CAPÍTULO XII

A la mañana siguiente, Alin había dejado a un lado su enfado. No lo había olvidado, sino que lo había dejado a un lado, y con el rostro alegre se reunió con el resto de las jóvenes del Ciervo Rojo en la playa, mientras amanecía detrás del despeñadero.

El aire de la mañana era frío y un viento penetrante soplaba en el río. Las muchachas vestían sus túnicas de invierno de segunda mano. Además habían empaquetado sus ropas de pieles en los rollos de dormir, por si durante el día hiciera demasiado calor para llevar ropas abrigadas. La mezcla de viento y excitación teñía de rosa las mejillas de las jóvenes, y Fali y Dara jugaban con los perros que habían bajado a reunirse con ellas entre los accidentados cascajos de la ribera.

Al cabo de un rato los hombres de la Tribu del Caballo se unieron a las muchachas y los perros a orillas del río. Cuando finalmente toda la partida de caza se hubo reunido, contaron cuarenta hombres, veinte perros y dieciséis muchachas. Tanto los hombres como las jóvenes llevaban consigo lanzas grandes y pequeñas, y todos los hombres tenían lanzadores, arcos y un montón de jabalinas y flechas. Los hombres llevaban también unos fardos, que Alin presumió contenían los rollos de dormir, tiendas, los utensilios para hacer fuego y los instrumentos que iban a necesitar para despellejar y cortar los búfalos que esperaban matar. Además, un grupo de hombres llevaba unas varas largas de madera, de las que colgaban un amplio surtido de cestas. Las cestas, le dijo Bror a Alin, servían para llevar de vuelta a casa la carne, que ahumarían primero para facilitar su transporte.

Los cazadores se encaminaron en dirección este, hacia los pastos en los que, según Mar le había dicho a Alin, se encontraban frecuentemente las manadas de búfalos. Como vestían las pesadas ropas de invierno, no se movían con el trote típico de los cazadores, sino que caminaban con un paso largo.

Esto hizo que tardaran un día en salir de los árboles. La primera noche durmieron en sus rollos de pieles alrededor de cinco hogueras. El aire era frío pero apacible, y los hombres no se molestaron en levantar las tiendas.

A media mañana del día siguiente, llegaron a los pastos. No había ninguna señal de los búfalos y Altan dio las órdenes para seguir una táctica que los cazadores de la Tribu del Caballo al parecer utilizaban a menudo. Se desplegarían en dos grupos, dijo, y explorarían las llanuras por las que discurría el río Serpiente, en dos filas paralelas. En cuanto uno de los grupos avistara una manada de búfalos, enviaría un mensajero a ponerlo en conocimiento del otro grupo.

Los hombres pronto formaron los dos grupos, Alin, perspicaz, observó que existía una clara división entre los cazadores de la tribu según el líder que preferían. No existía ninguna duda sobre quiénes eran los jefes allí. Mar era más joven que la mayoría de los hombres, pero era a él, con toda claridad, a quien todos reconocían como líder en el grupo que no encabezaba Altan.

Los jóvenes siguieron a Mar, pero también un grupo de hombres más adultos se unieron a él.

Luego llegó el momento de asignar a las jóvenes a los grupos. Todas las muchachas querían ir con Mar y los jóvenes. A Alin le resultaba evidente que no les agradaba unirse al grupo de Altan. Durante un instante pareció como si fuera a estallar una disputa.

—Yo iré con el jefe —dijo, dando un paso hacia delante sujetando firmemente la lanza con las manos. Miró a Jes.

—Yo iré con Alin —respondió al instante y, adelantándose, se situó junto a su amiga. Alin le dirigió una rápida sonrisa de agradecimiento.

—Yo también iré con Alin —dijo luego la pequeña Dara.

Entonces todas las jóvenes empezaron a protestar porque también querían acompañar a Alin.

—Na, na —exclamó Alin riendo—. Si venís todas habrá que repartir de nuevo. Me acompañarán Jes y Dara, y… —sus ojos recorrieron el grupo—, Fali —dijo—, e Iva, Mora y Bina.

Una vez formados los grupos y comprendido el plan, los cazadores se pusieron en camino.

Había estado helando durante varias semanas y la hierba no era tupida y lozana como en verano. Aun así, era difícil caminar. Media hora después, Alin podía sentir el sudor en sus axilas y entre los pechos. Se detuvo para sacarse la túnica de piel y ponerse el vestido; inmediatamente el resto de las jóvenes la imitaron.

La partida de caza siguió caminando durante una hora más. Pero aunque vieron varias manadas muy numerosas de caballos y alguna ocasional de renos y antílopes, no había ninguna señal de los búfalos.

Producía una sensación extraña caminar con tanta camaradería entre esos hombres desconocidos, pensó Alin. Aquéllos no eran los rostros familiares sin barba de los muchachos que ella conocía, sino rostros más adultos, más maduros, de unos hombres cuyo obvio interés en las muchachas era menos despreocupado y más vehemente.

Uno de los hombres que Alin había visto acompañando habitualmente al jefe había caminado a su lado durante la primera parte de la jornada. Tod, le había dicho que se llamaba. Era muy afable y no pareció comprender que ella encontraba condescendientes a la vez que ofensivos sus consejos de caza, no solicitados. Finalmente Alin le dio una respuesta cortante y le lanzó una mirada altanera, y él retrocedió y fue remplazado por un hombre más joven cuya timidez le gustó más.

La pradera que estaban atravesando no se parecía a ninguno de los lugares que había visto Alin. Aunque era campo abierto, no era llana; se ondulaba y se rizaba al sol, un mar de colinas bajas cubiertas de hierba. En la pradera había árboles, pero crecían en grupos diseminados, pequeñas gotas en el herboso y ondulante paisaje. Nunca antes había visto Alin una extensión abierta de hierba tan vasta como aquélla. En verano, pensó, cuando la hierba es tupida y alta, a un hombre le debía de resultar casi imposible atravesarla.

Al fin los exploradores que iban delante volvieron para decir que habían encontrado huellas frescas de búfalos, y el hombre que caminaba al lado de Alin le aseguró que pronto avistarían una manada. Y siguieron andando. Alin empezaba a preguntarse si los exploradores se habrían equivocado, cuando alcanzaron la cima de una de las colinas más elevadas y se encontraron frente a una gran manada trashumante de enormes búfalos.

Los cazadores se detuvieron un instante, tan sorprendidos como los animales por aquella repentina toma de contacto. Los búfalos más próximos se encontraban a un centenar de yardas de su posición. Hubo un momento de silencio, mientras hombres y animales se calibraban. Luego las grandes bestias dieron media vuelta en dirección a los hombres, se aproximaron unas a otras y comenzaron a alargar el cuello.

Alin pensó aturdida y atónita que iban a atacarles.

Y entonces, a través del aire extraordinariamente apacible, llegó un espantoso bramido. Casi al mismo tiempo, una lluvia de jabalinas llegó volando de las filas de los cazadores, hiriendo a uno de aquellos grandes toros en el lomo y en los flancos.

El efecto fue inmediato. La manada giró en un solo movimiento y se desparramó colina abajo y por el valle, corriendo como una banda negra sobre la hierba hacia el límite del horizonte azul.

Hasta que la manada no desapareció de la vista, Alin no se dio cuenta de que el sonido que había producido aquel efecto había salido de la garganta de Altan.

Contemplaron el lugar vacío que habían ocupado momentos antes los búfalos.

—Los hemos vuelto a perder —señaló Dara.

—Pronto se detendrán y los vigilaremos hasta que empiece a ponerse el sol —le dijo a Dara el nirum que había caminado junto a Alin—. Altan enviará un mensajero a Mar y esperaremos aquí hasta que venga con sus hombres. Luego iremos tras los búfalos.

Sucedió exactamente como el nirum, que se llamaba Iver, le había dicho a Dara. Dos mensajeros partieron en busca de Mar y cuando el sol hubo alcanzado su punto más alto en el cielo, Mar y el resto de los hombres ya se habían reunido con el grupo de Altan. La partida de caza aunada se dispuso a salir en busca de la estampida de búfalos.

Tras más de dos horas de camino, encontraron de nuevo a la manada, esta vez paciendo pacíficamente en una depresión entre dos suaves colinas. Los cazadores se detuvieron a bastante distancia para evitar que los animales se volvieran a espantar. Alin se quedó con las muchachas y contempló a los búfalos fascinada mientras Altan y unos nirum conferenciaban.

Ninguna de las jóvenes había participado nunca en una cacería tan numerosa.

—Los búfalos tienen el alcance de visión de las hienas, el oído de un mamut, la rapidez del león y el olfato de un perro. No hay que despreciarlos nunca. Son muy peligrosos —recordó Alin que le había dicho Iver cuando caminaban juntos.

Mientras contemplaba aquellas grandes bestias cornudas paciendo a poca distancia del grupo de cazadores, Alin creyó lo que había escuchado. Contemplaba la manada con tanta intensidad que no oyó acercarse a Mar hasta que su voz sonó casi junto a su oído.

—Los búfalos son muy peligrosos —dijo, como un eco de sus pensamientos—. Generalmente tienen mal genio y nunca puedes estar seguro de lo que van a hacer después.

Alin volvió la cabeza lentamente y se quedó mirándolo.

—Es lo que me ha dicho Iver —respondió, frunciendo el ceño—. Pero si son tan peligrosos, no es bueno quedarse muy cerca de ellos. —Volvió a mirar a los búfalos—. ¿Desde dónde vamos a arrojar las lanzas? Si lo hacemos desde aquí habrá otra estampida y tendremos suerte si matamos alguno.

—Por esto no lo haremos desde aquí —replicó Mar de buen humor.

Alin siguió contemplando el panorama que tenía ante sí. La Tribu del Ciervo Rojo, para hacer una buena matanza, construía un corral con árboles y ramas y conducía a las manadas a su interior. Pero aquel altiplano era demasiado abierto para que aquella táctica tuviera éxito. Había tan sólo unos árboles al sur y al este de la manada que pacía. Hacia el oeste de la depresión había un riachuelo. El resto era campo abierto.

—¿Desde dónde, entonces? —preguntó Alin, con la frente arrugada por la turbación.

—Desde los árboles —fue la rápida réplica.

—No hay ningún búfalo cerca de los árboles —señaló mirándolo nuevamente.

Él le dirigió aquella sonrisa tan extraordinariamente atractiva.

—Casi todos tomaremos posiciones dentro del bosque —explicó—. Luego algunos de nosotros conducirán a los búfalos hacia los árboles. Mientras la manada galope hacia allá, los cazadores tendrán la oportunidad de arrojar las lanzas. —Entrecerró los ojos hasta que quedaron convertidos en simples líneas azules, y contempló la manada que pacía tranquilamente—. El truco —añadió— consiste en provocar la estampida de los búfalos más allá de los árboles.

Alin apartó la mirada del rostro de Mar y la dirigió a los búfalos.

—Si lo ocurrido esta mañana es indicativo —dijo—, es muy fácil provocar la estampida.

—Quizá sea fácil —replicó él con un gruñido—. Pero no es fácil conducirlos en la dirección que desea el cazador. Como te he dicho antes, los búfalos son imprevisibles.

—Dame un ejemplo —dijo Alin cruzando los brazos sobre el pecho.

—Bien… —Mar sujetaba su larga lanza y apuntaló el palo de madera contra el suelo apoyando en él su peso—. Recuerdo una vez que me eligieron para conducir la manada. —Alin, con el rabillo del ojo, vio que él seguía contemplando aquellos animales que pacían tranquilamente, y estudió su perfil mientras él hablaba—. La situación era parecida a la de hoy. Tres de nosotros debían conducirlos, y atacamos colina abajo, agitando las lanzas y gritando, para que la manada se dirigiera en dirección opuesta.

Hizo una pausa, se volvió hacia ella y arqueó una de sus doradas cejas.

—¿Y entonces? —inquirió Alin, dándose cuenta de que su relato la había hecho sonreír.

—Nos atacaron —dijo él—. Toda aquella masa en formación cerrada dio la vuelta y vino directamente hacia nosotros. ¡Y puedes creerlo, los búfalos corren muchísimo!

Alin miró una vez más aquellos búfalos y se imaginó la escena.

—¿Y qué hicisteis? —preguntó mirando de nuevo a Mar con los ojos muy abiertos.

—Corrimos —replicó—. Había un grupo de árboles a poca distancia detrás nuestro, y corrí entre aquellos árboles más de lo que jamás he corrido en mi vida. Pero aun así, cuando miré por encima del hombro, la manada casi nos estaba alcanzando. —Le hizo una mueca cómica de horror—. Estaba sudando, puedes creerlo. Si esos búfalos nos hubieran pisoteado allí, no habrían dejado nada que enterrar.

—¿Y qué hicisteis? —repitió Alin abriendo aún más los ojos y con las mejillas ligeramente sonrojadas.

—No me gustaba demasiado la idea de que me mataran por la espalda —contestó él mirándola a la cara y encogiéndose de hombros—, así que grité a los otros dos hombres que se detuvieran. Entonces elegí el toro más grande que venía directo hacia mí y le arrojé el venablo.

Calló con los ojos todavía fijos en ella. Esta vez Alin no sonrió.

—¿Sa?

—Pensé que le había dado, me pareció que había acertado en el flanco derecho, pero él seguía acercándose. Los búfalos son duros de pelar. Tienes que alcanzarles exactamente entre el cuello y el lomo para abatirlos con la lanza. —Mar frunció ligeramente los labios mientras lo recordaba—. Luego, justo cuando iba a alcanzarnos, cayó. Lo hizo precisamente a mis pies. —Hizo un movimiento con la cabeza para expresar aquel sorprendente milagro—. A decir verdad, no pensé mucho en nada excepto matar a ese búfalo, en una especie de gesto final, supongo, pero lo que sucedió fue que cuando aquel toro enorme cayó, los animales que corrían tras él se desviaron y se apartaron de su camino. Los que iban detrás de ellos se desviaron para evitar estrellarse contra el cadáver. Y los tres nos quedamos allí, frente al toro caído, contemplando el galope de la manada a uno y otro lado. —Le sonrió—. He estado muy cerca de la muerte una o dos veces en toda mi vida, pero nunca tan cerca como aquel día. Todavía, al recordarlo, empiezo a sudar.

Alin le devolvió la sonrisa. Sus grandes ojos castaños brillaban con intensidad, demostrando la satisfacción que le había producido su narración.

—Te creo —dijo, riendo.

—Sa —añadió Mar con voz suave—. Cuando dices que es fácil provocar la estampida de los búfalos, estoy de acuerdo contigo. Pero no son fáciles de conducir.

—Alin, siento interrumpirte, pero estamos listas para empezar la cacería. —Alin se volvió para mirar a Elen que se había acercado y las observaba con curiosidad. Alin, de pronto, fue consciente de la actitud de ambos, hablando y riendo, y se desvaneció el brillo de sus ojos. No quería que los demás la emparejaran con Mar.

—Ya voy —le dijo a Elen, y sin dirigirle una palabra más a Mar se alejó de su lado y fue a reunirse con el resto de los cazadores.

El plan que Mar le había explicado a Alin fue el que decidieron Altan y sus compañeros. La gran mayoría de los cazadores, incluidas las jóvenes, recibieron la orden de hacer un movimiento de flanqueo hacia la izquierda que los conduciría al grupito de árboles al sur y al este de los búfalos. Un grupito de hombres y perros se quedó atrás, para conducirlos en dirección a los árboles. Alin miró a ver si Mar y Lugh estaban en la partida que conduciría a los búfalos, y allí estaban los dos. Se enfadó consigo misma por mirar. Aquello le produjo un malestar que siguió cuando se dirigió con el resto hacia el bosquecillo.

Iver, el nirum que había caminado junto a Alin toda la mañana, se acerco a ella de nuevo, pero fue apartado con pocas ceremonias por el hombre maduro que habitualmente caminaba junto al jefe. Sauk, pensó Alin, y recordó la amargura en las voces de los muchachos cuando habían pronunciado su nombre.

Sauk le dirigió una sonrisa a través de su barba espesa y oscura. Era un hombre de complexión fuerte, con enormes espaldas y largos brazos, aunque no tan alto como ella. Olía mucho a sudor. La miró como Mar había hecho en cierta ocasión y Alin agradeció no estar a solas con él.

Sauk empezó a contarle, con todo lujo de detalles, sus hazañas de caza. Alin escuchaba, con expresión distante aunque educada.

—Ahora las muchachas del Ciervo Rojo tendrán la oportunidad de ver cómo cazan los hombres de verdad. —Estas palabras hicieron que Alin se revolviera como un gato furioso.

—Los hombres de mi tribu son excelentes cazadores —informó al odioso amigo de Altan con la misma expresión altanera que antes había utilizado para ahuyentar a su otro amigo—. Te aseguro, hombre del Caballo, que las muchachas del Ciervo Rojo estamos muy acostumbradas a ver cazar a hombres de verdad.

Él la escuchó con la boca ligeramente abierta, más por el tono de su voz que por sus palabras. Entonces Alin retrasó un poco el paso y se puso al lado de Iver, que había estado caminando junto a ellos.

—Este hombre es ofensivo —le comentó al joven nirum, sin reparar en el brillo de sus ojos.

—Se llama Sauk —dijo Iver, bajando la voz—. Es un hombre importante, Alin.

—No me gusta —confesó Alin, lanzando una mirada al individuo poderoso y ultrajado que caminaba delante de ellos.

—Es el compañero íntimo de Altan —le explicó el nirum—. El cazador más famoso de nuestra tribu. —Iver miró la espalda de Sauk—. En cierta ocasión —dijo con auténtico temor—, se encontró con dos leopardos que luchaban en la pradera. En cuanto los gatos olfatearon a Sauk, decidieron olvidar sus diferencias e ir a por él. —Lanzó un profundo suspiro—. Sauk los estranguló a ambos al mismo tiempo. ¡Uno en cada mano!

Hubo unos instantes de silencio en los que Alin meditó sobre aquella hazaña extraordinaria.

—Sigue sin gustarme —dijo finalmente.

Iver miró de nuevo a Sauk.

—No eres la única —manifestó, bajando la voz.

El movimiento de flanqueo duró un rato, porque los cazadores se desplegaban a bastante distancia de la manada para mantenerse alejados del olfato de los búfalos. Finalmente llegaron al grupito de árboles y tomaron posiciones.

Hasta ahora todo parece ir bien, pensó Alin, cuando se detuvo al borde de los árboles balanceando la lanza y la jabalina en las manos. Los búfalos todavía no habían visto a los hombres, o si los habían visto, no se habían alarmado. La manada seguía paciendo tranquilamente; unos cuantos animales descansaban echados encima de la hierba.

Entonces los hombres y los perros empezaron a bajar corriendo la colina, gritando y agitando las armas. Alin distinguió inmediatamente a Mar. Recordó lo que le había contado y cuando la manada huyó del avance de los hombres e inició un galope hacia los árboles, se sintió aliviada. Los cazadores que los esperaban alzaron los venablos, listos para el ataque.

Alin contempló la manada de búfalos que se acercaba con estrépito hacia ella con el corazón desbocado de excitación. El sol y el polvo le hicieron entrecerrar los ojos y avistó un gran toro corriendo junto al extremo externo de la manada. Sus cuernos le parecieron enormes. En el aire límpido de la mañana se oía el ruido atronador de sus pezuñas contra el suelo. Corrían a gran velocidad. La manada entera se encaminaba directamente hacia los árboles, conducida por los sabuesos que aullaban detrás de ella.

¡Dhu! ¿Y si no viraban? ¿Y si se lanzaban directamente contra los árboles? Si así sucedía, pensó Alin, lo único que los hombres podrían hacer para evitar ser aplastados sería trepar a los árboles. Echó un rápido vistazo hacia arriba, para comprobar la firmeza de las ramas que tenía encima de su cabeza.

El búfalo macho que iba a la cabeza de la manada vio el bosquecillo que obstruía su camino y giró para evitar el choque, galopando justo al costado del grupo de árboles.

Una mortífera lluvia de jabalinas y venablos cruzó el aire. El búfalo cayó, retrasando a la manada y dando la oportunidad a los cazadores de lanzar más dardos. Alin sonrió con satisfacción cuando comprobó que el toro que ella había avistado caía con su jabalina clavada en el cuello. ¡Las pezuñas atronadoras, los cuerpos en estampida estaban tan cerca! La sonrisa de Alin se transformó en un ceñudo gesto de frustración porque no tenía otra jabalina que lanzar.

Cuando la manada desapareció, quedó la muerte y una violenta agonía en la hierba, ante los árboles. Los cazadores salieron corriendo de la espesura para rematar a los animales que seguían con vida.

Luego empezó la labor propia del cazador, la tarea de despedazar y ahumar la carne. Mientras la mayoría de los cazadores se ponían inmediatamente a trocear los cadáveres, un grupito se dirigió a los árboles y, con unos instrumentos de piedra de bordes afilados, cortaron ramas verdes para hacer con ellas una rejilla y ahumar la carne recién troceada.

Alin y las muchachas ayudaron con las pieles, llevándolas hasta el río y lavándolas para retirar los restos de sangre y pedazos de carne antes de liarlas en cestas para el viaje de vuelta a casa. Cuando la última luz del sol hubo desaparecido, algunos cadáveres ya habían sido descuartizados y ya se habían encendido los fuegos para ahumar la carne.

Alin se reunió con algunas jóvenes y estuvieron observando las rejillas con la carne colocadas en unos palos en forma de Y que había cortado la tribu. Entre los postes habían encendido unas hogueras de fuego bajo que, atendidas cuidadosamente, mantendrían la carne envuelta en humo al menos durante todo un día, hasta que los gruesos filetes se encogieran convirtiéndose en unas tiras de cuero negro y retorcido. La carne bien ahumada se conservaría durante muchos meses y era la garantía de la tribu contra los días invernales en los que hiciera demasiado frío o el clima fuera demasiado inclemente para salir a cazar.

En cuanto hubieron llenado todas las rejillas, los hombres se dispusieron a abandonar el trabajo sucio y agotador del carnicero. Había oscurecido por completo, aunque en el campamento había suficiente luz gracias a las llamas de las tres grandes hogueras que habían encendido en círculo, en los extremos. El fuego servía para mantener alejados a los depredadores, ya que la carne fresca podía atraer a los gatos y hienas que debían de acechar por los alrededores.

En grupos de diez o quince, los cazadores empezaron a bajar al río para lavarse. Alin sacó de su rollo de pieles un poco de saponaria y se unió al grupo de jóvenes y muchachas que se dirigían al río. Los jóvenes llevaban antorchas para iluminar el camino y alejar a los depredadores acechantes. Algunos perros corrieron tras ellos.

En cuanto el sol se hubo ocultado, el aire se volvió muy frío y el agua del río estaba helada. Pero Alin había estado trabajando con los pellejos durante horas, y la sangre la cubría desde los brazos hasta más arriba de los codos. Ignorando con resolución el hecho de que estaba tiritando, cogió la saponaria y se frotó las manos, los brazos, la cara y el cuello. A su alrededor todos hacían lo mismo y el sonido de salpicaduras de agua se alternaba con el de amortiguadas expresiones de incomodidad y castañetear de dientes. A la luz de las antorchas, Alin miró su camisa de piel de gamo y observó que estaba manchada y rígida por la sangre. Tenía una camisa limpia en su rollo y pensó que se cambiaría cuando volviera al campamento y aquélla la lavaría a la mañana siguiente.

—¿Habéis acabado todos? —preguntó una voz masculina.

—Sa.

—Sa.

—Listos.

Las respuestas llegaron de todos los componentes del grupo.

—Estoy hambriento —dijo entonces la primera voz—. Volvamos al campamento.

Todos estuvieron de acuerdo con él, recogieron sus cosas y siguieron a los muchachos que llevaban las antorchas.

Cuando estaban a medio camino de las hogueras olfatearon el aroma de carne asada. Destacaba entre el olor a desperdicios, humo y carroña que impregnaba el aire del campamento.

—¡Venid a comer! —gritó una voz.

Alin y los demás se dirigieron con presteza hacia la hoguera más grande y vieron que la mayor parte de los otros cazadores ya se habían sentado a su alrededor y habían empezado a comer. Alguien le alargó a Alin un buen pedazo de carne de búfalo y ella le dio un mordisco hambrienta, luego cerró los ojos y dejó que el jugo descendiera por su garganta. El sabor le pareció delicioso. Acabó de masticar y dio otro mordisco.

—No hay nada como la carne después de un largo día de caza —dijo una voz masculina, y Alin levantó la vista y vio a Bror.

—Sa —replicó con una sonrisa que mostró sus blancos dientes a la luz de las llamas. Y dio otro mordisco al pedazo de carne de búfalo.

—Las muchachas del Ciervo Rojo son excelentes cazadoras —comentó Bror sentándose a su lado—. Había muchas lanzas vuestras en los búfalos muertos.

Alin sintió una punzada de orgullo, aunque aparentemente no lo demostrara.

—Desde luego. Nunca habíamos cazado búfalos, pero lanzar un venablo es lanzar un venablo —replicó mirándolo de reojo—. Los hombres del Caballo tampoco sois malos cazadores —añadió.

Él le dirigió una sonrisa radiante.

Al poco rato Alin observó que Lugh se había sentado junto a ella con los ojos clavados en la carne.

—¿Es que no te ha dado Mar de comer? —preguntó al perro severamente.

Él la miró con tristeza y lanzó un gemido.

—No le hagas caso —dijo Mar con voz profunda; Alin siguió el sonido de ésta y miró a la derecha de la hoguera hasta que descubrió al dueño de Lugh—. Creía que le había curado el vicio de mendigar. —Mar parecía molesto—. No le des nada, Alin. Está bien alimentado, te lo aseguro.

Alin miró en dirección a Mar y observó que estaba sentado con Tane, Jes, Dara, Elen y Dale. Parecían muy divertidos; en el rostro de Jes distinguió huellas de risas. Alin sintió una rara punzada de furia. Debía de estar cansada, pensó, sorprendida por aquella reacción y procurando razonarla. Había sido un día muy largo.

—No hay comida —le dijo a Lugh, y algo en su voz provocó que el perro se levantara inmediatamente y volviera al lado de Mar. La deserción del perro hizo que Alin se sintiera repentina y absurdamente rechazada. Acabó la carne, dio unas bruscas buenas noches a Bror y se fue de allí; se metió en el rollo de dormir y se sumergió al instante en un profundo sueño.