribu había una estatua así —dijo Ona asintiendo—. Sólo la utilizábamos cuando el parto era difícil.

Alin arqueó las cejas.

—Habría menos partos difíciles si se le diera a la Madre el reconocimiento apropiado.

—¿Lo crees de verdad, Alin?

Los ojos de Ona, fijos en Alin, resaltaban enormes en su rostro pálido y cansado.

—Sa —replicó Alin.

—En esta tribu nunca hemos utilizado una estatua del parto. —Fue Tora, una de las mujeres del Caballo, quien habló.

—Entonces, ¿a quién le pedís protección en vuestros partos? —preguntó Alin—. ¿Al Dios Cielo?

—Bueno… no.

Alin contempló los rostros de las mujeres que se encontraban en el interior de la cueva y movió la cabeza con expresión incrédula.

—Me sorprende constantemente hasta qué punto las mujeres de esta tribu olvidan a la Madre Tierra —dijo—. Que lo hagan los hombres no me sorprende mucho. Los hombres son hombres. Juegan un papel muy pequeño en el misterio que es la vida. Pero una mujer… una mujer es vida. Sus entrañas, su sangre, sus aguas… son vida. Y para formar esta vida y traerla al mundo una mujer viaja muy cerca de la muerte. Vida y muerte. Ambas pertenecen a la Madre. —Movió otra vez la cabeza, esta vez con expresión perpleja y añadió—: No os comprendo.

—En mi tribu teníamos estatuas de la Madre. —Era la voz de Nel, la esposa de Altan—. Las guardaban las mujeres. Las utilizaban en la iniciación de las jóvenes y también en los partos. Y había unas oraciones especiales.

—Quizás Huth tenga una estatua de la Madre para nuestra tribu —dijo Thora con expresión de duda.

—¡Huth! —exclamó Alin con ojos encendidos—. Huth es un hombre. ¡Un hombre no debe inmiscuirse en las cosas sagradas de la Madre!

—Las mujeres del Caballo no hemos adorado a la Madre desde hace muchos años, Alin —explicó una de las ancianas de la tribu—. Seguimos desde hace mucho tiempo al Dios Cielo.

—El Dios Cielo es bueno para los hombres —dijo Sana.

—No es cierto —llegó una suave respuesta—. El Dios Cielo es bueno para todo el mundo. ¿No sabéis en vuestra tribu que él es quien ha dado el nombre a la tierra? —Zena, la mujer que pronunció estas palabras, miró a Sana y a Alin—. El Dios Cielo yació con la Madre Tierra y crearon el mundo —dijo la mujer del Caballo seriamente—. Los seres humanos y los animales, los árboles y los campos… todo fue creado por el Dios Cielo y recibió de él el nombre. Creo que esto lo convierte en dios de todo cuanto fue creado por el Dios Cielo y recibió de él el nombre. Creo que esto lo convierte en dios de todo el mundo, no sólo el dios de los hombres.

—Es cierto que del Dios Cielo y la Diosa Tierra nació el mundo —respondió Alin. Apartó la mirada de Zena y la paseó en círculo por toda la cueva, fijándose en todas aquellas caras femeninas iluminadas por la parpadeante luz de las lámparas de piedra—. Aquí sólo estamos mujeres —siguió diciendo—. Sabemos la pequeña parte que juega el hombre a la hora de llevar adelante la vida. —Sus ojos se detuvieron en el rostro juvenil y fatigado de Ona—. ¿No es cierto, Ona?

—Es cierto —contestó Ona inmediatamente, con énfasis.

Hubo unas risas.

—Ellos se llevan todo lo placentero y ningún dolor —dijo otra mujer y en su voz se pudo captar un punto de amargura.

Más risas, aunque no tan divertidas.

—Fue la Madre quien dio a luz al primer hombre así como a la primera mujer; de la Madre nacieron los renos y los caballos y los búfalos y todos los demás animales. Es la Madre quien hace nacer las plantas de su propio cuerpo para alimentar las manadas. El Dios Cielo tan sólo es el macho de la Madre —dijo Alin, encogiéndose de hombros—. Todas las mujeres debemos ser capaces de reconocerlo. No comprendo cómo las mujeres de esta tribu han olvidado quiénes son.

—Nunca lo he pensado —respondió Ina, una de las jóvenes del Caballo que todavía no se había convertido en mujer.

—Creo que eres imprudente con toda esta charla sobre la Madre —dijo Lian con voz bronca, y todas las cabezas se volvieron para mirar a la muchacha que estaba sentada junto al fuego—. Una mujer sin un hombre no es nada —añadió con expresión desafiante. Luego miró a Alin—. Nosotros seguimos al Dios Cielo porque es todopoderoso. —En su boca gruesa apareció una expresión de terquedad—. Es el esposo de la Madre, y la Madre debe hacer lo que él dice.

—Tenéis una idea muy extraña del matrimonio en esta tribu —replicó Jes con ironía.

—Sa —añadió Elen. El tono de su voz no era irónico, sino divertido—. Una idea muy extraña.

Las pieles que cubrían la entrada de la cueva empezaron a vibrar. Luego se levantaron y la misma mujer que antes había ido a buscar a Mada apareció nuevamente.

—Thora —dijo, ya en el interior de la cueva—. Mada quiere que vayas.

—¿Hay algún problema? —preguntó Thora, poniéndose de pie.

—Es posible —contestó la mujer suspirando—. Aunque creo que es porque Elexa es muy miedosa. Su hermana murió de sobreparto hace dos años y eso la tiene muy preocupada.

Antes de encaminarse hacia la puerta, Thora se volvió para mirar a Alin.

—¿Tienes aquí alguna de esas estatuas del parto? —le preguntó a la joven.

—Na —respondió Alin sacudiendo la cabeza—. Cuando nos cogieron no tuvimos la oportunidad de recoger nuestros objetos religiosos.

Thora estaba preocupada.

—¡Qué lástima! Me preguntaba si la estatua podría ayudar a Elexa.

—Si quieres yo podría dibujar una imagen de la Madre dando a luz para ella —se ofreció Jes.

—¡Sa! —exclamó Alin, mirando a su amiga, en el otro extremo de la cueva.

Jes había llegado cuando ya habían empezado las labores de curtido de las pieles y había preferido trabajar en la costura. Por ello estaba sentada cerca del fuego junto a las mujeres del Caballo.

—Es una gran idea. Tú dibujas la imagen y yo se la llevaré a Elexa. —Se volvió hacia Thora—. Y rezaré las oraciones y celebraré el ritual. He visto hacerlo a mi madre muchas veces y conozco bien la ceremonia. —Sus ojos castaños se impusieron a los azules de Thora—. La Madre ayudará a tu amiga —dijo con absoluta certeza—. Te lo prometo en su nombre.

Thora contempló a las mujeres de su tribu, junto al fuego.

—No se pierde nada intentándolo —dijo vacilante.

—Na. No hay nada de malo en permitir que una joven mire un dibujo.

—Es cierto que Elexa perdió una hermana cuando ésta dio a luz. No podemos perder más mujeres en la tribu.

Todas las respuestas fueron afirmativas. Sólo Lian no parecía muy convencida, pero contuvo la lengua. Jes se levantó y fue a buscar sus utensilios de dibujo.

Jes dibujó en una piedra lisa a una mujer de gran vientre, con las rodillas completamente extendidas, en la postura de parto. Podía verse el inicio del descenso de la cabeza del bebé, y como en todas las representaciones de la Madre, el rostro carecía de rasgos.

Alin cogió el dibujo y se lo mostró a la parturienta. Desde su iniciación, Alin había acompañado a su madre cada vez que Lana presidía un nacimiento y por esta razón sabía exactamente lo que tenía que hacer. Elexa estaba muy atemorizada, pero la firmeza de Alin al asegurarle que sus oraciones a la Madre le proporcionarían un alumbramiento feliz, tuvieron un efecto sedante en la muchacha.

Era su primer parto y fue muy largo. Mada era una experimentada comadrona y Alin no intentó interferir en las manipulaciones de la anciana. Elexa expresó un deseo casi frenético de que Alin permaneciera a su lado, por lo que la líder del Ciervo Rojo se quedó allí, durante toda la noche, ayudando a Mada en lo que podía, animando a Elexa cuando se presentaban los dolores.

Al fin, precisamente al despuntar el alba, nació el bebé de Elexa.

—¡Es una niña! —exclamó Mada triunfante, mientras cortaba el cordón umbilical con una daga de marfil y sostenía a la niña en brazos.

En los rostros fatigados de todos los que se encontraban en la cueva apareció una radiante sonrisa.

—¡Una niña! —exclamaron—. ¡Alabada sea la Madre! ¡Ella nos ha dado una niña!

Pronto la noticia recorrió las cavernas del despeñadero:

¡Elexa ha tenido una niña!

¡Nos ha nacido una niña!

¡Otra niña para la Tribu del Caballo!

La tribu había estado esperando durante semanas este nacimiento, el primero desde la tragedia del pozo de agua. Deseaban vehementemente que fuera una niña. Y todos temían perder a Elexa. El feliz logro de sus deseos podía ser el signo de que la mala suerte de la Tribu del Caballo se había desvanecido para siempre.

—Excelentes noticias —dijo Mar, cuando Tane, medio dormido, apareció en la puerta de su abrigo para darle la buena nueva. Mar se incorporó en sus pieles, se estiró, y, rascándose la cabeza, sonrió a Tane—. ¡Qué buena noticia! ¿Y cómo está Elexa?

—Las mujeres dicen que muy bien.

—Excelentes noticias. —Mar se rascó otra vez la cabeza y su sonrisa se hizo más amplia—. Una niña.

—Sa. —Tane empezó a atizar el fuego, apenas humeante—. Parece como si, después de todo, la Tribu del Caballo empezara a tener un futuro.

—¡Por descontado que existe un futuro para la Tribu del Caballo! —exclamó Mar, lanzando una mirada feroz a su amigo.

Tane estaba demasiado ocupado con el fuego para observarlo.

—Piensa una cosa —dijo—. Las cuatro mujeres que compramos en la Asamblea de Primavera están embarazadas: Nel, Lina, Ona y Rena. —Metió el palo que había cogido en el centro del fuego adormecido—. Las tres mujeres que trajo Altan mientras nosotros estábamos fuera, pronto estarán embarazadas, si no lo están ya. Si tenemos suerte y nacen muchas niñas y algunos niños… —Tane levantó la mirada del fuego—. En menos de tres puñados de años, ya tendremos mujeres para canjear con otras tribus por esposas para nosotros.

—Sa —dijo Mar—. Y esto sin tener en cuenta a las muchachas del Ciervo Rojo.

—El año pasado en esta época, las perspectivas eran muy sombrías —siguió diciendo Tane, exhalando un suspiro—. No quisiera volver a pasar un invierno como el que pasamos en la tribu el año pasado.

—No fue agradable —asintió Mar.

Tane contempló el pequeño abrigo que Mar había compartido con Eva.

—Creo que fue más difícil para aquellos que perdieron a sus esposas que para los que todavía no se habían casado —comentó con tristeza.

—Este invierno también parece que va a ser largo —dijo Mar. Hizo una mueca—. ¡Cuando pienso que fui yo quien animé a Alin a que hablara con Huth para que le concediera tiempo hasta los Fuegos de Primavera! —Meneó la cabeza—. Debí de estar poseído por un espíritu diabólico.

—No digas esas cosas. —El tono de voz de Tane era cortante. El hijo del chamán nunca se sentía cómodo cuando se hacían bromas sobre espíritus diabólicos—. Querías reservar a las muchachas para los hombres más jóvenes. Y tenías razón. Sin tu intervención, seguramente Altan las hubiera entregado a los nirum —añadió, esta vez con mayor suavidad.

Mar emitió un gruñido y se retiró el cabello enmarañado de los ojos.

—Me alegro de que Elexa se encuentre bien. Me preocupaba —dijo.

—Y a todos nosotros. Cort no ha parado de pasearse durante toda la noche. Ya ha perdido una hermana en un parto, y otra con lo del agua envenenada. No quería perder más.

—Tod debe de sentirse satisfecho —comentó Mar, con voz neutra.

—Tod está pagado de sí mismo —replicó Tane, en tono amargo—. Es uno de los pocos hombres de la tribu que tiene esposa y ahora también puede alardear de hija. Le ha ido muy bien su amistad con Altan.

Mar arqueó una ceja, se puso de pie y volvió a rascarse.

—Estoy hambriento —dijo.

—Hay comida en la cueva de mi padre —respondió Tane—. Ven a compartirla.