Al día siguiente, los cazadores acabaron de trocear los búfalos, empaquetaron la carne que ya estaba ahumada y se dispusieron a ahumar la restante. Al menos necesitarían otro día antes de que pudieran iniciar el camino de vuelta, cargados con la carne para el invierno.
El ahumado era la parte del trabajo más liviana. Una vez troceados los cadáveres, lavados los pellejos, fundida la grasa y preparada la carne para trasladarla al fuego para el proceso de ahumado, no tenían otra cosa que hacer que vigilar y descansar. Por la tarde el sol había caldeado el ambiente y la temperatura era agradable, por lo que Alin, Jes y Elen cogieron sus ropas manchadas de sangre y bajaron al río a lavarlas. Se encontraron allí con un grupo de iniciados y nirum, muchos de ellos desnudos hasta la cintura en medio del aire frío, dedicados a lavar los restos de un día de trabajo lo mejor que podían.
—¡Elen! —llamó Dale. Era uno de los que estaba desnudo hasta la cintura y su cuerpo joven, escasamente musculado, brillaba como el marfil bajo el sol de la tarde. Se había enrollado los pantalones y se había adentrado en el agua poco profunda de la orilla del río. Rió a las jóvenes y se echó el cabello hacia atrás—. ¿Os unís a nosotros? —preguntó con aire provocativo.
—He venido a lavar la camisa —replicó Elen.
—A lavar las camisas —le corrigió Dale—. La que llevas puesta está como la que tienes en la mano.
—Quizá también te lave a ti la boca, Dale —replicó Elen poniéndose las manos en las caderas y sacudiendo su cabeza pelirroja.
Dale aulló haciendo una mueca de terror y Elen se echó a reír.
—Yo le castigaré por ti, Elen —dijo Zel metiéndose en el río y dando un puñetazo a Dale en su mejilla lampiña. El muchacho de cabellos claros esta vez gritó de veras mientras perdía el equilibrio, caía hacia atrás y quedaba sentado en el río.
—¡Zel! —exclamó Elen con reproche corriendo a mirar cómo Dale se ponía de pie, con los cabellos claros llenos de gotas de agua del río y una expresión homicida en los ojos.
El resto de los hombres, al ver que iba a empezar una pelea, se agruparon alrededor de ambos y empezaron a animar a los contendientes.
—¡Ve por él, Zel! —gritaron los nirum—. ¡Demuestra a esos chicos cómo pelean los hombres de verdad del Caballo!
—¡Túmbalo de espaldas, Dale! —gritaron los muchachos—. ¡Sabes cómo hacerlo!
—Pero si Dale es un bebé —dijo uno de los nirum despectivamente a Cort—. Apenas tiene músculos. —Y el hombre flexionó sus bíceps bien desarrollados como para demostrarlo.
—Bien dicho, nirum —dijo Cort enseñando los dientes—. Muy bien dicho.
Apenas acababan de salir estas palabras de la boca de Cort, cuando Dale esquivó ágilmente un golpe asestado por el fuerte y poderoso Zel y lo alcanzó en el hombro de tal manera que le hizo perder el equilibrio y caer de rodillas.
Cort lanzó al nirum que tenía a su lado una mirada de triunfo y soltó un fuerte aullido.
—¡Así se hace, Dale! —gritó—. ¡Así se hace!
—¡¡Zel!! —vociferaron los nirum allí presentes, temerosos del honor de su cueva.
—Dale un puñetazo en esa preciosa cara que tiene —gritó el hombre que estaba junto a Cort—. Que se vea sangre.
Los dos hombres peleaban junto al río, pero ahora lo hacían de veras, hundidos hasta los muslos en el agua helada, ignorando los ruegos de Elen para que se detuvieran. Zel redobló sus esfuerzos y se precipitó contra Dale, con la intención de sacar ventaja de su estatura y peso.
El fondo del río se hundía de forma súbita después de adentrarse en él unos pasos, y el empujón de Zel alejó a los dos hombres más allá del bajío hasta que cayeron en aguas más profundas. Aparecieron sin aliento por el impacto del frío.
Los hombres en la orilla animaban a seguir la pelea a ambos contendientes, que pugnaban por recobrar el equilibrio. Mientras sucedía todo esto, Alin se abrió paso entre los hombres hasta situarse junto a Elen, en primera fila del grupo de espectadores. Vio a Dale y Zel emerger de las aguas profundas y ponerse de pie en el bajío, chorreando y tiritando.
—¡Basta! —exclamó Alin imitando la voz de su madre cuando Dale dio un paso para agarrar la pierna de Zel pasando por debajo de él.
Dale y Zel se detuvieron en medio de un sorprendido silencio. Los hombres callaron y se quedaron mirando a Alin. Entonces Lugh salió trotando de los árboles, seguido por Mar y Tane. Mar contempló la escena que aparecía ante sus ojos y comprendió lo que estaba sucediendo.
—Poneos camisas secas —dijo autoritariamente a los dos jóvenes en el río—. Hace demasiado frío para estar ahí empapados.
Mientras Dale y Zel salían del río el silencio era absoluto. Chorreando y tiritando, fueron a buscar camisas secas.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó Mar a los otros hombres, y la suavidad de su voz contrastó con la expresión de su rostro.
—Dale y Zel querían impresionar a Elen —respondió Melior tras unos instantes.
—Muchacha, no hay que jugar a enfrentar a los hombres —dijo mirando a Elen con el rostro aún más ceñudo—. Es un juego que puede tener consecuencias peores que un remojón en el río en un día frío.
—¡Yo no he hecho nada! ¡No tengo la culpa de que se comporten como niños! —exclamó Elen furiosa.
—Pero no son niños —dijo Mar—. Son hombres. El verano pasado hubo un asesinato en la tribu por culpa de una mujer. —Miró los rostros de los hombres que le escuchaban atentos—. Creo que esta rivalidad por una mujer puede escapársenos fácilmente de las manos —añadió, dirigiéndose a ellos.
—¿Un asesinato? —preguntó Elen, horrorizada.
—Sa —contestó Iver—. Pero ahora sólo era un juego entre Dale y Zel, Mar.
La voz del nirum reflejaba pesadumbre y todos los demás nirum pensaron que habían perdido prestigio al permitir que Mar se impusiera.
—No había necesidad alguna de que los detuvieras.
—No parecía un juego —dijo Mar—. Y aunque lo fuera, las bromas rápidamente se transforman en otra cosa.
Se hizo un silencio mientras los nirum lo contemplaban con resentimiento.
—Creo que las mujeres del Ciervo Rojo tendrán suficientes pieles para confeccionarse las botas de invierno —dijo Mar dirigiéndose a Alin—. Ha sido una buena caza. —Su voz era afable y se adelantó hasta situarse a su lado en la orilla del río.
—Sa —replicó Alin.
Al igual que Mar, percibía cierto resentimiento en el ambiente y consideró que había llegado el momento de aligerar la atmósfera. Aunque estaba enfadada porque había regañado a la inocente Elen, lo apoyó, sonrió a todo el mundo y dijo jovialmente:
—Los hombres del Caballo son excelentes cazadores. La cacería nos ha impresionado.
Los jóvenes, con el orgullo recuperado, acogieron los halagos pavoneándose y Mar le devolvió la mirada, con sus ojos azules centelleantes.
Alin se dio cuenta entonces de lo sucio que estaba. Antes lo había visto dedicado a uno de los trabajos más duros: descuartizar los animales. Hasta sus cabellos estaban cubiertos de sangre seca; debía de haberse pasado las manos por ellos, pensó Alin, entre disgustada y divertida.
—Supongo que debes de tener una buena provisión de saponaria —dijo con intención.
—Sa —replicó él, sonriendo, mientras levantaba una mano sucia para enseñarle la planta que asía con el puño. Los dientes era lo único limpio, pensó Alin. Se volvió e inclinándose, se quitó los mocasines y se arremangó los pantalones para así poder meterse en el agua a lavar la camisa.
Detrás de ella se oían chapoteos y escuchó a Mar decir algo con voz apagada. Acabó con sus pantalones, recogió su camisa manchada de sangre y se volvió para llevarla al río.
Se detuvo cuando descubrió a Mar ante ella. Había ido vadeando por el agua helada y estaba haciendo espuma con la saponaria restregándose las manos y los brazos. Al igual que los otros muchachos, se había quitado la camisa y estaba desnudo hasta la cinta que le cerraba los pantalones. Su piel era tan clara como la de Dale, pero ahí acababa la semejanza entre los dos. En el cuerpo de Mar no había nada infantil. Aquellas anchas espaldas y fuertes extremidades superiores, en las que se flexionaban suavemente los músculos mientras estrujaba la saponaria y se restregaba la piel, pertenecían a un hombre adulto. La esbelta cintura y las caderas estrechas y elásticas tampoco eran las de un muchacho.
Alin, cuando se dio cuenta de que lo estaba mirando, se ruborizó. Se metió rápidamente en el agua y el impacto del frío la hizo gritar involuntariamente. Mar la oyó y se volvió para mirarla.
—Sólo te has mojado los pies —dijo—. Deberías venir aquí.
—No, gracias —replicó Alin con firmeza—. Aquí ya hay bastante agua para lavar la camisa.
Mar se fijó entonces en su pecho y se dio un golpecito en una mancha de sangre que al parecer se había filtrado a través de su ropa. Espesos cabellos le cubrían la cabeza, pero su ancho y musculoso pecho sólo tenía una ligera capa dorada.
—Sé buena chica y lava también la mía —sugirió él, mirándola.
—¿Que lave tu camisa? —preguntó Alin contemplándolo estupefacta.
Él empezó a restregarse los brazos cerca de los codos. El agua se tiñó de rojo a su alrededor.
—Yo he troceado la carne para ti —señaló Mar.
—Yo te lavaré la camisa, Mar —dijo Elen amablemente.
—Los hombres pueden lavarse sus camisas —replicó Alin.
—No me importa, Alin —le aseguró Elen—. No sería adecuado que tú lo hicieras, pero yo puedo lavarla junto con la mía.
—Gracias, Elen —dijo Mar.
—¿Quieres que te lave la camisa? —preguntó Jes a Tane en un tono tan dulce que cualquiera que la conociera se hubiera puesto inmediatamente sobre aviso.
—No —respondió él apresuradamente. Aún no se había metido en el agua, pero estaba mucho más limpio que Mar. Tane había estado atendiendo las hogueras, no se había dedicado a descuartizar animales—. No tengo la camisa sucia —le aseguró a Jes.
—Elen lo hará —dijo Alin—. Y puesto que es tan generosa, también puede lavar la mía y la de Jes.
Elen se quedó mirando fijamente a su líder, con expresión atónita.
—Pero, Alin…
—¿Sa?
Alin y Elen se miraron. Elen fue la primera en bajar la vista.
—Está bien —dijo con una voz que no denotaba expresión alguna—. Yo lavaré las camisas.
Dale y Zel se habían puesto camisas secas tal como se les había ordenado y volvieron con las muchachas justo a tiempo de oír la última parte de la conversación.
—Yo te ayudaré a lavar las camisas, Elen —se ofreció galantemente Dale.
—Y yo también —se apresuró a decir Zel.
—Y yo —añadió Col a espaldas de Zel.
En el agua, Mar soltó una carcajada y Alin le lanzó una mirada furiosa. Él le dirigió una sonrisa, luego hundió la cabeza en el agua y empezó a enjabonarse el cabello.
—Cuando hayas acabado, estaré en el campamento —dijo Alin dirigiéndose a Elen.
Alin y Jes volvieron dando un paseo, dejando a Elen lavando camisas con la ayuda de todo joven en las proximidades que podía alcanzar una.
—¿Qué le ha dado a Elen para querer lavar la camisa de Mar? —preguntó Alin irritada cuando estuvieron fuera del alcance de los oídos de los demás.
—La visión de Mar sin camisa, imagino —respondió Jes secamente. Instantes después soltó una risita—. Creo que me gustaría dibujar a Elen y a sus admiradores lavando nuestras camisas.
—Creo que al final Elen no lavará ninguna —rió Alin.
—A partir de ahora deberíamos enviarla a hacer la colada de todas —sugirió Jes. Y las dos muchachas rompieron a reír en estruendosas carcajadas.
Bajo la mirada vigilante de Mar, se lavaron las camisas en medio de una obligada camaradería y luego fueron puestas a secar sobre unas rocas. Entonces Elen volvió al campamento escoltada por seis ansiosos jóvenes.
—Es una muchacha muy bonita —le dijo Tane a Mar mientras estaban junto a la ribera del río contemplando la marcha de Elen y sus admiradores—. Pero no es como Lian, Mar.
—Ya lo sé. —Mar se había puesto una camisa de ante y se estaba anudando lentamente al cuello las cintas de piel. Luego miró a su alrededor buscando los calzones limpios que había traído consigo y, quitándose los que llevaba puestos cuando se había metido en el río a lavarse, empezó a ponerse los secos—. Ninguna de esas muchachas del Ciervo Rojo es como Lian. Pero esto no significa que no nos puedan traer problemas, Tane.
—Supongo que sí.
—Están acostumbradas a ser iguales que los hombres. —Mar se ató los pantalones a la cintura con la cinta, miró a Tane y sonrió—. ¿Viste la expresión del rostro de Alin cuando le pedí que me lavara la camisa?
—Estaba detrás de ella —contestó Tane moviendo la cabeza.
—Creo que no se hubiera quedado más atónita si le hubiese pedido que se acostara conmigo ahí en la orilla, delante de todo el mundo.
—Esta observación no es propia de ti —comentó Tane tras un sorprendido silencio.
Mar se pasó los dedos por los cabellos húmedos, luego los sacudió, como lo hacen los perros al salir del agua. Tane dio un paso atrás para evitar las salpicaduras.
—Me estoy helando —dijo Mar—. Volvamos al campamento.
Tane cedió el paso cortésmente a su hermano adoptivo. Caminaron un trecho en silencio, Mar silbando suavemente entre dientes.
—Supongo que lo he dicho porque lo pienso —dijo Mar finalmente. Volvió a pasarse los dedos por los cabellos, que habían empezado a secarse y a adquirir su tonalidad dorada habitual, formando ricitos en los extremos.
—Lo piensan todos —repuso Tane suspirando—. Y tienes toda la razón cuando dices que la situación está llena de peligro. La decisión de mi padre… ha complicado las cosas.
—Sa. Al principio creí que permitir que las muchachas eligieran a su pareja iba a servir para evitar el malestar en la tribu. Y si la situación fuera normal, así hubiera sido. Pero no cuando el número es impar.
—No sé lo que podemos hacer —dijo Tane—. Las muchachas no harán su elección hasta la primavera. Y nosotros debemos esperar hasta entonces.
—Sa —asintió Mar sombríamente. Caminaron en silencio durante un rato—. No me ha gustado el cariz de la pelea, Tane. Iniciados contra nirum. No me ha gustado en absoluto —dijo luego Mar enérgicamente.
Tane lanzó un gruñido.
—Debería hablar con Alin —siguió diciendo Mar—. Si pudiera hacer que entendiera lo… delicada… que es la situación, si ella pudiera explicárselo a las muchachas…
—Las tiene muy sujetas —comentó Tane asintiendo—. Harán lo que ella diga, es cierto.
—Las cosas se pondrán peor durante el invierno, cuando estemos confinados en las cuevas y haya poca caza —señaló Mar.
Tane hinchó los carrillos y resopló.
—Podría ser muy desagradable —dijo Tane asintiendo—. Y creo que existen pocas esperanzas de que nuestro jefe ayude a superar la situación. De hecho, es probable que hubiera disfrutado si el nirum hubiese matado a uno de los muchachos. Odia a los iniciados porque sabe que te siguen a ti.
—Altan. —Mar pronunció su nombre como si de una maldición se tratara.
—Últimamente está peor —comentó Tane—. Más abiertamente hostil. Él y esa criatura suya, Sauk.
—Tiene miedo —dijo Mar con cierta satisfacción—. Sabe que se acerca el momento de mi ascensión a nirum.
—Además sabe lo que es el desafío, Mar —añadió Tane frotándose la nariz—. Es casi un imposible. Dudo que piense que puedas hacerlo.
—Puedo hacerlo —dijo Mar sombrío.
—Tú lo crees, pero dudo que Altan lo crea.
—Altan debe de pensar que yo tengo la intención de ser el jefe con medios deshonrosos si no puedo conseguirlo con medios legítimos. —La voz de Mar era profundamente amarga—. Así piensan los hombres de su clase.
—Crees que mató a tu padre, ¿verdad? —preguntó Tane tras que darse un instante mirando fijamente el perfil de Mar—. Siempre me he preguntado…
Mar miraba a Lugh que trotaba delante de ellos.
—Sa —asintió—. Creo que mató a mi padre. Siempre lo he sentido… aquí. —Y señaló el corazón—. Pero no puedo probarlo.
—Si es así, Mar, entonces tienes que vigilar tu espalda —dijo Tane tras un momento de silencio, asintiendo lentamente.
—Lugh lo hará por mí —respondió Mar confiado.
—Lugh —añadió Tane solemnemente— y yo.
Las humeantes hogueras estuvieron encendidas toda la mañana. Los cazadores habían arrastrado la mayor parte de los cadáveres de los búfalos hasta la arboleda y, tras pronunciar las palabras apropiadas de agradecimiento al Dios Búfalo, habían abandonado lo que quedaba de ellos a los carroñeros. Sin embargo, en el campamento el hedor procedente del humo y de los cadáveres no era agradable. Cuando Mar le dijo a Alin que quería hablar con ella y le pidió que lo acompañara a dar un paseo, ella accedió con presteza.
—Yo os acompañaré —dijo Iver, el nirum que había estado sentado con Alin, Jes y otro grupito ante una de las tiendas que habían montado para pasar la noche.
Mar miró a Alin y negó con la cabeza, haciendo un ligero movimiento.
—En otro momento —le dijo Alin a Iver con voz agradable pero en el tono inequívoco de quien espera que le obedezcan.
Mar contempló divertido la sorpresa que le produjo al hombre aquella despedida. Alin pareció no darse cuenta, se levantó con gracia flexible y empezó a caminar junto a Mar. Siguieron en silencio hasta que estuvieron fuera del campamento.
—Eres la única mujer con la que he paseado y no he tenido que acomodar mi paso a ella —dijo él entonces.
—Puede que seas más alto que yo —respondió mientras sus largas pestañas se levantaban un instante para mirarle—, pero yo tengo las piernas largas —añadió con cierta amargura.
—Sa —asintió él—, las tienes.
—¿De qué quieres hablarme? —preguntó ella bruscamente.
—De esta mañana —contestó él en un tono tan brusco como el de ella—. No me ha gustado lo que he visto en el río.
—¡Elen no tenía la culpa!
—No digo que haya sido culpa de Elen. Y si el pasado verano no hubiéramos tenido ese problema, es posible que yo no hubiese dicho nada. Pero en el aire se respiraba algo que no me ha gustado, Alin. —Alargó la mano para detenerla—. Y a ti tampoco. Habrías de tenido la pelea si yo no hubiera llegado. Lo sabes.
Lo miró en silencio durante unos instantes. Se acercaba el anochecer y se había levantado aire. El frío había teñido de color rosado las mejillas de Alin y la punta de su delicada nariz. El viento agitaba sus lisos cabellos dorado oscuro en las sienes y sus grandes y luminosos ojos tenían una expresión pensativa.
—Sa —dijo con evidente desgana—. En el aire se respiraba algo que no me gustó.
—Dos sementales luchando por una yegua. Puede ser peligroso —añadió Mar tras emitir un gruñido.
—Es un problema de los sementales, no de la yegua —dijo fríamente Alin. Luego se volvió y empezó a caminar.
Estaban subiendo hacia el río cuando de la pequeña arboleda que crecía a sus orillas llegaron unos gruñidos de animales. Alin y Mar se aproximaron y descubrieron a cinco perros salvajes matando a un cerdo. Ante la sorpresa de Alin, Mar se arrodilló y puso sus brazos alrededor del cuello de Lugh.
—¡Quieto, Lugh! —ordenó.
El perro gimoteó y se revolvió en el abrazo de acero del hombre, pero finalmente permitió que lo sujetara. Los perros salvajes desgarraron al animal moribundo y todo quedó bañado de rojo bajo el sol del atardecer. Lugh temblaba e intentaba liberarse, pero Mar siguió sujetándolo con fuerza. Al cabo de unos minutos, los perros mataron y se comieron al cerdo y salieron corriendo en busca de una nueva presa. Entonces Mar soltó a Lugh.
—Odia a los cerdos —explicó Mar a Alin—. No sé por qué, pero cuando encuentra a un cerdo, Lugh se vuelve completamente loco.
—Normalmente es muy obediente —dijo Alin con asombro.
—No cuando hay un cerdo por los alrededores —repitió Mar.
Al llegar al río, vieron una familia de ciervos bebiendo en la orilla.
—Pronto estarán aquí los renos —comentó Mar. Permanecieron unos instantes contemplando a los ciervos—. Va a ser un largo invierno para los hombres del Caballo —añadió.
Alin no replicó. Mar observó una vez más lo absolutamente silenciosa que podía ser.
—¿Alin? —dijo suavemente—. ¿Cabría la posibilidad de que las muchachas del Ciervo Rojo eligieran a los hombres antes del invierno?
Entonces ella lo miró. La luz del atardecer bañaba el río con un brillo rojo, derramándose a través de una abertura entre dos nubes altas. El brillo rojizo iluminaba su rostro, produciendo destellos en sus exquisitos pómulos y en sus sienes de piel delicada, y en sus grandes ojos una misteriosa oscuridad.
—Creo que has olvidado cómo vinimos aquí, Extranjero —respondió—. Nosotras teníamos un hogar en la Tribu del Ciervo Rojo. Y familias. Sara y Fali todavía lloran por la noche porque añoran a sus madres. Mora llora porque añora al muchacho con el que iba a casarse. Todas echamos de menos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a nuestras hermanas. —Mientras ella hablaba Mar entrecerró ligeramente los ojos y miraba su rostro intensamente—. Na, hombre del Caballo —dijo Alin con amargura—, no podemos elegir antes del invierno. Y si tus hombres quieren imitar las peleas de los sementales, encárgate tú del asunto. No yo.
—Ya veo —dijo Mar.
—Bien. Quizá deberíamos volver. —Le dio la espalda, pero Mar extendió la mano y la sujetó, haciéndola girar y encarándose con ella de nuevo.
—Ya veo —repitió—. Todo este retraso es un complot, ¿no es cierto? No tenéis la intención de casaros con nosotros. Sólo estáis tratando de ganar tiempo. Pensáis que los hombres de vuestra tribu os encontrarán, ¿verdad?
Alin no intentó desembarazarse de él. Debió de comprender que no podría. Levantó la barbilla, lo miró a los ojos y no dijo nada.
—Si le cuento esto a Altan —dijo él—, os entregará ahora a los hombres.
—No puede enfrentarse a Huth —replicó Alin casi sin aliento—. Lo sabes perfectamente.
—Huth accedería —replicó Mar—, porque la tribu no puede arriesgarse a perderos. —La expresión de su rostro era tan dura como su voz—. Si os vais, no habrá mujeres para los jóvenes y los muchachos. Se marcharán y la tribu morirá. Altan no puede permitir que suceda. Huth no puede permitir que suceda y yo tampoco puedo permitirlo.
Sus dedos se apretaron en el antebrazo de Alin y él sintió el temblor de su músculo. Se dio cuenta que debía de hacerle daño y suavizó el apretón aunque no la soltó del todo.
—Del único modo que puedes estar seguro de que nos tienes es atándonos —dijo Alin—. Oblíganos a vivir con un hombre que no nos agrade durante todo el invierno y nos iremos con los renos en la primavera. De eso puedes estar seguro, Mar.
Él miró fijamente aquellos ojos castaños y serenos, y comprendió que ella había dicho la verdad.
—Me creí muy hábil al encontrar una tribu como la vuestra —dijo lentamente con los ojos clavados en ella—. Creí que sería fácil porque vuestros hombres no pelearían por vosotras. Pero lo que yo no sabía era que vosotras lo hacéis por vosotras mismas.
—Hubiera sido mejor encontrar mujeres como las vuestras —replicó Alin asintiendo.
—No lo sé —dijo él, frotando ligeramente el brazo de ella con el dedo índice. En sus ojos brilló una lucecita azul—. A los hombres del Caballo siempre nos han gustado los desafíos.
—¿Crees que podéis sujetarnos? —preguntó Alin con expresión escéptica cuando el rostro de Mar se volvió súbitamente infantil—. ¿Cómo?
—Tú no lo sabes, desde luego, porque tu tribu no asiste a las Asambleas del Clan. Pero los hombres de mi tribu tenemos fama de grandes amantes —replicó con una sonrisa. Apretó más el brazo derecho de ella, obligándola a dar un paso hacia él—. Creo que tus muchachas no querrán abandonarnos en primavera.
Puso su otra mano en el hombro izquierdo de Alin y la obligó a acercarse más. Vio sorpresa en sus ojos y luego incredulidad.
—Alin. Eres tan bella. —E, inclinando la cabeza, puso su boca sobre la de ella.
Mar sintió cómo se estremecía al rozar sus labios. Alin se puso rígida y se echó hacia atrás, con fuerza.
—Na —murmuró él—. No lo hagas.
Retiró una mano de su hombro y la puso en su nuca. Una pasión ardiente y violenta le sacudió. La deseaba. Deseaba estrecharla entre sus brazos, apresarla y no perderla, forzarla… otra vez… y otra… El esfuerzo que tuvo que hacer para dominarse le provocó un estremecimiento. No deseaba disgustarla… asustarla, por nada del mundo.
Su cabeza se amoldaba a su mano tan bien. Su boca bajo la suya era tan dulce. Tan, tan dulce. Se acercó a ella y presionó su cuerpo contra el suyo. Ella ya no intentó apartarse. Mar sintió su suavidad, su cuerpo esbelto abandonado, pegado al suyo. Deseó ardientemente que no hubiera llevado aquella túnica de piel. Movió su boca en la de ella ligeramente: exigente, anhelante.
Una bandada de pájaros pasó sobre sus cabezas, se posaron en el suelo de la ribera a beber a orillas del río. Alin se apartó otra vez y esta vez Mar la dejó ir. Permanecieron unos instantes en silencio, cara a cara, apenas separados el palmo de una mano. Mar hizo un esfuerzo heroico para recobrar el aliento: no quería que ella se diera cuenta de hasta qué punto le había afectado su contacto.
Los enormes ojos de Alin eran insondables. Había un tenue rubor en sus pómulos. Y lo único que él veía, lo único que comprendía, era lo bellísima que era. Mar no tenía ni idea de lo que ella iba a decir.
Alin no dijo nada. En cambio dio media vuelta y empezó a caminar hacia el campamento. Mar vaciló y luego la alcanzó. La observo mientras caminaba a su lado, con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante y su larga trenza oculta en la túnica de piel. Parecía pensativa.
—¿Alin? —dijo él al fin, sintiéndose absurdamente vacilante. Jamás en su vida se había sentido así ante una mujer.
—¿Qué vas a decirle a Altan? —preguntó ella.
También él se quedó pensativo cuando comprendió que ella no iba a mencionar siquiera el beso.
—¿Qué crees que debería decirle? —respondió.
—Nada.
—No sé si voy a poder hacerlo.
—Si tú no le dices nada a Altan —dijo ella deteniéndose—, yo ayudaré a mantener la paz durante el invierno.
—¿Ayudarás a mantener tranquilos a los sementales?
—Sa —contestó Alin encogiéndose de hombros—. Debemos permanecer aquí durante el invierno. No hay más remedio. Hasta que llegue la primavera…
—No os vais a marchar —dijo Mar—. Tus muchachas son buenas cazadoras, y rápidas, pero no conseguiréis escapar.
—Los hombres de mi tribu vendrán a buscarnos —replicó Alin—. Mi madre y los hombres de mi tribu.
—¿De verdad? —dijo él mirándola con expresión escrutadora.
—Los hombres del Ciervo Rojo reverencian a la Madre. Pero son hombres, Mar. En todo menos en esto, son iguales a vosotros. Vendrán.
—Oculté las huellas.
Alin se encogió de hombros.
—Es más complicado de lo que imaginé —admitió él rascándose la cabeza—, eso de raptar mujeres.
—Porque queréis novias, no cautivas, por eso tienes todos estos problemas —dijo Alin, con expresión amable—. Ahora te comprendo mejor. Comprendo la necesidad que te ha llevado a tal acción. Fue terrible lo que le sucedió a tu tribu.
—Sa —contestó él, sombrío—. Perdimos a nuestras novias, nuestras madres y nuestras hermanas.
—Creo que, aunque nuestra tribu venga a buscarnos, algunas jóvenes del Ciervo Rojo elegirán marido entre los hombres de tu tribu —dijo Alin—. En la Tribu del Caballo hay hombres excelentes.
Alin reanudó su camino lentamente, con las manos ocultas en las mangas de su túnica de piel.
—¿Y qué hay de los Sagrados Esponsales que le prometiste a Huth celebrarías para nosotros? —preguntó él siguiéndola—. ¿Era mentira?
—Fue idea tuya que le dijera a Huth que iba a celebrar los Sagrados Esponsales —señaló Alin—. Quizá lo has olvidado. Pero yo no.
—Dudo que nunca olvides algo que puedas esgrimir contra un hombre —dijo Mar amargamente.
—No te enfades. —En la voz de Alin había un tono ligeramente burlón.
Mar se pasó una mano por los cabellos con impaciencia. La conversación no iba por los derroteros que él había previsto.
—De tus palabras se deduce que la Tribu del Caballo tendrá el problema de alimentaros durante todo el invierno y cuando llegue la primavera os iréis, dejándonos peor de lo que estábamos antes —exclamó malhumorado. Y al oír sus propias palabras, Mar frunció el ceño con enfado.
Alin abrió la boca, pero antes de que pudiera emitir palabra, él le advirtió:
—Alin, no oses decirme que nos lo hemos buscado.
Ella lo miró a los ojos y cerró la boca. Era evidente que aquello era lo que quería decir. Mar supuso que no podía culparla. Llamó a Lugh con un silbido porque se había alejado demasiado.
—¿Y qué sucede con los Sagrados Esponsales? —insistió—. ¿Es cierto lo que me has dicho, que es un poderoso rito de la fertilidad?
—Sa. —Alin apartó de una patada un trozo de excremento seco que encontró en su camino—. Es cierto. Se celebran entre la Reina y el hombre que ella ha elegido, en primavera y durante los Fuegos de Invierno. —Al ver que Mar iba a interrumpirla, añadió—: Es muy poderoso.
Mar estaba ceñudo.
—Creo que le dijiste a Huth que las bodas se celebraban entre la Reina y el jefe de los hombres.
—Es cierto. Pero en mi tribu el jefe de los hombres es el que ha elegido la Reina.
Hubo una pausa. Un animal se movió entre la hierba delante de ellos y Lugh se dispuso a darle caza.
—¿Y ésta es la vida que te espera? —preguntó Mar.
—Sa. Voy a ser la Reina después de Lana.
Mar caminó en silencio junto a ella, pugnando con emociones desconocidas.
—¿Celebrarás los Sagrados Esponsales para mi tribu, Alin? —preguntó al fin, con una voz que ni siquiera él reconoció.
—Y si te dijera que no, ¿se lo dirías a Altan? —preguntó ella que había vuelto bruscamente la cabeza hacia él y se le había quedado mirando con los ojos muy abiertos.
Mar la miró a los ojos y, respondiendo instintivamente, negó lentamente con la cabeza.
Los grandes ojos castaños se quedaron mirando fijamente su rostro, pero repentinamente se mostraron inexpresivos. Los vio distanciarse, y entonces alargó la mano y la sujetó del brazo para que no tropezara. Volvieron a detenerse.
A la izquierda, a unos diez pasos, se elevó de la hierba una bandada de pájaros que ascendió estrepitosamente hacia el cielo. Los labios de Alin se abrieron y siguió con la mirada el vuelo de los pájaros.
—Sa —dijo con una extraña nota de preocupación en la voz cuando los pájaros no eran más que unos puntos en el cielo—. Lo haré por tu gente, Mar. Los Sagrados Esponsales tienen una magia muy poderosa. Y esta vez será particularmente poderosa porque para mí será la primera vez. Os devolverá la fertilidad: niños para la tribu, cachorros para la manada. —Su voz era extremadamente suave, extremadamente apremiante. Sus enormes ojos castaños estaban llenos de luz—. Me dice el corazón que esto es lo que desea que haga la Madre por la Tribu del Caballo.
Mar se mordió los labios, pensativo.
—¿Y estos Sagrados Esponsales se celebran durante la Luna del Salmón? —preguntó.
—Sa. En tu tribu se llama Luna del Salmón. Deben celebrarse entonces, cuando los íbices bajan de las montañas y los ciervos empiezan a parir.
En los labios de Mar apareció una débil sonrisa. La Luna del Salmón, pensó, era la luna siguiente a la Ceremonia del Gran Caballo. Si las cosas salían como las había planeado, él sería el jefe cuando llegara la Luna del Salmón.
—Lo haré por vosotros, Mar —siguió diciendo Alin—, porque me dice el corazón que la Madre me ha llamado para que vuelva su culto a la Tribu del Caballo. En esta tribu la habéis olvidado. Habéis olvidado a la Diosa que es quien da la vida.
—Mi padre y el padre de mi padre y su padre antes que él, todos han seguido al Dios Cielo —replicó Mar moviendo la cabeza—. Ésta es la regla de la Tribu del Caballo, Alin. Nuestros jefes son elegidos por los hombres de la tribu; no son la pareja de la mujer sagrada. —Sus cabellos recién lavados flotaban en la brisa helada del atardecer y se retirá de las mejillas un mechón ondulado del color del sol—. No creo que nos haga cambiar.
Ella no replicó, sólo sonrió.
A muchas millas al sur, la Tribu del Ciervo Rojo también había salido de caza a principios del invierno. Nevaba más pronto en las montañas y ya habían caído las primeras nieves cuando Tor y los hombres volvieron al río del Gran Pescado con los ciervos muertos sobre los hombros.
Lana se hallaba reclinada junto al fuego en su choza y levantó la mirada lentamente cuando se abrió la cortina de piel de la puerta y entre ésta y el cielo lleno de nieve apareció la figura de Tor. Sus pieles estaban cubiertas de escarcha blanca.
—Ven —dijo Lana. El hombre obedeció, entrando en la cálida y mortecina luz de la choza—. Será mejor que te sacudas la nieve del abrigo de las pieles antes de que empiece a derretirse —aconsejó la reina, señalando un trozo de madera apoyado en un rincón.
Tor asintió, fue a buscar el trozo de madera que era tan curvado como un sable, volvió a la puerta y sacudió con energía los cristales de nieve de su abrigo de pieles, para sacarse la humedad.
—Bien —dijo Lana cuando hubo acabado—, ¿habéis tenido buena caza?
—Sa. —La voz del hombre era tranquila, pero con una tranquilidad que sonaba forzada—. En más de un sentido.
Lana se enderezó como respuesta al tono de aquellas palabras.
—¿Qué quieres decir?
Tor tomó asiento de cuclillas al otro lado de la hoguera, frente a ella.
—La primera noche que pasamos fuera, mientras montábamos el campamento, llegaron tres extranjeros a nuestras hogueras. Les dimos de comer, desde luego, y ellos me contaron una extraña historia.
El rostro de Lana cobró una expresión más intensa, y se inclinó ligeramente hacia delante.
—Me hablaron de una tribu que había perdido a todas sus mujeres y niños a causa de un pozo de agua envenenada —dijo Tor.
Los dos se miraron.
—Ésta es la tribu que se ha llevado a Alin —dijo Lana al fin.
Tor asintió con gravedad.
—Es lo más probable.
—¿Qué os contaron de esa tribu? —preguntó Lana en tono apremiante.
—Muy poco, desgraciadamente. Se trata de la Tribu del Caballo, pero hay muchas tribus que tienen un caballo como tótem. Aquellos hombres oyeron la historia en el oeste, por lo que creo que esta Tribu del Caballo debe de habitar en algún lugar al oeste de donde vivimos nosotros.
—Sa —contestó Lana lentamente—. Así lo creo yo también. —Apartó la mirada de Tor y la dirigió a la cortina cerrada de la choza—. Han empezado las nieves —añadió con voz sombría—. No podemos hacer nada hasta la primavera.
—Las muchachas estarán bien, Reina —le tranquilizó Tor—. Si es esta Tribu del Caballo la que se las ha llevado, los hombres se ocuparán de su bienestar.
—Es cierto —aseveró Lana lanzando un largo suspiro—. Son buenas noticias, Tor. Las primeras noticias verosímiles que hemos oído.
El hombre asintió, se puso de pie y fue a coger su túnica de pieles.
—¿Adónde vas? —preguntó Lana.
El hombre alzó las cejas muy sorprendido.
—A casa.
—No —dijo Lana suavemente—. Quédate aquí esta noche.
Tras una pausa infinitesimal, el hombre volvió a quitarse la túnica y luego fue a sentarse a su lado junto al fuego.