Huth ayunó durante todo el día y cuando empezó a oscurecer comió tres hongos y tocó el tambor hasta que cayó en éxtasis. Cuando se despertó había anochecido. Las muchachas podían entrar en la cueva sagrada y asistir a la cacería mágica, le dijo a Arn. No podían participar, sólo mirar. Luego Huth se sumergió en un profundo sueño.
A la mañana siguiente, Tane fue en busca de Jes para comunicarle la decisión de Huth. La encontró al fin en uno de sus parajes favoritos, una fisura en las rocas a media milla por encima del río, por los abrigos del despeñadero. Tenía un buril en una mano y en la otra una piedra. Tane sonrió al verla. Cuántas horas había pasado él allí sentado, pensó, al resguardo del viento helado y de la curiosidad humana, oculto tras la fisura.
—Me parece estar viendo mi propio fantasma —le dijo acercándose por la angosta hendidura para reunirse con ella en el espacio interior, más amplio.
—Oh —exclamó ella mirándolo sorprendida—. Eres tú.
—Sí, soy yo —afirmó él. Y le contó la decisión de Huth—. Los ancianos se han escandalizado —dijo a continuación—. Pero a mí me da la sensación de que en el pasado las mujeres participaban en las ceremonias de la cueva sagrada. —Tane se había sentado en cuclillas, con la espalda apoyada en la roca que estaba frente a ella—. Quizá las mujeres no celebraran la cacería mágica —siguió diciendo—, pero en la cueva hay símbolos que me parece son los signos de la Madre. Es posible que en tiempos remotos la Tribu del Caballo celebrara una ceremonia parecida a la de los Sagrados Esponsales de vuestra tribu.
—También yo lo creo posible —asintió Jes. Dejó las herramientas, dobló las rodillas y las rodeó con sus brazos—. La Reina dice que en tiempos remotos todas las tribus adoraban a la Madre. Pero la vuestra ha olvidado adorar a la Madre Tierra, Tane. Alin dice que por esta razón ella os ha castigado llevándose a vuestras mujeres.
Tane levantó la barbilla sorprendido.
—Esto no tiene sentido —dijo—. Si la Madre Tierra está enfadada con los hombres del Caballo por haberse olvidado de ella, ¿por qué iba a castigar a las mujeres?
—Yo no he dicho que la Madre estuviera más enfadada con los hombres. Fueron las mujeres quienes entregaron su poder. —Jes cogió un palito del suelo y empezó a arañar el polvo, dibujando algo que Tane no podía distinguir—. Por lo que sé, en esta tribu no existe ningún rito femenino —dijo con una expresión más sorprendida que acusadora.
—Existen algunos —replicó Tane incómodo—. Tenemos un rito de iniciación.
—E inmediatamente después se entrega a la joven en matrimonio a algún hombre —exclamó dirigiéndole una mirada desdeñosa—. ¡Esto no es un rito de iniciación!
—Ya veo que has estado chismorreando —dijo Tane con expresión agria—. Pronto nuestras mujeres querrán ir a cazar con nosotros.
—¿Y qué hay de malo en ello? —preguntó Jes dejando el palito.
Tane abrió la boca dispuesto a responder, pero la cerró sin decir nada. Observó el rostro de Jes repentinamente encendido y entonces soltó una carcajada.
—Nada —dijo apaciguador—. Nada en absoluto.
Jes lo miró con expresión recelosa y luego desvió la mirada, hacia el fulgor del río visible a través de la fisura.
—Se los he enseñado a mi padre —comentó Tane.
—¿Qué ha dicho? —preguntó ella mirándolo de nuevo.
—Se… sorprendió. —Tane arqueó una de sus negras cejas—. Me preguntó si yo te había visto dibujar.
—¿Es que no cree que una mujer pueda dibujar?
—No cree que una mujer pueda dibujar así.
—Sin embargo las mujeres de vuestra tribu son muy hábiles con las manos —señaló Jes—. Las túnicas de invierno que hacen son preciosas.
—A nuestra tribu se la conoce por la destreza de nuestras mujeres —dijo Tane con orgullo.
De la garganta de Jes brotó un sonido profundo.
Tane la miró. Y cuando habló de nuevo, lo hizo un poco a la defensiva.
—Quizá sea cierto que mi padre no haya conocido aquí a una joven que pudiera dibujar, Jes. Porque dibujar y pintar forman una parte importante de nuestra vida tribal. Si hubieses crecido en una tribu como ésta, te hubieras contentado cosiendo prendas de vestir.
Jes volvió a coger el palito y empezó a rascar el suelo. Un instante después meneó la cabeza.
Tane permaneció allí sentado en silencio, contemplando el movimiento de la cabeza de la muchacha.
—¿Quieres que te cuente lo que verás en la cueva o prefieres que sea una sorpresa? —preguntó después.
Jes levantó bruscamente la cabeza y abrió los labios.
—Dímelo —dijo.
—Estaba seguro de que responderías esto —replicó él con satisfacción. Se acomodó mejor de cuclillas—. Bien, lo primero que observarás al entrar son los toros…
A la mañana siguiente, los cazadores de la Tribu del Caballo, junto con las muchachas cazadoras de la Tribu del Ciervo Rojo, abandonaron las cavernas en el despeñadero donde tenían su hogar para pasar una breve jornada río arriba, en la cueva sagrada de la Tribu del Caballo.
Se dirigieron a pie hacia el norte bordeando el río y su marcha en formación se parecía a la otra, reciente, después del rapto: la mitad de los hombres iba delante, luego las muchachas y cerraba la marcha el resto de los hombres. Sin embargo el ánimo era muy diferente al que había reinado en el viaje anterior. Las jóvenes avanzaban curiosas, expectantes y ansiosas.
La tierra se elevó y cuando abandonaron el sendero del río las muchachas se encontraron siguiendo una senda que discurría entre un bosque de pinos, castaños y cedros. Alin miró hacia el este, donde Mar le había dicho estaban los pastos por los que galopaban manadas de caballos, búfalos y bisontes.
El recuerdo de Mar hizo que Alin, que seguía a algunos nirum, mirara hacia delante, donde la cabeza de Mar sobresalía entre las cabezas de los hombres de menos estatura. Lo contempló un instante, pero el suelo era accidentado y tuvo que bajar la vista para poder seguir el paso. Poco después, los hombres en vanguardia gritaron un alto.
Alin no podía ver lo que sucedía a la cabeza de la fila, pero repentinamente, en medio del silencio del bosque, oyó el sonido de un gran golpe, como si una roca enorme hubiera rodado por el suelo.
Alin pensó que debían de mantener sellada la entrada a la cueva sagrada y acababan de retirar la roca.
—Debéis descender por un pozo estrecho hasta llegar a la cámara principal de la cueva. Hay una escalerilla de cuerda —dijo el hombre que tenía frente a ella, volviéndose.
Alin asintió con gravedad.
Esperaron. Los hombres que habían cargado con las lámparas de piedra las sacaron de los morrales, y uno de los más jóvenes fue de un hombre a otro con una brasa, encendiendo las mechas. Cuando todas las lámparas estuvieron encendidas, los hombres que estaban delante de Alin se pusieron en movimiento.
A Alin la entrada de la cueva le pareció un simple agujero en el suelo. Era tan angosta que pensó con una pizca de humor que los hombros de Mar lo iban a poner en un aprieto. Entonces el hombre que había estado apostado junto a la entrada le hizo un gesto para que se adelantara y ella puso los pies en la escalerilla de cuerda y descendió rápidamente. Jes lo hizo después de ella.
Las paredes blancas y cristalinas de la cueva estaban iluminadas por la vacilante luz de las lámparas que llevaban los hombres. Alin se detuvo y miró con curiosidad a su alrededor. Entonces vio los animales.
Las pinturas cubrían las paredes y los techos de brillantes colores en negro, rojo, amarillo y marrón. Lo primero que descubrió fueron los toros: cuatro enormes bisontes subrayados dramáticamente en negro, parecían dispuestos a saltar sobre ella desde las paredes de la cámara. Con los ojos y los labios muy abiertos, Alin contempló con expresión atónita aquellos toros pintados. Y también había caballos… por todas partes, caballos con las crines tiesas y tupidas y brillantes hocicos, galopando por todas las paredes. Y renos. Giró la cabeza intentando abarcar con la mirada toda la cámara. Junto a la puerta vislumbró un extraño animal desconocido, pero no pudo verlo con claridad porque los hombres que estaban allí reunidos le tapaban la visión.
Alin se volvió hacia Jes dispuesta a comentarle algo, pero la expresión del rostro de su amiga la detuvo. Tras un instante de sorpresa, cerró la boca y miró hacia otro lado. No tenía derecho a interrumpir las emociones de su amiga.
La cámara en la que se encontraba era muy grande, quizás un centenar de pies de largo por treinta de ancho. En el otro extremo, Alin pudo vislumbrar lo que parecía un estrecho pasadizo que se abría en la misma dirección que la cámara principal. Un grupo de hombres se adentraba en fila por aquel pasadizo axial y Alin se encontró buscando a Mar entre ellos. Allí estaba.
Su mirada se apartó del pasadizo y volvió a las paredes de la entrada de la cámara. Allí había un segundo corredor, según pudo observar, que se abría en la pared de la derecha que poco después se estrechaba en el pasadizo axial del fondo. Nadie entraba en aquel corredor.
La mayoría de los hombres que permanecían en la cámara grande se apoyaban contra las paredes dejando el centro vacío. Ningún signo indicaba que se fuera a preparar una hoguera.
—No he visto ninguna hoguera —musitó Elen junto a Alin.
—El humo de un gran fuego dañaría las pinturas —explicó Jes, no sin antes desviar la mirada de las paredes lo suficiente como para lanzarle una mirada severísima. Aquello ofendió a Elen y Alin le puso la mano un momento sobre el brazo, comprensiva.
—Mira —susurró—. Habrá música.
Elen siguió la mirada de la otra y ambas observaron que los hombres y muchachos alineados en la pared derecha sacaban unas pequeñas flautas de hueso de sus morrales. Todos los hombres volvieron la cabeza en dirección al fondo de la cueva y Alin y Elen los imitaron. Un hombre salió de la cámara axial y Alin supuso que se trataba de Huth. Era muy difícil identificarlo porque llevaba sobre los hombros, cubriéndole la cabeza, la cabeza de un gran caballo de negras crines. El hombre-caballo vestía una larga capa de hierba entrelazada y en su mano derecha sostenía la vara tallada del chamán. Mientras todos lo contemplaban en medio de un reverente silencio, el chamán tomó asiento en un gran saliente, en un lugar que claramente era el sitio de honor de la cueva. Lo seguía un joven de cabellos clarísimos, que llevaba el tambor del chamán. El joven se sentó a los pies de su maestro. Lentamente y con reverencia, el resto de los hombres empezaron a tomar asiento a lo largo de la pared. Tras una brevísima pausa, las muchachas del Ciervo Rojo hicieron lo mismo.
En la cueva se hizo un silencio absoluto. Alin ni siquiera podía oír el sonido de la respiración. Mientras esperaban en medio del intenso silencio anticipador, Alin contempló una vez más las pinturas en las blancas paredes que la rodeaban.
Sólo un cazador hubiera podido hacer aquellas pinturas, pensó. Sólo un cazador hubiera podido conocer tan bien un animal como lo demostraban aquellas pinturas. Las bestias que habían en la pared vivían. Alin jamás había visto tal intensidad trasladada a una superficie plana. El ciervo en el santuario de su cueva sagrada tenía el mismo aspecto que aquellas pinturas, pero los ciervos eran estatuas. Ninguna de las pinturas de la cueva sagrada de la Tribu del Ciervo Rojo podía compararse a aquéllas.
Alin comprendió perfectamente cuál era el significado de aquellas pinturas. Los espíritus de las bestias, capturados y retenidos bajo el poder de los cazadores de la Tribu del Caballo.
Hubo un movimiento en el otro extremo de la cueva y Alin se volvió otra vez hacia Huth, el hombre-caballo. Lentamente, con estática e inexpresiva majestuosidad, el chamán iba levantando su vara. Obedeciendo lo que claramente era una señal, los hombres con las flautas fabricadas con pequeños huesos de médula se llevaron los instrumentos a la boca y el claro sonido agudo de la música llenó la cueva. Entonces el chamán puso la vara en manos del muchacho de cabellos clarísimos que se sentaba junto a él y cogió su tambor.
Con el primer redoble del tambor, un hombre saltó del pasadizo axial hasta la luz titubeante de la gran cámara pintada. Llevaba en la cabeza cuernos de búfalo, pezuñas de búfalo en las manos y los pies y un taparrabo anudado en la cintura con el rabo de un búfalo. Por lo demás iba desnudo.
El rostro del danzante estaba pintado de color ocre, pero a Alin no le costó mucho reconocer en él a Altan, el jefe de la tribu.
El tambor incrementó su ritmo y entonces otro hombre desnudo, cargando lanzas y jabalinas, saltó hacia la luz, Alin inmediatamente reconoció a Mar. Por mucha cantidad de pintura ocre que se hubiese puesto, nunca hubiera podido ocultar su talla.
Las pequeñas flautas de médula elevaban sus agudas notas en el ambiente sagrado de la cueva. Luego otro sonido más profundo, procedente del fémur de un gran pájaro, se unió a las flautas. Bajo su sonido firme y profundo, el ritmo cadencioso del tambor. Los cazadores formaron un círculo alrededor del hombre-búfalo y empezaron a acuclillarse y a golpear el suelo en la danza de la caza.
Altan imitaba el ataque, la huida, y el pateo y el corneo del búfalo a la perfección. Los cazadores se acercaban cautelosamente a él, pateando al ritmo del tambor, fingiendo que arrojaban sus lanzas, hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, por todo lo ancho y largo del pavimento de la cámara. El sonido de las flautas se hizo más agudo. El cuerno sonó más fuerte. El ritmo del tambor se aceleró y se hizo más urgente, hasta que toda la cámara se llenó de un sonido frenético.
Por encima de la música enfebrecida se podían oír los jadeos de los danzantes cuando pasaban cerca de los espectadores. El tambor retumbaba; las flautas se hicieron más agudas. Alin sintió la salvaje pulsación del latido de la música en su sangre. Los cazadores se iban acercando cada vez más frenéticamente al búfalo, empujándolo, en un espacio que progresivamente se iba reduciendo. La cacería mágica llenaba la cueva, resonaba en medio de los animales expectantes de las paredes hasta que, finalmente, el tambor empezó a llamar a matar.
Los cazadores cerraron el círculo alrededor de su presa. El búfalo estaba rodeado. Su mugido de cólera y desafío resonó en toda la cueva. Cayó la primera lanza. Luego otra. Después una tercera. El búfalo cayó al suelo, oculto por el círculo de cazadores pintados de ocre. Lanza tras lanza cruzaron la vacilante luz de las lámparas de la cueva. Un grito de triunfo resonó entre los cazadores. El tambor y las flautas quedaron en silencio.
Los cazadores en el centro de la cueva se apartaron del búfalo muerto, riendo y pateando al mismo tiempo.
—Una buena danza. —La voz de Huth sonó extraña y deformada por la máscara de caballo—. La cacería mágica ha terminado.
—Sa. Una buena danza —repetían todos en la cueva. Mar alargó una mano y ayudó a Altan a ponerse de pie. La dentadura de Mar resplandeció en su rostro pintado de color marrón rojizo cuando sonrió y le dijo algo al jefe. Altan movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Mañana tendremos buena caza —dijo—. El espíritu del búfalo está en nosotros.
Los hombres hicieron una hoguera junto a la entrada de la cueva y asaron la carne de reno que habían traído consigo. Había un ambiente casi exaltado entre los hombres de la Tribu del Caballo. No eran efusivos, de hecho permanecían en silencio alrededor de la hoguera comiendo la carne, pero una sensación de intensa emoción flotaba en el aire.
Una vez consumida la comida y apagado el fuego, los cazadores empezaron a desandar el camino que habían hecho por la mañana. Estaban de diferente humor, por una razón: las mujeres del Ciervo Rojo no caminaban tan separadas del resto de los cazadores. La presencia de las jóvenes en la ceremonia de la cueva las había incorporado de algún modo al círculo de camaradería de los cazadores que habitualmente cazaban juntos.
Jes caminó junto a Tane durante todo el camino de vuelta a casa, ambos absorbidos en su conversación. Hablan de las pinturas, pensó Alin medio divertida e irritada, al verlos andar el uno junto al otro delante de ella.
Alin desvió la mirada de la espalda de Jes y echó un vistazo al resto del grupo, curiosa por ver quién se había emparejado con quién.
La cabeza pelirroja de Elen junto a los rubios cabellos de Dale no sorprendió a Alin, así como tampoco ver que Sana caminaba junto a Melior. Aquellos cuatro habían entablado amistad durante su viaje al norte. Lo que sí le causó sorpresa fue la visión de Iva caminando cómodamente junto al nirum más joven. Algunas muchachas se habían emparejado con nirum, según Alin pudo comprobar. Y otras caminaban en grupo tal como habían hecho por la mañana durante el camino de ida. Sin embargo, al lado del grupo de jóvenes caminaba otro de muchachos, y entre las dos partes se había establecido una relación llena de buen humor.
Luego Alin miró a su alrededor buscando a Mar, pero cuando comprendió lo que estaba haciendo, frunció el ceño irritada. Con resolución, miró al frente, apretó el paso y siguió andando sola.
Al poco rato unos pasos sonaron detrás de ella, como si alguien quisiera alcanzarla. Mar, pensó Alin al instante, y renunció a volver la cabeza.
—Alin —llamó una voz que no era la de Mar; entonces ella se volvió y, sorprendida, vio que Bror caminaba hacia ella con una atractiva y amistosa sonrisa—. ¿Qué te ha parecido nuestra ceremonia? —preguntó.
Alin le dio una respuesta educada y se desvaneció la línea que misteriosamente había aparecido entre sus cejas. Le devolvió la sonrisa.
—Estaba pensando en la cacería de mañana, Bror —dijo. Y observó que el rostro de él se iluminaba ante su respuesta.
Mar no apareció hasta que finalmente llegaron a las cuevas del despeñadero.
—Seguidme tú y las muchachas —dijo mientras se acercaba a Alin en la playa—. Os voy a dar las armas.
Alin asintió y les hizo un gesto a las jóvenes. Siguieron a Mar hasta una de las cuevas de almacenamiento situadas en la parte más elevada del despeñadero. El sol no se había puesto todavía y dejaron enrolladas las pieles que colgaban en la entrada para que la luz del día pudiera entrar en la cueva. Acompañaban a Mar un puñado de jóvenes, quienes se ocuparon en clasificar las armas que estaban dispuestas ordenadamente en una de las paredes.
—Primero os daremos las lanzas —les dijo Mar a las jóvenes—. Hay una para cada una.
Fue Tane quien le entregó la lanza a Alin. La joven la cogió haciendo un gesto de agradecimiento y la balanceó con la mano, calibrando su peso y su equilibrio. Luego la apoyó en el suelo y la examinó detenidamente.
El palo de la lanza era muy parecido al que Alin estaba habituada a utilizar en su hogar; era de madera de tejo y de unos ocho pies de longitud. Sin embargo la punta era diferente. Era de hueso, no de piedra como las hacían en la Tribu del Ciervo Rojo. Alin la examinó más de cerca. La punta de hueso estaba exquisitamente tallada y era lo bastante afilada y fuerte para llevar a cabo su propósito.
Luego Alin levantó la lanza. El palo de madera tenía las muescas de los dedos marcadas, pero cuando intentó utilizarlas, comprobó que se habían hecho para una mano más grande que la de ella. Las muescas dejaban sus dedos demasiado abiertos para sujetar la lanza cómodamente, y tuvo que girar un poco la lanza para poderla utilizar.
Las otras jóvenes examinaron también sus armas entre murmullos de satisfacción. Era una buena lanza, pensó Alin. Fuerte y recta. Bien hecha.
—Me temo que sólo tengo cinco lanzadores para daros —dijo Mar pesaroso cuando las jóvenes se le quedaron mirando expectantes. Un murmullo de disgusto y protesta recorrió el grupo—. Lo siento —añadió encogiéndose de hombros.
—Debéis comprender que aunque cada hombre tenga una lanza larga extra, no es necesario tener un lanzador de más —explicó Tane.
—Pero ¿cómo vamos a cazar sin lanzas pequeñas? —preguntó Jes. Se dirigió a Tane, con una voz sorprendentemente dulce.
—Tenemos jabalinas para cada una de vosotras, pero sólo cinco lanzadores.
—No podríais lanzar las flechas sin arco, estoy seguro, pero si podéis manejar la lanza larga, seguramente también podréis lanzar la jabalina.
—Desde luego —dijo Alin con viveza. Contempló los rostros de sus compañeras—. ¿Y quién va a lanzar las flechas?
—Las mejores cazadoras, claro está —replicó Dara inmediatamente.
—Sa, sa —asintieron todas.
—Entonces dispondremos de los lanzadores Jes, Sana, Elen, Iva y yo.
Hubo gestos de aprobación a su alrededor.
—Estoy sorprendido —dijo Mar—. Si fuera mi tribu, los que no hubieran sido elegidos habrían protestado porque no se les consideraba los mejores.
—¿Por qué? —preguntó ingenuamente Dara con los ojos muy abiertos—. ¿Acaso en tu tribu no sabéis quiénes son los mejores cazadores?
—Creo que hay muchos hombres que se consideran entre los mejores —dijo Mar divertido.
—¿Es cierto? —preguntó Dara—. ¿Y presumen de ello?
—No puedo contestar a tu pregunta, pececito. No lo sé —replicó Mar sonriendo.
—Los hombres que siguen al Dios Cielo no han aprendido humildad —dijo Alin con calma—. Ya lo he observado.
La sonrisa desapareció del rostro de Mar. Miró a Alin y en la oscuridad del interior de la cueva, sus ojos eran aún más azules.
—Pues yo no he observado demasiada humildad en la líder de las mujeres del Ciervo Rojo.
—Alin es nuestra Reina —dijo Jes, con una voz en la que habían desaparecido toda dulzura—. Ante la única que tiene que mostrarse humilde es ante la Madre Tierra.
Tane hizo un pequeño ademán para distraer la atención de Jes. Pero Mar y Alin siguieron con los ojos fijos el uno en el otro, como si no hubieran oído a Jes.
—¿Les damos los lanzadores, Mar? —preguntó Bror, tras un momento de incómodo silencio.
—Sa —respondió Mar apartando la mirada—. Dáselos.
El lanzador era uno de los utensilios más habituales del arsenal de los cazadores porque servía para incrementar la distancia y la precisión de la jabalina. El extremo de la jabalina se encajaba en un gancho, en un extremo del lanzador de largo alcance, y cuando el cazador disponía el lanzador hacia arriba y hacia delante, la jabalina se disparaba y salía volando hacia la presa.
El lanzador que Bror le entregó a Alin era de asta de ciervo y en la ancha punta que constituía el astil, alguien había esculpido hábilmente una hiena de gesto furtivo.
—Hasta decoran sus armas —dijo Jes en voz baja y curiosa. Alin la examinó y comprobó que el soporte que le habían dado a Jes también era de asta y tenía esculpida en el astil la figura de un mamut.
—Me sobran algunos arcos —oyeron decir a Mar y tanto Jes como Alin apartaron la vista de los lanzadores que tan absorbidas estaban inspeccionando—. Utilizamos los arcos cuando cazamos animales más pequeños que el búfalo, pero una avalancha de flechas a veces ayuda a que la manada cambie de rumbo.
—Los cogemos —dijo Alin. Y nombró a las muchachas que llevarían los arcos y las flechas.
—Vuestros arcos son muy rectos —comentó Bina mientras examinaba el arma que le había entregado Bror.
—Mi padre sabe muy bien cómo calentar la madera antes de pasarla por el palo enderezador —explicó Bror con orgullo.
—Tu padre es un excelente artesano, Bror —dijo Alin—. Con estas armas tendremos una buena caza. —Sonrió al joven quien, satisfecho, le devolvió la sonrisa.
Mar frunció el ceño.
—Creo que éstas son todas las armas —dijo Tane.
—Sa. Éstas son todas las armas —asintió Bror.
Alin se apartó de Bror y miró a Mar, con una expresión claramente menos agradable.
—¿Cuándo partimos? —preguntó secamente.
—Al amanecer. Que tus muchachas se lleven los rollos de dormir y sus armas. Montaremos las tiendas en caso de que el tiempo empeore.
—Estaremos listas —replicó Alin asintiendo.
—Bien. —Mar hizo un gesto hacia la entrada de la cueva—. Eso es todo, entonces. Podéis coger vuestras armas y marcharos. Mañana al amanecer reuniros en la playa.
Las jóvenes sonrieron con anticipada satisfacción y se encaminaron hacia la entrada de la cueva. Alin permaneció un momento quieta, mirando a Mar con los ojos entrecerrados. Hizo ver que no le había oído. Ella no era un perro, para ir y venir cuando él lo decía. ¡Y además todavía no era el jefe de aquella tribu!
—¿Alin? —Era la voz de Jes y ella se volvió para mirar a su amiga que estaba en el umbral, entre las pieles que colgaban, observándola con expresión confundida.
Sin decir una palabra, Alin giró sobre sus talones y, con movimientos garbosos, se encaminó hacia la puerta de la cueva. Creyó oír a Mar decir algo, con expresión divertida. Pero aquello no apaciguó su malhumor.