Transcurrieron dos días. Las jóvenes decidieron que estaban muy apretadas en una cueva y algunas se trasladaron a otra, un poco más reducida, que se abría sobre la misma terraza. Las más mayores y las más jóvenes permanecieron juntas porque sobre todo las más niñas, Fali y Dara, estaban muy apegadas a Alin y no quisieron separarse de ella.
A sugerencias de Huth, Altan convocó una asamblea general de las jóvenes del Ciervo Rojo y las mujeres de la Tribu del Caballo. Pero primero Alin quiso reunirse con la esposa de Altan, Nel, en la cueva del jefe.
Fue Huth en persona quien acompañó a Alin hasta la entrada de la cueva de Altan, retiró las pieles que cubrían la abertura y anunció su llegada en medio de la tenue luz del interior. Alin esperó y cuando sintió que Huth la empujaba con suavidad en el hombro, entró. La joven que la esperaba salió a recibirla. Se encontraron en el centro de la gran cámara de entrada a la cueva e intercambiaron saludos ceremoniosamente. Huth las dejó solas.
Nel era casi de la misma edad de Alin y estaba evidentemente embarazada. Sus cabellos eran de color rubio oscuro, tenía los ojos azules, boca mohína, y sería muy hermosa cuando la hinchazón del embarazo abandonara su rostro. Huth le había dicho a Alin que Nel era una de las primeras mujeres que llegaron a la tribu después de la tragedia del otoño anterior. Alin miró el vientre de la mujer y calculó que debía de haberse quedado embarazada en cuanto se había casado.
Nel casi inmediatamente empezó a hacerle preguntas sobre su aceptación a casarse con los hombres de la tribu. Alin no estaba segura de si a Nel le escandalizaba el hecho de que a las jóvenes del Ciervo Rojo se les permitiera elegir a sus maridos o si sentía envidia. Pensó que quizá fuera un poco de ambas cosas.
Cuando tuvo la oportunidad de preguntar, Alin se interesó en cuestiones más prácticas.
—Necesitamos pieles para el invierno —le dijo a la mujer del jefe—. No hemos traído nada con nosotras, excepto las ropas de la ceremonia y las que llevamos puestas.
—Hay bastantes pieles para todas —repuso Nel, a la que obviamente no le interesaba en absoluto el tópico de la ropa de las jóvenes del Ciervo Rojo. Y añadió suavemente—: Y también otra ropa. Mada lo tiene todo almacenado. Le pediré que os dé lo que sobre a vosotras. Va a hacer mucho frío.
—Podremos confeccionarnos nuestra indumentaria una vez que hayamos salido a cazar —dijo Alin asintiendo con gravedad—, pero nos será imposible preparar las pieles para todas nosotras a tiempo para el invierno. Os agradeceremos vuestras pieles.
—Mar me ha dicho que las mujeres de tu tribu cazáis —comentó la otra—. ¿Es cierto?
—Sí, es cierto —replicó Alin—. Bueno… Me preocupa el suministro de alimentos de la tribu. A los hombres no les interesaba comer más que carne y como ahora hay más mujeres aquí he pensado que quizá no estéis preparados para alimentar a tres puñados más cuando llegue el invierno.
—Hay bastante comida almacenada —dijo Nel sacudiendo la cabeza—, y como nosotras no cazamos —el énfasis en la palabra nosotras no le pasó por alto a Alin— nos dedicamos a recolectar grano, hierbas y raíces secas para el invierno. —La joven había elevado la voz, a medida que la conversación iba progresando—. Los hombres nos traerán carne de reno cuando puedan y cuando no puedan hacerlo, comeremos carne ahumada almacenada.
Las cejas de Alin formaron una fina línea, pero un minuto después se limitó a hacer un gesto de asentimiento. La línea desapareció y sonrió con premeditada simpatía.
—Veo que esperas un niño. La Madre te ha bendecido. ¿Eres la esposa del jefe de la tribu?
—Sa. —La joven levantó ligeramente la barbilla redonda. Sus ojos azules contemplaron insistentemente la esbelta cintura de Alin—. ¿Has dejado un marido atrás, mujer del Ciervo Rojo?
Alin meneó suavemente la cabeza.
Nel abrió sus ojos azules con simulada sorpresa.
—Pero eres lo bastante mayor para tener marido.
—Yo soy la hija de la Reina de la tribu —dijo Alin sin ningún énfasis—. Pertenezco a la Madre Tierra. Ningún hombre puede llamarme esposa.
Esta vez la sorpresa de Nel fue genuina.
—¿Significa que nunca te vas a casar?
—¿No tenéis sacerdotisas de la Madre en esta tribu? —preguntó Alin tan sorprendida como la otra—. ¿Sus reglas son tan extrañas a las mujeres del Caballo?
—Yo he nacido en la Tribu del Búfalo —contestó la Joven—, pero nuestras reglas y las de la Tribu del Caballo son las mismas. Nuestros hombres son cazadores —alzó la mirada para mirar a Alin, que era considerablemente más alta, y siguió diciendo con orgullo—, cazadores y adoradores del Dios Cielo. Somos pueblos del sol. Las reglas de la oscuridad no son para nosotros.
—¿La oscuridad? No te comprendo, mujer del Caballo. La Madre Tierra es la diosa de toda la vida, de la luz así como de la oscuridad, de la vida así como de la muerte. Cuando se hace un niño, la Madre Tierra está allí. Cuando una hiena le roba la vida a un ciervo, la Madre Tierra también está allí. Posee poder sobre la vida. Tiene como marido al dios del cielo y al dios del otro mundo. El dios de la luz y el dios de la oscuridad, ambos yacen en el abrazo de la Madre. —Alin hizo un gesto de desdén—. ¡Pueblos del sol! —exclamó—. El sol forma parte tan sólo de la mitad de la vida, muchacha. Sería conveniente que lo recordaras.
Nel miraba a Alin como si fuera una criatura de otra especie.
—¿Cómo son los hombres de tu tribu? —preguntó.
—Los hombres del Ciervo Rojo son buenos cazadores. Pero sienten una gran reverencia por la Madre, que es la fuente de la vida de la tribu y de las manadas —replicó Alin con los ojos brillantes.
—Pero no es muy natural —señaló Nel— que los hombres sigan a las mujeres.
—Ha sido una mujer quien les ha dado la vida. Ellos no lo olvidan, como parecen hacerlo algunos hombres. Después de todo —dijo Alin con frialdad—, no fueron los hombres del Ciervo Rojo quienes enfadaron tanto a la Madre como para que los castigara envenenando sus aguas y matando a sus mujeres.
Nel abrió sus ojos azules y se puso una mano sobre el vientre, como para protegerlo.
—¿Crees realmente que la Madre Tierra envenenó el agua?
—Me resulta imposible creer que a ella le agrade una tribu como ésta, donde se demuestra tan poca reverencia a sus reglas.
Nel parpadeó, intentando comprender esta nueva idea.
—Voy a reunirme con las mujeres del Ciervo Rojo y llevarlas a la cueva de las mujeres —añadió Alin.
—Sa —dijo Nel apresuradamente—. Nuestras mujeres os esperan allí. Iré y les diré que vais a ir.
Alin asintió majestuosamente y abandonó el lugar.
Había dieciocho mujeres de la Tribu del Caballo esperando conocer a las muchachas del Ciervo Rojo en la cueva de las mujeres, en el primer nivel del despeñadero. Once de aquellas mujeres habían sobrevivido al envenenamiento; siete procedían de otras tribus y habían venido para remplazar a las muertas. De todas las mujeres de la Tribu del Caballo presentes aquel día en la cueva, sólo cuatro no estaban casadas. Tres eran muchachas que todavía no habían menstruado y la otra era Lian.
La jefe titular de las mujeres de la Tribu del Caballo era Nel, la esposa del jefe, pero era tan poco eficiente que la verdadera líder, la mujer a la que todo el mundo escuchaba, era el miembro más anciano del grupo, Mada.
Todas las mujeres se habían reunido antes de que Alin y Nel llegaran, y cuando lo hicieron, se sentaron según las normas de la tribu, las jóvenes del Ciervo Rojo dispuestas en una de las paredes y las del Caballo en la otra. Entre los dos grupos, y cerca de la entrada, ardía una hoguera. Suspendidos en colgadores de tendones había varios calderos confeccionados con cráneos de animales. Los calderos estaban llenos de un líquido cuyo aroma hacía la boca agua.
Mada se adelantó cuando Alin y Nel entraron y se presentó a Alin como la esposa del maestro fabricante de herramientas de la tribu, Rom, y madre de Bror. Luego hizo un gesto a Alin para que tomara asiento y empezó a ir y venir apresuradamente con movimientos seguros y maternales, repartiendo unos recipientes de hueso llenos de bebida caliente, que había sido confeccionada con manzanas. El brebaje era tan delicioso como su aroma.
Alin se sintió mucho más relajada gracias a Mada y al descubrir un montón de ramilletes de hierbas secas que colgaban de un poste próximo a la entrada de la cueva. La fragancia de las hierbas realzaba el aroma de la bebida de la manzana.
Alin sorbió la bebida y miró las hierbas. Reconoció el eneldo, la salvia y el tomillo.
Mada dijo algo y Alin se volvió hacia ella y sonrió. Una mujer así, pensó mientras le respondía con cortesía, no era probable que permitiera que la tribu pasara necesidades. Seguro que Mada se había ocupado de que se almacenaran la fruta, el grano y las plantas y hierbas secas necesarias para que la tribu pasara el invierno. Mada debía de tener unos ocho puñados de inviernos, calculó Alin mirando el rostro redondo y curtido de la anciana. Mada sabría lo que iban a necesitar.
—Me complace mucho ver tus hierbas —dijo Alin a la madre de Bror—. El año está ya muy avanzado para que nosotras podamos recogerlas y ya estamos aburridas de la carne asada que vuestros hombres nos han dado para comer durante el viaje.
Un murmullo de risitas recorrió la cueva.
—Los hombres sólo saben cocinar la carne de una manera —dijo Mada de buen humor.
—Sa —asintió Nel—. Creo que si no fuera por las mujeres, los hombres probablemente sufrirían la enfermedad del aburrimiento. ¡Sólo comerían carne asada!
Las mujeres del Caballo allí reunidas emitieron murmullos de divertido asentimiento y se relajó la tensión en el interior de la cueva. Alin dio otro sorbo a su bebida y miró a su alrededor.
Mada era la única anciana entre las presentes. El resto de las mujeres del Caballo era considerablemente más joven. Cuatro de ellas debían de tener alrededor de unas cuantas lunas de edad. Todavía no habían sobrepasado la edad de dar a luz niños, aunque las mujeres de aquella edad concebían con menor frecuencia que las más jóvenes. En cuanto a las restantes mujeres casadas, la mitad debían de estar en la veintena y la otra mitad eran menores. Cinco de ellas estaban embarazadas y dos sostenían a sus bebés en el regazo.
En la tribu había más niños que no se encontraban en la cueva aquella mañana. Alin los había visto: niños que daban sus primeros pasos y muchachitos jugando a la entrada de las cuevas y en la playa. No era el número de niños que uno esperaría encontrar en una tribu de tantos hombres como era la Tribu del Caballo. El recuerdo de lo que le había sucedido al resto de los niños de la tribu angustió inconscientemente el corazón de Alin.
—Y ¿cómo es que no estás casada, Lian?
La voz era de Jes, fría y argentina y llena de desdén. La pregunta cayó en un momento de silencio y todas las mujeres se volvieron para mirar a la joven de rostro en forma de corazón y trenzas claras.
Lian no contestó, pero miró con un poco de temor a la mujer pelirroja que acunaba a su bebé en un rincón.
—Va a casarse, Jes. Ya te lo he dicho. ¿No lo recuerdas? Con Mar —dijo Dara servicialmente.
Hubo un silencio mientras las mujeres del Caballo intercambiaban entre sí miradas enigmáticas.
—¡Oh! —exclamó una joven en avanzado estado de gestación—. ¿Te lo ha pedido Mar? Qué noticia.
Lian lanzó una furiosa mirada a la joven que acababa de hablar.
—Aún no me lo ha pedido, Elexa. Como bien sabes, nadie puede pedírmelo todavía.
—Pero le has dicho a Dara que ibas a casarte con él —dijo entonces Sana, una de las jóvenes del Ciervo Rojo.
—A ella le gustaría casarse con él —informó una de las mujeres de la Tribu del Caballo a las recién llegadas en tono despectivo—. Ha estado intentando atraparlo desde que murió Eva. Pero yo nunca he observado que Mar le hiciera el menor caso.
Mientras las muchachas de las dos tribus intercambiaban miradas de satisfacción, Alin pensó divertida, a su pesar: No hay nada como un enemigo común para unir a la gente.
—Quien la tome dejará entrar el veneno en su cueva —añadió la joven madre pelirroja del extremo, y su tono malicioso las calmó.
—Ya basta de provocaciones, Lian. —La voz cálida y reconfortante de Mada desvaneció la repentina tensión—. Hay una buena razón por la cual todavía no se ha casado, como saben todas las mujeres del Caballo. Se ha vertido sangre sobre ella. En primavera, cuando se haya purificado de su pecado de sangre, se casará. Y habrá muchos hombres del Caballo dispuestos a llevársela a su cueva. —La anciana se volvió intencionadamente hacia Alin—. Si tú y algunas de tus amigas me acompañáis, os daré la ropa que tenemos almacenada. La guardamos en un corredor al fondo de la cueva —dijo señalando un túnel que se abría en la gran cámara de entrada en la que ellas estaban sentadas.
—Gracias, Mada. —Alin se puso en pie, tan ansiosa como la anciana de dirigir los pensamientos de todas hacia otros canales.
—Jes —llamó—. Elen y Sana, venid conmigo.
Las jóvenes se levantaron en seguida y siguieron a Mada y a Alin por el corredor de la cueva.
En cuanto regresaron a sus cuevas, las jóvenes del Ciervo Rojo se pusieron a ordenar el montón de ropa.
—Estas mujeres del Caballo son muy diestras —reconoció Alin un poco a regañadientes mientras levantaba una pesada túnica de invierno confeccionada con piel de ciervo.
El corte era similar al que ellas hacían en la Tribu del Ciervo Rojo: un sencillo patrón de una pieza para la espalda y dos en la parte delantera, con mangas pegadas en los hombros. Pero la presencia de piel de oso de las cavernas en la capucha y en el borde de los puños y del cuello, los adornos de marfil y de hueso introducidos en la piel de ciervo formando dibujos del símbolo totémico del clan, hacían de la túnica algo más que una simple prenda de vestir. Alin volvió la túnica del revés y examinó las puntadas de costura. La aguja de hueso había sido dirigida con excepcional maestría, pensó mientras observaba la trayectoria de las puntadas hechas con tendones que unían la pieza frontal de la túnica a la pieza trasera.
—Sa —asintió Elen—. Me sorprende que nos hayan dado estas pieles. Son las túnicas más preciosas que he visto nunca.
—El cuero de las camisas y las faldas no es tan flexible como el de las pieles que nosotras curtimos —replicó Sana.
—Es cierto.
—Pero los adornos son más bonitos —dijo Fali. Se hizo un silencio.
—No hay botas —señaló Alin con viveza—. Será lo primero que debamos hacer nosotras. Los mocasines que llevamos no sirven para la nieve y el hielo.
—Me pregunto por qué no hay botas —dijo Dara—. ¿No llevan botas estas mujeres con las túnicas?
—Imagino que las botas se las habrán dado a las mujeres que quedan en la tribu —explicó Alin—. Sólo se necesita una túnica de piel, pero un par de botas es muy útil.
—Es cierto —asintió Dara solemnemente.
—Necesitaremos pieles para confeccionar las botas —señaló Iva—. Y cuero para las suelas.
—Tendremos que salir de caza —dijo Alin con satisfacción—. Tengo que hablar con Mar.
Al principio, Mar no había quedado muy complacido con la decisión de Huth. Le alivió, desde luego, que Huth hubiera accedido al compromiso. Pero el chamán había ido aún más lejos, había puesto el futuro de las jóvenes fuera de la competencia del jefe. Y en cuanto llegara la primavera, Mar planeaba convertirse en el jefe, lo que significaba que Huth dejaba a las jóvenes fuera de su alcance.
No se había dicho nada de permitir que las jóvenes eligieran por sí mismas, pensó Mar enfadado cuando Tane le llevó la noticia. Alin tenía que obtener un compromiso, y nada más.
Sin embargo, tras haberlo pensado con mayor detenimiento, Mar llegó a la conclusión de que la decisión de Huth había sido la más sabia. Como el resto de los jóvenes, comprendió que las muchachas harían su elección entre los jóvenes de su edad y no entre los contemporáneos de Altan.
De hecho, el dejar la elección a las jóvenes debía provocar sentimientos de felicidad en la tribu, se dijo Mar tras meditar cuidadosamente la decisión de Huth. Así ningún hombre se sentiría apartado u olvidado por el jefe. Las muchachas harían su elección y aquello sería todo. Aunque sólo iba a afectar a las jóvenes del Ciervo Rojo, desde luego, porque no había padres implicados cuyos derechos de propiedad pudieran ser violados.
Mar había estado todo el día alejado del despeñadero, comprobando las trampas de animales que la tribu había puesto hacia el este. Estaba preparando el fuego en su abrigo, cuando levantó la vista y descubrió a Alin en el umbral de la entrada a la cueva. No había hablado con ella desde que la dejó con Huth hacía dos mañanas. Le sonrió dándole la bienvenida e hizo un gesto para que se reuniera con él en el interior.
Mar había abandonado el abrigo de los iniciados al casarse hacía dos años y no había vuelto con sus camaradas de juventud cuando murió Eva. Descubrió que le gustaba vivir solo y como el abrigo que había sido su regalo de boda estaba en el primer nivel del despeñadero, al que se podía acceder por el sendero escarpado, así podía tener junto a él a Lugh. A Mar le gustaba más vivir en un abrigo que en una cueva. El humo de las hogueras se dispersaba rápidamente a través de los palos, ramas y pieles que formaban tres de los lados del abrigo y el interior se caldeaba lo suficiente aun en el peor de los inviernos. Además, nunca había sentido demasiado el frío.
El sol no se había puesto todavía del todo y en el abrigo aún entraba un poco de luz a través de la abertura de la puerta. Mientras Alin avanzaba vacilante por la única habitación de pequeñas dimensiones que formaba su hogar, Mar le dirigió una de sus más encantadoras sonrisas.
Lugh, reconociendo el olor de la joven, levantó la cabeza en el rincón donde solía echarse a descansar y lanzó un débil gemido.
—Saludos, Lugh —exclamó Alin. Luego, en un tono evidentemente más frío, le dijo a Mar—: Quiero hablar contigo.
—Siéntate —ofreció Mar, señalando una piel de búfalo que había en el suelo—. Iba a encender el fuego.
—Gracias.
Alin cruzó las piernas y se sentó en el suelo, tan flexible y atlética como ninguno de los muchachos de su tribu. Mar cogió un carbón encendido de un recipiente de asta encajado en las piedras que rodeaban la leña y lo acercó a la mecha. Instantes después, las hojas secas se encendieron. Mar vigiló el fuego hasta que las llamas empezaron a serpentear a través de la leña y entonces cogió otra piel de búfalo del rincón donde dormía, la extendió en el suelo junto a Alin y tomó asiento.
Inmediatamente observó que ella se había cambiado de ropa. Reconoció en seguida el trabajo de su tribu en el curtido de la piel decorada con un fleco de tirillas a lo largo de la línea de los hombros. También se había puesto una falda larga, como las que llevaban a menudo las mujeres del Caballo.
Le sobresalió la punta del mocasín por debajo de la falda cuando se sentó, con las piernas cruzadas, ante el fuego. Mar pudo observar el arco perfecto de su pie desnudo antes de que lo ocultara el cuero desgastado del mocasín.
—Ya veo que tienes ropa nueva —dijo.
Ella se había quedado contemplando fijamente la hoguera encendida, pero al oír sus palabras volvió la cabeza y lo miró. Él observó que también llevaba los cabellos peinados de manera diferente. Hacia atrás, como era habitual, pero en lugar de la trenza, se los había anudado en la nuca. Observó cómo caían en su espalda aquellos cabellos oro oscuro. Algunos mechones húmedos eran más oscuros.
—Te has lavado el cabello —añadió, sintiendo el repentino deseo de pasar los dedos por aquella masa brillante y sedosa.
Ella ignoró sus comentarios.
—Mis hermanas y yo necesitamos botas para el invierno —dijo con energía—. Podemos confeccionarlas, pero necesitaremos piel. Y para ir de caza, necesitamos armas.
Mar dobló sus largas piernas, apoyó la barbilla en las rodillas y la miró pensando en el montón de pieles junto a la pared rocosa del fondo del abrigo que le servían de lecho. Deseaba tanto coger a aquella joven y llevársela hasta allí… y acostarse con ella.
—Mar. —Había irritación e impaciencia en el tono de su voz—. ¿Me has oído? Queremos salir de caza. Necesitamos armas.
Mar resopló y abandonó sus ensueños.
—Sa —dijo—. Te he oído.
¿Qué haría ella, se preguntó, si él se levantaba y cerraba la entrada del abrigo con las pieles?
—Y creo que también deberías pensar en conseguir más carne —estaba diciendo ella—. Ahora hay tres puñados más de bocas que alimentar que las que teníais hace una luna.
—Es cierto.
Correría las pieles y la cogería por los hombros. Luego pondría su boca sobre la de ella. Sus ojos brillaron ligeramente mientras se concentraban en la tierna línea de su boca. Qué suave la sentiría bajo la suya, pensó. Y sus pechos…
—Muy bien —exclamó ella—. Hablaré con Altan.
Dhu. Se obligó a apartar la mirada de la boca de ella. Los ojos castaños de Alin centelleaban a la luz de la hoguera.
—Eres más simple que Lian —dijo.
A él le sorprendió la comparación. Y tenía razón, pensó. Estaba fantaseando sobre ella del mismo modo que hacía Lian con él. Sonrió arrepentido y se pasó los dedos por los cabellos despeinados que centelleaban en su frente.
—Tenía la cabeza en otro sitio —se disculpó—. Bien. Quieres salir de caza. Está bien. Nosotros también debemos hacerlo. Tienes razón cuando dices que necesitamos carne. Las trampas que hoy he inspeccionado estaban vacías, así que debemos salir a cazar con las lanzas.
Una expresión de anhelo borró la irritación de su rostro.
—Saldremos contigo si puedes suministrarnos armas.
Mar desvió la mirada de su precioso rostro turbado y se quedó contemplando el fuego.
—Todos los hombres del Caballo tienen una lanza de más así como muchas jabalinas, aunque no hay muchas flechas —dijo tras meditar un instante. Luego añadió—: Podremos suministraros una lanza pesada y una ligera a cada una, pero sólo podremos daros algunas flechas. No hay muchos arcos por aquí. En mi tribu cazamos principalmente caza mayor —explicó como excusándose tímidamente. La había visto cazar y sabía que tenía experiencia—. Os fabricaremos armas para vosotras. Pero por ahora tendréis que conformaros con lo sobrante.
—Comprendo —asintió Alin, inclinándose ligeramente hacia delante—. ¿Qué animales vamos a cazar?
—Aún es la estación del búfalo. No será la del ciervo hasta la próxima luna.
—Deben de haber muchos búfalos en esta zona —dijo Alin asintiendo nuevamente—. He observado que en tu tribu se utiliza mucho la piel de búfalo.
—Sa. Hacia el este están los pastos donde habitualmente encontramos las manadas de búfalos.
—En las tierras de caza de mi hogar no hay muchos búfalos.
—En tu tierra hay demasiadas colinas y demasiados árboles. A los búfalos les gustan los espacios abiertos. En los pastos también hay muchas manadas de caballos, de renos y antílopes. Los caballos son nuestro tótem y no los cazamos habitualmente. Ésta es la época del año en la que salimos a cazar búfalos. Ahora tienen todo su manto y su piel nos sirve bien para confeccionar las vestimentas, abrigos y —le dirigió una sonrisa—, «botas».
Alin se inclinó un poco más.
—¿Qué más cazáis?
—Bisontes —replicó apresuradamente—. Su carne es la mejor, pero no son tan numerosos como los renos o los búfalos. —Frunció el ceño como si le cruzara la mente algún pensamiento particularmente desagradable.
—¿Y no cazáis íbices? —preguntó Alin.
—No en las tierras de los pastos. Cogemos algún íbice en las colinas que rodean el valle del río.
—¿Y mamuts?
—A veces. Cuando el invierno es gélido, a veces aparecen mamuts en el lago del altiplano que forma parte de nuestras tierras de caza.
—¿Has cazado alguna vez un mamut, Mar?
—Sa. En una ocasión —contestó sonriendo ligeramente—. No es una experiencia que pueda olvidarse.
—Yo nunca he visto un mamut —confesó ella con los ojos castaños abiertos de par en par.
—Nunca se adentran hasta vuestros territorios de caza, que están muy al sur. A menudo ni siquiera llegan hasta aquí. —Miró su rostro anhelante—. Si lo deseas un día te llevará a cazar mamuts.
—Oh, Mar —exclamó Alin—. Me gustaría muchísimo.
Mar entrecerró los párpados para ocultar sus ojos y siguió mirándola. Era preciosa hasta cuando estaba furiosa o irritada, pero como ahora…
—Debo ir a decírselo a las demás —añadió Alin poniéndose de pie—. ¿Cuándo saldremos?
Mar no se levantó.
—Debo hablar con Altan —dijo—. Necesitaremos un día para celebrar la caza mágica antes de iniciar una gran cacería.
—¿Un día entero? —preguntó con cierta confusión.
—Sa.
Ella estudió su rostro con aquellos ojos luminosos y luego asintió.
—Se lo comunicaré a las demás —dijo de nuevo y giró en redondo de manera que la falda se desplegó en abanico alrededor de sus piernas formando un círculo y luego desapareció.
De pronto, Mar fue consciente de que su abrigo estaba vacío. Recordó lo agradable que era cruzar la puerta y encontrar a una esposa esperándolo. El rostro de su antigua mujer había empezado a borrarse de su memoria. Eva había sido una buena muchacha, y bella. Recordó que había sido bella. Y había sido suave al tacto, cálida y húmeda, y complaciente ante sus insistentes demandas.
¡Dhu! Qué tortura, permanecer ahí sentado, pensando en cosas que no podían ser.
Hasta la primavera. Entonces las cosas cambiarían para todos.